domingo, 13 de septiembre de 2015

La mirada de Osiris Chiérico

Sucede a veces en la vida de la misma manera que en la galaxia de una hoja de árbol: las nervaduras se tocan, se conectan, y entonces una cantidad de historias e imágenes salen de ronda desde la maravillosa existencia de la memoria. La apariencia del olvido retrocede, y aparece entonces la felicidad para los que nos acercamos al recuerdo.
Hablaba con Zélika Alarcón. Hacía memoria alrededor de la vida de Roberto “Cachete” González. Me facilitó un número de la revista “ARTiempo”. En ella había una nota sobre Cachete firmada por Osiris Chiérico. Sobre mi escritorio tomé conciencia del tiempo: n° 4, enero-febrero de 1969. No conocía la nota de Osiris.
Osiris Chiérico
Le dije a Zélika que yo había conocido a Chiérico. Siempre vuelvo a ver a Osiris sentado en una gran silla de madera, en la redacción de la revista “La Actualidad en el Arte” de Elvira Fernández Arbós. Osiris charlaba con Salvador Linares, crítico de arte y jefe de redacción. Yo entraba pidiendo permiso, corría 1992. En la revista y el mensuario “Lys” me daban un espacio para que publicara mis primeras notas sobre cine. Me impresionó la presencia de Osiris, creo que volví a verlo una vez más. Estreché su mano, lo escuché. Era un notable de la crítica de arte. Su aspecto era impecable: traje, corbata, chaleco; bigote y barba en la pera, blanco en canas.
Osiris Chiérico (1927-1993) fue periodista. Inició su gira en la revista Ahora. Trabajó en Crítica, Clarín, El Mundo, El Siglo, Correo de la Tarde, El Hogar, Mundo Argentino, Hoy y La Prensa. Fundó la revista ARTiempo en 1968. Fue jefe de redacción de la revista Pluma y Pincel, codirector del mensuario Artemas y director de los fascículos Maestros de la Pintura de Anesa, Noguer y Rizzoli. Entrevistó a Marc Chagall, Max Ernst, Víctor Vasarely y Antonio Tapiés, entre otros. Fue jefe de prensa de Canal 9 y jefe de extensión cultural del Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori. Escribió: Gardel: realidad y mito (1964) en colaboración con Miguel Couselo, Soldi: Los trabajos y los días, Naum Knop, Kosice, y Estragos: Guía informal de la sed y los sedientos (1986), libro que guarda un lugar en mi biblioteca. Osiris fue poeta, sus libros: Mitad del sueño (1949), Tiempo enamorado (1952), Poema de Barcelona (1972) y Suma de la crónica (1978). Chiérico fue Premio Konex 1987: Artes Visuales.
Geno Díaz (1926-1986) fue dibujante, pintor, humorista gráfico, periodista, novelista y guionista de televisión. Es autor del prólogo de “Estragos”: historias a través de las bebidas, lacultura y la gastronomía. Díaz anotó: “(…) Osiris pertenece a la raza de los que beben degustando. Saboreando la bebida. Paladeándola. Beber es un acto de fe y una ceremonia plena de respeto. Tal actitud es esencial y no cambia aunque el tratamiento haya requerido cantidades navegables”.
Osiris y Cachete, sin duda, se habrán encontrado en más de una coincidencia. La prueba es la nota: “La fantasía al servicio del rescate de la gracia” que Osiris publicó en “ARTiempo” en el 69: “Cuando Julio E. Payró quiso acercar memorias prestigiosas a la definición de la obra de Roberto González, pensó en Marc Chagall y en Paul Klee, ‘los más imaginativos de los maestros del siglo XX’. Certero como siempre en la esencial ubicación de los valores que juzga, el maestro hacía coincidir en el vértice ideal al que concurren los mundos sólo aparentemente disímiles de los pintores evocados, el territorio y los protagonistas transitados por el artista entrerriano. Transitados en la actitud de quien va haciendo el camino que hollarán sus pasos, de quien lo va anticipando en una región anterior, invisible pero ya existente desde su vaga formulación en el sueño o en la iluminada vigilia.
Roberto González no tiene todavía 40 años. Pertenece por lo tanto a esa generación de la plástica argentina a la que le tocó protagonizar el período más intenso, más revulsivo de su evolución en lo que va del siglo. Un período anticipado, es cierto, por los movimientos de vanguardia aparecidos en la década del 40 –la revista Arturo, los concretistas, invencionistas y madies- pero que enfilaba hacia una fisonomía multifacética, positivamente caótica en sus formulaciones, de la que surgirían, tras el fatal reflujo de la marea, los valores individual y grupalmente afirmativos que ubican hoy al país en el primer plano de la actividad internacional. Producto, en cierta forma, de esa efervecencia, de ese especialísimo momento que volcó sobre las multiplicadas salas de exposición más una actitud que una suma de permanencias, González supo, sin embargo, mantener una tesitura, condicionante por supuesto de sus gestos artísticos, que se enfrentaba con cierta forma de renuncia de la trascendencia de la expresión, habituales en las intelectualizadas formulaciones de los movimientos ‘a la page’. ‘Me entra una desazón –afirmaba en un reportaje que se le hiciera en ocasión de ganar un premio- pensando que mi pintura pueda no servir para nada y quisiera que gravitara de manera efectiva en el destino humano en momentos tan críticos como los que estamos viviendo’. No era una simple frase de compromiso, una respuesta formulada para teñir de cierta heroicidad su actitud individual frente a la significación del hecho artístico. Cuando Payró, hablando de su pintura, afirma que ‘sus recursos están puestos al servicio de una visión humanitaria del mundo’, está corroborando la sustentación encarada por González para su obra, para el significado profundo de ella.
Nacido en Gualeguay, en 1930, González pasó un breve período de su aprendizaje en el taller de Emilio Pettoruti y otro en el de la escultora Cecilia Marcovich. Pocas cosas visibles hay ahora en su obra de su frecuentación de esos maestros, pero seguramente su trastienda conserva todavía rastros de aquellos lejanos tutelajes, rastros basales referidos más a la herramienta que al destino que habría de darle su mano. 1959 le dio la posibilidad de un viaje por Europa, mediante una beca del gobierno de Entre Ríos. Fueron seis meses en los que recorrió Francia, Italia y Holanda, sobre todo viviendo, porque Roberto González, como Henry Miller y Blaise Cendrars lo hicieron con la literatura, se apasiona mucho más por la vida que por la pintura, aunque como podría decirlo de él Enrique Molina, que lo dijo de Cendrars, nunca podrá disociar una de la otra, siempre hará funcionar entre ambas una generosa interacción.
Eso fue particularmente visible en la última muestra realizada por él en Art Gallery International: un conjunto definido por una fabulosa humanidad que trascendía las características del lenguaje. Pocas veces una dicción tan particularmente ríspida como es la del expresionismo fue puesta tan eficazmente al servicio de un sentimiento que, dentro de ciertos convencionalismos con los que se etiquetan las expresiones plásticas, se expresa con imágenes, con acentos, con intensidades ubicadas en el otro confín. Porque ante todo y por sobre todo, el contenido de la obra de González es, hace falta repetirlo, el del amor, el de la fraternidad, el de la ternura viril, el de la comprensión humana en su más entregada acepción. Es decir, que en el exacto momento en que su imaginería, que ahora ha conquistado el más decidido y pleno territorio del color –el más gozoso acaso- se acerca con mayor decisión a las fórmulas agresivas usadas para la pelea, para la denuncia, es cuando, sin renunciar a una ni a otra, penetra y trasmite una corriente tan intensa de humanidad.
Gatos, monos, caballos, alternativa o simultáneamente reales o imaginarios, rescatados del sueño o de la magia, encontrados en los rincones de la casa, transformados en juguetes o cuidadosamente trasladados del mundo habitual y cotidiano, disputan con el hombre –más que el hombre, la pareja como profunda significación- el papel protagónico de sus fábulas. Fábulas que asume y narra González sin temer el absurdo desprestigio del tema, sin miedo a etiquetas inhibitorias de más de una generación de artistas –literatura no es de las menos espantables- con absoluta necesidad y conciencia de lo que significan y posibilitan como comunicación. Ese carácter es el que precisamente destaca Payró en el prólogo de la muestra, cuando afirma: ‘como buen fabulista, Roberto González sabe dar a su moraleja una envoltura de cuento fantástico y salpicarla con rasgos de humor cuya virtud consiste en que no son del orden literario sino eminentemente plásticos. Cabe, en efecto, en la pintura un humorismo que es el de la forma, el del color, el de la pincelada’.
Enternecidas revelaciones de un mundo en que si bien caben la sátira, la rebeldía, el humor negro, lo que interesa en realidad en la obra de Roberto González es, en definitiva, el reverso, que es a la vez la solución y la salida. Puerta abierta para un contexto cruel a pesar suyo es lo que propone. Bucea hasta el fondo, hasta las regiones más tenebrosas para alcanzar allí, como proponía acaso Rimbaud, el estado de gracias de extremada pureza. Y lo hace como si contara un largo, único cuento en el que pese a todo cabe la posibilidad del final feliz. Configurado ya en la actitud con la que asume el color y el trazo”.


Una historia de hombres sensibles y memorias: un verdadero roce de copas ¡salud!

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