Hace unas semanas publiqué la nota “Puente a la vista”. En ella
planteaba que en esta vida que llevo en la zona de chacras gualeya, quedaba, de
cotidiano, muy a la vista, el puente principal que propone la naturaleza: el
que va de la vida a la muerte. La vida misma nos lleva hasta ese puente y
puerto. La vida y la muerte del ser vivo más pequeño queda a la vista en el
paisaje donde está mi casa, donde se desarrolla mi vida y la de mi familia. El
paisaje del puente, o desde el puente, se presenta en directo para todo aquel
que esté interesado en ver. Decía también que la muerte puede ser un motor
válido para la vida; el hecho de saber, de tener presente que en un mañana sin
dirección postal precisa, no vamos a estar sobre esta tierra, es toda una
invitación indeclinable, por lo tanto muy bueno sería que los habitantes de los
paisajes posibles: barrio, pueblo, chacra, ciudad, no dejaran la vida para
mañana, porque muy bien ese mañana, una de las mayores ficciones de la
inconsciencia cotidiana del hombre, puede no llegar nunca. ¿Entonces?, ¿cómo es
que podríamos encontrar otra sintonía de existencia?, pues, se me ocurre que
estando atento a los estímulos, al menos eso trato de hacer en mis días, y para
ello vivir siempre a consciencia despierta, libre de barullo, y practicando a
diario, esencial que esta práctica no se deje para mañana, el sincero ejercicio
de la memoria.
Desde que vivo en Gualeguay recibo de dos maneras los libros que
publican mis amigos. Reviví la poética del libro por correo, y mantengo un
tránsito amigo a través de mis viajeros, mis contactos con el afuera de la zona
de chacras. Sucedió que mi amigo Mario Bellocchio trajo hasta mi casa el libro
“Pequeñas muertes, provisorios olvidos” de mi amigo el poeta Rafael Vásquez.
Leí el libro en dos o tres felices sesiones frente al hogar. El fuego fue
compañía, también el silencio en la casa durante esa primera parte de la noche,
y unos cinco tragos de whisky con hielo por cada encuentro. Era cuestión de
saborear el paisaje, la presencia mediúmnica de las llamas, la palabra y el
trago corto, ese que tanto ayuda a la reflexión. En este paisaje, íntimo y
gualeyo, encontré, en el hacer de Rafael, sintonías cercanas a los temas
tratados, es decir, la vida, la muerte, los recuerdos, los amigos, la
conciencia: la eternidad limitada de los hombres. Porque todos nos sentimos,
alguna vez, inmortales; claro, después transcurren los días.
En una entrevista que le hice a Vásquez (1930) en
2011 a propósito de su libro anterior “Explicaciones y retratos”, decía: “Estoy
jugado por las cosas que he hecho y por el paso del tiempo, soy un hombre
viejo. Creo que sí, en este libro la muerte está mucho más presente, y en él se
entrecruzan los amigos muertos. Hay un poema ‘Disposiciones últimas’ que lo
encontré un poco duro, y si bien mi mujer, mis hijos, lo conocen, nunca quise
leerlo en público, pero en concreto ese es mi pedido, quiero que me cremen y
esparzan las cenizas en algún lugar donde hemos estado, basta un buen recuerdo.
No voy al cementerio, los afectos, los muertos familiares, los amigos, están en
mí, en los recuerdos, en lo que tengo, si fueron poetas, también en los libros.
No están en la tumba”.
Podría afirmarse que Rafael Vásquez ha ensayado
en sus dos últimos libros, sobre la vida, el tiempo y la muerte, sobre los
amores, los amigos, la memoria y el olvido. Luego de la lectura de “Pequeñas
muertes…” seguí el impulso: tratar de acercarme a su poética. Anoté como primer
apunte: sensibilidad y lucidez, tranquilidad y firmeza. Así transita su
trabajo, tanto en las ideas como en su concreción estética. El lector se queda
pensando luego de recorrer el universo propuesto, porque Vásquez tiene esa
manera cristalina de proponer temas y reflexiones; quizás este sea uno de los
mayores desafíos de la escritura, el encuentro con la palabra simple, la
herramienta que mejor visita las profundidades. El poeta juega una carta
fundacional cuando abre el libro con el notable poema “Duda”: ¿De dónde viene
ese rumor secreto / vestido de palabras? ¿De qué oculta / razón o sinsentido,
de qué infancia? / ¿Cómo fue que llegamos a entendernos / y a indagar la raíz
de la poesía? / Yo no lo sé. Todo es tal vez o acaso, / desde atrás del
recuerdo y la distancia, / desde el dolor y desde la alegría. / Lo cierto es que
aquí estoy entre papeles / y no sé a dónde voy. Porque la duda / pesa menos que
todo lo seguro. / Quiero abrir la sorpresa a la mañana / y cerrar la cortina de
la noche. / En el medio la voz, el tiempo justo / de que alguno se encuentre en
lo que digo. / Que dure lo que dure. Y que se entienda. / La pregunta más fiel,
no la respuesta. / No sé si es una búsqueda la mía / o un encuentro casual y lo
que ignoro / me impulsa a continuar: ésa es la vida”.
Rafael Vásquez |
Digo que Rafael Vásquez, como le sucede a todos
aquellos que llegaron al amor, escribe muchas veces borrando las fronteras de
sus queridas, la mujer y la palabra, ambas compañeras fieles, humanas,
verdaderas. Apenas doblando la esquina de la “Duda”, aparece el poema
siguiente: “Otra interrogación”: “Era el amor / que no se enseña ni se aprende.
/ El amor en la voz de algún poeta. / Y / la sombra de la muerte que venía /
también hecha misterio, necesaria. / Pero la muerte entonces era literatura. /
Después nos encontramos con el mundo: / su alrededor y el mío, / testigos y
partícipes. / Una historia de vida que se escribe. / ¿Qué me preguntarán? /
¿Cómo fue la razón por la que supe / tanteando otras palabras y las mías /
inventar el camino que nos une? / Parece simple. / Acaso no se entienda. / Así
nació mi amor por la palabra”.
Vásquez sigue el impulso, necesita volver a los
paisajes de ayer, lo prueba el poema “La casa de mi abuela”: “El patio y sus
canteros / ¿plantas o flores?, / las baldosas seguras después de la cancel / y
un triciclo tan fuerte que sabía / mandar los recorridos de la infancia en el
patio. / Macetones con flores, / algún perro en el fondo, / seguramente un
árbol. / La casa de mi abuela con un piano y dos tías / todavía solteras / para
cuidar ausencias primerizas / hasta el regreso de mi madre. / En las
fotografías / que nunca vuelvo a ver están los rostros / que la muerte dejó
para la pena. / Viejas anotaciones / o cartas / o recuerdos / dan ese tinte
sepia, borroso, del pasado. / Ya no quedan testigos / ni el lugar / y la sombra
/ me crece desde adentro como una despedida”.
El amor tiene varias sintonías, y el poeta las
frecuenta, aquí y allá sus palabras fundan el paisaje, como el poema “Fotos”,
quizás uno de esos poemas de amor dedicados a la compañera, que muchos
habitantes del mundo de la palabrería quisieran haber escrito: “Miro una serie
de viejas fotos de una nena. / Son pruebas de retratos, actitudes distintas y
sonrisas. / El fondo oscuro, algún objeto a mano, / una sombrilla, un libro, /
poses sencillas que el fotógrafo guiaba / para encontrar la toma exacta / que
complaciera a toda la familia. / Tiene cinco años esa nena. O cuatro. / Sólo
una vez reconozco sus rasgos, / apenas, / aquel gesto que durará en su cara /
para enamorarme. / Nada del futuro entonces / nada del misterio que hará venir
su vida / hasta mi encuentro. / Todavía / los años la embellecerían hasta la
madurez. / Pérdidas y ganancias, hijos, un nieto, / cuántas expectativas
imposibles de discernir. / Algo puede nublarse en mis ojos: / la culpa de no
hacerla más feliz”.
Los años pasaron, al poeta no hace falta que
nadie le avise que es un hombre mayor. Sabe entonces Rafael que implica un
riesgo andar por las grandes alturas de la vida, y entonces (esto ocurre en los
dos libros citados) asume los presentes sucesivos. No deja de agradecer la
felicidad en esta vida, aunque a la vez no deja de marcar los límites. Vásquez
dice con la tranquilidad de haber vivido a consciencia, la tranquilidad que da
el haber entendido de qué se trata la vida cuando se la acompaña con el pensamiento
y el compromiso con la escritura. Rafael está, sigue estando atento mientras,
por ejemplo, se despide/encuentra con tanto amigo poeta que ya no está, como es
el caso del poeta Roberto Santoro, desaparecido hace 35 años por la última
dictadura cívico/militar.
Cuando llegué al último poema del libro, me quedé
pensando, unos minutos de silencio conmigo mismo. Es de una gran ternura. Me
dije: ¡qué clara que la tiene!: “Telón”: “Será para cerrar estos poemas. /
Libro de despedida sin adioses. / Libro de la sorpresa y de la duda. /
Trascurrida la infancia / nunca supe llorar. / No hay lágrimas entonces / para
hacer este cómputo de ausencias / mezclada la amistad con la poesía. / La vida
que viví fue suficiente. / Lo que siga escribiendo / puede quedar inédito. No
soy indispensable. / Tengo que ir al final / para cerrar la puerta silenciosa /
según la vieja broma mil veces repetida: / ser el último / para apagar la luz”.
Anoto: correrse sobre su costado, saber y poder decir hasta acá; después de
este libro apago este costado de la luz, y esto no quiere decir que yo no siga
escribiendo, viviendo mi vida como siempre, como mejor la entendí.
Entiendo a Rafael, entenderlo me hace feliz, y en
esta felicidad nacida de hombre y palabra, entiendo aún más “Explicaciones y
retratos” y “Pequeñas muertes, provisorios olvidos”, los libros poema, los
libros ensayo, como final decidido en la continuidad del trabajo.
Me digo que Rafael Vásquez se hizo una escapadita
hasta esta zona de chacras gualeya, que estuvo frente al fuego, que pisó mi
ciudad de Gualeguay, que vino con ganas de cambiar figuritas desde el
pensamiento y la amistad, desde la duda que a cada paso nos alumbra el día,
para que no nos confiemos en que todas las cartas están establecidas. La poesía
de Vásquez sigue adelante, en estado de duda creativa, como debe ser, aunque
haya optado por el latido en la privacidad.
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