domingo, 4 de febrero de 2018

Las cuerdas del aire

En la chacra gualeya, cuando llega el final de un día de verano, cuando a la luz se le empiezan a dibujar los bostezos, cuando la copa tiembla en sus manos, y la materia vuelve al estado sólido, al cuerpo que tenía en la madrugada, entre sombra, silencio y rocío, es ahí, en ese preciso momento que, sentado en la galería del fondo de esta casa, agradezco la aparición del pensamiento, y junto con él, la llegada de las estrellas, y de la multitud de los habitantes de la noche. Porque cuando el día de verano bosteza y se encamina a vestir su tumba en la noche, aparece la vida de los hacedores de este maravilloso estado de gracia y penumbra. Cuando un día de verano bosteza con música de final, es el único momento en que puedo festejar la susodicha estación. Porque intento mirar, y veo, y luego, pienso en medio de uno de los mejores verbos para conjugar en la ciudad/río de Gualeguay: me digo: “yo fresqueo”, y entonces aparecen algunas memorias, alguna idea perdida o mordida por una mirada, por una manera de seguir vivo, de seguir participando a conciencia despierta, esa manera de andar que recomendaba el grande hombre José Saramago.
Hay noches con presencia de los típicos bichitos de luz entre las plantas bajas del jardín. Llevan ellos un vuelo sostenido pero errático, con avances y retrocesos, como si los guiara el miedo o la duda, una duda poco creativa, diría que un tanto creída, pedante, y por lo tanto, una duda cómoda, acomodada, una que no agita el alma del verdadero “dudante” y su motor de dudar, el cuore. Los bichitos de luz parecen almas errantes de seres humanos, fantasmas mínimos nacidos de hombres que al morir poca pista tenían de su identidad. Los bichitos de luz quedan un tanto a merced del viento, un poco para allá, otro tanto en contrario, para nada más acomodar la luz de cada uno de los sueños que se apagaron en la vida, y que se siguen apagando en la muerte.
Desde hace varias noches reparo en la presencia de los tucos, en su vuelo. Los tucos no se dejan ver todas las noches: puede haber bichitos de luz y ellos dan su presente, puede no haber lucecitas en el jardín, y ellos, los tucos, los que llevan una luz de porte generoso, pueden estar; y es entonces que me di cuenta de que ellos siempre están, más allá de la posibilidad de verlos. Hay una conciencia en el vuelo del tuco, hay un saber que les llega desde la mismísima naturaleza, un misterio que los habilita a respirar y, cuando están de humor, a señalar con su luz, el lugar exacto donde cuelgan las cuerdas que sostienen el aire. Un tuco no vuela en línea recta, no vuela de manera sostenida, vuela, o mejor, simplemente se desliza sobre cada una de las cuerdas que están tendidas en el aire, que son el aire, como si se tratara de guirnaldas o lucecitas festivas; un tuco vuela comprendiendo que el vuelo es, ante todo, un acto de fe en la naturaleza, y un ejercicio respiratorio. El tuco inspira y se lanza sobre la pureza del tendido de las cuerdas del aire, inspira y es impulso; y suelta el aire mientras toma la comba de la cuerda; el tuco vuela de esa manera porque sabe de la respiración del aire en la naturaleza, de la misma manera que un escritor debe comprender que toda escritura es un misterio que mucho tiene que ver con la respiración. El tuco es quien ilumina el andamiaje del aire, lo muestra para quien lo quiera ver: cuerdas, combas, hilos de rocío, hilos de silencio, hilos de la tela que teje la araña, la multitud de pasos de los cascarudos de cuerno curvo contando la cantidad de almas que se esconden, cada noche, bajo el pasto en esta chacra gualeya. Todo se ilumina, se ve, se piensa, gracias al vuelo, visible o no, de los tucos, que se deslizan a mayor altura; se los ve llegar, se los ve pasar, queda claro, son almas que tienen identidad, y un propósito de vuelo.
Pienso en la realidad de la poética construcción del aire, lo dicho, que enseña para quien quiera ver: el tuco con su vuelo sobre la gran pizarra del cielo, que no es más que aire puro que queda un tanto más alto. El tuco, aquí la razón primera, hace visible la necesaria limpieza del aire para que todo nuestro universo, y en él todas las criaturas: desde el hombre cotidiano hasta el último y más cansado de los tucos, siga rodando entre las espiraladas esperanzas siderales. El tuco señala el aire, y este aire es agua, alimento y tierra, y muchas otras sintonías que habitan, que “hacen” la vida dentro del misterioso equilibrio de la naturaleza.
Sucede luego de contemplar una simple señal de la naturaleza -un trago generoso de amable vino tinto en la noche- que la posible poética de la observación y el sueño, me lleva, de a poco, hasta la razón que con mayor profundidad debería estar arraigada sobre la faz de esta tierra; hablo del bien de la vida, y de la calidad de esa vida, de ese bien. Y entonces la música cierta de la poética me habla del aire otro, el que profana la muerte que nace entre las manos de los hombres codiciosos.
Digo que el buen destino entre los hombres comenzó a nublarse de malicia cuando se dio que un primer hombre se quedó con el pan que bien podía comer el otro, su hermano. Dos y tres panes, el sustento, luego dos o tres monedas, la riqueza mayor en que se funda el cultivo salvaje del capital. Bien sabe el gualeyo del aire otro, el sucio, el nacido del interés y la explotación de los famosos “recursos” materiales y humanos. El desfile de botas blancas sobre las bicicletas hacia cada turno marca la supuesta bondad de determinadas presencias y permisos. Bien lo sabe el gualeyo. Hasta este cronista en la chacra, cuando el viento sopla desde coordenadas precisas, sabe llegar el aire ganado de podredumbre, las miasmas que a diario soportan los vecinos de la empresa en la que, como bien ya sabe Julia, mi hija de 6 años, hay señores a los que no le importa la gente ni el paisaje; sólo hasta la ganancia llega el compromiso moral por el metálico destino que sueñan como grandeza. Hay que entender que el olor ya es agresión, esto dicho para los que defienden la dudosa verdad de un olor no contaminante. Y hasta esta línea llega el ejemplo, que no es el único; y válido es para cualquier lugar de nuestro país, tierra donde ha crecido, y solo por hacer corta la cuenta, durante los últimos 40 años (alabado sean los fomentos recibidos de manos de los dictadores, del miserable de Anillaco, o de la posverdad amarilla) un tipo de empresario sin límites que sabe que la fantochada de los controles es controlable, comprable, y que todo el sistema valida la rapiña monetaria. Desde hace unos 40 años se viene estableciendo este tipo de empresariado, esta casta de hombres miserables que solo piensan en el lucro sin reglas, o solo admitiendo las que se originan dentro de los horrores del mercado. El único derrame posible será la miseria y la destrucción del medioambiente.
Hace días que pienso en los cóndores muertos en Mendoza, cóndores y un puma, y todo animal que se sustente desde el equilibrio de la naturaleza. Ahí la foto, la información: el mismo veneno que se llevó a los cóndores, habitantes ellos del buen aire que tiende y se tensa entre las cuerdas que iluminan los tucos, es el que se robó a Rocío, la nena de 12 años que comió una mandarina envenenada en Corrientes, y a no esquivar el hecho de que Rocío era otra criatura del aire, del aire feliz que alguien se robó y que todo pibe debería conocer en el territorio de la infancia. Tierra arrasada, glifosato, agrotóxicos y tantos otros nuevos nombres para la Parca: veneno para las criaturas porque alguien hace negocios salvajes.
Resistencia, resisto desde mi orilla, desde donde la mirada no ve a las víctimas, los pobres, como si fueran una pincelada de color en un cuadro de malentendido costumbrismo; no escribo fotos incoloras, inodoras e insípidas para retratar el pintoresco arte de sufrir. Nos están matando. La timba que mueve la conveniencia de los habilitados: es el nuevo dios.
Desde mi orilla pienso, y busco las palabras y las miradas de los creadores. Me refugio, me pienso ahora en la escritura del poeta Ricardo Maldonado, desde su libro “La perdiz que mató Monsanto” (2015), elijo su poema “Fumigando”: “Un eclipse, una ola fatídica, / una respiración de la hora suspendida, / un regreso del orín del diablo en plena primavera, / una noticia de fatalidad que a poco se anima. // Un casamiento malogrado del hombre con la tierra, / una lenta veladura del pobre gaucho / pasado a cuarto oscuro; jinete caído, / paisaje en seguro sillón de ruedas. // El pensamiento seco por el dinero / no ve más allá que Nidera. // A la guitarra que tan lindo sonaba / se le cortó la cuerda aparcera de la voz, / y ahora el silencio observa: / la media faz del hemipléjico, / la media faz de la manzana podrida; la media faz de la sociedad mezquina. // La pantalla multicolor se quedó en blanco y negro. // Y ese olor, como una transpiración de mala época, / neutraliza lo que se mueve y avanza impune”.
La mirada y la palabra del artista plástico Maxi Crespo, que actualmente trabaja en una serie titulada: “Regando Glifosato” refleja lo siguiente: “La serie nace a través de mis incursiones de pesca deportiva. La pesca que hago consiste en pesca y devolución, se devuelve al medio ambiente, no se pesca para sobrevivir. Esta actividad me lleva a una sensación de tristeza, porque voy habitualmente a lugares donde había peces y naturaleza, y antes o después de una siembra, empiezan a regar con glifosato y otros venenos, ya sea para matar los árboles y después desmontarlos, o como dicen ellos, para “depurar” la tierra de todos los bichos. Todo ese veneno que queda sobre los árboles y la tierra, cuando llueve, se lava en parte, cae en los arroyos y envenena a los peces. A partir de todo esto, de la tristeza que tenía, causada por la muerte que uno ve en la naturaleza, empecé a trasladar esas sensaciones, no en dibujos, sino en colores. Lo llevo a colores porque cuando un campo no está regado con glifosato los colores se presentan, como deben ser, naturales: el amarillo es amarillo; después del veneno, el paisaje cambia: el amarillo es otro, es fluorescente; lo que predomina en el monte cuando pasa el veneno es el blanco, no sé porqué el árbol queda blanco, y el paisaje pasa a ser totalmente desolador, ya no hay pájaros o los ves muertos. Es lo que interpreto a través del color. En la serie predomina el blanco reflejando un paisaje fantasmal, pájaros y árboles de pie, muertos, y también el amarillo, que aparece antes de que todo quede blanco: el pasto primero es amarillo, luego blanco; el azul y el verde que aparece en los cuadros tiene que ver con los colores de los tachos en los que viene el veneno”.
Obras de la serie Regando Glifosato de Maxi Crespo
Se trata de defender la orilla donde nos paramos con compromiso; eso sí, para hacerlo hay que “ser” en la orilla. Y hay sólo dos: resistencia o complicidad, tuco o bichito de luz, ser solidario o desentenderse, estar con la vida o con la muerte.

1 comentario:

  1. Es un textopoetico como todolo qe escribe Edgardo. Pero a la vez un cachetazo para todos. Hace mas de diez años un hombre tucu solito wl denunciaba al flifosato a Monasanto y todos lo creimos loco y otros peligroso y le quitaron su programa en radio Nacional. Se llama Jorge Rulli. Gracias Lois y pintor y poeta amigo por esta nota

    ResponderEliminar