Allá lejos y hace tiempo, en los finales de mi adolescencia, supe a
través de “El libro de los condenados” (1919) de Charles Hoy Fort -un escritor,
investigador y periodista norteamericano (1874-1932)-, que las lluvias no sólo
pueden contener agua. Fue a partir de esa lectura que empecé a prestarles
atención, al parecer las había de muy distintas sintonías.
Fort daba noticia de lluvias en diferentes ciudades del mundo donde
había caído agua con sorpresa, por ejemplo: lluvia de ranas en Birmingham, el
30 de junio de 1892. Lluvia de barro en Tasmania el 14 de noviembre de 1902. O
sea, lluvia de ranas, peces, y otras excentricidades a la hora de pensar en los
ingredientes que pueden “hacer” a una lluvia; también daba noticia de lluvias
de color rojo (Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819) y de otros colores que
ya no recuerdo. El tiempo pasa sin compasión. Pasó para Fort que, cuando yo lo
leía, hacía tantos años que ocupaba su tumba. También pasaron los años para mi
atención sobre la lluvia; tan aplicado fui que el primer libro que escribí se
llamó “Bitácora de lluvia”, publicado hace ya 20 años. Siempre volvemos a la
encrucijada blusera: el paso del tiempo: casi una salvajada diabólica. Recuerdo
que cuando cumplí 33, mi viejo me dijo que le parecía mentira: para él, ayer
mismo me habían llevado, recién nacido, a casa.
Allá lejos y hace tiempo, habitando la ciudad de Buenos Aires, y
habiendo incorporado a la lluvia como una de mis amigas, diría que transcurrí
mis días caminando en la lluvia, cuando esta era acariciadora: empezando por la
garúa de neto toque melanco, como la lluvia fina que le sigue en la escala de los
acentos en el universo de la saudade saludable, es decir, de una lluvia de melancolía
poética que es motor para los días en que no hay lluvia, días con poco espacio
para el maravilloso desbarranque de la memoria. Tuve lluvias amigas en las
mesas de café, en mis refugios en la gran ciudad: el Cao, el Margot, el lejano
México. Tuve lluvias en el cementerio de La Chacarita, porque uno también es
capaz de lloverse en todas las almas cuando se despide a un amigo. En esos días
no importa que haya sol, llueve. Tuve lluvias de amor, recuerdo la lluvia sobre
las chapas de las casas bajas que formaban el pulmón de la manzana: barrio de
San Cristóbal, segundo piso por escalera, y el chaperío semejando la
escenografía de una película serie B con paisaje lunar; recuerdo el film “El estado
de las cosas” del director alemán Wim Wenders, que trataba sobre esas películas
baratas y el amor. Tuve lluvias soñadas que se hicieron realidad, tengo otras
que todavía no llegaron, porque la lluvia es amiga, pero además amuleto de la
buena vida. Perdido aquel que no sepa de la lluvia, aquí en la tierra como en
el cielo, saber de la lluvia apuntala la más deseada de las eternidades. Y tuve
una última lluvia en mi Buenos Aires, en mi San Cristóbal que es parte del
abrazo de mi Boedo, decía, tuve una lluvia de final mientras embalaba mi vida,
mi historia, mi cercanía con tantos afectos, y rumbeaba con el mono para esta
ciudad de Gualeguay.
Suelo lunar de San Cristóbal. |
Desde que vivo en esta ciudad, debo decir que no he visto lluvias de
ranas ni de peces, y mucho menos una lluvia roja, a pesar de la cantidad de
gualeyos notables, creadores ellos, que supieron andar bien a la izquierda del
dial. Los peces en el Gualeguay; las ranas, su canto, que diría, semeja a la
lluvia, permanecen a los pies de la arboleda cercana: a sus pies las zanjas
necesarias; ranas que creo, sólo cuando perciben mi interés, mi pensamiento, se
acercan a esta, mi casa en la zona de chacras, la rodean, y cantan, y entonces
es como si lloviera sobre mi techo, que no está en la altura sino a mi
alrededor. Desde el jardín canta el ranerío, desde allí la plegaria que se
eleva al cielo, y entonces pienso en que el canto, este y todos, quizá no sea
más que una manera de evaporarse que tienen las almas. Lo mejor de nosotros tal
vez esté en el canto, en el sueño, en saber del valor de la oración a los
valores de la vida, y no a su negación. Las ranas cantarán por sus almas, yo no
canto, pero al menos intento la escritura.
Sobre mi techo de chapas las lluvias, en estos tres años de vida
gualeya, primero en la ciudad, calle Carmen Gadea, y ahora en la 115 sin
número, marcaron el tránsito de los días de mi vida como trabajador de la
cultura, y de mi vida en familia junto a mi compañera y mi hija. La lluvia ha
acompañado alegrías y tristezas, sueños y malos presagios. A veces agitada por
el viento leve, otras ganando de tal manera el paisaje sonoro que dificulta la
escucha de la palabra. Cuando llueve en la 115, hay una parte de mí que se
vuelca a la introspección, a la revisión del estado o la biografía, explico para
aquellos que viven sus vidas solo en facebú. Yo intento pensarme, encontrarme,
si es con lluvia en el techo de chapas, mejor, para saberme, para contarme y
hacerme memoria. La introspección es una manera de quererse, de pronunciar las
palabras otras, las que equilibran, esas que en el afuera son difíciles de
fundar, porque no hay tiempo, porque estamos ocupados en la carrera que marcan
las cosas que supuestamente sí importan en la historia. Hay mucha bulla en este
mundo, y no es porque la lluvia brame sobre las chapas que lo cubren, no, la
bulla la provocamos nosotros, repitiendo las mismas frases vacías que dijimos
ayer; creo que a todos nos cansa la repetición de nosotros mismos, nuestra
lluvia y bulla devaluada que termina en un “tal cual” más, en un “y sí”, en esas
preguntas que no precisan respuesta, por pavas y anodinas, dichas tan solo para
tapar los valores riesgosos del silencio donde sí se encuentra la verdadera
sustancia que nos forma. Hay que decir, no importa qué, pero digamos la primera
estupidés que nos venga en gana. Digo que hoy en todas las ciudades de este
mundo globalizado se habla mucho y para nada: al pedo, como decíamos en el
barrio; y en Gualeguay, esta lluvia es especialmente notoria, hay que llover en
palabras para mal mojar al prójimo.
Foto de Jorge Lupo. 2012. |
Sucedió antes de que comenzaran las lluvias que, con altas y bajas,
cayeron durante 20 días o más. Y desde aquel día, no hago más que pensar en lo
vivido. Era media mañana de un sábado. El sol había asomado en el jardín del
fondo. Atravesaba el espinillo y el jacarandá y llegaba hasta la galería. La
familia andaba de ronda mirando plantas en macetas, tomando envión para
adentrarse en el jardín que necesitaba atención. Tomábamos mate. Disfrutábamos
la mañana hasta que la lluvia detuvo el tiempo.
Un enigma. Pensé en la chapa desperezándose frente al sol, pero el
bostezo era excesivo. El sonido de la lluvia enigmática era el que portan los
chaparrones contundentes en la noche. Las mañanas en la zona de chacras son tan
silenciosas como las noches. Vi en un momento que la lluvia se corría hacia la
derecha, hasta el techo de la casa de Silvina, mi vecina, y entonces pude ver
el elemento constitutivo del fenómeno: unos 20 pájaros negros, esos que uno llama
tordos, los que alguna vez tuve a la mano en el bosquecito de La Caramba, la
casa amiga en Merlo, San Luis. ¿Había entonces una multitud de pájaros negros
haciendo la vida sobre la chapa negra de mi casa?, ¿cómo sería ver desde la
altura el paisaje del techo?, un mar negro en movimiento, el dios creador de la
lluvia.
Tuve un instante para imaginar a la manifestación a puro salto cortito,
saltos con finísimas uñas; una considerable cantidad de picos atraídos por
bichitos sorprendidos y basuritas sin para qué. Esa era mi nueva lluvia en la
mañana, la primera vez en mi vida que una lluvia de pájaros llegaba huella
adentro de mis almas. Llueve, me dije, y enseguida se hizo el silencio, y una
nube, porque la lluvia viene del mar, el río, el canto y la nube, de pájaros
negros convocó a los que llovían en el techo de Silvina, y partieron hasta los
árboles que acompañan la calle por la que ayer vi correr una liebre. Los
árboles tuvieron su gran cosecha de frutos negros, la lluvia era ahora a través
de la gritería alada. No sé el tiempo que los observé. Luego, la pincelada
negra sobre el verde, propio de la paleta de gamas bajas que usa mi viejo
cuando visita la casa del óleo, se perdió rumbo al este, quizá buscando
renovarse en el bosque del Parque Quintana, al lado del río.
Contaba lo visto a nuestra amiga Virginia, y se intrigó. ¿Eran cuervos?
No, tordos. Entonces me contó que había visto un documental sobre los cuervos.
Me dijo que eran muy inteligentes, y que por ejemplo, no se comían toda la
comida, que guardaban para después. Pensé en el poema “El cuervo” (1845) de
Edgar Allan Poe (1809-1849), su eterno e inteligente “nunca más” para el poeta
y su difunta Leonora. Después volví a los tordos, y me dije que la multitud
entrevista estaba guardando un poco de esta felicidad de vuelo en la mañana. ¿Cómo
si fueran cuervos? Creo que en realidad la intención de refugio de la
felicidad, que también es comida, la deben tener todos los pájaros desde el
primer canto o paseo. Tan distintos ellos a nosotros que vamos desgranando,
perdiendo la felicidad hallada en el fárrago espeso de los cotidianos más
insípidos.
Edgar Allan Poe |
Cuando la lluvia llega a mi casa en la zona de chacras durante el otoño
y el invierno, la acompaño con el fuego en el hogar y el trago corto,
reflexivo, de whisky con hielo. Entonces viajo hasta mis pasados, me lleva la
lluvia en todas sus sintonías. La de pájaros no la conocía. Sí estaba informado
de la lluvia que nace entre las hojas de la ampelopsis en diciembre, una música
que jamás olvidaré.
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