martes, 20 de agosto de 2013

Confitería El Águila


Ocupar un lugar alrededor de una mesa de café es una manera muy placentera de festejar la vida. Orbitar una mesa de café con cierta regularidad, o sea habitar un café o una de aquellas confiterías que parecían detenidas en el tiempo, es tener un lugar en primera fila para enterarse y ser parte de la respiración misma del universo ciudadano. ¿Cómo se es parte?, compartiendo una charla, ejerciendo la amistad, leyendo un libro, conociendo gente, festejando la belleza de una damisela, o dejando que la mirada salga de fiesta por la ventana. En Buenos Aires hay cafés denominados como notables, son lugares donde se intenta (y muchas veces se logra) guardar una memoria de la identidad de la ciudad. Es cierto que estos cafés muchas veces están revestidos por una pátina molesta adosada para el turismo, pero los hay auténticos (por ejemplo el “Margot”, el “Cao”, “El Federal”, “La Poesía”) y en ellos se percibe un paisaje del presente que a la vez vive de manera innegable anclado en el pasado. ¿Dónde encontrar la prueba?, en el aire que allí se respira: un murmullo de poema.
Escuché a varios memoriosos de Gualeguay hablar de un hito en su historia, y entre esas palabras e imágenes del recuerdo descubrí un asomo de lamento. Cuando sobre la mesa cercana al churrasquero aparece el nombre de la confitería “El Águila”, los corazones ensayan un redoble de alegría y silencio.
Figueroa Hermanos estaba formada por Ricardo y Germiniano Benjamín, que fueron los dueños de la confitería. En la búsqueda de información tuve la suerte de hablar con Daniel Figueroa, hijo de Ricardo, y por su recomendación tener una charla con Aarón Jajan, de una memoria prodigiosa.
Aarón avisó que en el lugar donde se posó “El Águila”, la esquina de San Antonio y 1º de Mayo, existió antes otro bar, el “Burgos”, y que los Figueroa, antes de arrancar en esa esquina en los primeros años del 40, tuvieron otro boliche: “Se llamaba ‘El 43’, en Urquiza y Sarmiento, fue en la década del 30. Yo era un muchacho muy chico y supe, porque todavía tenía pantalón corto y hasta no tener los largos no se podía ir al café, que el lugar era una especie de ‘L’. Ricardo era hincha de Boca y Germiniano (Quinano) era de River. En el espacio que daba sobre Urquiza, donde atendía Ricardo, había una radio. El otro espacio orientado hacia el norte era de Quinano, que también tenía su radio. Se escuchaban los partidos, en una radio Boca, en la otra River. Hermoso lío se armaba cuando jugaban Boca y River, una hinchada en cada sector. En los campeonatos de fútbol barrial llegaron a participar sus equipos: los Quinano y los Ricardo”.
Daniel Figueroa comienza su relato: “Soy nacido en el 43. Trabajé desde los 14 hasta los 20, más o menos de 1956 a 1962. ‘El Águila’ estaba ubicada frente a Plaza Constitución. Sobre 1º de Mayo había dos ventanales grandes a la plaza y una puerta de entrada en el medio. En la esquina estaba la puerta vaivén que está en el Museo Ambrosetti. Sobre San Antonio ventanales y puerta igual a las de 1º de Mayo. Del lado de la plaza también había una puerta y una vidriera que pertenecían a la confitería, porque era bar y confitería, y también heladería. Tenía piso de madera, un palco suspendido en uno de los ángulos del salón donde tocaba una orquesta los sábados y domingos. Las mesas y sillas eran de madera, típicas de bares como los de Buenos Aires. Era un salón muy grande y presentaba en el centro dos columnas anchas”.
Quien recuerda propone la descripción de un día típico en “El Águila”: “A las 8 ya estaba abierto. Desayuno a la mañana. Había clientes a los que el mozo les llevaba, sin mediar pedido alguno, el café con leche con ‘bay biscuit’ con manteca, mermelada o dulce de leche, y el diario. Los que no tenían la necesidad de pedir, tampoco pagaban. Se les cobraba a fin de año. Ninguno fallaba, valía la palabra. Iban camino al trabajo. Después seguía la sección café: de 11 a 12.30, por lo general gente de Tribunales. A las 13 comenzaba la sección juegos: tute chancho, chinchón, ajedrez, dominó, hasta las 15.30 o 16. Se tomaba café, ginebra, cogñac ‘Boussac’, que antes era de buena calidad. Era gente de los comercios cercanos. Para comer había sánguches, no había cocina. Tipo 19 empezaba la sección vermouth, se vendían 200 vermouth, 300 cafés por día. En la sección noche había gente que ocupaba siempre las mismas mesas, grupos de más o menos cuatro personas, a las que el mozo les llevaba una botella, ginebra o whisky. Si la terminaban pedían otra, si quedaba se hacía una marca en la etiqueta, y se guardaba para la próxima. Dejaban la propina al mozo y se iban. Ellos pagaban por mes. Serían unos quince o veinte grupos. Jamás hubo un problema. Además de la confianza, ayudaba que eran años en que la variación de precios era mínima”.
Figueroa relata el día destacado de la semana: “El fuerte era el domingo, se vendían muchos postres y masas. La gente iba a la iglesia y volvían apurados para encontrar mesa. Se vendía mucho vermouth y aperitivos: ‘Ferro Quina Bisleri’, ‘Hesperidina’, ‘Batido’, ‘negrito’, le decían, ‘Cinzano’, ‘Gancia’, ‘Quilmes cristal e Imperial’. Se llenaba. La gente de paso compraba en la confitería, y los que se habían tomado el vermouth compraban para llevar. Los juegos eran de 13 a 17, se tomaba café y bebida fuerte. A la noche había que hacer cola para entrar. En verano había mesas afuera”.
Aarón Jajan tiene una detallada memoria de los músicos: “La orquesta se llamaba Gómez Madera. Alfonso Gómez fue un extraordinario violinista. Madera tocaba el contrabajo. El pianista era Acosta, que era administrativo en la Policía. También tocaba el violín Delfor Montañés. En el bandoneón desfilaron algunos: Bolita Muñoz, Mundi Selimán, el rengo Alfaro. Artistas de mi pueblo que han dejado un muy buen recuerdo en la gente, eran buenos. Los ‘Té danzantes’ de ‘El Águila’ eran muy concurridos. Yo llegué al bar de la mano de mi trabajo, era speaker de ‘Difusora Popular’, institución dirigida por Carlos Germano y nacida el 1º de enero de 1939. ‘Difusora Popular’ tenía distribuidos cuatro parlantes en la plaza Constitución y un puñado más en distintos lugares de la ciudad. Se pasaban charlas de médicos, mucha música y se daba información sobre los músicos y sus obras, así conocí personas que me acercaron a las charlas en las mesas de ‘El Águila’”.
Los trabajos que realizaba el pibe Daniel Figueroa en el bar eran simples: “Hacía mandados, atendía el teléfono, alcanzaba un café con leche a una mesa”. A los once años, en 1954, Daniel perdió a su papá. Su tío quedó al frente del negocio.
En “El águila” toda la vajilla tenía estampado el nombre de la casa. Se escuchaba radio todo el día: fútbol, box, las carreras de Fangio. Y entre los habitués, había personajes, cuenta Daniel: “Iba don Pedro Bolfo, francés, a tomar café a las 11, sombrero, sobretodo y bastón. Tenía muchos dichos y me quedó uno grabado que siempre repito: ‘Tenga en cuenta m’hijo, 90 no son un peso’. A los meses me dijo: ‘Acuérdese, el que tiene 90 no tiene un peso, le faltan diez’. Había choferes esperando en el bar, entre ellos: Chafa, que era el chofer del doctor Francisco Crespo, que vivía haciendo cruz con ‘El Águila’. El doctor Guías Díaz, un muy buen abogado que llegó a ser juez, era distraído. El auto por lo general lo dejaba sobre San Antonio. Andaba siempre apurado, tomaba café y salía por la otra puerta para Tribunales. Como a la una llamaba para saber si había dejado el auto en la esquina. Un día se lo olvidó cerca de la cancha donde había ido a ver fútbol. Se dio cuenta después de caminar catorce cuadras”.
Transitaron las mesas de “El Águila”: “Roberto ‘Cachete’ González, amigo mío, en Buenos Aires nos veíamos siempre en el ‘Florida Garden’. Iban Derlis Maddonni, Asef Bichilani, Carlos Mastronardi, que era amigo de papá, y Juan José Manauta”.
Figueroa recuerda ciertas reglas del lugar: “Todos de saco y corbata, así tuvieras quince años. Un domingo no podías entrar con botas de campo. Había muchas familias. Un día llegó Ramón Mihura, que fue gobernador de la provincia. Era domingo a las siete de la tarde, bien vestido, pero de botas. Pidió whisky. Mi tío que era bastante cascarrabias, llamó a los tres mozos: el “chueco” Pino, Medina y Fara, mandó a uno: ‘Dígale al señor Mihura que se retire, así no puede estar’. El recién llegado respondió: ‘Yo soy Mihura de la estancia tal, y fui gobernador de Entre Ríos’. Mi tío contestó: ‘Acá el dueño soy yo, que se retire’. Sucedió delante de toda la gente. Si alguno se pasaba, lo suspendían por meses, todos sabían que era así, las reglas eran para comportarse bien”.
Germiniano Figueroa decidió dejar el negocio y se lo alquiló a la familia Ipucha (hoy dueños del bar y pizzería ‘Apolito’), que mantuvo el nombre de la confitería hasta que los Figueroa vendieron la edificación hacia finales de los años 60, entre 1967 y 1968, recuerda Aarón Jajan, que trabajaba para la empresa de seguros que cubrió la construcción del nuevo edificio en la esquina.
“El Águila” se guardó en la memoria de muchos, y esto significa que no todo está perdido, más allá de que tantas personas (incluido quien escribe, un recién llegado a la ciudad) se lamenten porque “El Águila” ya no sea un destacado punto de encuentro de Gualeguay. Queda a la vista el reloj de la confitería: se lo puede ver en la ‘Apolito’, también queda la puerta vaivén en el Museo Histórico Ambrosetti, y queda la memoria.
Tomo la palabra del poeta Rubén Derlis, poeta del barrio de Boedo de Buenos Aires. En su libro “Guía para vagabarrios” se refiere a su barrio y las ausencias físicas: “Por las calles de Boedo lo invisible permanente rebasa de emociones el alma, hay que sostener muy fuerte el corazón, amarrarlo a la hombría, para que las palabras vueltas poemas en cada esquina no le desacomoden peligrosamente los latidos, porque este es esencialmente un barrio para sentir. (...) En este barrio, casi no quedan cosas materiales que palpar, talismanes porteños de invocación para acercar la magia: la puerta y el cancel de la casa donde habitó un pintor, el café convocante de los últimos y veros bohemios, la mesa predilecta del poeta junto a una hiniestra inexistente. (...) Quedan escasos lugares visibles de aquellos que cobijaron a los tantos nombrados...”.
Mi suegro, el memorioso Gustavo Gálligo, me dijo que todavía guarda el aroma propio de “El Águila”: “Una mezcla de café y madera”. Lo dicho: lo invisible permanente, todo para sentir.

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