Fue una suerte
haber entrado en contacto con el periodista Víctor Fleitas de El Diario de
Paraná. Fue una nueva suerte que Víctor me avisara de su entrevista al poeta
Juan Manuel Alfaro, que estaba a punto de presentar un libro: una memoria del
poeta Marcelino Román. Las redes sociales dejaron a Alfaro a mi alcance. La
figura de Román me resulta sumamente interesante. Pregunté por el libro, pero
también pregunté por la poesía de Alfaro, que me era totalmente desconocida.
Estuvo muy atento, y me envió en archivo dos de sus libros: “La piedra azul”
(1991) y “Plena palabra” (premio Fray Mocho 2002). En la web encontré “La luz
vivida” (1981), y la poeta Tuky Carboni me prestó su ejemplar de “Las borrajas
azules” (2014).
Juan Manuel Alfaro |
Todo escritor o
poeta que practique con sinceridad su oficio, es dueño de un barrio, una
esquina, una ciudad, una sintonía, un universo propio. Sobre el papel aparece
el alma profunda del hacedor. Juan Manuel Alfaro es uno de ellos, y debo
agradecer el contacto con su poesía. Un encuentro feliz con el hombre. Una
maravillosa sorpresa, en muchos momentos me ganó el asombro ante sus imágenes,
sus memorias, sus patrias internas: la infancia y sus seres queridos, los
paisajes y sus colores.
A poco de andar
en su poesía, encontré al Alfaro pensador, el hombre que fija el pensamiento
urdido, compuesto luego de haber vivido a conciencia despierta. En el poema “La
piedra azul” que da título al libro anota: “debo recordar este día, / la
maravilla / visita a los hombres / pocas veces”. En “Otoño”: “Lástima que el
amor no junte a todos / los que se fueron, los que vendrán un día”. Verdades
fundamentales para no desentenderse de la historia, relatos que hablan de una
mirada atenta.
El poeta trabaja
con imágenes notables como en “Hermano mayor”: “Tu mano terminaba en barrilete
/ (me llevabas un patio de ventaja)”. O en “Angelus”: “(…) La arboleda // se
acerca a nuestra casa. Se oyen rezos. / Mi madre enciende el fuego, nos da un
beso / y algo asciende hacia Dios en la humareda”.
Como creador aplicado
a su quehacer: el oficio de todos los días, el encuentro con la palabra, con la
memoria, y papel y tinta sobre su escritorio, busca, piensa alrededor de su
escritura. Creo que Alfaro logra un acercamiento a la esencia de la definición
de la poesía en “El trompo”: “El poema / me baila en la palma de la mano / como
un trompo, / y, a veces, / como un trompo / se me duerme / girando, / girando /
en la línea de la vida, / girando / entre el abismo / y el milagro. / Y al
final, / como un trompo, / se entrega / y se muere de manso. // Es mejor el
comienzo: / ver el trompo girando. / Vencer la tentación, / vencer / y no
atraparlo”.
Recorriendo
“Plena palabra” llegué a la idea de que Alfaro tiene en su poesía el pulso
necesario para el relato corto, para la jugada minimalista, en “Naturaleza muerta” encuentro: “En la
arena, el pez desborda su derrota, / luce como una veta iluminada, / una tajada
de agua rígida, / un borde perdido de la luna”. Y también se permite jugar a la
novela, en “La galería” esta historia: “La luz de la casa / vivió en la
galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa
elemental y el banco largo, / la madre trayendo los tazones / (la leche con
estrellas, todavía) / y el pan casero, su prójimo constante; / mientras el
padre, sumiso a los antojos de la tierra, / se alzaba entre los surcos, / era
el día en los campos. // Después, volvía / nadando en un mar de girasoles. / Se
erguía un brazo entre las olas amarillas, / se hundía / y se alzaba el otro
brazo. / Atrás iba dejando una estela / de espumas encendidas. / Un campo en
fuego lo venía siguiendo / y ungido por las llamas, / votivo, allá en lo alto,
/ su sombrero traía / un contorno de pájaros. // Y ahí estaba, / como una
exclamación de la casa, / la abierta galería: / la mesa elemental y el banco
largo, / el coro de la huerta en la sopera, / los ángeles corrientes, tan
gorriones; / la claridad con su reguero de naranjas. // Ahí estaba: / congénita,
nupcial y consecuente, / suspenso y desenfreno de la casa, / roce siempre de
luz, la galería. // Después fueron perdiendo las ventanas / la espuma matinal
de sus cortinas; / su hábito de luz, cada falleba, / y fue un misterio el
paradero de las lámparas. // Extraño, a veces, la leche con estrellas, / mientras
froto un sombrero / que me enciende las manos. // La luz de la casa / vivió en
la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la
mesa elemental y el banco largo”.
Leyendo al poeta
queda claro su disfrute ante una infancia luminosa, sus rastros aparecen en
distintos lugares, el regreso se sirve de apariencias diversas: su caballito
blanco sigue de ronda: “Ojalá yo
pueda, / antes de morir, / darte la blancura, / amor, si es así: / caballito
blanco, / ¡suerte para mí!”. La imagen del padre en “Girasoles” y sus líneas
finales: “Hace mucho, a esta hora, / sobre los hombros de mi padre, / galopaba
por campos florecidos”.
El mundo
cotidiano guarda su lugar en la poesía de Alfaro. En “La mesa de trabajo”
retrata su máquina del tiempo: “Sopla el viento en los árboles del mundo, / y
en mi escritorio / vuela la tierra, la juventud, la vida, el tiempo”.
En “Orden
interno” aparece: “la
hora indiferente cuando se han ido todos, / las palabras queridas / que de
pronto se quedan / tan solas en el mundo”. En otros poemas también se anota el
momento en que se van todos, es quizás ésta su imagen suprema de la soledad, el
desamparo, es quizá la imagen o la definición de la muerte, la de los que se
fueron antes, y al final de la galería, la propia.
Juan Manuel
Alfaro conduce al “El bosque”: “El bosque era una conspiración, / un disparo al ojo de la
siesta. / Debíamos escamotear las siete llaves / de la vigilia maternal, / el
faro de su oído en la penumbra / y escalar / sin tocar tierra ni aire / el
insomne caracol de sus sospechas”, y da pista de la madre, a quien luego visita
en “Parte de difuntos”: “Cada vez que vuelvo / mi madre me pone los muertos al
día. // Es como si en algún lugar del viaje / me hubiese dormido / y ella me
despertara / para decirme dónde estoy, / aunque la verdad sería reconocer / hasta
dónde fuimos juntos. / (Pero es bueno callarse / para andar entre ciruelos
florecidos). // (…) // Y aspiro su alma impregnada de vainilla. / Y la casa se puebla de súbitas
manzanas / y de invioladas jaleas espontáneas. // Y me da en el cuerpo tanta
niñez de golpe, / que tengo miedo de quedarme a oscuras / y me pongo a encender
todas las lámparas”.
En “Las borrajas
azules” Alfaro construye su palabra apoyándose en versos libres y en la prosa,
junta los oficios diría Juan José Manauta, siempre en la sintonía de su
identidad poética. Vuelve la infancia, su universo de provincia: el campito de
Marengo, el camino viejo a Paraná, por donde a gusto se movían la Solapa y el Viejo de la
bolsa; hay lugar para el descubrimiento de la realidad de la compañerita de
escuela: “Y la Rosita fue mortal, igual
que todos”. De “Las borrajas azules”, texto que da título al libro: “Esa
canción que, tal vez, era la misma que silbaba mi padre –que aún era joven y
alcanzaba las naranjas más altas y encendía por su nombre a las estrellas-
cuando se quedaba mirando el horizonte que, entonces, era una palabra muy larga
y muy lejos, y tal vez por eso no lo pronunciaba nunca y decía ‘el poniente’ o
‘los celajes’, y se llevaba bien con su silencio y con esos ojos con los que mi
madre ponía en claro el mundo, para que todo fuera nuevo cada día y hubiera
siempre borrajas azules, en el fondo. Y de nochecita, luciérnagas”.
Como si Alfaro fuera fotógrafo, como
si fuera dibujante, pintor de paisajes y personas, luego de leer “Un cantor” en
“Las borrajas azules”, volví a releer parte de la imagen: “Y ahí estaba, como
si recién hubiese bajado del tren, en una estación equivocada, mirando hacia
los cuatro puntos de la desolación, como si se le estuviese deshojando en las
manos la misma rosa de los vientos y su propio cuerpo le cerrara todos los
pasos posibles para escabullirse en su interior, para ir rodeándose de sí,
cerrándose, encerrándose, bichito canasto, prendidito a un árbol, lejos. //
Después, durante años, en sucesivas sombras, lo encontré en algún bar de vino
arrinconado o en la dificultad penosa de una esquina, y cuando, rara vez, lo
volví a ver con la guitarra, parecía cargar un peso muerto, como si alguna vez
hubiera comprado sueños a bulto cerrado, y no se hubiese atrevido a abrirlos
nunca”.
Su libro “El canto entero de
Marcelino Román” (2014) se gana la lectura. Guarda su lugar en mi escritorio.
Alfaro convoca recuerdos de su amigo Román, recorre sus libros, su palabra, sus
ideas. Convoca recuerdos y dichos del propio Román, y de otros memoriosos que
conocieron su persona y su obra. Un motivo más para agradecer el trabajo, el
oficio de palabrero de Alfaro. Es este libro un acto de amor para con la
memoria de Román. Un libro necesario cuando la obra de Marcelino solo se
conserva, con suerte, en las bibliotecas, y cuando todo lo dicho sobre su
persona, también respira en la sombra y el fuera de foco que decretan estos
tiempos para con todo aquello que no es cartón pintado. Hay que encender la luz
de la memoria todos los días, creo que así lo entiende Alfaro.
Tuky Carboni
destacó el último poema de “Las borrajas”, una imagen de final: “Junto a la
casa, / a lo que queda que fue la casa, / ha crecido un timbó / hasta una
altura / que hubiera sido la fiesta más alta de la infancia. // Ahora no hay
patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”. Claro que siempre está la poesía, en
este caso, la de Juan Manuel Alfaro.
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