domingo, 16 de septiembre de 2018

Catón y la finitud del paisaje


Toda vida tendrá su final, pero antes de pegarle el tirón a la última sortija, son los paisajes, aquellos seres vivos que primero irán marchando al buche y la bodega del tiempo. Los guardamos en la memoria. Por lo tanto, toda vida tendrá, en la última vuelta de la calesita, un paisaje de final; y sobre él también se podrá hacer memoria, pero queda claro, no una memoria total, porque primero será historia el hombre que quiso contar, y no el susodicho paisaje. Habrá una completa memoria de la infancia en los paisajes que hacen ese paisaje, y una de la adolescencia, paisajes estos en los que deambulan a mano suelta la felicidad y la desgracia. Habrá una memoria de primera juventud, una de adulto, y con suerte una de la vejez. Esta tiene gran posibilidad de quedar trunca, pero convengamos que hay otros caminos que también llevan aire de final y mudanza. Y con cada una de estas memorias habrá posibilidad y tentación de escribir la mejor novela propia. Cada uno siendo el personaje central del show, cada uno marcando el compás en cada mirada. Inevitable la sintonía veraz de relato tan comprometido, porque va en primerísima persona, e inevitable el maravilloso aire de mentira, de bolazo (palabra muy escuchada en la ciudad/río de Gualeguay), con que nos construimos, a diario, sea en el presente o reescribiendo el pasado. Atrevida es esta criatura que hasta cree poder transmutar en realidad una ficción tan descabellada como el amor.
Entonces el cronista se ve tentado a jugar a suertes y destinos, y piensa adelantarse en los días, y jugar, sí, cómo no, otra vez, jugar, jugarse en un simulacro dentro de una, ojalá, remota y posible palabrería de la naturaleza con cara de Parca, para señalar esta escritura como si se tratara de una despedida, como si este escriba soltara amarras para hacerse en otra historia y lugar. Porque así ocurre cuando mueren los paisajes y con ellos las personas que les dan vida. Pasó siempre, y entonces salgo de imaginación en mano y tinta. No quisiera que mi memoria de la ciudad/río se quedara en silencio, así que confiando en una larga vida empiezo a despedirme como si me fuera.
Catón por Kayayán.
Como si me fuera, como si me estuviera yendo de la ciudad de Catón, y en él pienso para escribirlo. Convoco a estas páginas al bueno de Catón. Porque Catón sabía, precisamente, de partidas tristes, de partidas dolorosas como ahora imagino, y sin embargo, ahí estaba siempre, de acompañante, de compañero: “ser compañero”, y ahí la primera palabra desafío entre los seres humanos: compañero, el otro. Si parece verbo difícil de conjugar, pero el bueno de Catón, que de tanto vivir al margen entendió por dónde pasaba la contención, fue compañero de muchos muertos de la ciudad/río. Acompañó mientras vivió, y estoy seguro de que lo sigue haciendo. Y entonces, si lo sigue haciendo, me digo, que me lleve él, mi amigo Catón, el personaje de mi libro inacabado, la figura que tentó mi imaginación desde que llegué a Gualeguay. Claro que para que me lleve Catón, para tenerlo de sana compañía, porque a nadie molestaba, porque le gustaba tomarse la copa de vino, y reírse rodeado de sus amigos del otro mundo, decía, para que me “busque”, debería morir en Gualeguay. Y morir de muerte definitiva, no cómo esa muerte que tan bien señalara el Gordo Pichuco, esa muerte que nos va matando de a poco cuando se van yendo los amigos. Morirse de a poco, pensaba Troilo, para que cuando llegue la vuelta última de la calesita del final, en el paisaje del final, muriera aquello que quedó de nosotros. El dolor y la tristeza llenando la copa de “tristismo” existencial, un estado que puede llevar al hombre a un estado de muerte diaria, algo así podría tratar de explicarle a Catón, pero me diría: “No, hermanito, muerto es el que está en el cajón, mirá qué suerte tuvo”. Claro, porque cuando uno muere, deja de pensar. Recuerdo al escritor peruano José María Arguedas, comenzó avisando en su novela “El zorro de arriba y el zorro de abajo” que cuando terminara con la escritura, se pegaría un tiro; y lo hizo. Eso es estar muerto, diría Catón; eso es tenerla clara.
Si me fuera de la ciudad/río de Gualeguay correría a abrazarme con el jacarandá joven que crece en el fondo del terreno, cerquita del espinillo. Nunca antes había estado tan atento al crecimiento de un árbol, nunca había plantado uno, sí había escrito un libro, y sabía de la maravilla de ser padre, desde que Julia empezó a enseñarme tantos secretos de la vida, tantas sintonías de la vida de las que no tenía noticias. Decía del jacarandá que lo abrazaría si me fuera a otro mundo, si saliera de la chacra gualeya, porque en este amigo, en sus raíces, tenía pensado enredar mis cenizas, cuando ya Catón hubiera hecho lo suyo. Entonces, si me fuera, se quebraría la poética disposición para el pos parto.
Hace un tiempo escribí Catón, un bosquejo de mi amigo:
“La verdad es que nadie, en la ciudad/río de Gualeguay, supo jamás por qué Catón tenía la costumbre de acompañar a los muertos. El lector del Chacho Manauta bien puede asociarlo con la figura de Jacobino, en este caso, un hombre común que supo ser llevador de almas en un cuento.
Catón, un personaje con cara de perro egipcio, una especie de barquero griego, un pobre y algo más en una ciudad del interior, una aldea entrerriana que el cronista cree, cuando se trata de memoria, tiene mucho más de río que de ciudad.
La memoria no es perfecta, por eso nadie sabe por qué razón a Catón se le daba por acompañar a los muertos al cementerio.
La voz de los gualeyos lo señala como nacido en los primeros años del 1900. Esa misma voz lo da por muerto allá por el 70. La familia de Catón estaba formada por doña Felisa y don José. Hubo varios hermanos. Salvo papá José, que murió en la casa de Pancho Ramírez y Salta, los demás, y Catón, el primero, murieron en la casa de 25 de Mayo, cerca del río, donde la familia se refugiara a principios de los ’40.
Catón tenía casa y una madre que se preocupaba por él, pero la mayor parte de su tiempo lo pasaba en las escalinatas de la iglesia San Antonio. Sea por los bautismos, porque los padrinos tiraban monedas entre los pibes, sea por los acompañamientos que pasaban camino al cementerio: Catón era presencia infaltable, y engranaje esencial. De mañana, temprano, salía de su casa, y rumbeaba para las funerarias, Otegui y Amerio, en busca de información; desayunaba gratis en el bar Irún; y en los momentos libres, antes de la llegada de cada muerto, hacía mandados para los vecinos. Llevar y traer para ganar la moneda que le permitía fumarse algún cigarrito, que compraba en los kioscos de Buotto o Carbone en la plaza Constitución, o tomar la copa de vino en el bar Údine. Recuerda una dama que niña fuera en los años 50: Catón tomaba tragos muy cortos de vino, en la mesa de la ochava, muy contento; sonría, como si estuviera acompañado. Golpeaba el vaso contra la madera.
El cortejo avanzaba por calle San Antonio. Coches tirados por caballos sobre el granitullo: tordillos adornados con plumero blanco para los solteros, tordillos con plumero negro para los casados. Es sabido por el cronista que Catón acompañó muertos durante su vida, solo hasta que la modernización de las funerarias comenzara con el descarte de los caballos. Catón hablaba a los caballos al oído, en secreto. Cuando supo que en poco tiempo más ya no habría caballos en los acompañamientos, el llevador se dejó morir. Después, así se escuchó en la noche de cierto boliche, continuó acompañando, pero desde otro lugar. Por lógica, ya no salía de la casa de 25, sino que bajaba de la copas de los altos eucaliptos del Parque Quintana, lugar donde moran las almas de los que eligieron quedarse en la ciudad/río. Sabe el gualeyo atento a los misterios que luego de la muerte hay que optar: se queda el buen fantasma en su aldea para trabajar la memoria entre su gente, o parte hacia los confines de la naturaleza. De ocurrir esto último, se cortan las amarras de un bote que encara por el centro del Gualeguay. Aunque se comentaba antes de su muerte, al parecer Catón se ocupó del viaje hacia los confines cuando él mismo fue un muerto. Entregaba, entrega, ofrece al pie del bote, medio jarro con agua y una galleta para el viaje.
Acompañó a todos los muertos; no importaba si era pobre o rico, si era alguien conocido o un gualeyo cualquiera. El vecino Luciano Gamboa recuerda cuando llegó la barca que traía los ataúdes del doctor Bartolomé Vasallo y su mujer; el famoso cirujano tenía panteón en el cementerio de Gualeguay. La barca amarró en el mismo lugar donde paraba El Chingolo, el barco de la fruta. Catón esperaba a los muertos de ese día, fue a principios de los ’40. Siempre se acercaba al que ordenaba los movimientos. Preguntaba -hablaba mordido, trabado: ¿Quién es el finadito?, y se guardaba el nombre en la memoria. Luego caminaba adelante del cortejo. Avisaba en los comercios que se acercaba un muerto.
Era alto, llevaba gorra, vestía saco eterno, cortas las mangas, y pantalones largos, que también le quedaban cortos. Así lo habrán enterrado.
Cuenta el vecino Gamboa que una vez él iba de compras a Casa Bisso, y vio un fúnebre con caballo que iba al trote; no hacía falta que fuera despacio. Gamboa preguntó a Cuarto Litro, un personaje gualeyo de corta estatura que iba en bicicleta como Gamboa: ¿Quién es el finado? Catón, fue la respuesta. Siguieron el fúnebre hasta el cementerio y ayudaron a bajar el ataúd.
El músico gualeyo Omar Morel escribió ‘Lo que el tiempo se llevó’ hace unos treinta años: ‘Quiero evocarlo a Catón / con ternura y emoción / él que acompañaba a todos / y a él nadie lo acompañó’.
Catón se quedó solo en el silencio del cementerio. Al menos hasta el día siguiente, cuando llegó su perro hasta la tumba y restableció la huella en la otra vida”.
Un poeta diría que hasta el paisaje podría llevarse Catón. Habrá que ver. Y hablando de llevar: no me llevaría muchos amigos y lugares, pero seguro, ella, mi hija Julia, estará a mi lado, siempre, por ejemplo haciéndonos “naricitas”, el roce de amor entre la nariz de ella y la de papá, como cuando era bebé, como ahora, que ya tiene más de seis, y se acuerda de ese, uno de nuestros encuentros mientras vivimos en el tiempo.
Se debe agradecer siempre: gracias a la ciudad/río de Gualeguay y su buena gente.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Maldonado: hombre poeta


El 11 de agosto, hace ya un puñado de días, fui convocado por el poeta Ricardo Maldonado (Gral. Galarza, 1958), por segunda vez, para presentar un libro suyo. La vez anterior fue con su poesía reunida: “Voz varia” (2015). Se dio la invitación luego de expresarle mi opinión sobre su trabajo. Fue un descubrimiento, una poesía que no conocía y que de inmediato pase a admirar. La presentación fue en el Museo Quirós. Y la invitación renovada llegó luego de escuchar mis pareceres sobre su último libro: “La cuerda cuarta y otros poemas” (2018). Esta vez el lugar de encuentro fue la biblioteca popular Carlos Mastronardi de nuestra ciudad/río de Gualeguay, donde Maldonado, además del libro, presentaba su último disco: “Cómo será la canción”. Palabras y música. La propuesta fue acompañada, en buen número, por un público muy atento.
Caraballo, Lois y Maldonado. Fotos Fernando Sturzenegger

En la oportunidad leí el siguiente texto:
El universo de “La cuerda cuarta” de Ricardo Maldonado.

Dijo el poeta:
“A propósito del sentido y alcance de ‘La cuerda cuarta’, es precisamente la más trajinada de la guitarra y la que primero se corta, es varonil y delicada a la vez, está expuesta al frente de los trabajos con el instrumento. La poesía, entre todos los géneros, tiene mucho de ‘cuerda cuarta’, lleva el canto, lo sostiene y se somete a las mayores tensiones”.

Voy a tratar de llevar a palabras lo vivido e intuido en las lecturas sucesivas que hice sobre el último libro del poeta Ricardo Maldonado: “La cuerda cuarta y otros poemas” (Ediciones del Clé, 2018). Hablo de intento, porque hacerlo es verdadero desafío para este trabajador de la palabra y la memoria. Espero ajustar la emoción aparecida, que quizá sea más fácil de transmitir en una sobremesa, ayudado de gestos, silencios, tragos cortos de vino, y la palabra del amigo. Porque hay que ser poeta como Ricardo, para mejor decir la emoción. Porque ser poeta, habitar esa altura, es “ser” en el último paisaje donde puede llegar el hombre que con valentía jugó la vida en el maravilloso laborar sobre la veta de la palabrería.
Por formación y deformación profesional, digo que la poesía y la literatura me llegan hasta el puñado de almas que me forma, como especies vivas, y que de tan vitales, tan pasionales, pueden llegar a desequilibrar mi atenta contemplación de lector. A veces sucede, lo sabe mi memoria lectora. Digo que “La cuerda cuarta” es especie viva que mejor se descorcha a través de distintos acercamientos en el “mientras tanto” de los días, y lo digo porque cuando sucedió el susodicho desequilibrio -algo que no me acontece tanto como deseo- apareció una marca, un quiebre, en la vereda de lo bellamente humano, un aroma de astilla que se hundió en el aire fundacional de la emoción. Digo fundacional porque desde ese aroma llegó la lágrima hasta este lector feliz.
Emociona el libro porque es intimidad entre el hombre: y una guitarra, una memoria de aldea, una memoria de naturaleza amplia que se dice desde un jacarandá, el río, la caída de un higo, el eco de una manzana, el aroma del azúcar quemado, o el deseo de una armonía soñada desde los ambientes de una casa.
Emociona el interés por la suerte destinal de la criatura que sabe desde siempre que deberá morir.
Emociona porque el poeta mira la sociedad, y me digo: hay tanta mirada en este libro; y la mirada como llave maravillosa que abre las almas -sí, ese puñado de almas que nos forma- en el arduo camino por donde el hombre llega a comprender al hermano, al otro, a los otros, y para en ese mismo intento encontrar la propia comprensión.
Pienso que por estas orillas anda caminando Ricardo Maldonado desde hace bastante tiempo, y pienso que si ya guarda en su puño varios libros notables, es “La cuerda cuarta” material de excepción. “La cuerda cuarta” como otra vuelta de tuerca sobre su laborar a conciencia, como sacar renovada punta a la tinta, como tiempo y reflexión pariendo, cada vez, mayor sustancia: una identidad que desalambra las fronteras humanas, se viste, se siente mano a mano con la bondad de la aldea natal mientras transmuta ofrendas del natural cercano en aromas de lo universal. Ricardo Maldonado, una vez más, invita al esfuerzo: niega con su quehacer los regresos a lugares comunes, a imágenes gastadas, a palabras cáscara, invita a su música original nacida desde el paisaje de siempre.
En “La cuerda cuarta” se anota el primer poema:
“Dobla su cresta la cuerda cuarta, / se decanta en ligados / para seguir como en lomas. / Cuando escucho su deriva / atardece en Victoria. / Algo ocurre por alguien / y el tema excede, / justifica el hilo de otras resonancias. // El valor está en lo que provoca / besar tantas veces de manera distinta / la misma palabra”.
Dice el poeta, sabiendo de los distintos universos entrevistos alrededor de un higo que cae; sucede en “A la fresca”, en el primer poema de esta serie:
“Abrir de pronto los ojos y ver, eso es todo; / el verano tiene su peso específico / en el higo cumplido que cae sobre el cinc / como diciendo ‘ya está’, ‘ya llega’, ‘aquí voy’ / … así parece por lo que sucede y enseña. // Apabulla la evidencia y su presente deriva, / acaso amarren algo las palabras, los sonidos / que se buscan encantados mientras se hace / la canción y la boca queda con el sabor del higo / en febrero y Nogoyá”.
Por diversas razones, incomprobables razones, destinales destinos de abracadabrezco pulsar de cuore e idea, el hombre, un hombre, siente el impulso de intentar la escritura, y ese impulso, luego, va tomando fuerza, idea y compromiso. Recién ahí se inicia el diálogo con el oficio que nos puede llevar a ser escritores y poetas, cuestiones que no se dirimen en el dominio simple de una técnica, sino en las conversaciones entre las almas del propio escritor/poeta. Mirada atenta, y dentro del silencio de la mejor soledad. Es sabido, al señor Seguro lo llevaron al cementerio desde el principio de los tiempos. Nadie puede saber si luego de una vida de escritura, el hombre será escritor. Tratar de escribir es vivir en la incertidumbre hasta que llega la mirada sincera del otro. Boceto este paisaje porque de ahí vengo, y es más, en él vivo, tratando de saber qué es, cómo es, cuando alguien llama escritor o poeta al otro. Queda claro, todos necesitamos de la mirada del otro para construir un “nosotros”, un “todos”, la sustancia de sentirnos hermanados. Y también de ello trata, dice “La cuerda cuarta”, un libro que es para este trabajador que todavía está viendo hasta dónde le llega, lo lleva, el impulso de su escritura, un motivo de profunda felicidad, lo dicho, una feliz ventana abierta en mi mundo emocional. “La cuerda cuarta” renovó mis fuerzas, mi compromiso con el oficio, sirvió para que cada vez mire con mayor detenimiento mis palabras, porque sencillamente emociona la fineza y solidez de cada poema amanecido por Maldonado: es emocionante saber que un hombre poeta pueda escribir de esta manera: el pulso sintoniza ideales, miradas de apertura al gran plano general que se muestra para que el hombre viva su historia, y miradas de detalle, como el ejemplo citado del higo que el poeta utiliza para decir la vida y la muerte.
“La cuerda cuarta” es un festejo para el espíritu de escritura de quien escribe mientras se escribe, porque todo su paisaje poético es fruto de un depurado, consciente, seguro y decidido decir de poeta que ha terminado por anotar la universalidad de su palabra.
Motivo de alegría es entonces la aparición de este libro del grande poeta Ricardo Maldonado. Su lectura renovó mis patrias internas que sostienen el esfuerzo, el trabajo a futuro, y renovó la maravilla de saludar la escritura del otro. Tengo la suerte de ser amigo de Ricardo Maldonado, de conocerlo desde distintos ángulos de la mesa y el tinto, y eso me da la oportunidad de hacer realidad mi deseo: quisiera estar siempre rodeado de escritores que escriban mucho mejor de lo que lo hago yo, porque quiero aprender de los grandes.
El octavo poema de “A la fresca” dice:
“Todos fuimos verdad por un tiempo, / desprendimos la posibilidad del modo singular, / nutrimos el nombre con ciertos días ciertos, / acaso habitamos, no se sabe. // Hemos transitado en el vano, / nuestro dominio siempre pendió de un hilo, / pero tuvimos el desparpajo de tatuarnos / el pecho, las vísceras y las visiones / con signos de eternidad. // Y aquí estamos como si nunca, / como si al trasluz quedara un rastro, / una fosforescencia que resiste”.
“La cuerda cuarta” de Ricardo Maldonado es palabra que transmite el impulso de origen, la emoción de saber dónde estamos. Sé, como lector, que sin duda habrá en el libro otras intenciones ocultas del autor, pero en este tema, me digo, quedamos a mano, que sepa el poeta que en este lector dejó, sin dudas, otro puñado de felices consecuencias que aún “siestean” a la sombra.
Hasta aquí el texto presentación de un libro que invita a tomarse un respiro en la bulla, para así tratar de comprender, de aprehender, el mundo real, y no la fantasía amañada que transforma a la sociedad en un ente superficial, apático, puro cartón pintado pegado y compartido en las sociales redes.

miércoles, 29 de agosto de 2018

Cinco miradas en el parque


Un disparo con aroma de murmullo corto se produjo entre los árboles del Parque Quintana. Fue en la tarde. Nadie, casi nadie, escuchó el disparo. Tarde de música en el verde cercano a la orilla del río. Una tarde en gris cuando el disparo certero, el murmullo. En el parque: un disparo eterno. La felicidad -un arte efímero como el aroma del disparo- en el aire, en la sombra tenue, en el centro del “mientras tanto” de la vida.
Sigo anotando el aroma de murmullo corto con la palabra “click”, el término necesario que, desde el principio de mi escritura, me acompaña para mejor decir el sonido fundacional de una fotografía, de una toma, de cada eternidad fija en la eternidad limitada de los hombres.
Foto: Luchi Jajan
Una persona toma una foto con la mejor de las intenciones. Siempre está el sueño de lograr, atrapar, hacer memoria, un momento irrepetible. Y lo es, siempre irrepetible, si atendemos a Roland Barthes y su click/sonido de la muerte: la foto guarda un momento irrepetible, dice que aquello que fue, ya no es, que ya nunca volverá a ser como fuera cuando el click. Pero pienso en la mirada e intención de una persona tan simple como uno, con un dispositivo fotográfico a la mano, y su intención, su sana fantasía de click que se guarde en la memoria de los testigos.
El hombre mira, se mira, se busca -porque el fotógrafo no podrá fotografiar nada que no lleve en su interior-; es ahí donde reside la línea divisoria entre una persona que puede lograr fotografías que queden en algunas memorias, y las personas que solo encuadran con más o menos suerte y la toma no dice más que la supuesta virtud técnica que de seguro “neblinará” en las memorias. Nadie puede fotografiar, escribir, pintar, sin tener noticia de la motivación esencial en las cuestiones fundamentales de la humanidad: el amor, la vida, la muerte, la libertad, el respeto de los derechos humanos todos. En el caso de la fotografía, la sintonía en cuestión para esta nota, el que mira -nutridas esencialmente el puñado de almas que lo forman (siempre una misma expresión de deseo)- hará entonces el disparo con la mejor de las intenciones porque algo vio, algo lo tironeó en su sangre; y el “no avisado” disparará desde el puñado de zócalos y frases vacías que lo construyen como simple calesita de red social.
Es una suerte que en mundo tan complicado por mentidas tormentas mundiales que nos llegan hasta la mesa de la cocina, el autor de la fotografía que quiero contar, haya estado a la altura de esencias y aromas entre sus almas, porque lo dicho, sin ello, esta fotografía no se hubiese quedado a vivir en mi memoria; sin ello no sería un motivo de felicidad. Porque el espectador, el lector, aquel que recibe el intento artístico del otro, está destinado a completar el trabajo recibido; el lector completa el libro con su mundo interior, un mundo que fue convocado por el ofrecimiento del autor; así en todas las artes: hace falta, nos hace falta la mirada del otro para saber de la vida toda, para mejor relacionarnos, para ser mejores personas. Entonces uno da, ofrenda, y desde el sueño de la mayor riqueza de contenido, el otro recibe, y es entonces cuando se da la maravilla en función del arte y la vida.
Miro la fotografía tomada en el Parque Quintana de la ciudad/río de Gualeguay, la fotografía donde, me digo, hay ahora cinco miradas entrelazadas. Veo tres dentro del cuadro, y dos más allá.
En la fotografía vertical se observa detrás de los protagonistas: el tronco de un árbol de buen porte, un auto negro de lustrosa caripela, atrás del mismo una casa, y cables de alumbrado que nada más soñaron con alcanzar el cielo. A la derecha de los protagonistas centrales se ve media bandera, de pie sobre un soporte de metal, perteneciente a la Escuela Municipal de Música Isidro Maiztegui, y delante de ella el anónimo costado izquierdo de otro músico, porque música hacen dos de los tres protagonistas de la foto. Detrás del protagonista adulto un caño descascarado sostiene algún dispositivo relacionado con la electricidad. Este protagonista está parado sobre lo que parece ser el dibujo del cimiento de una casa, en el momento en que la construcción es bosquejo, o sea, esos dos ladrillos que sobresalen sobre la tierra y el pasto, y que anuncia la fundación de un mundo. Me digo: no de casualidad el hombre está parado en ese lugar: quiere dar aviso claro de que un nuevo mundo es posible al segundo protagonista, el menor, que está parado sobre el pasto ralo de invierno con esparcida presencia de hojas de eucalipto. El cimiento se extiende sobre la tierra, y aparecen en el cuadro dos mojones de baja altura, uno en primer plano, y el segundo cercano al árbol. El dibujo de los cimientos y los mojones han sido recientemente pintados de blanco.
El protagonista mayor, el hombre adulto que parece estar recortado sobre el árbol, lleva sobre su pecho la cinta con la que ajusta un “chico” (tambor integrante de la cuerda de tambores del Candombe) a su cuerpo. Los brazos de Juan Almada, las manos de Juan Almada, están en el aire. Juan Almada no mira al frente, no mira su instrumento, mira sí hacia su izquierda, y hacia abajo, hacia la tierra que promete felicidad.
La mirada de Juan Almada llega hasta la mirada de su hijo: Inti, y la mirada de Inti llega hasta la mirada de su padre, hasta las memorias de su padre, hasta el lugar de la memoria de su padre donde el susodicho atesora las maravillas de la vida.
Porque maravilla debe ser cuando el padre ve al hijo -y no por imposición o conveniencia- acercarse a su mundo porque simplemente el gurí vio aquello que festejaba papá. En la foto, Inti, lleva una cinta sobre el pecho, y traba su tamborcito (adaptado por papá) entre las piernas. Mira al padre mientras descansa una de sus manitos sobre el parche.
Miradas de amor, de confluencia, de sintonías, de compromisos fuera de mercado. Miradas como puentes, me digo, miradas como especies superadoras de las palabras. Y me digo que Juan Almada sabe practicar en algunas charlas, la mirada por encima de las palabras; lógico es entonces que así se comunique con su hijo, más allá de las distintas motivaciones que pueda exhibir esta foto. Pienso que solo los hombres transparentes saben, pueden, hablar con la mirada. Para mejor graficar esta manera de comunicación, aparece, en soledad, extraño en el paisaje, y a mitad de camino entre padre e hijo, un micrófono innecesario.
La tercera mirada. El tercer protagonista de esta fotografía aparece en una fotocopia de la foto mil veces vista, y que debe ser vista millones de veces más, hablo de un detalle del retrato de Santiago Maldonado, otra de las historias tristes alumbradas en este país cuando en el poder están los dueños de la tierra y el poder económico. Juan Almada lleva pegado sobre su tambor la fotocopia. Entonces Santiago Maldonado mira también desde la ciudad/río de Gualeguay, y su mirada es tomada por quien hace click de foto para la memoria en una tarde gris, en el Parque Quintana. Y Santiago Maldonado, su mirada, es vista también por Inti, que después de mirar a su padre, llega hasta los otros ojos, los ojos del otro, y su historia de ideales junto a la tristeza de su muerte escondida.
La persona que ensayó el click con intención de memoria se llama Luchi Jajan, la que pudo hacer la foto porque lo entrevisto estaba en ella. Disparo de felicidad entre el verde, entre padre e hijo. Luchi es la cuarta mirada en esta historia.
Quinta entra entonces mi mirada, que desde el inicio intenta hacerse relato.
Miradas escritas, es lo que hago con la tinta, la palabra, siempre tratando de darle forma a lo descubierto, a lo adivinado. Y me digo que en esta escritura de foto, desde que vi el click de Luchi, hace ya unos cuantos días, supe que iba a escribir la imagen, porque ella ilustra el mejor de los lugares que pude conocer, casi un sueño que ya se hace distancia: la paternidad.
Descubrí la mirada de un hijo cuando tuve en brazos a mi hija Julia por primera vez. Ahí estuvimos mientras mamá Evangelina se recuperaba. Mirada de descubrimiento en un universo nuevo. Ahí estaba, parado yo también sobre el cimiento del nuevo mundo amanecido.
Llegué al Parque Quintana desde este, mi lugar en el escritorio, llegué desde mi casa en la chacra gualeya, y desde esta mirada repetida sobre la foto es que puedo decir que ahí estuve, que ahí estoy cada vez que quiero estar. Cuando esto pasa, la duda avanza sobre la verdad de Roland Barthes, el sonido de la muerte, sí, está bien, cómo no, pero como ocurre cada vez, cada día, la vida al lado de la muerte y la muerte al lado de la vida, y entonces la inmensidad poética habla, señala, exalta, el encuentro feliz entre un padre y su hijo, que ya no será el mismo que fuera, pero que ese haber sido arbola caminos futuros de felicidad.
La fotografía de Juan Almada con su hijo es también una invitación a un futuro sustancioso, una invitación al territorio cercano al arte, a todas esas actividades que no cotizan en la bolsa de los viejos de la bolsa, sino en el camino que habla del encuentro con la libertad y la belleza. Que no todos llegarán a alcanzar el arte, puede ser, habrá que ver cómo y quiénes son los que miran, los testigos, pero importará haber afrontado el desafío del intento sincero: hacer porque simplemente no puedo dejar de hacerlo, y entonces será venturoso el camino a conciencia en la sombra. Será un desafío aprender a vivir entre las “bondades del fracaso” (la ironía preferida del Japo Vela), haber entendido la mecánica terrenal de la pasión, el silencio, el compromiso, el pensamiento, esa manera de vivir que tiene que ver con poder sonreír ante la propia mirada atenta, la que vive en el espejo del baño, cada día, en cada intento.
Cinco miradas en una foto, sucedió, sucede, en un Parque Quintana de tarde gris, cada vez que miro este recuadro para la memoria. Y vuelvo hoy a la imagen a través de este relato. Entra Julia a mi escritorio y nos miramos, como ayer nos miramos con mi viejo en su taller de pintura en mi Martín Coronado de infancia. Anoto: cuánto importa el nuevo mundo, cuánto importa la mirada de un pibe.

domingo, 26 de agosto de 2018

La palabra de Raúl Ponce


Llegaba una tormenta a la ciudad/río de Gualeguay (obvio, dentro de la abismal gran tormenta gran de estos años) en el final de la tarde. Fue el tiempo de entrar en contacto con la palabra y la esencia humana del músico Rául Ponce. Siempre lo señalo: suertes mías las que dicen de la felicidad de haber escuchado, charlado, con ciertas personas que simplemente cuentan sus maneras, su encuentro con una identidad acuñada para toda la vida. Es el caso de Raúl Ponce, que fue trabajador rural, operador de radio, carpintero, maestro, y mientras fue tantos era siempre uno: Raúl Ponce, músico, desde que tiene memoria. Raúl es hombre tranquilo, habla pausado, amigo de los silencios, piensa, busca las palabras, hace memoria entre mate y mate. Ponce está a salvo de cualquier desbarranque del ego. Cada vez que lo vi sobre un escenario, pidió permiso con su andar y agradeció la oportunidad. Un hombre de perfil bajo que se mueve a conciencia, lejano a conveniencias, fiel a sí mismo. Aquí algunas notas de su memoria.
Los primeros movimientos: “Nacido (1961) y malcriado en Gualeguay. Me crié en la ciudad hasta los 14/15 años, después me mudé a una zona de chacras -con lugares donde aún había monte- con mi hermana; nos apartamos del vínculo con nuestros padres. Yo era un muchacho de ciudad, el cambio fue terrible. Tuve un período de adaptación que me gustó y fui aprendiendo muchas tareas rurales. Ya en esa época había entrado a la familia, como mi cuñado, el payador Adolfo Cosso. Fue, cuando tenía unos 10 años, el que me pasó los primeros acordes para la guitarra. Mi pasión por la guitarra venía de muy chiquito. Me contaron que cuando tenía 4 andaba con un guitarra de mi papá, que era medio guitarrero. Conocer a Adolfo me maravilló. Me transmitió los conocimientos básicos para poder tocar. En la ciudad había tenido un maestro durante 2 años, don Julio Madera; mi entusiasmo era tal que lo tenía a mal llevar; y por cuenta propia dejé de ir porque me aburría. Todo lo que escuchaba trataba de copiarlo, de sacarlo. Con el tiempo me entusiasmó la gente que venía a visitar a Adolfo: payadores, guitarreros; ahí conocí, siendo él también muy joven, a Hugo Duraczek, un virtuoso de la guitarra. Tenemos una gran amistad. Yo copiaba mucho de él, y con el tiempo fui encausándome y tratando de no imitar. Cuando Hugo se fue a vivir al sur, lo extrañé un montonazo”.
Aquellos que andan con la intención de entrarle al mundo del arte de la mano de uno de los bellos oficios, guardan fotos en la memoria. Raúl guarda tres: “Me contaban que yo era muy chico cuando, con una guitarra de mi padre, me arrodillaba en la cama y tocaba; yo no lo recuerdo, pero sí recuerdo a mi padre haciendo un par de acordes. Recuerdo la costumbre de escuchar mucha radio en mi casa: desde aquella época sonaba ‘Estrellita sureña’ de Víctor Velásquez, Yupanqui, Falú, a principios de los 70. Y recuerdo que llegado Hugo a la familia, por amistad, lo veía como a un ídolo; su presencia fue muy fuerte, y hacía cosas de Falú y Yupanqui. Estas tres cosas tengo grabadas como a fuego”.
Un hombre y su definición, y el recuerdo de un momento de necesarias decisiones: “Después de haber andado 20/25 años junto a Cosso -hacíamos yunta: él payador, yo un cantor joven, guitarrero-, cuando vuelvo a la ciudad, mi cabeza estaba buscando otra cosa, en lo musical y en lo económico. Me costó mucho hacerme un lugar entre los músicos. Porque siempre me asociaron a la figura de Adolfo. Nunca me sentí el segundo, porque él siempre me dio el espacio, mi presencia. No hubo pelea, ni nada parecido, fue la búsqueda de mi camino. Y nos costó a los dos; nos seguíamos viendo, pero ya no compartíamos mesas y vivencias. Y me costó tiempo ‘ser’ en el ambiente. Soy un ser humano como cualquier otro, con defectos y algunas virtudes; una persona que lo único que espera es tranquilidad, aunque esté atada a otras cosas del afuera, y amistad, que es bregar por el amor. Soy un hombre tranquilo que tiene en la música y la guitarra su pasión, que va prendida, aprehendida, a mí. La guitarra me pone alegre, me saca de situaciones en las que hay que sobrellevar cosas; los viejos guitarreros hablan de la fiel compañera”.
Ponce hace una consideración contando una historia. Deja nombres de lado. Dice que hubo un grupo de fama entre el público que se interesó por las letras de Cosso, que tenía sus textos y que cada tanto agregaba alguno. Duraczek, Mondragón y Ponce musicalizaban obras que entregaba Cosso. El grupo conocido grabó algunos temas para el circuito comercial. Pero a Cosso no le gustaba mucho. Dice Ponce: “Pedían escritura sencilla y música al tono para que entre más fácil en la cabeza de la gente, por decirlo de manera liviana”. Ante la falta de la respuesta requerida, los compositores fueron descartados. Dice Ponce: “Son muy bichos para elegir los pedacitos que más pegan, y lo venden”. Agrega: “Y en esos años la situación económica no era buena, mitad de los 80; Cosso por ahí vio una posibilidad, y cobró algún dinero en SADAIC, pero terminó con el asunto”.
Cambio figuración por momentos felices: “Yo no soy socio de SADAIC, debo tener un carnet de intérprete vencido; nunca me interesó. Sé que hay música mía que ha tenido buena difusión, y eso me sirvió, para el rodaje, para ser un personaje más o menos conocido en la provincia y un poquito más allá. Lo que sí me da satisfacción son otras cosas más sencillas. En Gualeguaychú, hace algunos años, había un señor Scola que trabajaba en Radio Nacional de esa ciudad. En medio de la semana pasaba música, pero especialmente los sábados había recitales en vivo, y uno de los sábados del mes lo hacía en el teatro, con transmisión en vivo, y en cadena a todo el país. Fui invitado varias veces. El teatro no cobraba entrada, se llenaba, y tampoco cobraban los músicos; los de acá hacíamos una vaquita para la nafta o íbamos en micro. Años 90 y algo. Otro de los músicos amigos era Héctor Ahibe, el Turco, que siempre me decía: ‘Tenemos que ir a Cosquín. Pero a conocer el Festival’. Le decía: ‘Sí, estaría lindo’, y así pasaba el tiempo. Hasta que un día me dice: ‘Mirá que la semana que viene vamos a Cosquín’. Ahí marchamos, eran los 50 años del Festival. Y tuvimos la suerte de actuar en algunas peñas, que se hacen de día y de noche. Yo abría cantando un par de temas, dos el Turco, y uno a dúo de despedida. Hice una huella de Carlos López Terro, un payador uruguayo, que yo tenía como caballito de batalla. Después de la actuación aparece un señor, ya no recuerdo su nombre, y respetuosamente me saluda y me dice: ‘Yo soy de Santa Cruz, vengo todos los años a Cosquín, y ando por otros festivales, me encanta el ambiente festivalero, y usted sabe que esa huella que cantó se la escuché por Radio Nacional hace muchos años, lo escuché desde allá, por eso vengo a saludarlo, recuerdo que fue usted en el programa de los sábados a la noche’. Esos son lindos recuerdos, qué importante el medio por el que se pueda llegar a la gente, y que al menos uno se encuentre -los dos fuera de su medio- y nos encontremos en otra provincia. Eso es lo lindo, la comunión que se da entre la gente, y que por ahí expresa y deja algo en el tiempo. Eso me emociona mucho más -y lo recuerdo con mucho cariño, y soy un agradecido de la música y de la vida- a que me entreguen un premio. Nunca hice chapa por alguna distinción, son circunstancias de la vida por haber hecho algo; está bien, pero armar, a partir de eso, un circo, jamás, no me mueve para nada”.
Una manera de ser, siempre trató de hacer la suya “Dentro de la música o el arte en general, la plástica, el trabajo artesanal: incursioné en el trabajo en madera, fui carpintero; antes me recibí en Artes Visuales, tengo el título de maestro, di clases, pero la docencia no me conformaba, no era para mí, algo que me hubiese convenido, quizá hoy estaría jubilado, con algo seguro, pero traté de hacer lo que me gustaba, y me di la cabeza contra el suelo, eran más las perdidas que las ganadas”.
Parte de su receta en la música: “Tengo un repertorio particular, no me gusta estar haciendo canciones que estén haciendo otros. Mis canciones, las que llegan al público, primero las he sufrido, me han emocionado, me han hecho llorar, hasta que supero todo eso y puedo empezar a trabajar para poder cantar sin quebrarme. Hay canciones que todavía no pude armar. Cuando expreso y largo es algo muy mío, momentos que vivo yo solo. No es que las canciones me dejen de emocionar, pero después es de todos, la hice para todos”.
Otra manera de hacer música: “Hace años que nos conocemos con Mario Moreno, luthier y pediatra. Me invitaba a ir a su taller y yo le decía: ‘Ya voy a llegar’. Cuando fue el tiempo, llegué. Siempre tuve la idea de hacerme una guitarra con mis manos. Logré hacerla, me ayudó mi conocimiento de carpintería. Es algo lindo, me reconforta, y estas pequeñas cositas son las que me hacen seguir adelante, sin ambicionar más nada, no me voy a poner a fabricar guitarras. Y tiene además de bueno el aporte de uno cuando se habla de Gualeguay como Capital de la Cultura de la provincia: poetas y pintores nacidos acá, y sus luthiers reconocidos a nivel nacional e internacional: Ángel Nigro, Dorrego, Tito Vescina. Mario aprendió muchas cosas de Tito. Mario toca muy bien la guitarra, pero Nigro era sordo, Dorrego no sabía, y Tito sabía un par de acordes. Mario es una persona abierta y generosa con sus conocimientos. También está Julio Acosta, otro gran amigo, participa de las clases que da Mario los viernes: ‘Los gorriones de la tarde’ los llamó Cary Pico; nos juntamos ahí para estar dos horas entre las maderas y sus perfumes, ayudándonos, construyendo. Están también los hermanos Serra, Oscar González. Es importante que un músico haga su propio instrumento, y con la importancia que ha tomado la luthería gualeya, es una carta de presentación”.
Ponce acompañó músicos: a Mariela Campodonico, con quien grabó un disco; fue parte de Entre Ríos 5 (1999 al 2000 y pico), acompañó a Carlos Bettarel, Juan Carlos Mondragón, Julio López, y varios más. Agrega: “En lo personal, algún día voy a grabar mi disco. En un momento no era mi mayor preocupación, me alcanzaba con tocar, no era mi ambición. Después me empezó a picar el bichito para que quede un registro discográfico que diga que alguna vez existió un tal Raúl Ponce. Me interesa un trabajo compartido con amigos, con gente íntima, pero hoy lo económico pone el límite”.
Se le nota la felicidad por haber formado parte de las charlas de origen del movimiento de Costa a Costa, todo un logro de jóvenes músicos. Una manera de contribuir con su experiencia, esas maneras que lo ubican lejos del “Estar lleno de nada” tan presente en nuestra sociedad de la cáscara.

domingo, 19 de agosto de 2018

EMMIM Gualeguay


Juan Martín Caraballo, director de la Escuela Municipal de Música Isidro Maiztegui (EMMIM) de la ciudad/río de Gualeguay, músico, guitarrero, es una persona que, a las claras se nota, hace en la vida aquello que le gusta: vivir dentro de las distintas sintonías de la música, y una de dichas sintonías es la docencia. Caraballo anda en la música con compromiso, al frente, como la cuerda cuarta de su herramienta/oficio/creación.
En una entrevista que le realizara en mayo de 2016, Juan Martín Caraballo hablaba de identidad. Es bueno volver a esas palabras, una manera de saber quién es el director de la EMMIM: “Uno incorpora sentimientos, ideas, de tal manera que no se da cuenta de que se está moviendo con algunas bases que no son negociables. Pienso que la música no es un adorno personal, para vanagloriarse, sino que la música es una expresión de nuestra cultura, una manera de expresarse de un lugar, y eso me parece muy rico, y hay que ahondar en ello, porque cada pueblo tiene su manera de hablar, sus costumbres y hábitos, su comida típica, y la música es parte de ese todo. Encontrarnos con esa música es maravilloso, y uno quiere contagiar esas cosas, porque vivimos en un mundo que nos bombardea con información, y donde hasta la misma música ha sido usada para desculturizar a la gente. Hay que ser consciente de que la música es parte de nuestra identidad, hay una música que nos pertenece, y hay una música que nos conoce, más allá de que a veces nosotros no la conozcamos, ella sí nos conoce. Me dieron ganas de plantarme frente a una clase, en un escenario, cuando compongo o hago un arreglo, desde ese lugar. Sé que es ambicioso querer hablar con la voz de todo un pueblo, pero pienso en obras en que he visto reflejada esa voz. Cómo me gustaría poder hacerlo con la música, lo mismo que hizo el Chacho Manauta, Tuky Carboni, obras donde me encuentro con las palabras de mi pueblo, con el sentimiento y la atmósfera que a uno lo rodea. Pienso en las pinturas de Antonio Castro. Esa es la idea, contribuir a una identidad. Hay mucho más detrás del goce artístico de la belleza, y tiene que ver con la identidad”.
El director bosqueja algunos detalles de la historia de la Escuela: “Era el antiguo conservatorio de Virginia González, una pianista de Gualeguay, uno de los antiguos conservatorios que había acá: el Beethoven, el Fracassi, de viejas profesoras que tenían en su casa el conservatorio. Virginia era muy trabajadora de la cuestión musical, cuando otros decayeron en esa tradición, ella siguió. La Municipalidad de Gualeguay la reconoció como Escuela Municipal en 1983 y le brindó su apoyo. La Escuela funcionó en la casa de Virginia, en calle 3 de Febrero, a una cuadra del edificio de la Municipalidad, y pasó por varios lugares, entre ellos el viejo Banco Italia, y la Biblioteca. En 1993 aparece la figura del Consejo General de Educación de la Provincia reconociendo la Escuela, que no tenía la facultad de otorgar título, pero sí la vinculó con alguna otra institución para que de esa manera se le permitiera poder llegar hasta el título: instituciones como la Escuela Celia Torrá de Concepción del Uruguay, y la Escuela Constancio Carmiño de Paraná. Aquel convenio duró hasta 2013. Se firmó un nuevo convenio en 2015, ya bajo mi dirección, por 20 años y con cambios. Desde 2015 la Escuela entrega título: técnico en instrumento. La Escuela es la resultante de un proceso que fue desde la experiencia privada hasta lograr un marco más inclusivo, y ajustándose a las nuevas necesidades. Siempre fue muy valorado su nivel de formación”.
Dice Caraballo: “De chico estudié en la Escuela, cuando estaba en la Biblioteca; después fui profesor durante la gestión de Cary Pico (2008/12), y en 2015 asumí como director”. La pregunta era obligada, ¿cuáles son los aromas desde lo emocional?: “Hay veces que me descubro no tan consciente de ello; esa cuestión emocional pienso que, por ahí, se debe a que ha cambiado de espacio físico; ese hecho quizá le quitó parte a esa carga emotiva; no es el lugar al que iba cuando tenía 11 años. Pero sí es vivir en primera persona este pase de la posta, ir agarrando la manija de algunas cosas mientras se va dejando de ser niño o adolescente, asumir otros papeles en la sociedad, ver plasmado en lo institucional y personal el paso del tiempo”.
Consulto a Juan Martín cómo es, desde la música, desde el mundo propio, ser director de la Escuela: “Algo que sentí, al hacerme cargo de una institución pública, es que uno no puede despojarse de sus subjetividades, pero también uno debe tratar de correrse de lo personal y tener una mirada más amplia. Tengo mi definición musical, tengo en claro lo que quiero hacer: tiene que ver con la música argentina y especialmente con la del Litoral, pero en la Escuela se contemplan, además, otras expresiones musicales. Es un desafío poder aportar a esas otras expresiones. Siempre sabiendo de la cuestión identitaria, que es preponderante: la música con una sustancia local. Por ese lado se ha trabajado en la revalorización de los autores locales, una práctica concreta que tiene que ver con llevar esos nombres a las escuelas; para ello se conformó un grupo de Ensamble de Folclore con el que estamos haciendo un repertorio de autores gualeyos, algo importantísimo para los músicos jóvenes que se están formando, y también para los grandes, los referentes, a los que siempre hay que reconocer. Cada vez que tocamos aparece algo de ese repertorio, nuestro granito de arena difundiendo estos autores”.
Primera pista sobre el quehacer en la Escuela: “La Escuela tiene dos orientaciones bien claras. Aquello que tiene que ver con una carrera reconocida por el Consejo de Educación, de nivel medio, que es una especie de tecnicatura en el instrumento elegido; y por otro lado tenemos una oferta de talleres; y hay una tercera pata que tiene que ver con lo infantil, con todo el trayecto de la educación musical para niños. Es lo que los va preparando a los chicos que elijan la carrera, y a los otros, que transitan lo musical porque tienen ganas, pero sin aspiración a la carrera; además son chicos que aún no tienen el camino definido. Este es un objetivo de la Escuela, ese espacio de formación entre los 4 y los 10 años, un acompañamiento, una orientación en el universo de la música. Es muy lindo trabajar en la combinación de los chicos y la música. Desde lo personal le estoy poniendo mucha energía, porque creo que es un trabajo muy delicado; y esto tiene que ver con las propuestas del Consejo de Educación de la Provincia sobre estos talleres de arte; es parte de un plan nuevo, de 2013. Nosotros fuimos extendiendo el rango de la edad, que ahora funciona de manera total”.
En todos los lugares de este mundo globalizado, en cada aldea que espera tiempos mejores a estos días dentro de la sociedad de la cáscara en la que poco contenido importa, aquellos que transitan los caminos que -con trabajo a conciencia y viento destinal a favor- pueden conducir hasta los territorios que acercan a la creación artística, sea un hacedor en solitario o una institución como la EMMIM, debe, en la ciudad/río de Gualeguay, tener entre sus intenciones: dar el presente a viva voz para hacerse visible dentro de la comunidad. Son estos tiempos veloces un criadero de neblina de mala estirpe que se suma a cierta mala siesta gualeya, esa que es capaz de dormir a la criatura durante toda una vida para solo preguntarse por lo lindo o feo del día, y sobre cuál es la comida que se manda a bodega. Por eso, los transeúntes que van en pos del arte están obligados siempre a golpear la puerta, a despertar, a concientizar sobre las bondades de las propuestas amanecidas.
Dijo Juan Martín Caraballo: “Quería que la Escuela estuviera presente en la ciudad, que se viera su presencia en distintos lugares, porque hay gente que no sabe que está la Escuela. Para eso desarrollamos ciertas actividades, como el proyecto ‘Sonó la Escuela’ que es ir a tocar a las escuelas con una banda de música infantil; además ciclos de música en vivo en distintos espacios públicos; tratamos de intervenir en distintos eventos a los que somos invitados. Vamos y tocamos para que la Escuela se conozca, y también para que los alumnos aprendan a plantarse en un escenario, y que lo hagan con la compañía de los profesores de la Escuela; una instancia de aprendizaje bastante compleja: salir y tocar: experiencia, difusión, y el disfrute de la gente presente en las intervenciones. Tocamos en González Calderón en la fiesta de San Pantaleón, o en las fiestas patronales de Aldea Asunción, el Club Social o la iglesia San Antonio, o en la misma calle donde está la Escuela. Hay mucho de positivo en esta práctica. Sumado a que la Escuela tiene la bondad de tener una buena formación musical, y eso contribuye a la sustancia de estos ‘organismos musicales’, así los llamo: una banda infantil, un ensamble de guitarras, un ensamble de folclore, un grupo de samba reggae, un coro. Estos organismos nos permiten hacer estas intervenciones, y según la ocasión se va con uno u otro grupo. Estas manifestaciones son además parte de una militancia por la escucha de la música en vivo, hoy se ha perdido el hábito, o por la velocidad de la sociedad, la gente no se da el tiempo para la música en vivo; muchas veces sucede que gestionar un recital requiere un gran esfuerzo, y que después no se condice con la presencia de la gente; es también reinstalar el vínculo del artista con el público. Es el aprendizaje desde la comunicación, y es importante que la Escuela genere los espacios. También la Escuela acerca su espacio a otras inquietudes. Cede, y apoya con su espacio, a bandas de rock conformada por jóvenes, que muchas veces no tienen dónde ensayar. Cada vez siento más a la Escuela como un espacio público. Queremos que la Escuela sea de todos, que se apropien del lugar”.
En la Escuela Municipal de Música Isidro Maiztegui se dictan los siguientes talleres: batería, percusión, bajo, piano, guitarra criolla y eléctrica, saxo, clarinete, violín, armónica, canto, acordeón.
La EMMIM tiene su sede en Islas Malvinas 79, se puede entrar en contacto con su universo en persona, a través del teléfono 03444 429421 o encontrando en Facebook la página de Isidro Maiztegui.

domingo, 12 de agosto de 2018

Tan solo una soñadora


La escritura tiene distintas sintonías. Se puede ser cuentista, novelista, y si hubo trabajo en profundidad y la sustancia necesaria en las almas: poeta. Entonces un escritor puede “ser” en una sintonía o en varias. Claro que frecuentar una sintonía no garantiza el éxito en otra. Hay quienes lo logran, como Tuky Carboni.
Tuky Carboni
Anotaba este cronista de la ciudad/río de Gualeguay (2014), en entrevista realizada a Tuky: “‘El tan deseado rostro’ (novela, 1993) recibió el premio Fray Mocho. El primer libro siempre es un libro a superar; luego de leer ‘Hasta el próximo sueño’, cuentos de diversas épocas (2009) y ‘La infancia está llamando’, relatos escuchados alrededor del fogón cuando niña (2011), quedé convencido de que Tuky se debe la escritura de una gran novela. Hoy trabaja en una posible ‘nouvelle’. Sobre el manejo de los dos géneros, dijo: ‘Escribo por temporadas, una de poesía, otra de prosa. Me siento muy cómoda en los dos géneros, pero por temporada. Leo mucha prosa y la escribo, lo mismo ocurre cuando leo poesía. Es como un precalentamiento. En la poesía no puedo mentir, todo lo que he escrito en poesía es verdad, es mi experiencia, lo que yo creo haber recogido como realidad. En la prosa me permito fantasear, meterme en la piel de otros, presentarme como una persona opuesta a mi naturaleza. Tengo poesía y prosa inéditas, siempre sin mezclar sus tiempos. La escritura no es planeada, me lleva el impulso’”.
El tiempo pasa, y los escritores, de manera impostergable, trabajan, porque escribir es trabajar (esto dicho para aquellos que siguen pensando que escribir es perder el tiempo en cuestiones sin importancia), y entonces nos encontramos con el último libro de Tuky Carboni: “Tan solo un soñador” (2018), ¿poesía?, pues no, novela, ¿la que se debía?, por mérito de escritura, sí (pero de todas maneras, Tuky, seguiré esperando la otra historia, la de mamá).
Elijo consignar, en este inicio de nota en la que trataré de contar mis sensaciones e ideas como lector, la contratapa de la novela: “Siempre, desde mi infancia, sentí una atracción irresistible por las culturas precolombinas. Cuando niña, me miraba al espejo y pensaba: Soy una indiecita perfecta… piel mate, ojos oscuros que se vuelven una rayita cuando me río, pómulos altos y pelo azul extremadamente lacio. Mi padre me contaba que allá, en la raíz, había sangre minuán: Y eso me gustaba.
‘Tan solo un soñador’ es un libro basado en una tradición oral transmitida de generación en generación. Está basada en un único dato concreto, que es el origen y la vida del padre de mi tatarabuelo paterno, Francisco Méndez, y sus descendientes. Según me han contado varios integrantes del clan familiar de mi padre, mi tatarabuelo, Caraví Méndez, dijo en su lecho de muerte: ‘No se olviden de recordar mi origen’. Supongo que se refería al mestizaje de su sangre: madre chrrúa (Isú) y padre español (Francisco Méndez).
Constatar que los nombres y las fechas coincidían con la tradición oral, y poder, de esa manera, comprobar que se trataba de una historia verdadera y no solo de un mito familiar fue para mí una fiesta emocional que todavía estoy celebrando. La sangre chrrúa es fuerte, se impone, porque la sangre también puede recordar”.
Recibí el libro de manos de la autora, y no tardé más que un puñado de días en terminar su lectura. Su argumento gira alrededor de la vida de Francisco Méndez, nacido en Curriellos, Asturias, España. Parte, con unos 16/17 años, hacia el Nuevo Mundo en 1768, desde un puerto vecino a la aldea. Llega a Asunción y luego bajará por el Paraná hasta llegar a establecerse en los alrededores de la zona donde se levantará la ciudad de Gualeguay. A través de la vida de Méndez, Tuky ensaya una mirada sobre situaciones de encuentro entre civilizaciones. Mientras avanzaba pensé en que la novela bien podría ser interpretada, en ciertos pasajes, como una ucronía, una sintonía literaria con algún aire histórico que tiene como característica que algún elemento está basado en un hecho que sucedió, pero volcado de manera distinta a lo sucedido en el relato histórico aceptado como “verdadero” (entrecomillo la palabra, porque es sabido que la historia la cuentan los ganadores). Aun así, a estas alturas, es sabido que la conquista española fue una masacre. Pero el concepto de ucronía puede y no puede aplicar a la novela, me digo después, porque la ficción de Tuky Carboni, es cierto, se construye en la historia a través de un aire de comprensión humana en sus personajes centrales que asombra; me digo que ella se toma licencias con la verdadera historia de la conquista española que tuvo alturas de genocidio, pero por otro lado no vende una contracara fantasiosa; en su libro se habla de poder, barbarie y complicidad de la iglesia, se habla de la salvaje hipocresía de los religiosos y sus seguidores, y es desde ahí que esos personajes, como llegados de otro tiempo, ocupan lugares de frontera entre los asesinos y sus víctimas, esos lugares grises: ni blanco ni negro, una poética tierra de nadie donde quizá se pudieran descubrir ciertos rasgos de humanidad; y entonces, la pregunta del lector, ¿y por qué no?
En esos personajes Tuky avanza aún más, y no contenta con ponerlos en situaciones atípicas en el paisaje de violencia de esos tiempos, los dota de un pensamiento y reacciones humanistas, redoblando así la apuesta. Los pensamientos de Francisco Méndez llegan desde una voz interna de la que se apropia la autora; sus personajes llevan su voz e ideas; porque en plena novela, Tuky se permite licencias de escritura, de reflexión en mitad del tránsito del libro; es ella misma la que intenta en su relato, a través de él, dar sus claves para un mundo mejor. Es una necesidad de repaso de identidad revisando en un listado de alegrías y horrores, de deseos, de ansias de que un mundo más justo llegue a estas tierras para honrar a los caídos de ayer.
Anota Tuky Carboni la violencia de la conquista; pinta la barbarie sobre el alma de Francisco, una de las miradas en “Tan solo un soñador”: “(…) Abya Yala era una tierra incondicionalmente generosa, bella y llena de tesoros. Lo que no sabía era en qué la convertirían los europeos cuando la tomaran definitivamente. Cuando la ‘limpiaran de indios ignorantes, salvajes, crueles’. Cuando impusieran sus reglas de propiedad privada, cuando hicieran esclavos a los dueños de la libertad, que habían sobrevivido 40.000 años respetando la naturaleza y respetándose a sí mismos. Habían conocido la guerra, es cierto; pero siempre por cuestiones territoriales, como cualquier persona, aun la más ‘civilizada’, que no tolera que se metan extraños en su casa y lo desalojen sin miramientos. Y pensar que todas las tropelías de los europeos eran en el nombre de un Dios que decían que era Amor… Abya Yala no necesitaba dioses ni libros sagrados que los nativos no podían leer. Ellos tenían su propia explicación de la Creación y del Creador. No necesitaban aventureros inescrupulosos ni frailes que absolvían de toda culpa a los que mataban, empalaban, quemaban a los naturales; violentaban a las mujeres para hacerles hijos bastardos que después no reconocían y condenaban a esos hijos a no encontrar su identidad ni entre los europeos ni entre los naturales. ABYA YALA NECESITABA SOÑADORES. Soñadores que entendieran la vida como una gracia de Dios, que respetaran el milagro de la Creación y se respetaran a sí mismos comportándose como auténticos cristianos, sin creer que a ellos todo les estaba permitido porque tenían armas más sofisticadas que mataban desde gran distancia y les protegían el pellejo. Soñadores que tuvieran los ojos limpios de codicia (…)”.
Estas licencias apuntadas más arriba (en plena novela se ocupa del nacimiento del chisme en nuestra ciudad/río) significó preguntas para este lector. Soy un lector exigente, digo, necesito del autor la entrega de alguna bondad en cantidad necesaria, para así habilitar la confluencia de toda mi subjetividad sobre el texto. Al menos una de las aristas debe colmarme, debe invitarme al viaje: pueden ser las ideas, puede ser la forma de contar, puede ser la escritura, y esto nada tiene que ver con el casillero técnico de la novela: una novela es una historia de largo aliento, y esta puede exhibir, como la de Tuky, licencias como las señaladas; pero en esto de andar pensando ¿qué fue la causa principal de la lectura casi voraz?, señalo el tranquilo y efectivo relato de los hechos, el pulso del cuento, del gran cuento “nacido” por la poeta; la bondad del relato es la que transforma el libro en discurrir de río, en la novela de aventuras que termina siendo. Y entonces las licencias, las entradas y salidas de la autora, la no forma de novela de esta novela que -y digo algo que por lo general está mal visto por sesudos análisis- entretiene, informa, transmite la zozobra de esos días, de la vida y la muerte a la mano de las bestias asesinas en tantos destinos y azares. Me encontré sufriendo por la posible suerte de Francisco, y eso es relato, pulso, convicción sobre aquello que se cuenta. El relato como aventura en sí mismo, una aventura que preanuncia sufrimiento, y en medio: ráfagas de felicidad, y cuando otra felicidad se alumbra, vuelve al lector a ese miedo en torno a la vida del personaje que aprendió a querer.
Compartíamos opiniones de lectura con la historiadora Nidya Rampoldi. Ella me decía que Tuky Carboni, con su libro, nos devolvía a nuestra perdida condición de niños que se asombran con una historia. Tuky, la contadora de cuentos -una especie que, como las encantadoras de “serpientes”, está en franca desaparición, y por eso tanta serpiente suelta-, nos transmite su historia, y lo hace tan bien que ciertas herramientas se aflojan para simplemente disfrutar del relato, del hecho de saber “que me estás contando con permisos varios”, y en este caso: la conquista española donde no faltan los asesinos y las víctimas, pero en la que se agregan algunos guiños de esperanza para que triunfe la vida, una vez más, en Abya Yala. La prosa de Tuky no es recargada, algo bastante común entre los poetas, cuestión que ya había notado en sus libros de cuentos, y eso es otro de los detalles que colaboran con el ritmo de la novela.
Le comenté a la Rampoldi que buscando algún tipo de imagen para mejor decir de las maneras de “Tan solo un soñador”, pensé en esta especie: una escritura/pintura naif que dice de la realidad y de lo apenas entrevisto durante el sueño. En ello pienso, una escritura/pintura naif amanecida por Tuky Carboni, tan solo una soñadora.