domingo, 28 de junio de 2015

Homero Manzi en las tierras blancas

Soy hombre de Buenos Aires. No soy amigo de su prepotencia de gran ciudad, me une a ella el costado mágico: estar en sintonía con la esencia poética de sus barrios, su historia, su gente. En ella está mi memoria, la de mi abuelo Julio Martín, el que fue poeta, la de mi viejo Rolando, el que pinta cuadros, el que se hizo hombre en el barrio de Boedo. Desde aquella galaxia vine hasta esta ciudad/río. A Gualeguay llegué con cantidad de nombres atesorados en el recuerdo. Barrios: Boedo, San Cristóbal, Almagro, Palermo, mi Martín Coronado de infancia en el oeste de la provincia. Amigos: Mario Bellocchio, periodista; Rubén Derlis, poeta; Mónica López Ocón, escritora y periodista; Tata Cedrón, músico; David Birenbaum, poeta; y perdón por los que ahora dejo en la sombra. Lugares: mis cafés preferidos: siguiendo el orden de la historia: el México, el Margot y el Cao. Mundos: una mesa de café, de charla o en soledad trabajando el oficio, disfrutando de una lectura. Fantasmas amigos: Gabriel Montergous, amigo y escritor, mi maestro; Hugo Ditaranto, amigo y poeta, también mi maestro; Liliana Bustos, mi amiga, y su mundo de imágenes; Guillermo Pérez Bravo, el Gallego, amigo cuya presencia sigue dibujando en la barra del Cao. Y sumo a todas estas almas mis ganas eternas de hacer la vida que todos nosotros vamos eligiendo. Ser hombre de muchas almas favorece la conversación, la reflexión mientras se tiene la vista en los días y en nosotros, sus criaturas.
Café Margot de Boedo. Acrílico de Rolando Lois.
“Haciendo la vida”, así contesto a quien pregunta por esta, mi otra vida en Gualeguay. Los asombrados no pueden creer que haya dejado Buenos Aires. En el apuro y el abismo causado por una desaforada manera de abrir los ojos, olvidan que es imposible que yo deje a tan distinguida damisela. Ella se vino conmigo, y va de paseo entre mis memorias, entre mis libros. Prueba de ello es esta escritura con destino de diario gualeyo: aquella, mi ciudad, es personaje de otra memoria.
Buenos Aires ha sido escrita por cantidad de poetas, ahora pienso en Roberto Santoro, Rafael Vásquez, Julián Centeya, Rubén Derlis, Humberto Costantini, Homero Manzi. Y solo por nombrar unos pocos.
Hacía unos días que vivía en Gualeguay cuando tuve la suerte de conocer a un vecino: Deolindo Romero (1942), descendiente de pueblos originarios. La charla con él me fue llevando a cantidad de historias. Deolindo practica la memoria a diario, aparecen nombres, fechas, esto ejercitado por su inclinación a la historia, especialmente le interesa la vereda revisionista de la materia. Deolindo es un memorioso de su lugar en el mundo: Gualeguay. Con esfuerzo terminó la escuela primaria; no pudo completar su sueño de ser maestro de escuela porque trabajó desde que cursaba cuarto grado. Su primer empleo fue en el taller de la carpintería Sperandío. A poco de andar en el mercado laboral se dio cuenta de que su sueldo era importante en la casa, o mejor, en el rancho, como aún lo llama. El rancho formaba parte de un asentamiento ubicado en las tierras blancas, paisaje pobre que inmortalizara el gualeyo notable: Juan José Manauta, en una novela. Deolindo es un gran cronista de su infancia en esa barriada. En su relato hay una buena cantidad de personas que vuelven a la vida para recrear “sucedidos”, porque el relator siempre aclara que aquello que cuenta es verdad. No hay en Deolindo una intención literaria, no le interesa andar cerca de esa pretensión. Con recursos que aprendió a través de la lectura, escribió artículos y poemas para afirmar su única intención guía: la memoria.
Desde nuestras primeras charlas y luego de realizarle dos entrevistas, me sumé al aliento de amigos y conocidos: siempre dijo que quería escribir esos recuerdos. El empuje decidió al memorioso y se puso a trabajar. Hoy tengo la posibilidad de recorrer el borrador de ese escrito que anda con ganas de vestirse de libro. Su título: “Nacer en las tierras blancas”.
Durante la lectura me encontré con otro tiempo haciéndose presente a través de historias y pensamientos del autor. Y hubo una aparición de la que no tenía noticia. Sabía que en el rancherío se escuchaba tango. Los preferidos de Deolindo: Gardel, Magaldi, Corsini. Pero en un momento leí lo siguiente: “(…) Con el tiempo, uno de mis poetas predilectos fue, y es Homero Manzi, por tantos hermosos tangos que parecían hechos a la medida de mi barrio reo. Tantas vivencias parecidas hay en sus letras que a un loco como yo le llegan hasta el alma. (…)”.
Homero Manzi
Volví a leer. Deolindo Romero en su asentamiento a orillas del Gualeguay, dentro de las mismísimas tierras blancas, se identificaba con Homero Manzi, uno de los poetas mayores de mi Buenos Aires: sí, Homero, el de Pompeya, el de mi Boedo. Enseguida recordé un momento de maravilla que guardo en mi pasado. Una mañana, allá por el 2004, en el café Margot, me encontré para charlar con el Tata Cedrón. El Tata, un grande de la música, había regresado luego de vivir en Francia 30 años en el exilio, y hecho refugio en el barrio. Nos hicimos amigos. En los días anteriores al café, él había andado de caminata por Boedo en compañía de Acho Manzi, hijo de Homero, quien le había dado una letra de su padre que nunca había sido musicalizada: “Palabras sin importancia”. Durante nuestro café en el Margot, el Tata me cantó, hoja en mano, el poema hecho canción, tango. El Tata estaba feliz, era un pibe que había embocado la figura más difícil del balero. Esa felicidad se transformó con el tiempo en la primera imagen que aparece cuando alguien me nombra a Homero Manzi; el mismo Homero que había llegado, allá lejos y hace tiempo, hasta la barriada gualeya. Me ganó el asombro. Luego comprendí la ruta del encuentro.
Deolindo Romero
Le pregunté a Deolindo por esa vivencia: “Homero Manzi encajaba muy bien es esa barriada. Aquello sobre lo que hablaba Manzi, era lo que yo vivía. Llegó a mis manos la revista ‘Alma que Canta’, era muy común tenerla en todo ranchito de la zona. La gente del asentamiento se la prestaba, y yo empecé a leer. Y es más, se guardaba la revista como un tesoro. Yo tenía unos 12 años. Tengo recuerdos muy felices de mi infancia debido a todas mis lecturas. En el barrio había victrolas, el que era más rico tenía una radio a batería. Escuchábamos tango. ¿De quién es?, preguntaba; de Manzi, me decían. Y Manzi me interesó. Él hablaba de un paisaje como el mío, y de la vida del pobre. Manzi la explicaba muy bien, yo sabía de qué hablaba. Era como si él estuviera escribiendo en Gualeguay. Hablaba de las barriadas y de los pobres porque vivía con ellos”.
Deolindo hace repetidas referencias a detalles del paisaje y de las costumbres en las letras de Homero. Cita algunos títulos como sus preferidos, letras donde aparecen los anclajes de vivencias semejantes. En “Sur” hay líneas como: “San Juan y Boedo antigua, y todo el cielo, / Pompeya y más allá la inundación. / Tu melena de novia en el recuerdo / y tu nombre florando en el adiós. / La esquina del herrero, barro y pampa, / tu casa, tu vereda y el zanjón, / y un perfume de yuyos y de alfalfa / que me llena de nuevo el corazón”. O: “Las calles y las lunas suburbanas (…)”. En “Milonga triste”: “Volví por caminos blancos, / volví sin poder llegar”. O: “Tristeza de haber querido / tu rubor en un sendero. / Tristeza de los caminos / que después ya no te vieron”. En “Barrio de tango”: “Un farol balanceando en la barrera / y el misterio de adiós que siembra el tren. / Un ladrido de perros a la luna. / El amor escondido en un portón. / Y los sapos redoblando en la laguna / y a lo lejos la voz del bandoneón”. En “Milonga sentimental”: “Es fácil pegar un tajo / pa' cobrar una traición, / o jugar en una daga / la suerte de una pasión. / Pero no es fácil cortarse / los tientos de un metejón, / cuando están bien amarrados / al palo del corazón”. En “Milonga del novecientos”: “Me la nombran las guitarras / cuando dicen su canción. / Las callecitas del barrio / y el filo de mi facón. / Me la nombran las estrellas / y el viento del arrabal. / No sé pa' qué me la nombran / si no la puedo olvidar”. En “Malena”: “Malena canta el tango como ninguna / y en cada verso pone su corazón. / A yuyo del suburbio su voz perfuma, / Malena tiene pena de bandoneón”.
Manzi utilizó palabras que eran clave para Deolindo, por ejemplo: inundación, un puntal en el recuerdo del inundado por el Gualeguay. El paisaje de una vieja Buenos Aires de arrabal, lejana al centro de la ciudad, con costumbres e historias de amor truncas se hacía muy cercano a aquella realidad gualeya, que tenía noticia de cuchillo y descampado. En las calles de ayer la gente sabía del barro, y de aromas: yuyos y alfalfa, y sabía de ver la luna sobre el agua. Me comentaba Mario Bellocchio (1939), director del periódico “Desde Boedo”, que las letras de Homero Manzi lo transportan, no a la Buenos Aires que conoció, nació  y vivió en parque Chacabuco, sino al paisaje que veía en un barrio de Moreno, en la provincia, donde vivían los abuelos paternos.

La memoria juega y se construye con las imágenes provenientes de distintos tiempos. En ese juego las postales se cruzan, se juntan y se alejan. Manzi habla de una Buenos Aires que no conocí, Deolindo Romero de unas tierras blancas que tampoco conocí. Sin embargo aquí estoy, anotando encuentros, entendiendo la dimensión de la memoria. Tengo memoria de mi Buenos Aires, de la de mi viejo y de la de mi abuelo; también sé de las tierras blancas por Manauta, y todo, me digo, todo gira, va de ronda dentro del espíritu de un tango: el sueño humano entre el paisaje y sus criaturas. 

domingo, 21 de junio de 2015

Una historia de vida: Juan Manuel Blanes

Juan Manuel Blanes, artista plástico uruguayo, nacido el 8 de junio de 1830 en Montevideo, tuvo una vida digna de ser contada en una novela. Una historia con personajes fuertes. Blanes contaba la historia grande con su pintura. Hizo lo posible con la historia de sus días.
Fue hijo de Pedro Blanes Mendoza, repartidor de pan, español, y de la argentina Isabel Chilabert Piedrabuena. Dejó la escuela en 1841. Desde muchachito le gustó el dibujo.
Su padre, durante el Sitio de Montevideo, llevó a la familia al terreno de los sitiadores, él permaneció en Montevideo. Cuando Juan Manuel regresó a la ciudad trabajó como tipógrafo en la imprenta del diario La Constitución. En ese momento ya pintaba óleos de tema histórico y retratos. En 1854 instaló un taller en la calle Reconquista. Empezó a ser conocido haciendo retratos por encargo. Este es un detalle en su vida, la pintura por encargo; presentó muchos proyectos, al parecer tentaba el encargo, enviaba señales, trataba de abrir puertas. A veces lograba el cometido, otras tantas, no. Tuvo momentos de acierto y fortuna, y tuvo otros en que la desesperación llamó a su puerta.
Juan Manuel Blanes
En el taller de Reconquista se enamoró de una italiana: María Linari de Copello, casada y madre de una nena. De esa relación nació su primer hijo: Juan Luis. La pareja tuvo que huir a Salto en 1855. El señor Copello estaba furioso. En Salto siguió pintando por encargo, y también trabajó sobre un cuadro que había pintado en Montevideo. Pensó en obsequiárselo al general Justo José de Urquiza (1801-1870). Su título: “Alegoría argentina”.
El movimiento le dio sus frutos. La obra captó la atención de Urquiza, que entrevistó al pintor en el Palacio San José. El General le encargó varias obras. Por esta razón, Blanes y su familia se instalaron en Concepción del Uruguay en 1856.
Mientras cumplía con el encargo nació su segundo hijo: Nicanor. La familia regresó a Montevideo, pero el miedo a la fiebre amarilla los llevó a vivir unos meses en Buenos Aires.
En 1858 recibió un encargo del general Urquiza. Debía decorar la flamante capilla del Palacio San José. Volvió a residir en Concepción del Uruguay. Luego de terminar las obras sobre los dolores de la Virgen María, regresó a Montevideo. Allí pintaba los consabidos retratos y también motivos gauchescos.
En 1860 obtuvo del gobierno uruguayo una pensión para viajar a Europa y estudiar pintura durante cinco años. A cambio Blanes debía enviar obras para el gobierno. El acuerdo incluía que a su regreso se debía abrir una academia de arte. Antes del viaje, Blanes se  casó con María. También ingresó a la logia “Fe”, la masonería le abrió sus puertas.
En la ciudad de Florencia tomó clases con el maestro Antonio Ciseri. Realizó estudios de anatomía y se acercó al mundo de la geometría. Blanes sabía que para destacarse había que tener conocimientos, había que conocer hasta aquellos que no utilizaría. Estudió y trabajó, pero, como sucede a veces, la suerte le escondió una carta. Envió un primer conjunto de obras. Una tormenta salida de un cuadro de Turner se llevó puesto el barco y se perdieron sus trabajos. Recién en 1863 llegó un barco con dos óleos para el gobierno. Esto le sirvió a Mauricio, hermano del pintor, para lograr un aumento en la paga que recibía. De todas maneras Blanes regresó a Uruguay en ese mismo año. Su vida dependía del dinero que recibía del gobierno de Bernardo Prudencio Berro, que en ese momento enfrentaba la cruzada libertadora encabezada por Venancio Flores.
En Buenos Aires intentó abrir una escuela de dibujo, pero no pasó de ser un proyecto. Blanes pintó “Ataque a Paysandú”, cuadro que compraría Venancio Flores. Retrató a Flores, y a dos oficiales muertos en Paysandú: el coronel Leandro Gómez y el general Lucas Píriz. Pintó un escudo nacional. Ofreció pintar dos cuadros en la temática que podía interesar: la historia de la patria, pero no prosperó el intento.
En 1866 exponía sus cuadros costumbristas -trabajó mucho sobre la figura del gaucho- en su taller y en la Casa Bousquet. Llegó a fundar en 1867 la Academia de Alto y Serio Dibujo, pero por la escasez de alumnos tuvo que cerrarla al año siguiente. El relato histórico tomaba forma a través de sus pinceles, pintó: “Asesinato de Venancio Flores” y “Asesinato de Florencio Varela”.
En 1869 le envió a Urquiza un retrato ecuestre. Una nota, un puñado de líneas acompañaban el cuadro: “Exmo. Señor: alentado por V.E. en el arte que profeso, lo estudié rigurosamente cuatro años en Europa, ayudado por el tesoro público de mi país. Cuatro años más corren ya desde mi vuelta a América, a mi patria. Las esperanzas que traía han sostenido una lucha horrible con la condición de los tiempos que mi país atraviesa. Esas esperanzas sucumben ya, Señor, bajo el peso de una adversidad para mí”.
La suerte pintaba adversa para Blanes, pero su moneda daría una vuelta más en el aire, peor pintó para el general Urquiza, que fue asesinado en 1870. La pintura de Blanes recibió cortes hechos a lanza el día de la muerte del caudillo.
Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires.
Dos cuadros de Blanes torcerían la historia. En 1871 expuso “La fiebre amarilla en Montevideo”, y “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”, que fue exhibido en el foyer del Teatro Colón. El cuadro fue visto por mucha gente, y tiempo después sería seleccionado para ser parte de la Exposición Internacional de Viena.
Es sabido que la vida tiene momentos que pueden cambiar todas las proyecciones hechas en torno al futuro de la misma. En 1883 entró al estudio del pintor la viuda del dr. Regunaga, que había sido Ministro de Hacienda durante el gobierno de Lorenzo Batlle y Grau. Traía fotografías de su difunto marido para encargar un retrato. Es posible que Blanes nunca pintara al difunto, pero sí pintó a la viuda: Carlota Ferreira, obra que ocupa un sitio importante dentro del arte de Uruguay. La amistad iniciada entre Blanes y Carlota traería historias asociadas.
Retrato de Carlota Ferreira.
La primera historia desprendida de este encuentro de amantes, también tiene que ver con el amor. La mujer sigue siendo Carlota, inquieta la damisela, y el hombre, el hijo menor de Blanes: Nicanor. Esta nueva pareja huyó a Buenos Aires y allí se casaron. El matrimonio duró poco, fue anulado, y el joven regresó a Montevideo.
En 1889 murió María, la esposa de Blanes. En 1890 el pintor viajó a Europa junto a Nicanor para reunirse con Juan Luis, el hijo mayor. En 1892 Blanes regresó solo. Tiempo después Juan Luis moría en un accidente, y Nicanor desaparecía en Italia. En 1898, en compañía de su amiga y modelo: Beatriz Manetti, Blanes salió en busca de su hijo perdido. No pudo hallarlo. Blanes murió en 1901 en Pisa. En ese mismo año se repatriaron sus restos.
José Pedro Argul en su libro “Las Artes Plásticas del Uruguay” (1966), consigna un notable análisis y juicio de valor sobre Blanes y su obra: “(…) Su ciudadanía le dio a este académico la senda preferente del naturalismo. La poca frecuentación de museos le quitó felizmente el gusto de la alegoría neoclásica escasamente presente en su obra, y en la que se hundieron numerosos cultores del academismo europeo, cuyas obras resulta insoportable mirar por estar vacías de todo sentido o aplicación actual. Maestro de su propia vida, no perdió el tiempo en motivos seudo clásicos, como también muy raramente excedió sus trabajos en las anécdotas pueriles. Lo que pintó lo legó a la historia de hombres, de hechos y de costumbres. Fue en esta misión algo más que un mero cronista o ilustrador, artesano artístico del mundo oficial. Tuvo unidos a su solvencia de oficio, severidad de información, cultura de indagación, convencimiento patriótico y dignidad de su labor; fue, en consecuencia, un excelente pintor de la historia. (…) Habían reproducido otros artistas extranjeros, antes de Blanes, la figura del gaucho, pero éste fue el primero que supo gustar en el asunto el sabor propio. Era para él algo más que un motivo de rareza, digno de un folklore divulgable: en el gaucho veía su propio pueblo, y quizás veíase a sí mismo... Por eso es que estas figuras pintadas en el campo de vasta llanura, en crepúsculos o auroras, están nimbadas del más íntimo sentimiento del artista que entre dos luces las circunda de su propia melancolía. Luces mortecinas finamente extendidas a la manera de pintar de Blanes, que llena sus cuadros como una lenta corriente que avanza. No son todavía las manchas impresionistas en procura de la captación de la luz natural que ya iban imponiendo otros artistas pintores de sus mismos años. Consecuente con la razón juiciosa que presidió toda su obra, no abandonó ante la nueva escuela pictórica el derrotero que supo marcarse a sí mismo y por el que debemos agradecerle la brillantez de relato de tiempos pretéritos de América. Si no era la luz de la nueva pintura impresionista que envuelve los paisajes de sus gauchos, era sí una luz propia, la de los estados de alma del pintor, que sólo un gran artista como Juan Manuel Blanes puede trasmitir y hacer perdurables”.

Otros autores que se han ocupado del artista: José Fernández Saldaña en “Juan Manuel Blanes. Su vida y sus cuadros” (1931), y Gabriel Peluffo Linari en “Historia de la pintura uruguaya” (2000, 3ra. Edición).

domingo, 14 de junio de 2015

Pablo Merlo, fotógrafo

Un par de fotos selló el encuentro entre el fotógrafo y este cronista.
Fui acercándome a la fotografía de Pablo Merlo, habitante de Paraná, a través de la bondad del ciberespacio. De a poco fue armándose la charla escrita, el cambio de figuritas. Después fue el tiempo de la palabra. Quise escuchar a Merlo; estaba seguro de que había todo un mundo detrás de sus imágenes. No me equivoqué. Fue un placer escuchar cómo se iba reencontrando con su historia, cómo volvía a pensarla. La vida es una sumatoria de suposiciones y regresos, y mejor se la recorre cuando escuchamos a nuestras almas, y cuando las escuchamos en libertad. Pablo Merlo no tiene problemitas con su ego, es un hombre lejano a la impostura: un hombre que sin pretensión acaricia el territorio de la creación con su oficio.
Nació en 1972, en San Nicolás, provincia de Buenos Aires. Sus padres fueron a vivir allí por razones laborales. El padre fue electricista en Somisa. La familia volvió a Paraná en el 75, poco antes del inicio del horror. Papá era de Paraná, y mamá de Sauce de Luna, aunque desde chica fue paranaense. Inevitable para el cronista: ¿dónde nació tu mamá?: “Un pueblito en la intersección de tres estancias. El que escucha el nombre piensa en algo poético. La historia cuenta que iba a empezar a parar el tren en el lugar, y no había estación. El maquinista no tenía dónde parar, entonces le indicaron el sauce del señor Luna, un vecino”. La poesía mantiene su aroma.
Merlo, un sorprendido por el oficio: “Una confesión: creo que no saqué una fotografía hasta los 19 años, solo de manera accidental. Es más, tenemos muy pocas fotos familiares, en casa había una máquina, pero la prestaron y no volvió. Vengo de una familia humilde, bastante pobre. En los 70, cuando nacimos los cuatro hermanos, era costoso alimentarnos, imaginate sacar fotos. Hoy estamos recuperando imágenes a través de los tíos, la familia. No saqué fotos, ni era algo que me interesara. Hasta que hice dos años en la carrera de Comunicación. Ahí me enamoré de la fotografía. Estaba en el taller de imagen, me pusieron la máquina en la mano, y me volví loco. Dejé la carrera y empecé a hacer talleres. Era caro, igual la facultad, así que laburaba. Hice un taller con Miguel Martelotti, autodidacta, era jefe de fotografía de Página 12, y me voló la cabeza. Acá no había mucho lugar dónde estudiar. Empecé a devorar libros. Luego estudié en la escuela Alem de Santa Fe: capacitación técnica, pero ya dentro de una historia de la fotografía santafesina. Así me enamoré del fotoperiodismo”.
En todo momento Merlo dice “creo”, no es amigo de la definición terminante, va tratando de ver, una manera de hacer foco antes de un click a conciencia: “Creo que algo venía madurando dentro mío, elegí Comunicación y llegué a la fotografía. Para mí las cosas tienen que tener un sentido profundo. Le encontré un sentido social a lo que estaba haciendo. Además de que fuera un laburo, encontrar uno que sirviera hacia afuera era casi perfecto. Empecé en el semanario Análisis, en el diario Hora Cero. Creo que hasta el 94/95 conocí el último coletazo de lo que fue el periodismo romántico que venía de los 70, 80. Después explotó una bomba y se hizo irreconocible. Obvio, seguí laburando, pero sin el vértigo del comienzo. La sociedad entera va por este carril, el periodismo es un espejo social”.
En el presente Pablo mueve hilos para, como le sucede a tanta gente que intenta ensayar la vida en las cercanías del arte, lograr el tiempo para atender el oficio, los hallazgos: “Hace años que laburo en el Ministerio de Comunicación y Cultura de la provincia, soy fotógrafo de la gobernación. Tengo con mis hermanos un emprendimiento gastronómico, eso me permitió dejar mi trabajo en el diario Uno, y así tener más tiempo para trabajar en lo que me interesa: el ensayo fotográfico. Un ensayo es el punto de vista del fotógrafo sobre un tema, desarrollado, contado, con una serie de imágenes, es lo que ves, lo que sentís, y lo que mostrás con cierto vuelo estético. Hace unos años que estudio con Adriana Lestido, una fotógrafa que creo es la que nos representa a los argentinos a nivel internacional. Una persona generosa, ella me ha hecho girar el corazón y la cabeza dentro de la fotografía”.
El fotógrafo dice que “la música es una atracción fatal desde siempre”: Spinetta, Lenine, Rodolfo Mederos, Mercedes Sosa, Piazzolla, la música de Brasil y Uruguay, jazz, folclore, rock. Su mar fundacional también se nutre de fotógrafos: Cartier-Bresson, Adriana Lestido, Annemarie Heinrich, Manuel Álvarez Bravo. En sus fotografías (el río y su gente, músicos, paisajes, atardeceres o tomas decididamente urbanas) se adivina una búsqueda estética, una pista creativa que va más allá del relato: “Tengo más amigos plásticos que fotógrafos, creo que eso influye un poco. Carlos Asiaín, artista plástico de Paraná, es un referente además de un amigo. Cuando abrí los ojos a las artes visuales, todos me lo señalaban. Es un artista entero, hay artistas a los que el ego los lleva a las grandes expresiones, y hay artistas a los que la humildad los lleva a las grandes expresiones, este es su caso, capacidad artística y humanidad a cada paso”. Queda claro, Pablo es además agradecido con los maestros.
Carlos Asiaín
Parte de la búsqueda enunciada: “Cuando laburaba en el diario Uno, el mayor logro del día consistía en hacer la tapa con la noticia más inexistente, que ganara peso por la foto. Porque a la tapa va la noticia más pesada o la mejor foto, si vos hacés una mala foto con la noticia del día, va igual; lograr que exista la otra noticia era mi desafío diario, era mi forma de jugar. Siento que en fotoperiodismo jugué hasta el último minuto”.
Piensa su herramienta: “Técnica y filosóficamente la fotografía es un punto de vista”, también se detiene en el inicio de un nuevo trabajo: “La página en blanco es vertiginosa, desafiante”.
Pablo Merlo es el autor del retrato del Chacho Manauta que aparece en la tapa de los cuentos completos: “Hacer el laburo fue tocar el cielo con las manos. Me contrató la editorial para hacer el retrato de un escritor. Después supe que era Manauta. No lo había leído. Leí un poco. Me dije: no voy a leer más. Tenía noción de su talla, sabía que si leía más me iba a atravesar demasiado, y yo quería retratar a la persona. Tenía ganas que me avanzara la persona más que el escritor, que se me iba a venir con todo el peso de su obra. Y creo que funcionó, después leí”.
Un día en la casa del Chacho: “Fue una fiesta entrar a su casa. Tomamos vino, había preparado unos chipá. Un par de veces le pedí que se cambiara de lugar, simplemente para modificar la luz. Llevé el menor equipamiento posible para no molestar, traté de intervenir el lugar lo menos posible. La mayoría de las fotos fueron con la luz que entraba por la ventana, bien natural. No estaba en un lugar muy luminoso, pero me banqué la pérdida de calidad tratando de ganar en estética y composición. Mandé tres retratos a la editorial. Marqué el que después quedó en la tapa. Yo sabía que era un retrato bien duro, era lo que yo sentía: una persona dura, fuerte, y con un corazón de una sensibilidad extrema, un corazón dentro de una persona aguerrida. Él mismo autorizó la foto”.
Por su trabajo en la gobernación, a Pablo le tocó cubrir la visita de Evo Morales, presidente de Bolivia. A Evo le obsequiaron un ejemplar de los cuentos completos de Manauta, Pablo hizo click: “Fue un instante mágico, porque son dos tipos, hasta donde yo sé, que proponían lo mismo para los mismos sectores sociales, que defendían a esos sectores con los que me identifico. Yo vengo desde el lugar del laburante. El momento que guardé en la foto es impactante. Quería escuchar a Evo, me dio mucha alegría que a las manos de “ese hombre” llegara “ese hombre”. Fue un encuentro, una conjugación de personas, y un encuentro de la vida porque el Chacho quedó vivo en sus libros”. Estas fotos son las que marcaron el encuentro entre el fotógrafo y este cronista.
De su trabajo presente y sobre su manera de trabajar, cuenta: “Estoy cerrando laburos que tengo empezados, quiero hacer esto antes de salir a encontrarme con algo nuevo. No quiero que lo nuevo corra el riesgo de ser una fuga de ese trabajo de cierre. Excepto que me explote el corazón con algo. Está mi trabajo en Bajada Grande, de manera intermitente estuve yendo durante 3, 4 años. Le dediqué tiempo al río, eso me llevó a la amistad con la gente. Es una barriada que se formó con pescadores y trabajadores de alguna fábrica en una curva del río. Arranqué ese trabajo sin saber bien por qué, en un lugar que me calma y que me permite encontrarme, a veces en momentos de melancolía, y terminé hallándome con una historia más personal: la relación con mi viejo, que nos llevaba ahí de chicos. La fotografía me permitió revolver dentro de mí, y se transformó en un laburo introspectivo bastante profundo. La historia que contaba giró. Creo que cuando uno actúa de manera instintiva, sin pensar tanto, las cosas salen mejor. La revisión y el análisis es para después”.
Pablo Merlo piensa que: “La vida es un gran misterio, siento que nos pasa de creer que tenemos el volante, creer que podemos maniobrar, y nos la pasamos resistiendo, porque el volante es falso. La vida se nos va presentando de acuerdo a como venimos caminando, lo que no podemos dominar, en algún punto, es el caminar”.

Click para un retrato de Pablo Merlo.

domingo, 7 de junio de 2015

"Mansa Tuca" de Ricardo Maldonado

Charlar con un escritor, y todavía más, con un poeta, el último escalón a habitar en el cielo terreno de la escritura, puede significar la aparición de un nuevo universo en nuestro horizonte, porque semejante vastedad puede ser una persona; y puede suceder, además, que ese poeta pueda llevar a puerto feliz su palabra, su quehacer, su crónica de vida, para así parir libros que se ganen en los pliegues esenciales de la memoria del lector. Me acaba de ocurrir esta maravilla: “Mansa Tuca” de Ricardo Maldonado es libro para recordar, hoy, ahora, en este después de lectura, y es libro para la remembranza de mañana.
Hace unos días tuve la oportunidad de charlar una hora con Maldonado en casa de Jorge García, autor de Historia de Tres Bocas. Patio al fondo, plantas, sol de domingo, y pensamientos alrededor de la escritura. La revista El Tren Zonal ya nos había encontrado en las vías del ciberespacio. Pude saber que a Maldonado le gusta hablar de su trabajo, como poeta y como editor con Ediciones del Clé. Hay en su relato una pista feliz: disfruta de lo que hace y por tanto intenta transmitirlo. Además de esta señal comprometida con su quehacer, entre sus palabras aparecen ciertos autores que dan pista de su conocimiento. Autores, por ejemplo, como Daniel Moyano y Enrique Molina. Maldonado sabe muy bien de qué habla. Fue una alegría escuchar a alguien que recordara la única novela que escribiera el poeta Enrique Molina: Una sombra donde sueña Camila O’Gorman. Maldonado conoce muy bien los intersticios misteriosos de la creación literaria. Hablando de literatura no le quedan cabos sueltos. Hombre de palabra tranquila. La sensación es que aquello que nombra, ocurre.
El universo posible en el encuentro con un poeta, lo completa el fruto de su trabajo; en el libro termina la tarjeta de presentación, es el último desafío: ver de qué manera el hombre esfuma felizmente sus manos en la sustancia palabrera. Maldonado me obsequió “Mansa Tuca”. En la tapa se informa: poema, y se avisa de la distinción: Premio Literario Anual “Fray Mocho”, Poesía, 2007. Un cd completa la edición: el autor dice el Poema, y canta un puñado de canciones.
Mansa Tuca es el personaje central del poema: “(…) Voces de adentro te apodaron Mansa Tuca, / de gurí te cargaron así, / personaje a contracanto del olvido, / saliendo de aquella fragua / de humildes bajo aguacero, / bajo inclementes caridades, / bajo cerrazones patronales; / hijo de los hijos de aquellos criollos de Galarza / (…)”. Maldonado construye su Poema como un narrador hace lo propio con una novela. Trece poemas/capítulos que tienden puentes entre sí para contar la historia de Mansa Tuca. Cada uno de esos poemas sostiene la parada en una esquina propia, individual, a la vez que entra en el movimiento circular que posee el Poema, el todo, el libro. La sensación es de movimiento, como si el Poema hecho de poemas fuera el aro que Mansa Tuca empujaba con el alambre en su niñez.
Pienso en el Poema, y me digo que lo circular me lleva también frente a la imagen del oleaje en el mar, la manera de irse y la manera de llegar, o me deja frente a una puerta vaivén por donde pasa el Mansa Tuca, un negro de la loma, el que se fue a Buenos Aires, y el que ahora regresa buscando las señales, las identidades, las memorias de otro tiempo en su Entre Ríos.
Partió al exilio: “(…) con los pasos que te llevaron a insistir / con el timbre de la ciudad, / hasta que te atendieran ‘cabecita negra’, / Mansa Tuca, ‘un tuerto más’, (…) Llaves para espiar, expiado entonces, / flaco el fulano, taller al fondo, grasa, / negro con overol, fosa para ver desde abajo, / mundo arriba y hurón abajo, / pedazo de fiambre y vino tinto entre los fierros, / toda una vida entre los fierros, / y el Gardel de traje escaso / sólo tres veces en la vida: / de novio, de casado, de recordado aniversario… / y después, bocado de rutina, / los asados de los viernes en el taller, / el truco entre aceites, llaves y soldadora, / pescas en Brazo Largo una vez al año, / y Entre Ríos guardado como un secreto que hiere / o esquela de traición hallada en el seno, / como aquellos alambres que sacan tiras todavía / y hoy venís a cruzarlos / por si acaso quedan libertades / en este rincón del planeta, / y qué planeta para portarlo entre dos orejas / y llevarlo hasta el perdón dulce de las canciones, / milongas como vos, décimas como vos: / Camisa rota de sol de noche”.
El relator hace memoria, pura imagen, una: “(…) Y llorabas largo por todas las ánimas en blanco, / y era escasa la grasa para la torta frita / que las tardes de lluvia hacían saltar como arco iris / de la olla abollada de mamá, / para riqueza del mundo / con casamiento de comadrejas / y paladar de quedar esperando más. (…)”. Luego otra: “(…) Pero la ciudad no quiso saber nada de canjes: / tus huellas allá, tu sudor acá… partido en dos, / renunciar al propio estado, / fuiste obligado a un repudio de raíces, / a dar diente contra vida, (…)”. Mansa Tuca volvió: “(…) Hoy saliste a recorrer las calles / y los que se quedaron se pusieron viejos, / y tantos ya juntaron sus alpargatas, / y estás como Auscarriaga, peluquero / que volvió a recorrer en el cementerio / a tantos que les cortó el pelo por años / cuando vivía por acá, cuando vivían / los que ahora viven sólo de pensamiento, / de postura indefensa, de perdidos en la loma… / y te dan sentido en la señalización de la ausencia. / ¿No es así acaso como vuelven las bandadas?, / recuperando quizás una saudade, / un dolor exquisito de pecho, / una neblina campera en los ojos, / un giro de trescientos sesenta grados / en tu lechuza cascoteada, / porfiado en la vuelta, / escurriendo en el sueño / una emoción que solivianta su peso / y vuela hacia esta orilla (…)”.
El relator es quien da pista de la vida de Mansa Tuca, lo muestra en Buenos Aires, vuelve a ubicarlo en Entre Ríos, en las ceremonias de un regreso, en las ceremonias del pasado. Alguien que lo conoció muy bien, o quizá, me digo, por qué no, el mismo Mansa Tuca viéndose desde otra de sus almas: “(…) Y así estamos, ahora, vos cruzando la calle, / venciendo al niño que se te cruza por delante, / y yo con mi dolor de mandíbula trabajada / por la carcoma del castellano”.
La voz guía del Poema tiene una sintonía melanco, de saudade, frente al tiempo y el lugar perdidos, adiós a un paraíso que nada tenía de regalado. Enfrenta a Mansa Tuca a un espejo “que se comió el azogue”, lo enfrenta a las bondades y dolores propios del ejercicio de la memoria: “(…) y porfiás por volver a ser, ya tan lejos / cuanto más cerca de ésta, tu raíz, / tu aire en forma de raíz, tu empiezo”.
No podía faltar en este regreso, el amor: “Inolvidables manzanillas / en el cabello de ‘la rusita’, / te esperaba a la vuelta / como la vida no te esperó, / nadie más fue a esa esquina que te dice / el valor de una flor bajo pollera, / manzanas del rey para el paria que osó ese huerto. / No sabés si habrán cantado tan lindo los zorzales / como esa pollera que se abría / y qué resplandor cuando pasaba mirándote / como la vida no te miró / y te aromaba con inciensos de rito antiguo; (…)”.
Ricardo Maldonado ejercita pinceladas como lo hace un artista plástico: toques, destellos del color y claridad colocados estratégicamente en la pintura del paisaje de vida de Mansa Tuca. Por ejemplo en el poema referido a su encuentro con la Rusita, aparece esta pincelada: “(…) una auténtica justicia social para vos (…)”, y cuando refiere un encuentro en un viejo galpón, cierra el poema de esta manera: “(…) con estrellas de gatos maestros en el arte de amar”. Líneas fantásticas como: “(…) y había lechuzas que te seguían con agüeros suspensivos. (…)”. Más pinceladas: “(…) y el bicho canasto de tu memoria, te espera (…)”; “(…) y eras un cuzco miserable detrás de las achuras. (…)”.
Hay en el Poema todo la presencia del lugar y su gente, una memoria con algunos nombres propios, supongo habitantes de una lejana Galarza: los González, la panadería de Pedrazzoli, la farmacia de Carlos Burone, pero se percibe que en el libro los paisajes se aúnan, las memorias también, señales verdaderas pariendo referencias ficcionales, y no por ello menos ciertas que las de origen. Todo este mundo en movimiento para contar a Mansa Tuca que, podría decirse, como en la historia de tantos viajeros, fue una víctima más de las barbaridades que muchas veces, demasiadas, puede propinar la vida. En el espejo donde Mansa Tuca se mira y recuerda con nostalgia (“(…) jamás un regalo que no te hayas regalado a solas, / despuntando al hombre en cada masturbación, / robando mandarinas, / haciéndote el loco para que no te caguen a palos, (…)”.), aparecen variados dolores, y a veces, el toque de felicidad. Se sabe, la felicidad es un arte efímero: “(…) El esqueleto que has enderezado / como a tu suerte ladeada, de ladera y abismo, / de árbol caminante meado por los perros; y estás aquí, sin muchas ganas de hablar / mientras sube el humo del cordero degollado / hacia la noche con sus tropelías celestes, / y el aroma se tiende con ladridos / hacia las últimas biznagas que verás en tu vida, / en este Galarza que has visitado / a la espera del último desarmadero, / (…) sólo hay un testigo y está en tu espejo / al desabrochar un silbido con sed de acordeón, / de explicar algo más de tanto que se resbala / y cae por la barranca de cierta altura de la vida / y se moja hasta las verijas, hasta el sentido. (…)”.

“Mansa Tuca”, un libro para construir memoria.