domingo, 24 de agosto de 2014

La Parca y los poetas



Un hombre detiene el paso. En ese momento se da cuenta de que ha llegado a un tiempo y lugar nuevo, distinto. Está parado dentro del espacio/tiempo que contendrá los días del último tercio de su vida. A partir de ese momento entrará en un acentuado contacto emotivo con las manifestaciones de la vida y con las señales que emite la muerte.
El final de la existencia es motor para la vida: si mañana no voy a estar, mejor no dejar la vida para mañana. Pero cómo se mira el paisaje cuando hay más de 50 pirulines en el frasco. Uno entra a saltar la soga que se tensa y que se engancha de los extremos fundacionales de las historias: la vida y la muerte.
Si bien estas sensaciones enfrentadas están al alcance de toda dama o caballero que detenga su paso, me pregunto qué es lo que sucede con el trabajador de las emociones, con el pensador que escribe desde que tiene memoria, con el médium que convoca y experimenta en primera, en primerísima persona: el poeta.
En la nota sobre los recuerdos de la poeta Mirta Abruzeci en Gualeguay, luego de consignar su poema “La taza”: “cayeron al suelo las tiernas huellas de mi madre”, “Un pedazo de mí se precipita al olvido.”, escribí: “Sucede que de manera inevitable el poeta mira, en medio de un desbordado puñado de sensaciones opuestas, los paisajes que lo construyen: señales desde su sangre y más señales desde los días que vive. Cuando su viento palabrero le mueve el alma, sabe que la felicidad en la vida es inconmensurable, y sabe al mismo tiempo de la fragilidad, y sabe que nos espera el más desesperante de los abismos: la muerte y el olvido. Un poeta vive en los extremos de manera inevitable, por eso el lamento por la rotura absoluta de la taza y el alma, y por eso mismo el nacimiento de la escritura que dota al elemento, al gesto y la memoria, de la más pura eternidad, la única posible, la de los hombres”.
En el poeta, menos los panes, todo se multiplica, entonces cómo piensan la muerte cuando la Parca propone una última partida de ajedrez.
Rubén Derlis
Mi amigo, el poeta Rubén Derlis (Chivilcoy, 1938), acaba de tener un problema de salud: una amnesia global transitoria (nada bueno puede venir de globalización alguna). Humorada aparte, pasó el susto. Derlis tiene sus abriles. Reflexiona sobre lo sucedido: “Un contexto emocional secundario (claro, secundario para el diagnóstico...) debido al fallecimiento de un amigo. En este caso se trata de mi amigo de la niñez Alberto Lojo, con quien seguíamos viéndonos cada dos o tres meses, y venía de arrastre el de otro amigo también muy querido, Felipe Trimboli, hace poco más de un mes. Pero yo agrego a este informe que, seguramente, no dejó de afectarme la visita a la bóveda de Raúl González Tuñón que hicimos el día 14. Es decir, fueron muchas emociones, y todas ellas relacionadas con pérdidas de seres muy queridos. (…) Como se ve,  todo es cuestión de emociones fuertes, pues parecería ser que el inconsciente quiere borrarlas. En fin, ahora me pregunto: ¿cómo hace un poeta, un escritor, un artista, un creador, para evitar este tipo de emociones? Sin grandes emociones, sean del tipo que fueren, no hay arte ni literatura posibles, y creo que ni hasta seres humanos”.
Tuky Carboni
Consulté a la poeta Tuky Carboni (Gualeguay, 1939) sobre su vivencia como poeta y su relación con la vida y con la muerte: “Un poeta es alguien que tiene los sentidos exacerbados: sabe percibir con intensidad. La llamada ‘realidad’ tiene para él un significado más complejo que para la mayoría de los humanos, porque sus sentidos penetran más profundamente en ella y por eso mismo, se descubren otras relaciones y equivalencias. Creo que un poeta se da cuenta de que ‘está vivo’ muy temprano en la vida; en mi caso personal, alrededor de los cuatro años. Recuerdo esto como una especie de exaltada felicidad. Compartía el despertar de mi conciencia con los tres Reinos tradicionales. No sé de quién era el mérito para maravillarme con la floración del jardín y la huerta en primavera, la época de nacimiento de los corderos, la natural sabiduría de los caballos o las tormentas eléctricas (que en el campo se ven como desde un lugar de privilegio). Nunca lo supe; sólo sé que lo tengo y me doy cuenta de eso. Y cuando una se da cuenta de que tiene el organismo vivo, también se comprende que algún día dejará de estarlo. Hablo del organismo, del cuerpo, de la carne. La energía  que está detrás de su manifestación es inagotable y eterna. Nos duele la muerte de los seres amados, porque con ella se establece una distancia física; pero tenemos claro que ellos siguen viviendo en otra dimensión. En cuanto a la propia muerte, puedo decir que me gustaría estar consciente cuando me llegue el turno de morir: no quiero perderme el tránsito de un estado al otro. ¿Una ligera chispa de locura? Y, sí, un poeta siempre está un poco loquito; por lo menos, para los demás”. Dijo sobre la escritura: “La escritura es para mí muy importante porque la considero una vía de conocimiento. Y, al radiografiar la realidad, y la escritura es una radiografía, se pueden establecer otros valores equivalentes, otras causas, otras proporciones, otras conclusiones. Siempre sujetos a revisión, pero cada vez más esclarecedores. Eso también sirve para perderle el miedo a la muerte propia”.
Daniel González Rebolledo (foto Catalina Boccardo).
El escritor y poeta Daniel González Rebolledo (Galarza, 1952) reflexionó frente al convite en los alrededores de la Parca: “El poeta, o mejor, el artista, el creativo, el humano sensible que no puede vivir como los demás, enfrenta el último tercio con muchas contradicciones: en general no está muy satisfecho con lo logrado y por otro lado se siente dueño de lo que hace. Sigue teniendo esa mirada inocente sobre los seres y las cosas, pero no se deja engañar demasiado por su bonhomía, la combate para que no le produzca más daños de los ya experimentados. Yo, escritor de provincia sé que seguiré siendo menos leído que cualquier otro que haya llegado al mercado editorial, pero sigo buscando el eco en el otro, en el que me completa, en el lector, entonces me animo a hacer lo que antes, en los dos tercios anteriores de la vida, no hubiera hecho. Por ejemplo, dramatizo mis textos poéticos y los llevo a la escena teatral en forma de unipersonal. Escribo en mi última novela, que resultó un fracaso editorial, ejemplar por ejemplar, esta nota manuscrita: ‘esta novela es de regalo, si no sos lector/a o no te gusta, dejala en un lugar público o donala a alguna biblioteca, gracias’, y firmo cada ejemplar de los 10 que cargo en cada salida que hago a otros lugares, y los dejo amorosamente en salas de espera, terminales, templos, bancos de plaza. ¿Qué logro con eso?, volver a lanzar la botella al mar, con todo mi aliento, y en vez de deprimirme siento toda la luz de las chispas del agua que saltan al recibirla, refrescándome el alma...”.
Luis Alberto Salvarezza
El poeta y ensayista Luis Alberto Salvarezza (Concepción del Uruguay, 1957) aportó: “Pensaba en lo que dijo o hace decir Borges a un orillero en ‘Muertes de Buenos Aires’ –precisamente en el poema a ‘La Chacarita’-: ‘La muerte es una vida vivida / y la vida es una muerte que viene; / la vida no es otra cosa / que muerte que anda luciendo’. Entre nosotros, creo que como las palabras del orillero coqueteamos con ella porque la sabemos lejana. A la vez que peligrosa como la amante que nos eligió a nosotros y no nosotros a ella. Sabemos que está, la silenciamos o convertimos en un secreto. Insisto, de puro machos que nos creemos, coqueteamos pero con las palabras –como es habitual- (perro que ladra no muerde), frente al primer mordiscón que nos provoca somos un temblor o latido en el miedo. Por eso morimos un montón de veces e indirectamente somos una sucesión de lápidas o sepulcros, arrastramos nuestras muertes, y de costado contradecimos a William Shakespeare que expresó: “Los cobardes mueren/ muchas veces, los valientes/ sólo una vez”. Sin pretensiones ni soberbia, podría decir, ¿qué sería de mi poesía sin ella?”.
Víctor "Pajarito" Cuello y su títere poeta Juan Uva
También anduve de preguntón con Víctor “Pajarito” Cuello, joven poeta y titiritero de plaza, de González Catán, provincia de Buenos Aires: “Recuerdo a ese duende de Buenos Aires que fue don Arturo Cuadrado, llegado después de la guerra civil española cuando ‘el enano maldito’ de Franco le ganó a los republicanos. Arturo era un notable orador, editor, creador de la editorial Botella al mar, y otros dicen que también de Emecé. Mechaba tantas anécdotas en sus charlas que se ganó la fama de cuentero. Cuando llegó ‘el día’, Arturo, que en la última etapa vivía en un asilo, le dijo a los amigos que lo visitaban: ‘Fuera... quiero morir solo’. No expresó ‘ultimas palabras grandilocuentes’; él, que solía contar los últimos días de escritores amigos, que siempre dejaban el mundo con una anécdota, una enseñanza. Lo recordé por ser poeta y hombre sensible a las expresiones artísticas, y pensé: ‘ese prepararse es tan personal’, pienso que aquel que realmente hizo ‘esencia’, papel y carne de su oficio de artista plástico o poeta, también un músico, es decir que no fue un oficinista sino un verdadero poeta, artista plástico o músico, que vive en estado de poesía: la poiesis, para designar la creación venida desde lo profundo del alma, el espíritu, vaya uno a saber de dónde viene, logra ‘armonizarse’ con esa noticia de partir y logra una síntesis de su camino que le permite naturalizar el tema, y esperar el momento como se espera un amigo con la mejor botella de tinto que se tenga. Recuerdo ahora al maravilloso viejo que es el poeta chaqueño Aledo Luis Meloni, ahora con 102 pirulos, lo conozco desde sus 90 y tantos. Todas las veces que lo visité me iba con la sensación de que era la última vez que lo veía, y él se despedía diciéndome que nos cartearíamos por tierra o por ‘aire’, pero me lo decía con una sonrisa y una serenidad envidiable, que no escondía amargura, porque se puede hacer ese chiste y que la mirada delate lo contrario. Pienso también en Alberto Luis Ponzo, poeta de 98 pirulos, que más de una vez me salvó el morfi cuando la gorra no tenía monedas. Ponzo escribe y escribe todo el día en pequeños papeles: ‘Para justificar el día, para que la chispita que aún me queda no se apague’, me dijo un día. Ponzo vive una vida serena, expectante; tal vez con el secreto deseo de reencontrarse con su esposa Alba, también poeta, su hijo y su hija, fallecida recientemente. Creo que si él no tuviese la poesía como su respirar cotidiano, hace mucho que ya se hubiese ido. Ahora con mis 37 a cuestas puedo proyectarme a una serenidad en ese momento, tipo Meloni, Ponzo, ojalá, pero quién sabe”.
Salvarezza utiliza una imagen muy acertada, dice que la relación del poeta con la muerte tiene mucho del cortejo que realizan las palomas sobre las cornisas. Digo que esa práctica trasmuta el alma del poeta en el lápiz mismo con el que escribe: la vida y la escritura, sus búsquedas y sus desesperaciones van desnudando el corazón del grafito: su alma. Un poeta vive y muere de distinta manera. Muere siempre de palabra apasionada, arropado en la memoria y el rocío de la última noche, trago, muerte.

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