domingo, 25 de octubre de 2015

Fuego en la noche

Escribió el poeta Juan Manuel Alfaro en “Sujeto y predicado” de su libro “Los teros de la gracia”: “(…) con las cometas que el Flaco Marengo construía ¡y remontaba de noche! // Se las había ingeniado para que portaran un farolito de su propia invención, / tan liviano como la llama en la que ardía, / de tal modo que la cometa –además de su alma levitante- / tenía a la distancia, una emoción de faro. // (El pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos contra los eucaliptos). // Ignoro de qué enredos de estrellas descendimos, / cuándo separamos el fuego y lo repartimos entre todos; / pero sé que en las cenizas de las luces solas se puede leer la soledad del mundo, / y que al fin nos vamos a encontrar en lo más bello: / somos la esencia de lo que hemos elegido. // El predicado dice el alma del sujeto. // El Flaco Marengo remontaba de noche los cometas”. Alfaro dice el fuego y la memoria, dice ignorar desde qué enredo hicimos pie a tierra, y cuándo hicimos justicia con el fuego.
Diría que este poema fue una última caricia para que en mi escritura naciera el impulso. Las vivencias se guardan en la memoria; a la susodicha memoria se invitan imágenes, sospechas, dolores y felicidades, visiones de futuro; varios universos entran en las almas de quien escribe, así fue siempre, y luego, cuando la tinta, en cualquiera de sus formas: roja sobre papel, virtualidad oscura sobre la pantalla, empieza con el laborar de los nacimientos, se descorchan distintas botellas, algunas conocidas, identificadas, y otras sin un adn consciente que diga de su nido. De esta manera voy construyendo la palabra que ojalá arda en el fuego, el mío y el de tantos. Todos deberíamos ser conscientes del fuego.
Foto de Pablo Merlo.
Si miro hacia el pasado reciente, reconozco una presencia casi fantasmal en la historia de mi fuego. Una foto. Un retrato, un primerísimo plano del fuego. Vi la imagen mientras revisaba la obra del fotógrafo Pablo Merlo de Paraná. Fue un momento feliz entrevistarlo, y entre sus fotos encontré de esas que uno llama “notables”. Hoy, día en que desperté sabiendo que necesitaba escribir sobre el fuego -porque el fuego, su presencia, había llenado mi vaso- surcó el horizonte de mi memoria un rastro entrevisto, un fantasma amigo que se había subido a mi bote de escritor, y entonces me hacía señas, me reclamaba. La foto de Merlo, debía volver a la foto. Un impulso. Lo hice. Acabo de hacerlo, y podría decir que esa foto es la última vuelta de llave en la cerradura que abrió mis ganas de escritura. Hay en la foto la apariencia de un perro, de un lobo, de un perro lobo, de un hombre lobo mordiendo el fuego, viviendo en él, siendo humano, desesperadamente humano, entre valentías y miedos, cuando al mismo tiempo siente la caverna originaria, y otra vez, allá lejos y hace tiempo, sabe de eternas incertidumbres. Es que así puede sentirse un hombre cuando permite abandonarse, dejarse caer, recostarse, “dejarse” de uno mismo para ser “todos los que somos” en profundidades inimaginables. Todo puede suceder frente al fuego. Merlo se identifica con él, dice que es sagrado, que es una conexión ancestral. Sí, en eso andamos, me digo, de tránsito entre los flancos de la naturaleza. “(El pueblo era remoto del mar, pero el viento azotaba a los náufragos contra los eucaliptos)”, así dijo el poeta.
De qué manera se fue llenando mi vaso, desde dónde viene la pista, porque uno siempre trata de identificar orígenes, comprender más. Por suerte esta tendencia cada vez me tienta menos, digo que es un aprendizaje de vida: hay instancias en que no son necesarias tantas preguntas o búsquedas. Hay una sintonía mágica en los días, y en ella, muchas veces, se manifiesta cierta sensación que definiría como “poética”; la poesía es naturaleza, es madre dentro de la misma naturaleza, la replica pero sólo en el tránsito de parir lo poético. Entonces puedo decir que estoy escribiendo sobre el fuego porque objetivamente terminó el invierno, porque el fuego me dio calor, en definitiva, porque los elementos reconocibles estuvieron en su lugar, pero luego, por qué el fuego, por qué me pasa un cielo cuando lo miro: es nacimiento y presencia de otra especie.
Llevo el fuego en la memoria. Desde mediados de otoño data el descubrimiento íntimo del fuego. Hace tan poco tiempo. Y lo lamento. En zona de chacras la casa estuvo pensada con un ambiente grande y en el medio una estufa, el hogar, la casa del fuego dentro de la casa. Quizá haya sido una intuición más profunda que una simple decisión estética la que nos llevó a pensar en la real valía del fuego dentro del refugio, la caverna. Lo dicho, los orígenes, el por qué: lo tomo como regalo de la poesía. Con el fuego en casa, y sin luces encendidas, los cuadros de mi viejo aparecen pintados sobre la roca. Paisajes de gamas bajas sabiendo de otras luces y otras sombras, y otra vez: la poesía.
Poesía encontrarnos frente a las llamas: la pequeña Julia con su primer invierno con escarcha reconocible, mamá Evangelina y papá, en la charla, el silencio, la contemplación y el beso. Los tres iluminados por el calor de la vida. Sentados en el sillón, en la memoria, para mejor contemplar y entender los días.
Hay un proceso previo a la presencia del fuego: el inicio de la ceremonia espiritista. El acopio de madera seca, y madera no tan seca, pequeñas ramas: palitos trozados jugando a los palitos chinos, piñas secas, piel de eucalipto, noticias viejas abolladas en el papel del diario, el cartón de las cajas de los ravioles que hace Rosy. Una sopa en dique seco. Acomodo con paciencia, revisando las posibles rutas de ascensión de las llamas para así mejor coronar la cima. Apunto con el fósforo en tres lugares. Las tres Marías resaltan en el cuadrilátero de Orión marcado con ladrillos. Primero el humo y las primeras palabras de la madera. Palabra y silbo, desánimo y fuerza, y hasta el último lamento de la memoria en su manera de transformarse en el camino de la ceniza: “(…) pero sé que en las cenizas de las luces solas se puede leer la soledad del mundo, / y que al fin nos vamos a encontrar en lo más bello: / somos la esencia de lo que hemos elegido (…)”, dijo el poeta. Y ahora recuerdo a otro poeta: Víctor “Pajarito” Cuello hablando del fuego: “(…) de cualquier cosa deja cenizas y esa ceniza es la misma cosa, pero que vive de otra manera. Cada tanto ‘destruyo’ con fuego algo para poder conservarlo de verdad y en toda su magnitud. Mi ‘fuego’ a veces no necesita llamas. Mi silencio, mi perdón, mis lágrimas ‘queman’ eficazmente y dejan todo limpio y renacido de las cenizas”.
Hablo de sesión espiritista frente al fuego (y él, el mejor médium cuando en la casa reina el silencio, y hablo de presente aunque el invierno ya pasó, porque el fantasma de este momento vive cotidiano en la caverna de mi memoria): me quedo contemplando a conciencia al amigo. Dos hielos bailan sobre el vidrio, unos tragos de scotch caen desde la altura ideal, el fuego que aguarda en el vaso acaricia los elementos. Cómo pude vivir más de cincuenta años sin haber conocido la maravilla de la existencia de una estufa a leña. Cómo es que no sabía de tomar un trago de whisky frente a las llamas.
Soledad, fuego y whisky, los tres componentes fundamentales para que el hombre pueda encontrarse con sus abismos, sus patrias internas, sus almas, con todos los títeres que fue, pero que ya no será. Tragos cortos que habilitan la reflexión, la mirada, el calor, la memoria.
Camino hasta el ventanal del fondo, vuelvo al sillón. Inicio el trago con la mirada en la ceremonia. Una luz al frente de la casa, y una luz al fondo, para que quien necesite llegar hasta mi lugar en zona de chacras, lo haga. Son bienvenidos, me digo, los vivos y los muertos. Mejor los muertos, sus buenos fantasmas.
Miro el fuego, me voy de gira por memorias, propias y ajenas. El fuego, ¿por qué el fuego me nombra la cantidad de fantasmas que me acompaña? Nunca estoy solo. No viví solo en los departamentos alquilados en Buenos Aires, nunca viviría solo en Gualeguay. Mi fuego convoca fantasmas de vivos y muertos.
Hasta que encendí por primera vez la estufa no sabía de las bondades del fuego. Me hace ver, comprendo todavía más sobre esta vida cuando estoy frente a él. Puedo ver a mis muertos mejor iluminados por el fuego que vive en mi casa. Me ven cuando escribo, habitan los alrededores de la mesa, se detienen con la mirada sobre los cacharros de la cocina, escuchan mi blues, mi tango. Me digo que ellos, a su vez, ejercitan, saben de su memoria. Me verán en ella como yo los veo habitar la mía. Es que la noche, el fuego, esta fantástica soledad comunitaria, este trago corto de vida con dos hielos, me invita, me acompaña, y sí, por qué no, también me condena a saber a cada momento que se acerca la pérdida de todo lo recibido. La naturaleza da, y cobra en especias: sustancia y memoria.

Cuando retiro las cenizas de la estufa hago míos, otra vez, los tantos recuerdos consumidos en la noche, durante el pensamiento y el trago. Cuando junto las cenizas de la estufa en la lata de dulce de batata, mi urna funeraria, cuando suelto la lluvia de cenizas en el jardín, me hago yo mismo ceniza, memoria, para seguir estando, de otra manera, en la naturaleza, y en la naturaleza de la poesía. Lo dijo el otro poeta. Que hablen aquellos que saben del fuego.

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