domingo, 29 de julio de 2018

Mastronardi y la ficción del amor

El amigable ambiente de la vieja casona de calle Belgrano, el refugio de Elsa Serur y Eise Osman, siempre me pareció un paisaje perfecto para recibir la visita de un fantasma. Mucha madera en la casa, muebles de película, cuadros en las paredes (Cachete González, Antonio Castro), y libros, muchos libros; es el libro una herramienta mediúmnica fundamental para el contacto con los vivos y los muertos. Y a la hora de pensar en un fantasma, qué mejor que el aparecido haya sido el buen fantasma del poeta Carlos Mastronardi, que habitara durante algo más de un año en la casa junto a los Osman. Me digo: a Elsa Serur pudo haberle sucedido el encuentro, casi me inclino a que el encuentro y la charla con el fantasma fue verdad; o bien pudo ella, teniendo perfecto registro del aroma que amanece cada vez en la casa, imaginar que el poeta regresaba, y entonces todo el relato sigue siendo verdad verdadera por esencia, respeto y cariño al poeta, y porque solo de esta manera la escritora pudo consignar de forma feliz la visita dentro de su libro: “Diálogos con Carlos Mastronardi” (Universidad Nacional del Litoral, 2009).
Elsa abre el juego: “En una tarde desapacible del otoño del 76 –cuando su viaje a Buenos Aires, por razones de salud, era inminente-, don Carlos Mastronardi me entregó un sobre abierto, con una nota en su interior, en la que me autorizaba a disponer de sus pertenencias literarias, y un paquete cerrado, mientras decía, no sin tristeza en la voz: ‘Le dejo estos recuerdos. Confío en usted’.
Con acongojado respeto los guardé.
Eise y yo sabíamos que no podría regresar. Creo que él también lo intuía. En silenciosa complicidad nos miramos los tres.
Pasó mucho tiempo sin que nos atreviésemos abrir el manojo de papeles que el poeta dejó en mis manos pocos días antes de morir.
Con el transcurso del tiempo, decidimos conocer el secreto que guardaba aquel misterioso envoltorio. Nos encontramos con dos rollos de hojas sujetadas por una piola, algunas de ellas manuscritas y otras escritas a máquina; y en la parte superior de cada una la letra ‘B’, envueltas cuidadosamente en un papel donde se leía: ‘BORGES’ (es un ensayo inédito sobre su amigo). Y, además, dos sobres muy bien atados. Uno con hilo sisal, que decía: ‘cartas, familia, amigos’ y, otro, con una cinta color rosa y un gran título en letras de imprenta: ‘EROS FLUMINENSIS’. (…) Desatamos el moño color rosa y nos encontramos con cartas escritas por sus mujeres amadas (Haydée, Laura Verget, Maruja, Eduarda Beracochea y Valentina), y otras de puño y letra del poeta.  (…)”.
Las cartas de enamorada de Haydée, durante 1924, llegaban a Buenos Aires desde Gualeguay. Las de Laura Verget, entre 1931 y 1932, también desde la ciudad/río. Eran cartas simples, la voz de dos muchachitas que creían en un primer y eterno amor. Pero Mastronardi trabajaba la distancia; exigía, celaba, sospechaba, prometía, pero siempre a distancia, sin ensuciarse demasiado. Anota Elsa: “El poeta sostuvo toda su vida que un artista no debía casarse”. Al parecer, el tablero seguro de sus movimientos tembló un tanto debido a su interés por Maruja, escritora y profesora universitaria de La Plata. Él tenía interés, pero ella no tanto; ella le ganó de mano y puso distancia a su pretensión. Dice Elsa: “Fue una relación de iguales a nivel intelectual, que transcurrió durante los años 1936 al 1937”.
Entra en escena la siguiente enamorada: “(…) No podemos precisar en qué fecha comenzó a festejar a Eduarda Beracochea, su compañera de toda la vida, a quien le dedica ‘Luz de provincia’. Los dos eran de Gualeguay y pertenecían al mismo grupo de vecinos. Además Eduarda estaba emparentada con su gran amigo, el poeta Juan L. Ortiz. Era tía del escritor Roberto Beracochea, a quien en su juventud Mastronardi frecuentaba y, en su momento, fue favorable para el acercamiento de la pareja”. Pero sí consigna Elsa que las cartas de Eduarda se dan mientras él intenta llegar hasta Maruja.
Elsa Serur
Continúa Elsa: “(…) Ella sabía, conocía las debilidades de su compañero y sin embargo continuaba aceptándolo cada vez que él regresaba a la casa que tenían en común, luego de una aventura amorosa, que a veces duraba años, como la que mantuvo con Valentina, con quien se fue a vivir a un departamento céntrico (en Buenos Aires) y luego a Brasil. Eduarda continuó esperando su regreso y contestando con amabilidad las cartas que el poeta le enviaba –en tono amistoso-, donde solía interesarse por su salud. A veces, en las de ella, encontramos cierta amargura contenida. Nunca interrumpieron la amistad epistolar”.
Eduarda al fin se fue a vivir con él a Buenos Aires, pero debido a la salud de su padre, Mastronardi regresa a Gualeguay. Entonces las cartas de amor de Eduarda que antes viajaban desde Gualeguay, llegaron después desde Buenos Aires. El poeta, al parecer, siempre tenía a mano la posibilidad de la distancia. Eduarda regresa a la aldea natal en 1949. Pero Mastronardi se va a vivir con Valentina, una historia que llega hasta 1967. En el 53 se va a vivir a Río. Cuenta Elsa: “Valentina era una mujer bonita y muy culta. Él solía decir en su vejez que había tenido una amiga brasilera con la que había aprendido mucho de Hegel.
Eise, entonces, le decía: ‘¡Hegel y algo más, don Carlos!’.
‘-¡Por supuesto, por supuesto, amigo Osman!’ –respondía con picardía.
Fue una relación apasionada e intelectual. Donde concurrieron la razón y la pasión en un encuentro único, aunque Mastronardi nunca abandonó a Eduarda”.
El libro de Elsa Serur parece una película de misterio, un ensayo, una novela asombrosa, pero armada de hechos y desesperaciones reales, desesperadamente humanas, y en la desesperación siempre hay lugar para las sintonías de cierta locura; es decir, ninguna novedad en el terreno donde los hombres tratan de escribir la novela propia, esa que hable de la ficción del amor en cada uno. El libro se torna apasionante y triste, por un lado, pero también con situaciones que bien podrían encajar en un plan de acción tramado con frialdad. Me digo que este paisaje tanto se parece al tránsito de los hombres por la vida: haciendo lo que pueden. Mastronardi planeaba, puede ser, pero ¿hasta dónde no era imposibilidad?, ¿alcanzaba con repetir que había nacido artista?, quién sabe. El trabajo de Elsa Serur es inteligente; el relato es el encuentro con el fantasma del poeta, quien durante esa noche relee las cartas que recibió en el pasado. No sé cuánto hay de ficción en los diálogos, mucho ha hablado Elsa en su casa con el poeta; se apoya además la autora en pasajes del excelente “Memorias de un provinciano” (1967), un puñado de poemas, y las cartas de las enamoradas; por momentos las pienso como víctimas de la víctima.
Carlos Mastronardi
De las cartas señalo este fragmento de Maruja, un par por quien se interesó, pero la que también hubiese sido devorada por alguna distancia a la mano: “(…) Dentro de media hora parto para Roma, de allí seguiré al norte de Italia, luego a Francia. Le escribiré desde otra parte del mundo. Tan ausente como ésta. Y a mi regreso mil cosas tendré para contar o para callar. Todo es lo mismo. La belleza aturde, espanta. Es el sentido de la perfección eterna que nos muestra irremediablemente imperfectos”.
En una carta después del final, Valentina hace una enumeración: “Momentos que recuerdo: Cuando te hablaba y, dormido, te dabas vuelta y me pasabas el brazo por la cintura. / Cuando por la mañana nos despertábamos juntos y, sin apuro, conversábamos acostados, yo con la cabeza en tu hombro. / (…) Cuando me decías que yo te había enseñado el placer y yo sentía que era cierto. / (…)”. Luego de la lista, el cierre: “Y el último recuerdo –cuando me llamaste por teléfono en la tarde del 31 de diciembre de 1962 para decirme que me complacías –que no irías a ninguna parte-, que me esperabas. Y esa noche del 31 al 1°. Fue la última vez que creí en vos y me sentí feliz a tu lado. / Dijiste además, en tantos años, muchas cosas hermosas y recordables. Infinidad de veces las habrás dicho con sinceridad. Pero después mentiste tanto que todas tus palabras quedaron contaminadas de falsedad –y ya no es grato recordarlas. (…)”.
En otra carta de Valentina se refiere a la indefinición del poeta, y a Eduarda, porque ella, obvio, también sabía: “(…) Hace tres años que te digo: te quiero, dejad la piedra, venid conmigo. Hace tres años que te digo sos libre, si querés la piedra, quédate con ella. Hace tres años que me buscás, siempre arrastrando esa piedra y siempre presente en mi vida. Yo no puedo eliminarte de mi vida, es algo que no depende de mi voluntad. Si te veo, te deseo. Tu insistencia es prueba de que significo algo para vos. Bueno, ya lo sabemos. Saberlo, para mí, es un bien. Pero no puedo seguir viéndote, siempre atado a la piedra, contemplar infinitamente mi fracaso, mi incapacidad para liberarte de la piedra, la frustración de mis deseos, la vacuidad de una adhesión tuya que te hace venir y venir –cuando te digo que no vengas- y emocionarte, y abrazarme, pero nunca olvidar a la piedra, nunca dar un paso, para no tropezar”.
Mastronardi terminaría viviendo con Eduarda, a la que también, en sus cartas, apremió con dudas, celos, en Haedo, provincia de Buenos Aires. Eduardita soñaba con el regreso a Gualeguay, pero falleció luego de que los Osman les ofrecieran su vivienda. Solo el poeta volvió a la ciudad/río, y vivió cerca de un año y medio en la casona de calle Belgrano.
En este tiempo de final ya no había cartas, esas cápsulas de tiempo hoy tan en desuso en la sociedad de la velocidad. Hacía tiempo que no pensaba en cartas, en la espera del cartero. Y hacía tiempo que no pensaba en la profunda realidad de ser escritor de la novela propia, porque todos quisimos escribir nuestra ficción alrededor de tema tan sospechado como el amor.
Elsa Serur anota la voz del fantasma en el final de “Conversaciones con Carlos Mastronardi”, una novela de “verdadera” ficción documentada, una lectura notable: “(…) Fue en esta vieja casa donde quedaron mis papeles y mi alma. Por eso regreso por las noches y camino lentamente por las habitaciones silenciosas, buscando mis recuerdos. Y entre esos recuerdos quedó aquel de los domingos, cuando salíamos a dar vueltas en el auto y contemplábamos las glicinas y las rejas y luego nos acercábamos al cementerio para dejar un ramo de crisantemos amarillos sobre la tumba de Eduardita”.  

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