Juan
Manuel Alfaro tenía una tinta más guardada entre sus almas. Lo sabía notable,
destacadísimo poeta entrerriano, padre de libros para la memoria: “La piedra
azul”, “Plena palabra”, “Las borrajas azules”, “Los teros de la gracia”; lo
sabía de ideas y pensamientos claros que iban desde la aldea hasta la América
Criolla, luego de la lectura de su ensayo: “El canto entero de Marcelino Román”;
pero no lo sabía cuentista. En un vuelo raudo por Gualeguay, me dejó alguno de
sus libros en el hotel. No pudimos vernos en persona. Entre ellos estaba la
reedición de “La dama con el unicornio” (Ediciones del Clé-2012). Desde la
biblioteca me hace compañía desde 2015; realicé el viaje de lectura hace un par
de meses. De manera inevitable, paso frente al estante, lo busco con la mirada,
veo el lomo, y pienso en el placer mayúsculo encontrado en su lectura. Sucedió entonces
que aparecieron estas ganas de invitar a su lectura, de avisar a los habitantes
de la ciudad/río de Gualeguay, que estas historias se ganan cada instante de la
lectura. Con este libro Alfaro obtuvo en 1998 el premio Fray Mocho. Aquel
jurado estuvo integrado por Lily Franco, Jorge B. Rivera e Isidoro Blaisten, un
señor escritor que supo tener en Boedo, mi barrio natal, una librería, a metros
de la encrucijada tanguera: San Juan y Boedo.
En
mi memoria guardo la sensación que me causó la lectura, cuando era un muchacho todavía
joven, del libro “Ojos de perro azul” de Gabriel García Márquez; por años
afirmé -esos absolutos nacidos en la alegría lectora-, y lo sigo haciendo,
porque eterna dura aquella felicidad, que era el mejor libro de cuentos que se
podía escribir; claro que después vinieron otros cuentos, como por ejemplo los
de Juan José Manauta, como por ejemplo “La dama con el unicornio” de Alfaro,
que es además gran poeta, y entonces se suma otra cuestión: no siempre ser buen
poeta asegura una prosa feliz; digo que no todos pudieron, y que Alfaro, sí.
Para
invitar a su lectura, elegí cuatro de las catorce puertas que abren hacia el
alto juego de las historias. Hace una punta de años que Alfaro vive en Paraná,
y hace toda una vida que lleva a Nogoyá entre sus tintas. La lectura es una
puerta feliz por dónde entrarle a la vida, entonces cuatro puertas, cuatro
inicios de cuento y memoria.
“La
cometa”: “Se ha levantado viento. Entonces me acuerdo del Pijirí trepado al
último gajo posible del más alto y más solitario eucalipto de mi pueblo, como
una cometa que, sorpresivamente, una ráfaga ha arrancado de las manos de un
niño enredándola, allá, en las ramas últimas y altísimas, y su camisa azul
parece temblar como el papel de una cometa, y se diría que va a desprenderse,
que ya va a soltarse porque un piolín tirante, desde abajo, quiere recuperarlo.
Pero él no está enredado y, ahora, se ha parado en el gajo y extiende los
brazos en cruz.
El
Pijirí es el ‘loco oficial’ del pueblo. El que va al frente de las procesiones
de la Virgen blandiendo, aparatosamente, un estandarte invisible; el que agita
una batuta ilusoria detrás del director de la banda municipal; el que encabeza
los desfiles, marcando el paso, como un verdadero soldado, y haciendo la venia
a todo el mundo, sin distinción de rangos; el que, no sabemos cómo, se entera,
puntualmente, de cada fiesta cívica, escolar o religiosa, y hace acto de
presencia, ya casi imprescindible acto de presencia; el que, también, algunas
veces, hace gestos infantilmente obscenos cuando alguien le guiña un ojo
señalándole una mujer; pero, sobre todas las cosas, el que, cuando sopla el
viento, se trepa al último gajo posible del cada vez más alto y más solitario
eucalipto de mi pueblo. (…)”.
Juan Manuel Alfaro |
“La
bicicleta de Emilce”: “Es posible, sí. Aunque ahora que lo pienso bien me
pregunto si son necesarias todas las respuestas, es decir si, en realidad,
queremos todas las respuestas; si las necesitamos o si es preferible, no sé,
dejar unos espacios –algo así como unos respiraderos- para que la vida suceda,
de vez en cuando, sin prestarse demasiada atención; para que la vida suceda no
tan visible y expectante, no tan expuesta; para sentirnos vivir, pienso, se me
ocurre, como si recién nos levantáramos en una mañana luminosa, en el campo,
hace muchos años… o como si, de golpe, abriéramos los ojos y estuviésemos en
una callecita remota que creíamos olvidada, y viniera desde allá, indefinible
todavía, pero presentidamente nítida; como si viniera, digo, aunque
aparentemente inmóvil, pero revelada ya, como una evanescente pintura
impresionista, en el sopor, en los espejismos de la siesta… de una siesta de
verano. Como si viniera, rítmica, delicada e inconfundiblemente rítmica,
pedaleando, como una música en bicicleta, Emilce. Como una melodía pedaleante
–si pudiera decirse así-, pedaleándonos a la bicicleta y a mí, a los dos, en
direcciones opuestas, hasta hacernos converger un instante… el instante preciso
en que pasaba enfrente de mi casa y mis ojos se anulaban en los suyos y la
infancia me salía a tropezones, desbaratando la pretendida pose adolescente, el
ademán ensayado, el gesto largamente practicado en el espejo. (…)”.
“El
regreso”: “Al final, siempre terminamos hablando de lo mismo. Cada vez que nos
reunimos, cada vez que un acontecimiento familiar nos reúne -¡es increíble como
la vida va espaciando los encuentros familiares!- terminamos hablando de lo
mismo. Es como si lo demás no le importara a nadie, aunque nos esforzamos en
mostrarnos interesados por la salud, el trabajo, los hijos de los otros. Nos
demoramos comentando el invierno, las heladas, la humedad insoportable, los
accidentes, los programas de televisión; criticamos al Gobierno, intercambiamos
muertos, paros cardíacos y recetas, y describimos fiestas y mostramos fotos
como medallas sin memoria, pero, en verdad, lo único que nos interesa es hablar
del regreso, lo único que, en realidad, nos reúne, es el regreso.
Todos
estamos pendientes de que alguien diga ‘la casa’, o cualquier otra cosa: ‘el
molino’, ‘el galpón’, ‘el tajamar’, ‘las parvas’, ‘los maizales’. Todos estamos
pendientes de que alguien diga algo que quiera decir ‘la casa’. Entonces, el
tema del regreso vuelve. (…)”.
“El
desierto”: “Cuando el tren bordeó la sombra de los álamos y atravesó el puente
con el mismo estrepitoso tableteo que, siendo niño, asociaba con las películas
de guerra, comenzaron a verse las luces del pueblo. Como entonces, en lo alto,
el solitario faro rojo de la fábrica.
Como
entonces, los mezquinos, ralos focos del suburbio. Como entonces, la estación,
los silos plomizos del molino, la placita con los mismos bancos y las mismas
luces mortecinas.
Y
luego el sonido aplastado de los pasos en la noche desierta, la calle larga,
generosamente iluminada, y torciendo hacia el sur otra calle, ya espaciada de
luces, ya en sombras, entre fríos ladridos y olor a frituras y, quizá, a
madreselvas.
Es
extraño cómo el pueblo resiste en algunos lugares. Es extraño volver en la
noche, una carta leída, la valija en la mano. Donde todo era simple, ahora
cuesta pisar. Donde todo era simple: el cuaderno de apuntes, la bolsita con
lápices, la escuadra, la goma, dos más dos son cuatro, cuatro y dos son seis,
las figuritas recortadas del Billiken, la Señorita América: ‘Hoy vamos a hacer
una descripción’, y colgaba del pizarrón una lámina del otoño, un otoño con
luces reflejándose en una calle mojada, una calle empedrada de una ciudad
desconocida. (…)”.
La
puerta feliz de cada lectura tiene bondades, por ejemplo: permite conocer otras
historias: los sucesos de otras vidas, ejercitar el pensamiento, aumentar el
vocabulario; la feliz lectura enseña a escuchar las distintas sintonías de las presencias
y maravillas de este mundo. Otra de sus bondades es el viaje en el tiempo a
través de la mirada que el lector realiza sobre su propia historia: un
recorrido por la memoria y las ideas. Pienso en mis barriletes o pandorgas, en
los personajes de cada pueblo, más o menos locos, más o menos posibles
personajes literarios; y pienso en la libertad del Pijirí, esa que a veces nos
falta, para un día dejarnos remontar hasta lo más alto de nuestra historia
chiquita de pueblo, de barrio. Hace una semana escribía sobre ciertas imágenes
de mi infancia y entre las palabras aparecía Patricia, hermosa, delicada, una
compañerita; hasta ella volví sobre la bicicleta de Emilce. Porque creo, en
definitiva, siempre se trata de dibujar el regreso, los distintos regresos.
Regresar: ¿a dónde? Como sucede siempre: a los buenos momentos, a las buenas
presencias. Llegar otra vez hasta las mesas de café que compartí en Buenos
Aires con mis maestros: el poeta Hugo Ditaranto, el novelista Gabriel
Montergous. Volver a mi Martín Coronado de infancia; o hasta mi barrio de Boedo
donde terminó de fundarse mi identidad. De regreso al día en que nació Julia,
mi hija. Y en este desafío de regresar a las buenas, pero también a las malas,
entran a jugar los caminos, las sintonías, que uno elige para ausentarse del
presente, de la escena fresca del cotidiano, para así sumergirse en las
profundidades del relato, del sucedido de ayer. Existe siempre la semilla, el
movimiento de fundación de cada memoria, siempre está el rudimento, la
sustancia primera en la bondad del descorche del pasado, y sobre este paisaje
se aplica, de manera inevitable, la necesaria ronda y selección de detalles. La
memoria se abre como la flor y en ella se nutre el relato, pero también a esta
memoria se le agregan pétalos y colores. Es cuando fundamos la novela propia,
nuestra literatura de vida, aquella que se apoya en palabras dichas en tal
escenario, y que además abreva en la imaginación feliz. Cómo, o mejor, por qué
resistirse a componer una música mejor, más sustanciosa: una mejor literatura.
Sucede esto de manera consciente, sí, a veces; pero en la mayoría de los
convites juega la libertad natural, y la necesidad de los hombres de contar
historias para así poder contarnos.
Pienso
en que todos hacemos literatura con nuestros recuerdos, claro que no todos
escribimos de manera maravillosa, como sucede cada vez que se va de viaje el
poeta y cuentista: Juan Manuel Alfaro.
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