domingo, 26 de octubre de 2014

Juan Manuel Alfaro: poeta de Paraná



Fue una suerte haber entrado en contacto con el periodista Víctor Fleitas de El Diario de Paraná. Fue una nueva suerte que Víctor me avisara de su entrevista al poeta Juan Manuel Alfaro, que estaba a punto de presentar un libro: una memoria del poeta Marcelino Román. Las redes sociales dejaron a Alfaro a mi alcance. La figura de Román me resulta sumamente interesante. Pregunté por el libro, pero también pregunté por la poesía de Alfaro, que me era totalmente desconocida. Estuvo muy atento, y me envió en archivo dos de sus libros: “La piedra azul” (1991) y “Plena palabra” (premio Fray Mocho 2002). En la web encontré “La luz vivida” (1981), y la poeta Tuky Carboni me prestó su ejemplar de “Las borrajas azules” (2014).
Juan Manuel Alfaro
Todo escritor o poeta que practique con sinceridad su oficio, es dueño de un barrio, una esquina, una ciudad, una sintonía, un universo propio. Sobre el papel aparece el alma profunda del hacedor. Juan Manuel Alfaro es uno de ellos, y debo agradecer el contacto con su poesía. Un encuentro feliz con el hombre. Una maravillosa sorpresa, en muchos momentos me ganó el asombro ante sus imágenes, sus memorias, sus patrias internas: la infancia y sus seres queridos, los paisajes y sus colores.
A poco de andar en su poesía, encontré al Alfaro pensador, el hombre que fija el pensamiento urdido, compuesto luego de haber vivido a conciencia despierta. En el poema “La piedra azul” que da título al libro anota: “debo recordar este día, / la maravilla / visita a los hombres / pocas veces”. En “Otoño”: “Lástima que el amor no junte a todos / los que se fueron, los que vendrán un día”. Verdades fundamentales para no desentenderse de la historia, relatos que hablan de una mirada atenta.
El poeta trabaja con imágenes notables como en “Hermano mayor”: “Tu mano terminaba en barrilete / (me llevabas un patio de ventaja)”. O en “Angelus”: “(…) La arboleda // se acerca a nuestra casa. Se oyen rezos. / Mi madre enciende el fuego, nos da un beso / y algo asciende hacia Dios en la humareda”.
Como creador aplicado a su quehacer: el oficio de todos los días, el encuentro con la palabra, con la memoria, y papel y tinta sobre su escritorio, busca, piensa alrededor de su escritura. Creo que Alfaro logra un acercamiento a la esencia de la definición de la poesía en “El trompo”: “El poema / me baila en la palma de la mano / como un trompo, / y, a veces, / como un trompo / se me duerme / girando, / girando / en la línea de la vida, / girando / entre el abismo / y el milagro. / Y al final, / como un trompo, / se entrega / y se muere de manso. // Es mejor el comienzo: / ver el trompo girando. / Vencer la tentación, / vencer / y no atraparlo”.
Recorriendo “Plena palabra” llegué a la idea de que Alfaro tiene en su poesía el pulso necesario para el relato corto, para la jugada minimalista, en “Naturaleza muerta” encuentro: “En la arena, el pez desborda su derrota, / luce como una veta iluminada, / una tajada de agua rígida, / un borde perdido de la luna”. Y también se permite jugar a la novela, en “La galería” esta historia: “La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo, / la madre trayendo los tazones / (la leche con estrellas, todavía) / y el pan casero, su prójimo constante; / mientras el padre, sumiso a los antojos de la tierra, / se alzaba entre los surcos, / era el día en los campos. // Después, volvía / nadando en un mar de girasoles. / Se erguía un brazo entre las olas amarillas, / se hundía / y se alzaba el otro brazo. / Atrás iba dejando una estela / de espumas encendidas. / Un campo en fuego lo venía siguiendo / y ungido por las llamas, / votivo, allá en lo alto, / su sombrero traía / un contorno de pájaros. // Y ahí estaba, / como una exclamación de la casa, / la abierta galería: / la mesa elemental y el banco largo, / el coro de la huerta en la sopera, / los ángeles corrientes, tan gorriones; / la claridad con su reguero de naranjas. // Ahí estaba: / congénita, nupcial y consecuente, / suspenso y desenfreno de la casa, / roce siempre de luz, la galería. // Después fueron perdiendo las ventanas / la espuma matinal de sus cortinas; / su hábito de luz, cada falleba, / y fue un misterio el paradero de las lámparas. // Extraño, a veces, la leche con estrellas, / mientras froto un sombrero / que me enciende las manos. // La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo”.
Leyendo al poeta queda claro su disfrute ante una infancia luminosa, sus rastros aparecen en distintos lugares, el regreso se sirve de apariencias diversas: su caballito blanco sigue de ronda: Ojalá yo pueda, / antes de morir, / darte la blancura, / amor, si es así: / caballito blanco, / ¡suerte para mí!”. La imagen del padre en “Girasoles” y sus líneas finales: “Hace mucho, a esta hora, / sobre los hombros de mi padre, / galopaba por campos florecidos”.
El mundo cotidiano guarda su lugar en la poesía de Alfaro. En “La mesa de trabajo” retrata su máquina del tiempo: “Sopla el viento en los árboles del mundo, / y en mi escritorio / vuela la tierra, la juventud, la vida, el tiempo”.
En “Orden interno” aparece: “la hora indiferente cuando se han ido todos, / las palabras queridas / que de pronto se quedan / tan solas en el mundo”. En otros poemas también se anota el momento en que se van todos, es quizás ésta su imagen suprema de la soledad, el desamparo, es quizá la imagen o la definición de la muerte, la de los que se fueron antes, y al final de la galería, la propia.
Juan Manuel Alfaro conduce al “El bosque”: “El bosque era una conspiración, / un disparo al ojo de la siesta. / Debíamos escamotear las siete llaves / de la vigilia maternal, / el faro de su oído en la penumbra / y escalar / sin tocar tierra ni aire / el insomne caracol de sus sospechas”, y da pista de la madre, a quien luego visita en “Parte de difuntos”: “Cada vez que vuelvo / mi madre me pone los muertos al día. // Es como si en algún lugar del viaje / me hubiese dormido / y ella me despertara / para decirme dónde estoy, / aunque la verdad sería reconocer / hasta dónde fuimos juntos. / (Pero es bueno callarse / para andar entre ciruelos florecidos). // (…) // Y aspiro su alma impregnada de vainilla. / Y la casa se puebla de súbitas manzanas / y de invioladas jaleas espontáneas. // Y me da en el cuerpo tanta niñez de golpe, / que tengo miedo de quedarme a oscuras / y me pongo a encender todas las lámparas”.
En “Las borrajas azules” Alfaro construye su palabra apoyándose en versos libres y en la prosa, junta los oficios diría Juan José Manauta, siempre en la sintonía de su identidad poética. Vuelve la infancia, su universo de provincia: el campito de Marengo, el camino viejo a Paraná, por donde a gusto se movían la Solapa y el Viejo de la bolsa; hay lugar para el descubrimiento de la realidad de la compañerita de escuela: “Y la Rosita fue mortal, igual que todos”. De “Las borrajas azules”, texto que da título al libro: “Esa canción que, tal vez, era la misma que silbaba mi padre –que aún era joven y alcanzaba las naranjas más altas y encendía por su nombre a las estrellas- cuando se quedaba mirando el horizonte que, entonces, era una palabra muy larga y muy lejos, y tal vez por eso no lo pronunciaba nunca y decía ‘el poniente’ o ‘los celajes’, y se llevaba bien con su silencio y con esos ojos con los que mi madre ponía en claro el mundo, para que todo fuera nuevo cada día y hubiera siempre borrajas azules, en el fondo. Y de nochecita, luciérnagas”.
Como si Alfaro fuera fotógrafo, como si fuera dibujante, pintor de paisajes y personas, luego de leer “Un cantor” en “Las borrajas azules”, volví a releer parte de la imagen: “Y ahí estaba, como si recién hubiese bajado del tren, en una estación equivocada, mirando hacia los cuatro puntos de la desolación, como si se le estuviese deshojando en las manos la misma rosa de los vientos y su propio cuerpo le cerrara todos los pasos posibles para escabullirse en su interior, para ir rodeándose de sí, cerrándose, encerrándose, bichito canasto, prendidito a un árbol, lejos. // Después, durante años, en sucesivas sombras, lo encontré en algún bar de vino arrinconado o en la dificultad penosa de una esquina, y cuando, rara vez, lo volví a ver con la guitarra, parecía cargar un peso muerto, como si alguna vez hubiera comprado sueños a bulto cerrado, y no se hubiese atrevido a abrirlos nunca”.
Su libro “El canto entero de Marcelino Román” (2014) se gana la lectura. Guarda su lugar en mi escritorio. Alfaro convoca recuerdos de su amigo Román, recorre sus libros, su palabra, sus ideas. Convoca recuerdos y dichos del propio Román, y de otros memoriosos que conocieron su persona y su obra. Un motivo más para agradecer el trabajo, el oficio de palabrero de Alfaro. Es este libro un acto de amor para con la memoria de Román. Un libro necesario cuando la obra de Marcelino solo se conserva, con suerte, en las bibliotecas, y cuando todo lo dicho sobre su persona, también respira en la sombra y el fuera de foco que decretan estos tiempos para con todo aquello que no es cartón pintado. Hay que encender la luz de la memoria todos los días, creo que así lo entiende Alfaro.
Tuky Carboni destacó el último poema de “Las borrajas”, una imagen de final: “Junto a la casa, / a lo que queda que fue la casa, / ha crecido un timbó / hasta una altura / que hubiera sido la fiesta más alta de la infancia. // Ahora no hay patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”. Claro que siempre está la poesía, en este caso, la de Juan Manuel Alfaro.

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