El
viento funda memorias, me dije mientras caminaba hacia mi casa en la zona de
chacras gualeya. Al mismo tiempo, que esta magia realiza, su presencia es una
invitación a bajarnos del oleaje que, día a día, nos lleva, con distintas
intensidades, por entre los relatos de la vida.
Me
bajé entonces de la relativa intensidad del regreso a casa. Es el viento que
avisa que la familia espera. Es día tranquilo para saber del viento. Recordé al
grande de Bob Dylan y su “Soplando en el viento” con tantas preguntas: “La
respuesta, mi amigo, está soplando en el viento, / La respuesta está soplando
en el viento”.
Dentro
del viento: el sonido producido por mi andar sobre una tierra mezclada con
canto rodado: una posible forma de la eternidad se encuentra en la piedra;
escribió el poeta Ricardo Maldonado en “El mundo me da una piedra” (Canción o
barbarie, 1988): “(…) La piedra tiene el pasado / como flor sin florecer; / la
piedra sube al futuro / como libro sin leer. (…) // La piedra se vuelve pluma,
/ libertad y cascabel, / la mano juegue otro brillo, / tenga el pecho otro
nivel”. En el viento, dentro de su buen fantasma, pienso una vez más en una
imagen recurrente: un canto rodado como achatada herramienta de perdurar: la reencarnación
a la que aspira todo relato, toda historia, lanzada por la mano del hombre
sobre el transcurrir del río del tiempo. En cada rebote y encuentro: una
historia que vuelve al presente. Digo además que la piedra, antes de rozar la
superficie del río, marca besana sobre el ropaje del viento.
La
calle: la 117, me llevaba chacra adentro: me invitaba a recordar en una tranquila,
elegida, lentitud.
Es
que hay magias en el viento que circula en la chacra gualeya, viento que trae,
amiga, abraza, en distintas sintonías, pistas y señales; apariciones que,
engañosamente, hablan de un solo mundo, y no, no es solo uno, en todo caso,
como escribió Paul Éluard, poeta francés: “Hay otros mundos, pero están en éste”;
recordé la cita famosa y transitada hace unas semanas, a partir de cierta
inquietud aparecida en algunas fotos tomadas por el fotógrafo gualeyo: Fernando
Sturzenegger. Y ahora vuelvo a la cita, quizá traída por el mismísimo viento,
porque -para explicar esto que señalo: viento, otros mundos, aparición y engaño-
se anuda a una observación hecha por Evangelina, mi compañera, hace unos días.
Estábamos contemplando el jardín del fondo de la casa, cuando en el terreno
siguiente aparecieron -se agregaron al paisaje- cuatro vacas silenciosas que
buscaron entrar a su laborar simple: el logro del sustento. Rápido fue
descubierta la novedad por los perros de nuestra vecina Silvina, y salieron
raudos con ladrido presto. En la carrera atravesaron el cerco de plantas:
achiras, jazmín amarillo, y hacia el fondo, achiras, jazmín amarillo más jazmín
chino, gladiolos, y un duraznero. Tres perros lanzados a la carrera -como si
salieran a defender la patria amenazada por cantidad de buitres salvajes-
cruzaron a nuestro terreno; aparecieron desde la izquierda. Hubo una especie de
pequeña explosión en altos decibeles en verde, como si el espacio/tiempo se
rompiera en la cerca, y entonces, los tres perros “hubieran pasado” a otra
realidad. Evangelina dijo: “Parece que entraran desde otra dimensión”, y era
así, me dije, mientras en ese día también reparaba en que soplaba el viento, y
en el mismo llegaban marcas entrevistas durante la vida: lecturas, películas,
sueños que, efectivamente, señalaban la posibilidad mágica en la procedencia de
los tres perros: llegaban desde la dimensión absoluta de la naturaleza
originaria, la misma que hoy levanta la voz de atención en tantos lugares del
mundo -este sí, uno solo, el de la infamante destrucción de la vida.
Caminaba
entonces por la 117, apenas había dejado atrás la presencia del Hospital, y el
viento me sugería imágenes recientes que mañana, o mejor, que ya eran memorias,
y ellas sumadas a las memorias de tantos ayeres lejanos; momentos todos que uno
espera, la presencia de cada relato, lleguen a ser canto rodado, al menos para
que reboten algunas veces sobre el personalísimo río del tiempo que todos
llevamos dentro; ese río que nos guía, que nos sostiene mientras deshojamos la
eternidad limitada que es toda vida. Ese río nuestro es afluente del río del
tiempo humano. Nuestra función vital en los días es volcar, contar, dar,
historias a la memoria.
La
poeta Tuky Carboni me decía hace unos días lo difícil que era hacer poesía
partiendo de elementos del cotidiano. Ella recordaba a, por ejemplo, Pablo
Neruda y ponía de ejemplo: una cebolla; y cosa extraña, me quedé en mi interior
con la imagen de una cebolla. Una amiga de Tuky que estaba presente hizo
referencia -detalle obligado cuando de cebolla se habla- a la separación de las
capas sucesivas. Desde ese momento pienso en la cebolla, y en nuestra manera de
ir desvistiendo la vida, sí, claro, como si de indefensa cebolla se tratara,
para encontrarnos en el centro del último pliegue; me dije: una plegaria al
misterio, el abrazo decisivo que puede fundar la nada o la memoria. De estas
señales hablo, una manera de transitar a través de nuestra eternidad limitada.
Y después, claro, siempre es posible escuchar en el viento.
Al
parecer el viento y otras vueltas argumentales que hablan de lo mismo, condicionan
un tanto mi regreso a casa. Hay vientos constantes durante toda escritura. Venía
entonces por la 117 cuando el viento me trajo un recuerdo, una imagen, también
reciente, y sin embargo, con un pasado de maravilla, rico en presencias y
vidas.
Una
historia previa. Cuando habitamos la casa de la zona de chacras, empezamos a
acomodar la jardinería: arbolitos al frente: ligustros disciplinados, y en
ellos nunca me gustó su nombre, ese gusto a una velocidad que condena, y hubo
el tiempo para las espinas de la Santa Rita, para cuidar el espinillo adulto
que venía con el dibujo del terreno, y hubo el tiempo de decir: “Quiero plantar
un jacarandá”, pensé: “Si voy a plantar un árbol, que sea hermoso, imponente:
un amigo jacarandá”. En el centro del terreno este pequeñito fue apaleado por
el primer invierno, y entonces quedó como detenido en el tiempo; diría que,
quizá, se detuvo a pensar en qué es lo que debería hacer: seguir o desistir,
que a cualquiera le pasa, y más a un árbol, yo lo desconocía, que es sinónimo de
pensamiento y conocimiento. Dijo: “Sigo”, y entonces, desde la base, como debe
ser, propuso continuar con el proyecto de la vida, y tomó impulso para crecer.
El
viento me acercaba en el paso a paso sobre la 117 la memoria, el recuerdo, la
imagen en libertad del jacarandá joven, a esta altura, todo un personaje dentro
de mi escritura: está dentro de la búsqueda poética, está dentro de la novela
que avanza, está dentro de estas notas o crónicas que trabajo para el diario de
cada domingo; recuerdo ahora una línea dicha por el grande Federico García
Lorca sobre los personajes de sus poemas: “Todas las personas de mis poemas han
sido”. Mi jacarandá joven “es”, y mañana “habrá sido”, y me digo ahora que
anoto, y me decía mientras caminaba hacia casa, justo cuando el viento me trajo
su imagen: que “era”, y que se “daba en la magia” porque por primera vez: había
florecido. Caminaba pensando en las flores del jacarandá: que lila, que violeta
delicado, que no me esperaba flores ya porque al fin de a poco estaba creciendo
y eso era lo importante; pensaba en la presencia de los jacarandá gigantes de
Plaza Constitución, y pensé hasta dónde vería crecer al amigo que se funda en
el fondo de mi casa, y de mi alma, tan cerca del espinillo, y entonces, digo,
qué tanto tenemos de delicados y cuánto de rústicos, qué tanto anhelamos la
flor, qué tanto somos de andar maniobrando o sembrando espinas, que de perfecto
nadie, todos en el equipo de hacer lo que podemos, y que cuanto mejor podamos será
mayor beneficio para la vida de todos, y nunca de unos pocos. Un jacarandá es
toda la buena gente de una aldea, una provincia, un país, una región; recuerdo
unas líneas del escritor correntino Guillermo A. Wiede (1939-2012), autor de “Jinetes
de nombre muerto” (1988) y “El Palacio de Septiembre” (1998). En este último
título anota: “(…) Hasta el año anterior casi no había reparado en el
jacarandá; pero en la primavera de 1955 su floración de octubre me produjo un
efecto imborrable; era el árbol único de nuestro patio y constituía por sí solo
un jardín entero; sus flores lilas, campanillas, ínfimos cálices perfectos de
opalina estaban al mismo tiempo en el árbol y a sus pies; repetían en el suelo
la brillante corona de la copa como si cada flor caída fuese reemplazada,
instantáneamente, por otra idéntica, renaciendo sin pausa. (…)”. Wiede habla
del patio del famoso colegio de Concepción del Uruguay, el jacarandá como
símbolo de la sabiduría, y el jacarandá como imagen perfecta del universo -hecho
de la vida y de la muerte- de los seres humanos. Un universo solo sostenible
desde la conciencia plena sobre cuáles son las verdaderas necesidades del
hombre. Mientras el viento me traía las alegrías de mi jacarandá, aproveché
también para imaginar nuestra historia como hombres que, además de bajarse de
la velocidad, atender al paisaje y la memoria, abandonen su calidad de
espectadores/compradores que los lleva a no ver si el hermano o el vecino tiene
hambre. Habría que aferrarse a la memoria, tener presente de dónde venimos,
quiénes los abuelos, cuáles sus oficios, quiénes los padres, cuidar las señales/historias
del esfuerzo, las primeras piedras fundamentales que se pierden en manos de la
velocidad de la compra que parece regalar el sistema (se aclara que todo se
paga); el mandato: no recordemos, nada para el pasado, que solo importe lo
acumulable a futuro, luego no importa la memoria ni el paisaje; cuando son
estas las llaves necesarias para preservarnos en la maravilla de la naturaleza,
y en la justicia y la verdad entre los hombres.
El
viento que corría por la 117 también me habló de mis ganas de ser ceniza entre
las raíces del jacarandá. Para despertar entre la niebla de una renovada mañana
de febrero, una señal que prueba la existencia de otro mundo, pero que está,
como aseguró Éluard, en éste; de la misma manera como está el mundo para todos contando
su verdad en el mundo para unos pocos. En el viento, además, también viajan los
buenos sueños, esos a los que tampoco se renuncia.
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