Hacía
cinco años que no caminaba, con tranquilidad, tiempo y mirada atenta, por la
Avenida Corrientes de mi ciudad natal: Buenos Aires. Hace cinco años que camino
por las calles de mi nuevo lugar en el mundo: la ciudad/río de Gualeguay. Momento
de la vida: estar lejos y estar cerca de los paisajes donde respira nuestra
gente querida, nuestra historia. Fueron apenas tres días. Volví y estuve cerca
de Buenos Aires. Falté y estuve lejos de Gualeguay. Un puñado de sensaciones,
extrañezas, pensamientos: una vida entre las dos ciudades, entre los vaivenes
del tiempo y la memoria.
Llegó
el momento de mirar desde el interior del auto que partía, que iniciaba
travesía en la chacra gualeya. La tarea primera fue ir reconstruyendo mis almas
dentro del oleaje del tiempo: hechas pedazo con el llanto de Julia, mi hija,
que pedía que papá no se fuera. Mis almas al fin se acomodaron en el paisaje de
la ruta, y espiaron los posibles encuentros dentro de la próxima fractura
espacio/temporal. El viaje había sido parido.
Foto de Eduardo Noriega |
Volver
a la casa paterna, volver a la charla con mis viejos, con mi hermano, sentados en
órbita a la mesa de superficie roja, la mesa donde se apoyó la infancia. El cuadro,
un paisaje, pintado por mi abuelo paterno: Julio Martín, sigue mirando desde una
pared; también cuelga en el comedor el cuadro del indio a caballo que mi viejo pintara
en días de juventud. Acompañan a ambos cuadros, varios trabajos actuales,
dibujos notables de mi hermano. Pasado y presente. Ya no están Batuque y Garúa,
personas caninas (así llama Saramago a los perros) tan queridas, pero Trueno
mira atento desde el patio. Pasado y presente. Volví a mirar por las ventanas
de ayer, a lavarme las manos en la
pileta de la cocina; volví a bajar el escalón que lleva del comedor a la
cocina, ubicada un paso más cerca del centro de la tierra. Volví a la pieza
donde dormí hasta que fue el tiempo de salir de casa. Hace ya una eternidad.
Recorrer la casa de infancia, transitar el patio, llegar hasta el taller de
costura de mi vieja, hasta el taller de pintura de mi viejo. Escuchar por la
radio un partido de fútbol con mi viejo. Compartir el sueño en la noche, bajo
el mismo techo. Pasado y presente. Ver las fotos de Julia y mamá Evangelina, mi
compañera; verme en fotos con mi hija y mi familia en la casa de Martín
Coronado, fotos pegadas a la heladera. Pasado y presente. Volver a escuchar la
huella del tiempo en el paso del tren, porque las vías del ferrocarril Urquiza,
por donde tanto entrerriano llegó a intentar la vida dentro del buche de la
gran ciudad, están a un puñado de metros de la casa. El sonido, nacido con el
paso del tren, fue parte de mi canción de cuna. El tren trae y lleva recuerdos.
Una vez, desde la puerta de la casa, Julia era mucho más chica, le señalé, vio,
el tren. Lo escuchó. Pasado y presente.
Foto de Evangelina Gálligo |
A
bordo del tren del tiempo, y dentro de un vagón, a primera hora de la tarde del
día siguiente, inicié el regreso a la hoy Ciudad Autónoma. Por la ventanilla
pude reconocer varias señales del ayer; hubo cambios, pero no tantos; es
sabido, los cambios pierden aceleración cuando se pasa de Capital a Provincia,
y todavía más cuando se pasa de “La cabeza de Goliat” (un recuerdo para
Ezequiel Martínez Estrada) hacia las provincias. Pude ver árboles, y el verde
que, de manera inmediata, me llevaba a asomarme a la chacra gualeya, donde la
vida se vive de otra manera, con cierta sana lentitud.
El
tren subterráneo corría confiado bajo Avenida Corrientes. Tenía tiempo, recién
a las 16 hs. me encontraba con el amigo poeta Rafael Vásquez en un café sobre
Avenida de Mayo. Decidí entonces hacer pie a tierra, desde “El túnel del
tiempo” (serie que miraba de pibe), en la estación Callao. Trabajé en un
comercio en el hall de esa estación, luego de salir de la colimba; desde ese
lugar me corrió el gas lacrimógeno de la represión de la dictadura a los
trabajadores; el gral. Galtieri dio la orden, el mismo señor que el pueblo apaleado
victoreó, días después, por haber recuperado las Islas Malvinas. Aquel día salí
a la esquina de Callao y Corrientes para ver cómo la gente se encaminaba a
Plaza de Mayo. Los argentinos necesitan héroes, y bien lo saben los dictadores.
Caminé por el hall, día feriado, poca gente. Traté de imaginarme dentro del
local que ya no existe. Con lentitud subí las escaleras y me encontré en Buenos
Aires. Siempre digo que vine de Callao y Corrientes a la chacra gualeya, casi sin
escalas.
Parado
en la esquina busqué confirmar la existencia del bar La Academia. Vive. Comencé
a caminar, despacio, por Corrientes. Lugares que reconocía, otros que no.
Lugares en donde todavía me veía, donde podía recordar y decir, como Raúl
González Tuñón: estuve, estuve. Fue imposible verme en los restos del café La
Paz, al que ya era difícil identificar luego de la remodelación e inundación de
luces dicroicas; ahora luce, además, un kiosco en la ochava, donde estaba su
puerta principal. Hoy se entra por el costado del kiosco.
Mientras
caminaba sobre la vereda de la sombra, pensaba en cuántas personas me
recordarían. Aun sabiendo de las bondades de la memoria, insistía en silencio:
cuántos amigos de saludo sincero, cuántas las personas que quisiera volver a
ver. Además, pensaba que, a estas alturas, habría que practicar con acierto el
análisis de los escombros para bien identificar. Fuera de la humorada ácida,
seguía en mi camino por una Corrientes que no terminaba de convencerme, de
pedirme que otra vez le hablara de mi amor por ella. Otro, alguna de mis almas,
había vivido en ella. Caminé por Florida, luego por Diagonal Norte, llegué a
Plaza de Mayo. Sabía de las diferentes opiniones nacidas a partir de su
remodelación; hice la cuenta: el gobierno se identifica con lo que ayer, el hoy
presidente llamó “el curro de los derechos humanos”, y ante semejante simplismo
desvergonzado, pensé en lo poco que falta para marzo 24. Claro que no imaginaba
la plaza devastada por un nuevo bombardeo. Digo, las ideas, la historia se
repite sobre el monumento al encuentro con el otro. Sentí el impulso de entrar
a la Catedral, no para decirle a Dios que estaba arrepentido de tanto pecado
ideológico, sino para pararme, un minuto, en silencio, frente al lugar donde
descansan los restos del general San Martín. Dentro de la Catedral, igual me
sucedió caminando por Corrientes y por Florida (plena de arbolitos ofreciendo
“cambio”), tuve la sensación de ser uno de los pocos turistas que sabía de
nuestra manera de hablar.
Sobre
Avenida de Mayo vi una imagen que retrata los tiempos. Un hombre escorado, que
seguramente ocupaba hasta hacía un momento silla y mesa en la vereda del café
London City, le hacía señas confusas a un mozo, de disfraz impecable, que lo
miraba con asco. El hombre borracho tiró la caja de vino casi vacía a la calle.
El mozo, ¿transitaría el mal o el bien?: la complicidad con la orden recibida,
su disfrute, desalojar “el vago”, uno más de los tantos señalados hoy; o sufrir
el momento, espantaba a la persona o perdía su trabajo. El eterno retorno:
pobre contra pobre.
Fue
una alegría mayúscula volver a charlar con el poeta Rafael Vásquez, que tiene
la edad de mi viejo. Habían pasado cinco años. Otra vez a cambiar nuestras
figuritas preferidas: la escritura, la amistad, la memoria, las ganas, siempre,
de seguir escribiendo. Desde el abrazo con Rafael volví al subterráneo. En la
línea A ya no están los vagones viejos, esos que se abrían a mano, los de
interior pleno de madera y barniz. Desde la estación Primera Junta caminé dos
cuadras hasta la casa de mi amigo Marcelo Caballero, con una vida orbitando el
mundo del libro en sus varias sintonías. No nos veíamos desde su visita a
Gualeguay en 2014. De su casa partí en bondi hacia el refugio de calle
Somellera de Virginia Ameztoy y Mario Bellocchio. Compartimos cena en el barrio
de Boedo, y desde su casa partí, con los últimos 3 números del periódico “Desde
Boedo”, que cumplió 16 años de vida: una historia que acompaño, cada mes, con
mi escritura. El amigo gualeyo Ezequiel Calá vino a sacarme de mi regreso a
Buenos Aires, para emprender el regreso a la ciudad/río de Gualeguay. Quizá la
vida sea una sumatoria de regresos. Otra vez cerca de mis amores y de mis
afectos en este paisaje.
Luego
del regreso a la familia, a la chacra gualeya, seguía pensando en las personas
que de
manera sincera recuerdo, y que quisiera ver otra vez, y seguía pensando en
quiénes podían recordarme. Me decía que tal vez la cuestión no era más que un
exceso propio de un trabajador de la memoria. Así como pregunto, me pregunto. Y
la vida, que tiene zonas maravillosas, me dio una señal, un pequeño relato que
bien encajaba en la cuestión. Desde el ciberespacio aparecieron las líneas de
Facundo, como me dice: “más conocido como el panadero de 24 de noviembre e Independencia”.
Desde su cuenta en fb, Facundo me decía: “Pasando revista a la biblioteca me
encontré con ‘Miradas escritas al acrílico’. Volví a releer algunas de sus notas
y se me dio por buscarte y agradecerte nuevamente por el libro... ¡buenos
saludos, che!”. El libro es de 2006; viví algunos años a media cuadra de la
panadería Biagio. Recordé que mantuve charlas con Facundo, hablábamos de
libros, nos recomendábamos lecturas, el famoso cambio de figuritas que se da
cuando coincide la sintonía. Le obsequié el libro. Debería volver a una charla
con Facundo. A cuántas personas yo mismo no podría volver a saludar de
encontrármelas caminando por Corrientes. La alegría, el premio de este
recuerdo, el valor de este premio a la escritura, tuvo una felicidad mayor; el
Fernando de hoy escribe: “Es una alegría que te acuerdes, che; algunas charlas
al paso tuvimos sobre el rioba o algún libro que en común hemos leído; es bueno
saber que hay gente que siente felicidad por lo afectivo y no tanto por lo
material. Escuchaba al loco Ricardo Iorio, cantante de Almafuerte, en una
entrevista y dijo esto: ‘Elevar la calidad de vida no es tener más dinero o
poseer muchos bienes materiales, elevar la calidad de vida es tener una vida
con la conciencia tranquila’”.
Foto de Evangelina Gálligo |
En
la mágica retorta donde se cocina el tiempo y los lugares, los relatos de las
personas que alumbran los días de la vida, transcurren como si de río se
tratara; los “sucedidos”, diría el amigo Deolindo Romero, son la sustancia de
fundación para todas las memorias. Una memoria es un lugar a habitar cada vez
que se descorcha la botella del genio fantástico que casi todo lo puede.
Descorcho la memoria de mi Boedo y San Cristóbal, de mi Buenos Aires; descorcho
la memoria reciente en la ciudad/río. Primero soy memoria, luego vivo, intento,
busco la felicidad mientras defiendo mis patrias internas, mis elecciones.
“Soy” en cada regreso.
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