domingo, 23 de marzo de 2014

Memoria: "Mirar la tierra hasta encontrarte" de Hugo Kofman




Una de las caras de la felicidad es poder contar historias. A pesar del dolor amanecido también hay felicidad al entrar en la escritura de la novela argentina que cuenta cuál fue el destino de muchos jóvenes durante nuestra última gran tragedia: la dictadura cívico-militar. Hay dolor y felicidad en las páginas de “Mirar la tierra hasta encontrarte” de Hugo Alberto Kofman. Su lectura dispara distintos estados de ánimo, es un salto al vacío de la degradación humana: uno no se explica cómo pudo haber seres humanos capaces de tantas atrocidades. Esa desesperación enseguida se conjuga con el asombro. Kofman anota en la introducción de su libro: “Se trata del primer hallazgo de enterramientos clandestinos en un predio militar en la Argentina, a tal punto que en la primera conversación que tuvimos con un integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense en 2007, luego de presentar la denuncia, habíamos notado cierto escepticismo. La falta de antecedentes en ese sentido parecía indicar que esa no era una modalidad que utilizaran los genocidas para hacer desaparecer los cuerpos de los militantes asesinados”. Y en el capítulo primero: “En marzo de 1985, el Dr. Juan Carlos Adrover, quien había sido presidente de la CONADEP para la zona Norte de la provincia de Santa Fe, me pidió que fuese a la localidad de Laguna Paiva, donde me entregarían un pequeño sobre que contenía huesos probablemente humanos, los que provendrían de enterramientos clandestinos que se habían realizado en un campo militar de la zona”. Los huesos eran humanos, y los años registrados parecen una ficción vistos de este espacio/tiempo en que corren otros aires.
“¿Por qué tardaron tanto tiempo en volver?”, dijo Juan Marocco en junio de 2006. Sobre la mesa de la historia aparecieron las leyes de punto final y obediencia debida. Le pregunto a Kofman por las leyes y los indultos: “Fueron golpes muy duros, que no alcanzaron para quebrar la lucha, pero sí pensamos que sin un cambio político iba a ser imposible avanzar”. De juicios ni hablar, hasta que a partir de 2003, gracias a la decisión política del presidente Néstor Kirchner, el panorama se dibujó distinto. A ello se sumó la insistencia del periodista Carlos del Frade, autor de “El Litoral, 30 años después. Sangre, dinero y dignidad”, publicado a 30 años del golpe del 76.
Sucedió que Marocco guardaba todos los papeles, anotaciones y planos de los recorridos que hizo junto a los ex integrantes de la CONADEP y del encargado civil del campo San Pedro: Carlos Castellano, quien había hecho personalmente la excavación de donde provenían los huesos.
El asombro gana la escena. Nadie, desde que Kofman le entregara a Adrover los huesos, había llegado a hacer denuncia alguna en la justicia. Sólo cuenta la de 2007, cuando se pudo reunir la información necesaria. Anota Kofman: “Sin embargo, viendo esto a la distancia, ese hecho, paradójicamente, pudo haber resultado afortunado, ya que un año después se sancionaron las leyes de la impunidad, lo cual quizás hubiera dado un espacio para que los militares ‘limpiaran’ el Campo”.
No fue fácil encontrar a Castellano, terminado el contrato con los militares por el alquiler de parte del campo, se fue a vivir a La Paz, Entre Ríos, y luego terminó viviendo en Soledad, una localidad del norte de Santa Fe. Colaboró otra vez, estaba mal de salud, pero de todas maneras quiso participar en una incursión furtiva en el lugar: el 2 de septiembre de 2006. En su testimonio se puede leer: “(…) porque yo en ese ceibo había encontrado una bala 9mm clavada en el árbol. Sé que yo hice el pozo y saqué el huesito ese, que dicho sea de paso era un dedo de la mano, porque salió con uña y todo, la uña estaba larga. ¿Qué más encontró en el lugar? Un sueco y una cadenita”.
El equipo forense encontró una fosa común conteniendo los restos de ocho militantes, pero se desprende de distintos testimonios que no es la única fosa en el campo. La búsqueda continúa.
El libro contiene distintos relatos sobre la vida de cuatro militantes cuyos restos fueron identificados: Carlos Bosso, María Isabel Salinas, María Esther Ravelo, Gustavo Pon.
A continuación una pequeña pista sobre los militantes:
“Carlos Bosso era un militante que tenía “bajo perfil” en la JUP de Ingeniería Química, por entonces un bastión del peronismo revolucionario, porque su lugar principal de militancia estaba en el barrio San Lorenzo, siempre al lado de los pobres”.
“Conocí muy poco a María Isabel, la compañera de Carlos Bosso, con quien militó en la Facultad y sobre todo en el barrio. Era estudiante de la carrera de Bioquímica, que por entonces se cursaba en la Facultad de Ingeniería Química”.
“María Esther Ravelo era una compañera no vidente, fue secuestrada en Rosario en agosto de 1977, junto a su esposo Emilio Vega, también no vidente, y a su hijo Iván, de casi tres años”. El nene se crió con su abuela paterna.
“Al igual que Carlos Bosso, Gustavo (Pon) venía de una formación cristiana tercermundista. Militaba en la organización Montoneros y había sido Secretario de Cultura de la Municipalidad de Santa Fe y organizador del Partido Auténtico en esa provincia.
Gustavo era un pensador que dejó conceptos medulares para su hijo Matías, que tenía tres años al momento del secuestro y desaparición de su padre: ‘Estuve varios años buscando la forma más efectiva de cumplir con el mandato evangélico, hasta que me di cuenta que el amor evangélico es un amor político, de que la beneficencia no sirve porque humilla y degrada, de que liberación y salvación son una misma cosa…’”.
El libro se presenta dividido en dos partes: una contiene el hallazgo de la fosa y su historia en la justicia, y la otra registra una memoria de los militantes asesinados de parte de amigos o familiares: qué hacían, en qué creían, el porqué de su militancia. Entre la publicación del libro, enero 2013, y el presente, se identificaron a dos militantes más. Kofman me informa: “Uno de ellos es Oscar Winkelmann, Wincho, que estudiaba en la facultad de Ciencias Jurídicas de Santa Fe (había dejado ya los estudios), y había trabajado en el Comedor Universitario. Se dedicó centralmente al trabajo barrial. Su compañera Teresa Manso (docente), también está desaparecida. Dejaron una hija: Victoria Eva. Oscar fue un compañero muy querido en Santa Fe. También militante de la JP-M. Ya tengo los testimonios sobre él. Incluso de su hija. El último compañero que reconocen es  Miguel Angel D’Andrea, el Pacha, de Rosario. Hay gente allá que está tratando de conseguir testimonios sobre su vida”.
Kofman anota al principio del libro: “Quienes tenían un familiar desaparecido sentían con más fuerza esa dualidad de querer y no querer encontrar sus restos. Dualidad que, de una u otra manera, con mayor o menor fuerza, nos viene angustiando desde que tomamos conciencia del siniestro plan de exterminio de la dictadura”. Entrevistado Iván Vega, hijo de María Esther Ravelo, afirma: “(…) es ver para creer: Tengo que ver los restos de mis viejos para creer que están muertos. (…) después de 33 años, el ver los restos de mi vieja fue calmante y fue el cierre de una etapa. Es medio absurdo decirlo, pero uno por ahí quiere pensar que están vivos”.
Matías Pon, hijo de Gustavo dice: “Recuperar los restos permite terminar con el duelo eternamente inconcluso, y completarlo de a poco. Es curioso pero una parte de uno, en algún lugar de la cabeza, no acepta la muerte hasta que no existen certezas. Cuando me enteré sentí como si lo acabaran de matar”.
Liliana Salinas, hermana de María Isabel Salinas, cuenta: “Hablando con Miguel, el chico antropólogo, me decía que los familiares lo toman de una manera y los hijos de otra. Para mí también fue alegría, no sé si alegría, de saber la verdad, dónde estaba.
Pero la palabra es ‘dolor’, un gran dolor. Porque yo amaba mucho a mi hermana, y fue tremendo.
Además, mi mamá, cuando yo me entero, había fallecido justo en diciembre del 2010. Y cuando nos dicen que encuentran a Mary fue en febrero del 2011. Así que fueron dos duelos o tres duelos tremendos. Mi mamá siempre esperó que Mary volviera. Por más que uno le diga a una madre, como me han dicho: ‘decile que está muerta’, ¿yo quién soy para decir?, si el cuerpo no está. Vos hasta que no ves un cuerpo, o unos restos, no podés decir ‘están muertos’, y más para una madre”.
Clarisa Niklison, compañera de Gustavo Pon, reflexiona: “Es complejo. La sensación inmediata fue de una gran conmoción y también de incredulidad de que estuviera sucediendo, de asombro de que entre tantos desaparecidos nos hubiera tocado a nosotros la ‘suerte’ de encontrarlo, aunque parezca una paradoja, porque siempre es afortunado el conocimiento de la verdad, aunque cause dolor. Se trata de mucho más que del hallazgo de un cuerpo, con todo lo que eso implica. Es poder empezar a armar el rompecabezas, empezar a resolver el misterio. Por años fue como si Gustavo hubiese caído en un agujero negro. Cuándo y dónde se lo llevaron, por cuánto tiempo, dónde lo mataron, dónde lo enterraron, recién lo sabemos 33 años después. Y que haya estado oculto en un campo del ejército tiene un plus, el de recuperarlo, casi arrebatarlo de manos del enemigo, del que lo secuestró, lo torturó, lo mató y lo ocultó cobardemente”.
Kofman avisa que la escritura no es lo suyo, pero lo cierto es que el libro está bien escrito, es claro y veraz, no sobran adjetivos, su contenido está bien distribuido. Kofman se presenta como un militante de superficie en la Santa Fe de los años 70. En la dictadura adhirió a la militancia en Derechos Humanos después de la desaparición de su hermano en Tucumán, durante el operativo Independencia. Fue militante del Partido Intransigente. Llegó a ser Secretario General de la CONADU, y su primer cargo gremial a nivel nacional fue como Secretario de Derechos Humanos y Acción Social (año 1989). Mientras realizó estas tareas, nunca dejó de trabajar como docente.
“Quiero mirar la tierra hasta encontrarte” escribió Miguel Hernández en “Elegía”, la cantó Serrat, y Hugo Alberto Kofman tal vez leyó o tal vez escuchó, para luego anotar el título de su libro.
Pasan los años, y uno quiere creer que todos los ciudadanos saben qué pasó durante la última dictadura cívico-militar, que todos saben de qué se trata cuando se pronuncia o se escribe la palabra “desaparecido”. Hugo Kofman consigna en su libro: “La desaparición forzada de personas es sin duda uno de los actos más atroces cometido contra los seres humanos, ya que no sólo castiga a las víctimas directas, sino a todo su entorno familiar, a sus amigos y compañeros, y porque busca sobre todo borrar su historia, sus nombres, sus ideas”.
Vi a Kofman presentar su libro en la ciudad de Gualeguay en 2013. Fue muy preciso con las palabras. Me hubiese gustado que la sala de la Biblioteca Carlos Mastronardi hubiese estado más concurrida. En estos días aparece la segunda edición de “Mirar la tierra hasta encontrarte”: incluye los datos de los dos últimos militantes reconocidos: Winkelmann y D’Andrea (todavía falta identificar un cuerpo femenino y uno masculino). Con seguridad Gualeguay tendrá una nueva presentación, y una nueva oportunidad para hacer memoria.

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