domingo, 24 de noviembre de 2013

Deolindo Romero le saca lustre a su historia

No hay un relato único de los lugares, los barrios, las ciudades. Existe el puramente geográfico, la senda de los bustos y los bronces que registra la historia grande, y existe la escritura de la novela en la que los habitantes de cada tierra y momento se erigen en personajes de la vida cotidiana. Haciendo sus vidas construyen la historia de las calles, la historia íntima, pequeña, que a veces se instala en el relato popular, esos relatos y retratos, verdad y ficción que van de la mano, en que muchos hombres y mujeres que ya no están, vuelven cada vez a la vida, por ejemplo, en los alrededores de un churrasquero. Todas las ciudades tienen su “gente”: personas señaladas por el trajinar de los días, que hicieron historia simplemente viviendo y contando los detalles de su pasado. Esos sucedidos son los que van formando una segunda línea del relato histórico, como una línea de sombra de la historia mayor, donde es posible encontrar la sustancia de basamento del quehacer emocional de la “gente”.
A poco de llegar a Gualeguay tuve la suerte de conocer a Deolindo Romero, mi vecino. Intercambiamos nuestros papeles escritos, y básicamente hablamos. En la charla dejaba entrever relatos de personas y anécdotas muchas veces relacionadas con su vida. Aparentaba tener memoria viva, y no me equivoqué. Estuve varios meses diciéndome: tenés que hablar con Deolindo. Al fin llegó el momento, el relator bajó de su bicicleta y tomó la palabra: “Gualeguay fue fundada en 1783 por Tomás Rocamora. También fundó Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. Este hombre trajo indios del norte cuando se disolvieron las misiones. Eran de dieciséis tribus pequeñas de artesanos, principalmente para trabajar en la construcción de la iglesia rancho que estuvo en el centro de la plaza Constitución. Yo nací en lo que inicialmente fue un asentamiento indígena a orillas del Gualeguay. Los Romero vivíamos al lado del río. El asentamiento estaba al fondo, al sur del Hipódromo actual, una zona de arroyos y lagunas. Mi padre nació en 1920, él era tercera generación de esos pobladores originarios. Me acuerdo que no entendía qué hablaban los hermanos de mi abuela, Martín y Eufemio, una mezcla de lenguas: quichua, guaraní y no sé qué más. En 1867 debido a la peste, se hizo un cementerio para el lugar. Yo conocí las cruces, jugaba en el cementerio viejo. Soy nacido en 1942. El asentamiento existió hasta el 52. Estábamos en el centro de las tierras blancas, de las que contó el Chacho Manauta”.
Le pido a Deolindo que cuente sobre el asentamiento: “Se vivía de manera primitiva, cada cual hacía su rancho en cualquier lugar, ahí no había alambrados. Los Romero eran unas diez familias, más o menos. Había otras familias: Torres, Peña, Miño, González, había morochos y gringos: Patterson. Era como un barrio. Cerca había un paso por donde se llevaba la hacienda, y a veces pasaba que se soltaba algún animal bravo entre el rancherío y había que cuidar a los gurises. Después empezó la dispersión, muchos se fueron cansados de las crecientes”.
¿Cómo se ganaban el pan sus habitantes?: “Eran hacheros, poceros, pescadores, cuidadores de caballos. Mi papá fue lechero, después hachero junto a sus hermanos, y terminó de carrero. Las circunstancias lo llevaron al carro, era analfabeto y radical, no era peronista, y como no tenía el carnet, eso era el año 50, se tuvo que comprar un carrito para poder trabajar. Mi mamá era Emiliana Arellano (1913-2003), ella era de una familia acomodada en decadencia, sus padres habían perdido todo en el juego, y esa gente que no tenía nada se iba a vivir a las tierras blancas. Así se encontró con mi papá: Ignacio Romero (1920-2005)”.
En el relato aparece su primera pista para la memoria: “El primer recuerdo que tengo es de cuando tenía dos años. En 1944 vino una creciente. Los soldados nos llevaron a una cancha de fútbol, donde ahora es el barrio 25 de Mayo, y nos dieron comida. El regimiento 3 de Caballería se fue en el 45”.
Pregunto por la escuela: “Empecé la escuela en el 50, me venía de allá todos los días a la segunda escuela Marcos Sastre, cuando estaba en la calle Carmen Gadea. La primera estuvo en Correa y Quintana. Tuve la suerte de hacer la primaria ahí, a medida que pasaba los grados se agregaban grados, cuando entré había hasta tercero. Mi papá intentó aprender a leer y escribir en la primera Marcos Sastre, apenas si lo logró. A la clase entraba todo el que quería aprender, mayores y chicos. Mi papá y yo tuvimos una misma maestra: Luisa Garagarza, que vivió más de cien años. Desde cuarto grado tuve que ir a trabajar, era costumbre, pero igual la terminé. A los talleres se entraba a los doce años. Cuando fui a la escuela conocí la luz eléctrica, quedé asombrado, y donde me llevé un susto fue en el baño, yo no conocía, allá eran chozitas, la primera vez que entré justo uno tiró la cadena, del susto llegué hasta el patio. Yo tuve que aprender todo desde abajo, para mí pasar la calle ancha era ir alto, si yo venía del monte, igual con las primeras veces que vi autos. Empecé a conocer el centro en el carro de mi papá”.
La escuela abrió a Deolindo un mundo nuevo, y también lo llevó a la asistencia pública: “La primera vez que me fueron a dar una vacuna, yo me escapé con la aguja prendida del pecho, yo no conocía nada, estaba nervioso, primero en un brazo, en otro, y cuando tocó el pecho, me escapé. Cerraron la puerta, me agarraron, yo estaba loco. Al segundo año superé eso yo solo. En casa pedí ir a darme la vacuna: yo voy a ir, y cuando llegó el momento tenía todos los nervios, pero en la cabeza sabía que me tenía que controlar. Y lo hice”.
Fueron años de esfuerzo: “En la escuela me destaqué mucho por la lectura, y sin tener nunca un manual, en mi casa no teníamos nada, a los doce años yo estudiaba con una mesa de luz y un candil. Como tenía que ir a trabajar, los deberes los tenía que hacer de noche, a la mañana la escuela, a la tarde el taller. Fui el mejor alumno de cuarto grado. Cuando llegabas a sexto podías presentarte en otros trabajos, como el banco o a la Casa Bisso, pero yo elegí el taller, me gustaba el trabajo”.
Deolindo Romero fue a trabajar al taller de la carpintería Sperandío, fundada en 1888: “Mi viejo llevaba con el carro los muebles que fabricaba Sperandío. Cuando tuve edad, me metió al taller. A los diecisiete años ya era oficial lustrador, fui muy conocido en Gualeguay por hacer este trabajo. En el taller se hacía de todo, yo lustraba muebles, si faltaba un carpintero, te ponían ahí, aprender bien algo llevaba muchos años. La paga era poca, fui oficial mucho antes, pero bueno, así era el asunto”.
Rescata en su formación como hombre dos “suertes” para su destino: “Siempre fui gran lector, me compraba libros, y después hay que tener la fortuna en la vida de tener buenos amigos que te van guiando, los amigos son la verdadera familia de tu vida, los buenos amigos. Disfruté las noches de música, de bohemia, de sincerarme con el amigo. Yo siempre fui candidato a seguir aprendiendo, hasta hoy soy alumno, por ahí escribo algo, soy amigo de muchos poetas de Entre Ríos”.
La vida laboral de Deolindo tiene ribetes de personaje de película de miedo, aunque asegura que él nunca se sintió afectado: “Hice la colimba en Rosario del Tala, en Artillería a caballo, año 1963, me tocó cuidar las elecciones donde fue elegido Arturo Illia. Me soltaron el 22 de noviembre de 1963, el día que mataron a Kennedy. Entro de nuevo a la casa Sperandío. Después me oferta trabajo la funeraria Otegui. Me dijeron que yo entraba para lustrar ataúdes, que no iba a tener que andar con los muertos. Sorpresa mía fue cuando tuve que ver con los muertos. Yo no sabía, como el 1 y 2 de noviembre era día de ánimas, se pedía el lustre de los cajones en los panteones del cementerio. Durante octubre casi ni pisaba el taller, trabajaba en el cementerio. Al final, nunca me impresionó trabajar con los muertos. No había diferencia entre un ataúd que estaba vacío o uno que no. El cementerio lo caminé mucho, desde 1965. Cerró Otegui y abrió la casa Grasso, que habían sido empleados de Otegui, año 1969. En Grasso hacíamos de todo, desde hacer el cajón hasta encajonar. Después me cansé, era mucho trabajo, días largos. Yo era muy amigo de ellos, pero trabajé hasta el 77. Me llamaron de Sperandío, estuve 22 años, hasta que cerraron. Después hice changas por mi cuenta: lustre, tapizado, restauración de muebles. La gente me conoce, de gurí iba en el carro a llevar muebles, y después la bicicleta, desde que vine de la colimba no me bajé más de ella. También caminé mucho, porque era deportista, hice boxeo, fútbol, natación, maratón”.
En relación al tema de la muerte y sus ceremonias, Deolindo recuerda: “En la ranchada donde yo me crié se hacía un fuego para atender a los que venían al velorio, un asado. Se estilaba en las casas: bebida fuerte para los hombres, anís para las mujeres. Allá se ahogaban muchos chicos: el río, los arroyos. Los acompañamientos de las criaturas se hacían a mano: los pibes nos turnábamos hasta el cementerio, llegábamos hechos pedazos. Se pasaba por la iglesia donde había un personaje que se llamaba Catón, y que acompañaba a todos los muertos de Gualeguay. Él estaba siempre ahí, preguntaba: ¿Quién es el finadito?, y marchaba para el cementerio. Era costumbre. Catón vivía en la calle, lo hizo hasta que le llegó el momento de morir”.
En cada charla que se da con Deolindo en la puerta de casa, justo cuando él va camino o está saliendo del almacén de don Enrique, siempre aparece, es inevitable, su pasión: la historia. Pregunto por el origen de esta elección de vida: “En la escuela me interesó mucho la historia, prestaba mucha atención, yo no tenía libro, todo lo entendía en la escuela, donde la maestra exponía el tema. A mí no me mandaban a cortar figuritas, ¿de dónde las iba a sacar? Saber de San Martín, Belgrano, pensaban tan lindo, me gustó tanto que quise ser militar. A los dieciséis años hice un intento en la escuela de suboficiales de Campo de Mayo, pero pedí la baja. No era lo que yo había pensado, la injusticia me corrió, no me entraba en la cabeza que me dijeran que esto era verde y yo veía que era blanco. Después seguí leyendo historia, me interesó el revisionismo. Era deportista y además quería tener cultura. Leí sobre los caudillos, me interesó Pancho Ramírez. Leí muchos autores, porque si se escribe desde Buenos Aires, las cosas se cuentan al revés. Rosas, Urquiza, tipos bravos en tiempos en que a veces no había que dejar prisioneros y se mandaba a los degolladores. Y de leer sobre personajes de la historia, llegué a interesarme por la Masonería, otro de mis temas de lectura preferidos. No tengo método, me gusta conocer, soy autodidacta, como en la música o la escritura, hago las cosas a mi manera”.
Si pienso en la Gualeguay que estoy descubriendo, enseguida veo un hombre en bicicleta. Siempre sonriente y con ganas de comunicarse. Deolindo Romero, el hombre de la bicicleta, aquel que fue presidente en 1966 del hoy desaparecido club Reconquista, sale en busca, cada día, de la historia y su gente, todo ese paisaje a la sombra que se acomoda dentro de la historia grande que se guarda en los libros.

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