domingo, 3 de diciembre de 2017

Jacarandá en el viento

El viento funda memorias, me dije mientras caminaba hacia mi casa en la zona de chacras gualeya. Al mismo tiempo, que esta magia realiza, su presencia es una invitación a bajarnos del oleaje que, día a día, nos lleva, con distintas intensidades, por entre los relatos de la vida.
Me bajé entonces de la relativa intensidad del regreso a casa. Es el viento que avisa que la familia espera. Es día tranquilo para saber del viento. Recordé al grande de Bob Dylan y su “Soplando en el viento” con tantas preguntas: “La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento, / La respuesta está soplando en el viento”.
Dentro del viento: el sonido producido por mi andar sobre una tierra mezclada con canto rodado: una posible forma de la eternidad se encuentra en la piedra; escribió el poeta Ricardo Maldonado en “El mundo me da una piedra” (Canción o barbarie, 1988): “(…) La piedra tiene el pasado / como flor sin florecer; / la piedra sube al futuro / como libro sin leer. (…) // La piedra se vuelve pluma, / libertad y cascabel, / la mano juegue otro brillo, / tenga el pecho otro nivel”. En el viento, dentro de su buen fantasma, pienso una vez más en una imagen recurrente: un canto rodado como achatada herramienta de perdurar: la reencarnación a la que aspira todo relato, toda historia, lanzada por la mano del hombre sobre el transcurrir del río del tiempo. En cada rebote y encuentro: una historia que vuelve al presente. Digo además que la piedra, antes de rozar la superficie del río, marca besana sobre el ropaje del viento.
La calle: la 117, me llevaba chacra adentro: me invitaba a recordar en una tranquila, elegida, lentitud.
Es que hay magias en el viento que circula en la chacra gualeya, viento que trae, amiga, abraza, en distintas sintonías, pistas y señales; apariciones que, engañosamente, hablan de un solo mundo, y no, no es solo uno, en todo caso, como escribió Paul Éluard, poeta francés: “Hay otros mundos, pero están en éste”; recordé la cita famosa y transitada hace unas semanas, a partir de cierta inquietud aparecida en algunas fotos tomadas por el fotógrafo gualeyo: Fernando Sturzenegger. Y ahora vuelvo a la cita, quizá traída por el mismísimo viento, porque -para explicar esto que señalo: viento, otros mundos, aparición y engaño- se anuda a una observación hecha por Evangelina, mi compañera, hace unos días. Estábamos contemplando el jardín del fondo de la casa, cuando en el terreno siguiente aparecieron -se agregaron al paisaje- cuatro vacas silenciosas que buscaron entrar a su laborar simple: el logro del sustento. Rápido fue descubierta la novedad por los perros de nuestra vecina Silvina, y salieron raudos con ladrido presto. En la carrera atravesaron el cerco de plantas: achiras, jazmín amarillo, y hacia el fondo, achiras, jazmín amarillo más jazmín chino, gladiolos, y un duraznero. Tres perros lanzados a la carrera -como si salieran a defender la patria amenazada por cantidad de buitres salvajes- cruzaron a nuestro terreno; aparecieron desde la izquierda. Hubo una especie de pequeña explosión en altos decibeles en verde, como si el espacio/tiempo se rompiera en la cerca, y entonces, los tres perros “hubieran pasado” a otra realidad. Evangelina dijo: “Parece que entraran desde otra dimensión”, y era así, me dije, mientras en ese día también reparaba en que soplaba el viento, y en el mismo llegaban marcas entrevistas durante la vida: lecturas, películas, sueños que, efectivamente, señalaban la posibilidad mágica en la procedencia de los tres perros: llegaban desde la dimensión absoluta de la naturaleza originaria, la misma que hoy levanta la voz de atención en tantos lugares del mundo -este sí, uno solo, el de la infamante destrucción de la vida.
Caminaba entonces por la 117, apenas había dejado atrás la presencia del Hospital, y el viento me sugería imágenes recientes que mañana, o mejor, que ya eran memorias, y ellas sumadas a las memorias de tantos ayeres lejanos; momentos todos que uno espera, la presencia de cada relato, lleguen a ser canto rodado, al menos para que reboten algunas veces sobre el personalísimo río del tiempo que todos llevamos dentro; ese río que nos guía, que nos sostiene mientras deshojamos la eternidad limitada que es toda vida. Ese río nuestro es afluente del río del tiempo humano. Nuestra función vital en los días es volcar, contar, dar, historias a la memoria.
La poeta Tuky Carboni me decía hace unos días lo difícil que era hacer poesía partiendo de elementos del cotidiano. Ella recordaba a, por ejemplo, Pablo Neruda y ponía de ejemplo: una cebolla; y cosa extraña, me quedé en mi interior con la imagen de una cebolla. Una amiga de Tuky que estaba presente hizo referencia -detalle obligado cuando de cebolla se habla- a la separación de las capas sucesivas. Desde ese momento pienso en la cebolla, y en nuestra manera de ir desvistiendo la vida, sí, claro, como si de indefensa cebolla se tratara, para encontrarnos en el centro del último pliegue; me dije: una plegaria al misterio, el abrazo decisivo que puede fundar la nada o la memoria. De estas señales hablo, una manera de transitar a través de nuestra eternidad limitada. Y después, claro, siempre es posible escuchar en el viento.
Al parecer el viento y otras vueltas argumentales que hablan de lo mismo, condicionan un tanto mi regreso a casa. Hay vientos constantes durante toda escritura. Venía entonces por la 117 cuando el viento me trajo un recuerdo, una imagen, también reciente, y sin embargo, con un pasado de maravilla, rico en presencias y vidas.
Una historia previa. Cuando habitamos la casa de la zona de chacras, empezamos a acomodar la jardinería: arbolitos al frente: ligustros disciplinados, y en ellos nunca me gustó su nombre, ese gusto a una velocidad que condena, y hubo el tiempo para las espinas de la Santa Rita, para cuidar el espinillo adulto que venía con el dibujo del terreno, y hubo el tiempo de decir: “Quiero plantar un jacarandá”, pensé: “Si voy a plantar un árbol, que sea hermoso, imponente: un amigo jacarandá”. En el centro del terreno este pequeñito fue apaleado por el primer invierno, y entonces quedó como detenido en el tiempo; diría que, quizá, se detuvo a pensar en qué es lo que debería hacer: seguir o desistir, que a cualquiera le pasa, y más a un árbol, yo lo desconocía, que es sinónimo de pensamiento y conocimiento. Dijo: “Sigo”, y entonces, desde la base, como debe ser, propuso continuar con el proyecto de la vida, y tomó impulso para crecer.
El viento me acercaba en el paso a paso sobre la 117 la memoria, el recuerdo, la imagen en libertad del jacarandá joven, a esta altura, todo un personaje dentro de mi escritura: está dentro de la búsqueda poética, está dentro de la novela que avanza, está dentro de estas notas o crónicas que trabajo para el diario de cada domingo; recuerdo ahora una línea dicha por el grande Federico García Lorca sobre los personajes de sus poemas: “Todas las personas de mis poemas han sido”. Mi jacarandá joven “es”, y mañana “habrá sido”, y me digo ahora que anoto, y me decía mientras caminaba hacia casa, justo cuando el viento me trajo su imagen: que “era”, y que se “daba en la magia” porque por primera vez: había florecido. Caminaba pensando en las flores del jacarandá: que lila, que violeta delicado, que no me esperaba flores ya porque al fin de a poco estaba creciendo y eso era lo importante; pensaba en la presencia de los jacarandá gigantes de Plaza Constitución, y pensé hasta dónde vería crecer al amigo que se funda en el fondo de mi casa, y de mi alma, tan cerca del espinillo, y entonces, digo, qué tanto tenemos de delicados y cuánto de rústicos, qué tanto anhelamos la flor, qué tanto somos de andar maniobrando o sembrando espinas, que de perfecto nadie, todos en el equipo de hacer lo que podemos, y que cuanto mejor podamos será mayor beneficio para la vida de todos, y nunca de unos pocos. Un jacarandá es toda la buena gente de una aldea, una provincia, un país, una región; recuerdo unas líneas del escritor correntino Guillermo A. Wiede (1939-2012), autor de “Jinetes de nombre muerto” (1988) y “El Palacio de Septiembre” (1998). En este último título anota: “(…) Hasta el año anterior casi no había reparado en el jacarandá; pero en la primavera de 1955 su floración de octubre me produjo un efecto imborrable; era el árbol único de nuestro patio y constituía por sí solo un jardín entero; sus flores lilas, campanillas, ínfimos cálices perfectos de opalina estaban al mismo tiempo en el árbol y a sus pies; repetían en el suelo la brillante corona de la copa como si cada flor caída fuese reemplazada, instantáneamente, por otra idéntica, renaciendo sin pausa. (…)”. Wiede habla del patio del famoso colegio de Concepción del Uruguay, el jacarandá como símbolo de la sabiduría, y el jacarandá como imagen perfecta del universo -hecho de la vida y de la muerte- de los seres humanos. Un universo solo sostenible desde la conciencia plena sobre cuáles son las verdaderas necesidades del hombre. Mientras el viento me traía las alegrías de mi jacarandá, aproveché también para imaginar nuestra historia como hombres que, además de bajarse de la velocidad, atender al paisaje y la memoria, abandonen su calidad de espectadores/compradores que los lleva a no ver si el hermano o el vecino tiene hambre. Habría que aferrarse a la memoria, tener presente de dónde venimos, quiénes los abuelos, cuáles sus oficios, quiénes los padres, cuidar las señales/historias del esfuerzo, las primeras piedras fundamentales que se pierden en manos de la velocidad de la compra que parece regalar el sistema (se aclara que todo se paga); el mandato: no recordemos, nada para el pasado, que solo importe lo acumulable a futuro, luego no importa la memoria ni el paisaje; cuando son estas las llaves necesarias para preservarnos en la maravilla de la naturaleza, y en la justicia y la verdad entre los hombres.
El viento que corría por la 117 también me habló de mis ganas de ser ceniza entre las raíces del jacarandá. Para despertar entre la niebla de una renovada mañana de febrero, una señal que prueba la existencia de otro mundo, pero que está, como aseguró Éluard, en éste; de la misma manera como está el mundo para todos contando su verdad en el mundo para unos pocos. En el viento, además, también viajan los buenos sueños, esos a los que tampoco se renuncia.

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