Una lechuza visita la cercanía de mi casa en la zona de chacras.
Silenciosa. Uno de los seres que gustan de andar en la noche. De mirada atenta,
fiel a su esencia. Hubo una primera vez: la descubrí sobre el poste desde donde
se sostiene la luz del alumbrado público. En la sombra. Presente y oculta,
respirando a conciencia. Después la vi sobre distintos postes del cerco sin
alambrado que marca el terreno de enfrente. La lechuza se hizo vecina. Cuando
no la veo, ella me avisa que está: un chistido, un grito de atención. Una
rajadura fina en el aroma de la noche. Sonido misterioso, una tela de araña
sonora que, digo, me invita a pensar, primero en que ella está ahí, y luego a
revisar otros pensamientos. Fue tiempo después que, una vez conocidos los
movimientos finales del día en la casa, se acercó y ocupó un lugar en la
columna central de las tres que se levantan al frente; columnas de cemento con
una base cuadrada en el extremo. Desde allí, la lechuza, observa la vida, y
piensa. La espié, la espío, desde la ventana del escritorio; miro por entre los
listones de la persiana, en los finales de labor. Ahí está, poco movimiento.
Repito: atenta, pensativa.
Estos días de Marzo son un tiempo con estados de ánimo cambiantes, con
lecturas diferentes, con pensamientos que piden su momento en la pista de la
mirada. Con recuerdos de lecturas, de voces, de testimonios cumpliendo con el
deber y el derecho de construir, de nutrir la memoria. En la relectura de “Las
flores del mal” (1857) de Charles Baudelaire, me encontré con una referencia a
las lechuzas. Desde la traducción de Ulyses Petit de Murat leo que ellas “meditan”,
leo: “(…) Sin moverse permanecen hasta la hora melancólica en que, empujando el
sol oblicuo se establezcan las tinieblas. // Su actitud enseña al sabio que es
necesario que tema en este mundo el tumulto y el movimiento; (…)”.
Anoche, antes de esta escritura, pasó la dama volando frente a mis ojos.
Estaba parado entre las columnas, mirando el cielo, las estrellas, la noche
amiga en la que, muchas veces, encuentro las señales necesarias para enfrentar
cada uno de los días. Volví de las estrellas, y seguí el vuelo de la lechuza.
Se izó hasta el poste de alumbrado de mayor altura con la gracia de una
pincelada lograda por la mano de un viejo pintor; de manera acariciante
transitaba en el aire, como si fuera una hoja cayendo hacia la tierra, pero a
la inversa, una hoja volviendo al árbol. El poste está a unos cincuenta metros
de la casa. La lechuza se posó en el techo de la noche del poste, acomodó su
plumaje, y me miró. Estoy seguro de que me preguntó: Y a vos, esta vez, qué te
pasa.
Es Marzo, le dije, me dije. En voz baja también le dije que necesitaba,
en esta noche, escribir qué me pasaba en este mes de Marzo de 2017.
Hace meses que trabajo en un proyecto de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos de Gualeguay. El desafío es dar forma y contenido a un libro.
El tema: la memoria, y en este caso, la memoria de un grupo de personas víctimas
del Terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico/militar. El libro
es una Memoria sobre hijos de la ciudad/río de Gualeguay. Entre estas víctimas
hay personas que no volvieron a sus casas y otras que sí pudieron hacerlo. Por
quienes no están habla la memoria de familiares, amigos, compañeros de
militancia; por aquellos que volvieron de las cárceles habla su propio relato
de vida. Mi trabajo consiste en recoger sus testimonios, en escucharlos, en
leerlos, en ver la cara de la víctima mientras habla, o en imaginarlas mientras
algunos me cuentan a través de la palabra escrita. Es a partir de esta
experiencia que siento el impulso de escribir en este mes de Marzo.
Horas de grabación, de charla en directo, de contacto con el horror, y
luego horas de desgrabación para volver al recuerdo, al relato. Hubo momentos,
días completos, en que quedé fuera de tiempo y espacio, colgado sobre algún
precipicio. Me ocurría que no podía, no puedo sacarme de la cabeza, que esas
barbaridades fueron cometidas por sujetos de la misma especie: hombres,
simplemente hombres capaces de comportamientos tan miserables. Y hombres siendo
parte de un plan ideado por hombres. Sé que esto es una obviedad: los asesinos
fueron hombres. Pienso, a partir de ellos, en la capacidad del hombre para
ejercer el mal.
Aquel Estado dejó de lado las leyes para fundarse en terrorista, para
nacer como Estado aniquilador frente a todo aquel que pensara distinto. Aniquilador
de los Derechos Humanos fundamentales. Y después la muerte, la figura dolorosa
del desaparecido, los mil horrores soportados en la tortura: en cárceles y
centros clandestinos de detención. Pienso en las fosas comunes, como las que vi
en mi adolescencia en documentales sobre el nazismo. Pienso en las ausencias:
sin tumba, sin nombre, sin cenizas, algo tan necesario, tan humano para
establecer el final. Pienso en estas historias salvajes. Este trabajo me llevó
al recuerdo de Dolores, la compañera del poeta Roberto Santoro, desaparecido
desde 1977. La conocí en casa de mi amigo y maestro, el poeta Hugo Ditaranto.
Ella iba, más de 30 años después, a entregarle a Ditaranto una carpeta que
Santoro había impreso con sus poemas. Santoro no llegó a armar la publicación.
Charlé con Dolores, y hace años escribí: “(…) Dolores
sigue volviendo a Roberto Santoro, sigue atenta desde el colectivo, sigue
recorriendo las veredas de la ciudad con la vista: ‘Por si lo veo’; sigue
deteniéndose cuando ve a algún marginado de esta sociedad tratando de hacer la
vida en la calle, sigue mirando cuando el porte sugiere que podría ser, por las
dudas, porque quizá, porque tal vez. Así manipula momentos la condición de
desaparecido, como escuché hace poco a una madre de Plaza de Mayo: ‘Sé lo que
es perder un hijo, pero no sé lo que es enterrarlo’. (…)”.
Entre las víctimas
del Terrorismo de Estado nacidas en la ciudad/río de Gualeguay hay
desaparecidos, hay asesinados, hay presos torturados. Trabajo sobre sus
historias de vida, sobre sus testimonios, y estos relatos, me llevaron a otras
lecturas, a revisitar películas. Porque venía informado sobre lo ocurrido en
este país, sabía muy bien qué había significado el Golpe de Estado del 24 de
marzo de 1976, como también sabía sobre lo ocurrido en 1955, cuando los tiempos
de la Fusiladora, o cuando en medio de la Revolución Argentina, el dictador
Onganía repartió palos en la universidad donde una juventud, como en muchas
partes del mundo, pedía por un mundo más justo. Estaba informado y de pie sobre
mi vereda: mis ideas, mi elección a conciencia: el lugar/alma desde donde miro
e intento entender el mundo. Y aun así, sabiendo, estando informado debido a mi
oficio de escritor y periodista, lo escuchado en los testimonios, no deja de
sorprenderme, de dolerme como si todo fuera una revelación.
No había leído el
libro “El vuelo” (1995) de Horacio Verbitsky. Lo leí en estos días. El marino
Scilingo arrojaba personas adormecidas al mar desde aviones de la Armada, los
famosos vuelos de la muerte. Pregunta el periodista:
“(…) —¿Los capellanes aprobaban el método?
—Sí. Después del primer vuelo, pese a todo lo que le estoy diciendo, me
costó a nivel personal aceptarlo. Al regreso, aunque fríamente pensara que
estaba bien, interiormente la realidad no era así. Creo que es un problema del
ser humano, si hubiese tenido que fusilar me hubiese sentido igual. No creo que
a ningún ser humano matar a otro le cause placer. Al día siguiente no me sentía
muy bien y estuve hablando con el capellán de la Escuela, que le encontró una
explicación cristiana al tema. No sé si me reconfortó, pero por lo menos me
hizo sentir mejor.
—¿Cuál fue la explicación cristiana?
—No me acuerdo bien, pero me hablaba de que era una muerte cristiana,
porque no sufrían, porque no era traumática, que había que eliminarlos, que la
guerra era la guerra, que incluso en la Biblia está prevista la eliminación del
yuyo del trigal. Me dio cierto apoyo. (…)”.
A esto me refiero. Por ejemplo: ver en el documental “Trelew” (2007) de
Mariana Arruti el testimonio del empleado de una funeraria. Había visto los
cuerpos de los 16 fusilados en la base Almirante Zar de la Armada, luego de la
fuga de la cárcel de Trelew (1972). El hombre recordó la imagen de una mujer.
Era Ana María Villarreal de Santucho, la compañera de Roberto Santucho, el
líder del ERP. Ana María embarazada de cinco meses con tres disparos en la
panza.
La lechuza me mira desde la altura del poste. Podría decirle que de
haberme encontrado la historia en aquellos años, yo podría haber sido un
desaparecido más. No hubiese empuñado un arma, más allá de que puedo entender esa
decisión en aquel marco histórico de lucha por una sociedad más justa.
Desaparecido por no comprar/aceptar todo lo que vende una sociedad con dueño. Elijo
escribirme para contarme que hay veces en que frente al relato me siento como
desfondado, indefenso frente a la bestialidad; hay momentos en que me gana la
tristeza, la negrura de un mundo, de una historia, que deja sin aire. En mi
posición de padre dentro de una sociedad con dueño, veo a mi hija, y entonces
pienso en todo el paisaje, el de ayer, el de hoy, y las almas se me parten y
duelen desde cada imagen, cada palabra. Pero después, en otros días, o en otras
partes de ese mismo día que pintaba de puro y absoluto horror, me gana un aroma
de calma que me lleva, que me permite ver que a toda noche sobreviene la luz, y
en este tema, el nacimiento de la luz me gusta designarlo con la palabra:
Memoria. Sólo la Memoria puede acorralar las miserias, sólo la Memoria puede
curar, puede fundar conciencia. Esa conciencia abierta, como herramienta vital en
manos de toda la gente, es la manera de conjurar las intenciones de los
miserables.
Escribo Marzo, quiero contar de mis miradas, de mis miedos y dolores.
Quiero festejar la Memoria que nos permite conocer lo ocurrido. “La verdad es
hija del tiempo”, así leo en el reloj de sol de la plaza Constitución. En
Gualeguay, la ciudad/río, desde donde intento la Vida y la Memoria.
Repito lo que te decia ayer-:todos los torturadores emanaban un aura de maldad que te estremecia como cuando soñas sobre algo que te da terror,terror que acelera el corazon y hace que te despiertes,solo que despertabamos y la maldad seguia estando alli. Tambien bajo las capuchas escuchabas a -"personas-" que tenian un muy alto indice de educacion y todo se volvia mas desesperante porque el pensamiento racional te gritaba-:-¿Si son tan cultos y educados no saben que esto esta mal-? Y me remito al tema de Leon Gieco -"Gente que avanza se puede matar,pero los pensamientos quedaran-"
ResponderEliminarSoy Teresa Catalina Regner,sin querer y como no entiendo mucho de esto salto la cuenta de mi hijo.
ResponderEliminar