domingo, 2 de octubre de 2016

Omar Pérez recuerda...

Omar Pérez (1944) es habitante destacado del Gran Hotel Gualeguay, afirma: “El hotel se inauguró en 1972, estoy desde el principio. Me jubilé en 2009, pero sigo cubriendo algunos días. Soy amigo del dueño: Alfredo Cabrera, desde que éramos chicos. Él está desde 2001”. Omar me cuenta que el hotel tuvo varios dueños, y que se construyó pensando en la inminencia de los puentes de Zárate.
Para quien siempre ocupó el puesto de viajero, imagina la conserjería de un hotel como un territorio en el que pueden suceder hasta encuentros cercanos del tercer tipo. El hotel puede ser una puerta interesante por la cual asomarse al universo. Claro que hace falta el estado de atención y compromiso con la necesidad del viajero, claro que hace falta ser un hombre amigo de la palabra y siempre interesado en aprender, como Omar Pérez. Elige con cuidado las palabras con las que arma el relato, en su mirada se descubre el regreso, y el agradecimiento frente a determinados momentos vividos: “Es un trabajo que disfruté siempre, lo volvería a hacer. Como trabajo es educativo. Acá vienen médicos, abogados, ingenieros agrónomos, políticos, escritores, artistas, gente con un nivel de formación intelectual importante. Lo disfruté y lo disfruto. Cuando alguien llega a un pueblo, no pregunta quién es el intendente, pregunta por un buen lugar donde descansar, venga de paso, solo, o con su familia para una fiesta”.
Omar, el señor del hotel
Omar nombró “escritores”, pregunté. Dos notables habitaron el hotel. El primero en salir a escena fue Juan José Manauta: “El hotel era para Manauta su casa. En esta mesa, en este lugar donde estoy, se sentaba apenas llegaba. Me llamaba, o a Mario, mi compañero, y preguntaba: Che, qué pasa en el pueblo. Quería saber de su ciudad. Una vez llegó y le dije: sabe, murió una persona conocida suya; quién murió, preguntó; fulano de tal; che, cuántos años tenía; unos 92, contesté; dijo: Y bueno, ¿y a vos te parece que vivió poco? Se pedía un café, y ya lo venía a buscar algún conocido. Lo atendí varias veces, hacia el final de su vida vino más seguido. Era una satisfacción charlar con él. Me sentaba a su mesa, era muy amable en el trato. Don Omar, me decía. Su habitación era la 106. Yo había leído “Las tierras blancas”, así como también tenía “El informe de Brodie” de Jorge Luis Borges desde principios de los ‘60”.
Chacho Manauta
Aquí entró en escena alguien que no iba al hotel, que elegía ofrendar su casa y su conocimiento: “Me hacía de libros en la librería de Hartkopf, en mi casa paterna no había libros, sólo el diario y algunas revistas. Yo era cadete en la tienda La Pampa, tendría unos 14 años; cuando iba a La Perla para comprar sándwiches para los compañeros, me iba a la librería. Hartkopf me conocía, charlábamos y me recomendaba lecturas. Me enseñó sobre pintura, distintos pintores: Van Gogh, Gauguin, que no era poco para mí, eso me sirvió muchísimo. A veces iba con más tiempo, y había manuales: Velásquez y otros, el que más me interesó fue Gauguin. Después me hice socio de la biblioteca. Tuve la suerte siempre de estar cerca de gente educada. Por ejemplo, a través de la tienda yo trataba a Derlis Maddonni, su padre era el gerente. Yo lo veía, ya él se había ido a estudiar, pero venía siempre a Gualeguay”.
Me pregunto si alguna vez el librero de Gualeguay habrá charlado con estos escritores llegados al hotel, Chacho, el primero, Jorge Luis Borges, el segundo: “Borges venía a la ciudad para un homenaje a Mastronardi. En el auto de la Municipalidad, un Dodge color naranja que lo fue a buscar a Buenos Aires, viajaba el señor López, el chofer, y los doctores Freire y Beracochea. Esa tarde hubo una lluvia impresionante. Fue el 5 de julio de 1982. Lo llevaron a cenar en el Club Social, y luego lo trajeron al hotel. Se cortó la luz en toda la ciudad; habíamos preparado la suite 9 del 3° piso. Cuando la lluvia paró un poco llegó Borges con los doctores, serían las 21.30 hs. Me presentan y ellos se retiran. Le digo: Don Jorge, vamos a tener que ir por la escalera, no hay ascensores. Me contestó: No te hagas problemas, esta es una aventura más entre amigos. Subimos despacito y llegamos a la habitación. En cada piso había un sol de noche, y después nos arreglábamos con linterna. Abrí la habitación. Encendí la linterna de pie, me dijo: No te preocupés por la luz, lo que quisiera saber es la ubicación del baño y su distribución. Bastón en mano, fuimos al baño, y luego hacia la cama; cuando llegamos, me pidió que lo acompañara al baño otra vez. Se sacó la ropa, la colgué. Pensé que en la valijita tenía el pijama, me dijo que no usaba. Se acostó con calzoncillos blancos. Pidió que le dejara el bastón al lado de la cama; que dejara algo de abrigo, una manta; que cortara el teléfono; y que a la mañana lo despertara a las 8. Al otro día yo llevé “El informe de Brodie” para que me lo firme, era el único libro que tenía de él. Encontré a Borges sentado en la cama, afeitándose con una máquina Robson a pilas. Ya se había duchado. Me senté en la otra cama y charlamos. Me dijo que pensó que los militares habían tirado todos los ejemplares del “Informe…” al Riachuelo. Esa noche, antes de salir, me preguntó por las campanas de la iglesia. Le explique que el reloj había temporadas que funcionaba y otras que no. Dijo: Yo me acuerdo del reloj, ¿y las palmeras de la plaza? Le informé que quedaban pocas. Borges junto a Mastronardi se habían sentado en la plaza, incluso me preguntó por la vuelta del perro. Contó que había venido a Gualeguay 30 años antes. Estuvo dos noches. En esa mesa le di de desayunar. Lo ayudé a vestirse el día de la ceremonia en el cementerio. Lo peiné. Me preguntó: ¿Cómo quedé? Le dije que muy bien. Comentó: Pero tengo miedo, porque las voces que voy a escuchar no las conozco”.
Jorge Luis Borges
Omar guardaba algo en su memoria y preguntó: “En un momento le comenté que en el diario Clarín yo había leído, cuando el asesinato de Martin Luther King, que él había dicho que era una lástima que no hubieran matado a todos los negros. Me dijo: No, lo que le contesté al periodista fue que yo no lo conocía, me preguntó si yo conocía a Luther King, lo demás corre por cuenta del periodista”.
Omar también recuerda el paso de otro notable, esta vez director de cine y cantante: “A Leonardo Favio lo vi 3 veces durante varios años. La última vez lo vi mal, andaba con bastón. Habrá sido a finales de los 80. Había estado exiliado en Colombia. Me regaló el cd de “La abuelita Zenaida”, una canción popular que él grabó, algo poco conocido. Esa vez actuó en Sociedad Sportiva. Comió allá (Omar señala la mesa), en aquel rincón. Una vez vino a “Cantando en el Río”, el escenario se montaba sobre una balsa, fue entre fines de los 60 y principios de los 70”.
Omar recuerda viajeros: “Cacho Castaña vino varias veces, tenía un amigo en Gualeguay: Guelo Abraham; estuvo Bochini, Soledad, Joaquín Sabina estuvo 3 días en la 9 del 3°; Tarragó Ros, padre e hijo, el Chaqueño Palavecino, Pimpinela. No tuve problemas con ninguno, pero es gente que viene viajando o de reuniones, y quieren descansar, eso buscan antes de seguir. Y políticos: Alfonsín, el Chacho Jaroslavsky de paso para Victoria, él no cruzaba los cerros de noche”.
El conserje del Gran Hotel Gualeguay tiene escritos algunos relatos. Afirma haber leído mucho a Gabriel García Márquez, y está feliz con su biblioteca. Hoy le interesa mucho la figura del vicepresidente de Bolivia: Ávaro García Linera: “Me tiene fascinado, como me tenía fascinado Alfonsín, a él se lo pude decir”.
A continuación una anécdota de tinte ideológico, o no tanto, solo para sonreír al tiempo que se piensa en esos modos que a veces tiene la sociedad gualeya: “Un día voy a comprar al mercado El Sol. Estoy en la caja con una botella de Coca. Una persona que me había visto varias veces llevar en mi auto a Cachete González hasta la sodería de su amigo Armelín, allá por el molino, parece que me estaba observando muy bien. Cachete venía y me preguntaba si lo podía llevar; sí, cómo no, y lo llevaba. Bueno, este señor me dice: ¿y vos tomás Coca?; contesté: sí, a veces, o para los chicos; me dijo entonces: qué raro, porque vos sos amigo de Cachete. Pero mirá hasta dónde llegan las cuentas (se ríe)”.
Ante la irrupción de Cachete, que siempre anda de ronda por la ciudad/río, tuve intención de preguntar por él, pero Omar ya había viajado hasta otra imagen: “Cachete tenía tres salidas acá: a lo de Cacho Gálligo, a lo de Armelín, o a la casa de la hermana. Y pasaba por el Hogar Escuela. Te cuento, yo tenía un amigo cantante, el Toto Troncoso, que también trabajó en la tienda La Pampa. Una navidad nos habían invitado a lo de Felipe Heis, el director del coro San Gregorio Magno de la iglesia, entonces regresábamos el 26 como a las 6 y pico de la mañana caminando por calle San Antonio. Desde la Radio vemos a una persona golpeando la puerta del Hogar. Recién había salido el sol. Era Cachete que traía caramelos, turrones, golosinas para los chicos. Siempre lo recuerdo”.

Omar Pérez habla con tranquilidad, disfruta de cada relato, conserva en su memoria cantidad de detalles; es un observador atento y es, ante todo, un hombre feliz con su quehacer. Atesora sus historias, y las cuenta a todo aquel que tenga tiempo y ganas de saber de los días de ayer.

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