domingo, 26 de octubre de 2014

Juan Manuel Alfaro: poeta de Paraná



Fue una suerte haber entrado en contacto con el periodista Víctor Fleitas de El Diario de Paraná. Fue una nueva suerte que Víctor me avisara de su entrevista al poeta Juan Manuel Alfaro, que estaba a punto de presentar un libro: una memoria del poeta Marcelino Román. Las redes sociales dejaron a Alfaro a mi alcance. La figura de Román me resulta sumamente interesante. Pregunté por el libro, pero también pregunté por la poesía de Alfaro, que me era totalmente desconocida. Estuvo muy atento, y me envió en archivo dos de sus libros: “La piedra azul” (1991) y “Plena palabra” (premio Fray Mocho 2002). En la web encontré “La luz vivida” (1981), y la poeta Tuky Carboni me prestó su ejemplar de “Las borrajas azules” (2014).
Juan Manuel Alfaro
Todo escritor o poeta que practique con sinceridad su oficio, es dueño de un barrio, una esquina, una ciudad, una sintonía, un universo propio. Sobre el papel aparece el alma profunda del hacedor. Juan Manuel Alfaro es uno de ellos, y debo agradecer el contacto con su poesía. Un encuentro feliz con el hombre. Una maravillosa sorpresa, en muchos momentos me ganó el asombro ante sus imágenes, sus memorias, sus patrias internas: la infancia y sus seres queridos, los paisajes y sus colores.
A poco de andar en su poesía, encontré al Alfaro pensador, el hombre que fija el pensamiento urdido, compuesto luego de haber vivido a conciencia despierta. En el poema “La piedra azul” que da título al libro anota: “debo recordar este día, / la maravilla / visita a los hombres / pocas veces”. En “Otoño”: “Lástima que el amor no junte a todos / los que se fueron, los que vendrán un día”. Verdades fundamentales para no desentenderse de la historia, relatos que hablan de una mirada atenta.
El poeta trabaja con imágenes notables como en “Hermano mayor”: “Tu mano terminaba en barrilete / (me llevabas un patio de ventaja)”. O en “Angelus”: “(…) La arboleda // se acerca a nuestra casa. Se oyen rezos. / Mi madre enciende el fuego, nos da un beso / y algo asciende hacia Dios en la humareda”.
Como creador aplicado a su quehacer: el oficio de todos los días, el encuentro con la palabra, con la memoria, y papel y tinta sobre su escritorio, busca, piensa alrededor de su escritura. Creo que Alfaro logra un acercamiento a la esencia de la definición de la poesía en “El trompo”: “El poema / me baila en la palma de la mano / como un trompo, / y, a veces, / como un trompo / se me duerme / girando, / girando / en la línea de la vida, / girando / entre el abismo / y el milagro. / Y al final, / como un trompo, / se entrega / y se muere de manso. // Es mejor el comienzo: / ver el trompo girando. / Vencer la tentación, / vencer / y no atraparlo”.
Recorriendo “Plena palabra” llegué a la idea de que Alfaro tiene en su poesía el pulso necesario para el relato corto, para la jugada minimalista, en “Naturaleza muerta” encuentro: “En la arena, el pez desborda su derrota, / luce como una veta iluminada, / una tajada de agua rígida, / un borde perdido de la luna”. Y también se permite jugar a la novela, en “La galería” esta historia: “La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo, / la madre trayendo los tazones / (la leche con estrellas, todavía) / y el pan casero, su prójimo constante; / mientras el padre, sumiso a los antojos de la tierra, / se alzaba entre los surcos, / era el día en los campos. // Después, volvía / nadando en un mar de girasoles. / Se erguía un brazo entre las olas amarillas, / se hundía / y se alzaba el otro brazo. / Atrás iba dejando una estela / de espumas encendidas. / Un campo en fuego lo venía siguiendo / y ungido por las llamas, / votivo, allá en lo alto, / su sombrero traía / un contorno de pájaros. // Y ahí estaba, / como una exclamación de la casa, / la abierta galería: / la mesa elemental y el banco largo, / el coro de la huerta en la sopera, / los ángeles corrientes, tan gorriones; / la claridad con su reguero de naranjas. // Ahí estaba: / congénita, nupcial y consecuente, / suspenso y desenfreno de la casa, / roce siempre de luz, la galería. // Después fueron perdiendo las ventanas / la espuma matinal de sus cortinas; / su hábito de luz, cada falleba, / y fue un misterio el paradero de las lámparas. // Extraño, a veces, la leche con estrellas, / mientras froto un sombrero / que me enciende las manos. // La luz de la casa / vivió en la galería. / Se abrían las puertas / y el íntimo amanecer estaba ahí: / la mesa elemental y el banco largo”.
Leyendo al poeta queda claro su disfrute ante una infancia luminosa, sus rastros aparecen en distintos lugares, el regreso se sirve de apariencias diversas: su caballito blanco sigue de ronda: Ojalá yo pueda, / antes de morir, / darte la blancura, / amor, si es así: / caballito blanco, / ¡suerte para mí!”. La imagen del padre en “Girasoles” y sus líneas finales: “Hace mucho, a esta hora, / sobre los hombros de mi padre, / galopaba por campos florecidos”.
El mundo cotidiano guarda su lugar en la poesía de Alfaro. En “La mesa de trabajo” retrata su máquina del tiempo: “Sopla el viento en los árboles del mundo, / y en mi escritorio / vuela la tierra, la juventud, la vida, el tiempo”.
En “Orden interno” aparece: “la hora indiferente cuando se han ido todos, / las palabras queridas / que de pronto se quedan / tan solas en el mundo”. En otros poemas también se anota el momento en que se van todos, es quizás ésta su imagen suprema de la soledad, el desamparo, es quizá la imagen o la definición de la muerte, la de los que se fueron antes, y al final de la galería, la propia.
Juan Manuel Alfaro conduce al “El bosque”: “El bosque era una conspiración, / un disparo al ojo de la siesta. / Debíamos escamotear las siete llaves / de la vigilia maternal, / el faro de su oído en la penumbra / y escalar / sin tocar tierra ni aire / el insomne caracol de sus sospechas”, y da pista de la madre, a quien luego visita en “Parte de difuntos”: “Cada vez que vuelvo / mi madre me pone los muertos al día. // Es como si en algún lugar del viaje / me hubiese dormido / y ella me despertara / para decirme dónde estoy, / aunque la verdad sería reconocer / hasta dónde fuimos juntos. / (Pero es bueno callarse / para andar entre ciruelos florecidos). // (…) // Y aspiro su alma impregnada de vainilla. / Y la casa se puebla de súbitas manzanas / y de invioladas jaleas espontáneas. // Y me da en el cuerpo tanta niñez de golpe, / que tengo miedo de quedarme a oscuras / y me pongo a encender todas las lámparas”.
En “Las borrajas azules” Alfaro construye su palabra apoyándose en versos libres y en la prosa, junta los oficios diría Juan José Manauta, siempre en la sintonía de su identidad poética. Vuelve la infancia, su universo de provincia: el campito de Marengo, el camino viejo a Paraná, por donde a gusto se movían la Solapa y el Viejo de la bolsa; hay lugar para el descubrimiento de la realidad de la compañerita de escuela: “Y la Rosita fue mortal, igual que todos”. De “Las borrajas azules”, texto que da título al libro: “Esa canción que, tal vez, era la misma que silbaba mi padre –que aún era joven y alcanzaba las naranjas más altas y encendía por su nombre a las estrellas- cuando se quedaba mirando el horizonte que, entonces, era una palabra muy larga y muy lejos, y tal vez por eso no lo pronunciaba nunca y decía ‘el poniente’ o ‘los celajes’, y se llevaba bien con su silencio y con esos ojos con los que mi madre ponía en claro el mundo, para que todo fuera nuevo cada día y hubiera siempre borrajas azules, en el fondo. Y de nochecita, luciérnagas”.
Como si Alfaro fuera fotógrafo, como si fuera dibujante, pintor de paisajes y personas, luego de leer “Un cantor” en “Las borrajas azules”, volví a releer parte de la imagen: “Y ahí estaba, como si recién hubiese bajado del tren, en una estación equivocada, mirando hacia los cuatro puntos de la desolación, como si se le estuviese deshojando en las manos la misma rosa de los vientos y su propio cuerpo le cerrara todos los pasos posibles para escabullirse en su interior, para ir rodeándose de sí, cerrándose, encerrándose, bichito canasto, prendidito a un árbol, lejos. // Después, durante años, en sucesivas sombras, lo encontré en algún bar de vino arrinconado o en la dificultad penosa de una esquina, y cuando, rara vez, lo volví a ver con la guitarra, parecía cargar un peso muerto, como si alguna vez hubiera comprado sueños a bulto cerrado, y no se hubiese atrevido a abrirlos nunca”.
Su libro “El canto entero de Marcelino Román” (2014) se gana la lectura. Guarda su lugar en mi escritorio. Alfaro convoca recuerdos de su amigo Román, recorre sus libros, su palabra, sus ideas. Convoca recuerdos y dichos del propio Román, y de otros memoriosos que conocieron su persona y su obra. Un motivo más para agradecer el trabajo, el oficio de palabrero de Alfaro. Es este libro un acto de amor para con la memoria de Román. Un libro necesario cuando la obra de Marcelino solo se conserva, con suerte, en las bibliotecas, y cuando todo lo dicho sobre su persona, también respira en la sombra y el fuera de foco que decretan estos tiempos para con todo aquello que no es cartón pintado. Hay que encender la luz de la memoria todos los días, creo que así lo entiende Alfaro.
Tuky Carboni destacó el último poema de “Las borrajas”, una imagen de final: “Junto a la casa, / a lo que queda que fue la casa, / ha crecido un timbó / hasta una altura / que hubiera sido la fiesta más alta de la infancia. // Ahora no hay patio, ni aljibe, ni huerta, ni glicinas”. Claro que siempre está la poesía, en este caso, la de Juan Manuel Alfaro.

domingo, 19 de octubre de 2014

"De cruces, alas y mármoles" de Luis Alberto Salvarezza



La muerte es parte de la vida. Uno de los desafíos del hombre durante los días es tratar de amigarse con la idea del final, aceptarlo a conciencia. Si el hombre logra acercarse al amasado de la materia que nos propone la Parca desde que nacemos, logrará entender, consustanciarse con la bondad del límite. Puede ese hombre “hacerse” a través de las muertes de las que será testigo, especialmente de las que nazcan en su cercanía: padres, amigos, amores. En ese “hacerse” irá construyendo su propia muerte, hará el camino acompañado por sus muertos: sus buenos fantasmas. La muerte puede ser además un puente a la memoria: el lugar donde respira el dolor de la ausencia, y donde triunfa el recuerdo de la vida.
Puede la muerte ser también la impulsora de la vida: si mañana no voy a estar, a no dejar la vida para mañana, de esta manera el centro de la existencia se ubica en el presente, en el quehacer cotidiano para festejar “a conciencia” cada día. Ese festejo, ese estar conciente de la muerte y sus barrios aledaños, ese estar conciente de la memoria y su mundo pleno de vida, lo encontré en el libro de Luis Alberto Salvarezza: “De cruces, alas y mármoles. Cementerios: ensayos y poesías” (UNER). Además posee una yapa maravillosa: la presencia del arte. Salvarezza es nacido en Concepción del Uruguay en 1957: poeta, ensayista, investigador, artista plástico, un incansable trabajador de la cultura.
Su mirada se adentra en el terreno de la muerte con un primer movimiento titulado “El cementerio: florilegio lírico”. Esta sustanciosa antología poética (Rainer María Rilke, Luis Cernuda, Vinicius de Moraes, Olga Orozco, Carlos Alberto Álvarez, Arnaldo Calveyra, por nombrar unos pocos, porque las citas son numerosas) viene además matizada con pensamientos de muchos de los poetas convocados a esta notable sesión espiritista. El autor es el médium: quien trabaja con las palabras escritas por los hombres: “César Tiempo concibe al cementerio como una ‘ciudad yacente’. Coincidentemente Alfredo Veiravé (1928-1991) manifiesta: ‘Qué extrañas las calles de esa ciudad / donde los huesos y las cenizas, y los párpados cerrados se / abandonan / al recogimiento de los nichos y las bellas placas familiares, / al vacío de los pasos que retumban como en un hogar / abandonado, a las visitas / que vienen desde otra existencia”. “De cruces…” es un libro puente hacia otros libros, es una invitación, además, al aprendizaje: “La palabra ‘cementerio’ es de origen griego y en español significa ‘dormitorio’. Introducida por el cristianismo, recordamos que con anterioridad a ese ‘lugar cercado y destinado a enterrar o guardar cadáveres’ se lo denominaba ‘necrópolis’ (ciudad de los muertos). Con la esperanza cristiana de la resurrección se reemplazó necrópolis por cementerio; circunstancia por la que los creyentes piden que los muertos descansen, reposen, duerman o sueñen en paz (Requiescat in pace) y el tránsito les sea leve (Sit tibi terra livis)”.
Luis Alberto Salvarezza
Salvarezza recoge un pensamiento de Jorge Luis Borges: “La inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos (…) Más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria”. Estas palabras definen de maravilla el trabajo hecho por Salvarezza: juega con la materia de la inmortalidad, la amasa desde la memoria, y logra probar que es posible recordar dentro de la limitada eternidad de los hombres: “El entrerriano Julio Federik (1949) en la estampa titulada ‘El Cementerio’ manifiesta: ‘… hay una cruz chica, inclinada hacia el frente y sucia… // Al lado otra cruz, y otra, y otra. // Nada hay que los nombre. Sólo las cruces y el silencio del árbol viejo donde el viento pareciera alcanzarnos alguna palabra’. Federik, como Unamuno que dice ‘entre arrumbadas cruces’, está haciendo referencia a un cementerio rural al que el tiempo está cubriendo de olvido”.
Fotografía de Salvarezza.
El libro parte de una mirada general sobre la muerte y sus hijos: los muertos, y las casas que hacen a su ciudad, pero lentamente va haciendo foco en el cementerio de Concepción del Uruguay, la ciudad de Salvarezza. Hay referencias a otros cementerios: Gualeguay, Gueleguaychú, Larroque, Rosario del Tala, entre otros. En el capítulo: “El ciprés, el sauce y la amapola” se aborda estas presencias en las artes, y estas pistas son relacionadas con las representaciones funerarias en los cementerios citados. Sobre el sauce: “La costumbre de plantar sauces, especialmente el denominado ‘llorón o babilónico’, en los cementerios procede de dos culturas, la China y la Celta, donde están asociados, como la acacia, a la resurrección e inmortalidad. Además, se creía que plantándolo en el lugar del enterramiento el espíritu del muerto, al crecer el árbol, retenía la esencia del difunto. Por eso, el que destruye o quema un ejemplar del mismo será castigado con el padecimiento de la desdicha. (…) La presencia del sauce en el arte funerario lo encontramos en la mayoría de los cementerios citados, generalmente en obras realizadas entre mediados del siglo XIX y principios del XX; lamentablemente, salvo excepciones, estos trabajos realizados en mármol de carrara y de gran relevancia no están firmados por sus realizadores que, sabemos, mayoritariamente eran de procedencia italiana y francesa pero no gozaban de esa calificación; eran simplemente artesanos”. Un fragmento de una poesía: “¡Oh, vivir aquí / en esta casita, / tan a orilla del agua / entre esos sauces como colgaduras fantásticas…”, de “¡Oh, vivir aquí!” de Juan Laurentino Ortiz.
En “Nuestro cementerio” el autor narra historia y curiosidades del cementerio de Concepción del Uruguay. La investigación realizada es minuciosa. Se detallan las reformas, los errores cometidos con ciertas huellas del pasado. Salvarezza consigna: “El patrimonio de una sociedad no puede construirse destruyendo el patrimonio de otro momento de la sociedad”. El arquitecto Delaviane fue el responsable de su construcción, fue inaugurado el domingo 26 de octubre de 1856, y su padrino fue: el general Justo José de Urquiza. Anota Salvarezza: “Como era habitual, los cementerios se planteaban como una reducción simbólica de la ciudad en su concepción y trazado; Delaviane tuvo en cuenta esos dos planos o dimensiones: la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos”.
Foto del autor.
Hay un detallado trabajo de recopilación de leyes y decretos de la provincia de Entre Ríos: “El 7 de septiembre de ese mismo año (1863) una circular dispone la prohibición de enterramientos fuera de los cementerios, haciendo referencia a lo que sucede en las zonas rurales y calificando de ‘práctica inmoral y contraria al respeto y veneración que son debidos, en los pueblos civilizados y cristianos a los cadáveres de sus hijos’. También recomienda prohíban en los velatorios ‘actos profanos e inmorales que recuerden desgraciadamente los tiempos de atraso y superstición”.
Una de las felices elecciones de Salvarezza en este libro es la de contar la vida de determinadas personas que por distintos motivos se destacaron en la historia de la ciudad, y lo hace teniendo como punto de partida sus tumbas. El autor se encuentra con la muerte, pero una vez más: para hablar, para narrar la vida. Elijo nombrar entre estas vidas, la de Ana Bugni de Maffei (1865-1953), más conocida por doña Anita en el ámbito de su viejo almacén ubicado frente al gimnasio de La Fraternidad. La recordaron: Delio Panizza: “De sus manos / cayó una flor sobre la tierra tibia…”, Carlos Mastronardi: “Fiadora de quimeras que urden el cielo…”, Virgilio Podestá: “Era un poema de bondad humilde…”, Enrique Mouliá: “Ha muerto Doña Anita, la abuela de los fraternales”.
“De cruces, alas y mármoles” es otro libro collage de Salvarezza. El autor se permite su construcción con distintos materiales, incluida su propia poesía. De poemas levanta el final: de “Este temblor de espigas”: “(…) Esta tierra es cuna de inmigrantes franceses / y siéndolo es también su sepultura. / No es Père Lachaise, Montparnasse, / ni el cementerio de Nancy, Senlis o Poitiers. / Es el cementerio de San Justo y se cerca de campo abierto. (…) Es mar, cielo caído, linar. Parva celeste. / Surco, huella, tajo o herida. / Y la muerte su único argumento. (…)”. De “La muerte”: “No sólo está allí, / entre cruces, alas y mármoles, / cuelga de nosotros / como una puntilla / o un harapo. / Se adhiere a las ostentaciones / y a la pobreza. (…)”.
Luis Alberto Salvarezza promete más búsquedas en el territorio que tiene que ver con la muerte y con la vida. Me dice que “El cementerio de Urdinarrain junto al de Gualeguay son los únicos cementerios entrerrianos que muestran ángeles exhibiendo los senos”. Una discusión de vieja data: el sexo de los ángeles. Asegura Salvarezza que es “Un espectáculo el cementerio abandonado entre Basavilbaso y Villa Mantero”. Actualmente trabaja junto a Marcelo José Vázquez, autor de “Tres dibujantes entrerrianos”, en un libro sobre los cementerios de Colón, San José y Villa Elisa.
Cementerio de Urdinarrain (foto Salvarezza).
Mientras leía “De cruces…” le comenté a la poeta Tuky Carboni sobre las bondades del libro, y ella coincidió con mi opinión, y además deslizó un dato de suma importancia que me era desconocido: una acción del autor que confirma su manera de convocar la muerte, la vida, el cementerio, las artes, el pensamiento, la memoria, y hasta su poesía: Salvarezza presentó la 1ra. edición de su libro en el cementerio de Concepción de Uruguay (octubre 2007), y luego invitó a una recorrida por tumbas y panteones.
Es sabido, la muerte es democrática, es para todos, y el convite del escritor también fue para todos los interesados: vivos o muertos.
Salvarezza presentó el libro en el cementerio (2007).

domingo, 12 de octubre de 2014

Pepe Piaggio en el escenario



La charla se dio de manera amena, el aire que flotaba sobre el escritorio contenía la confianza necesaria para que las palabras salieran de ronda, o a escena, como diría José Manuel “Pepe” Piaggio, director de teatro: el entrevistado. Hombre de palabra e ideas simples, un tipo alejado de toda pose: no parece sufrir de problemas de ego, no presenta ningún tipo de maquillaje intelectual. Es un hombre que dedicó la vida al teatro, su oficio, y que en el “mientras tanto” de la pasión hizo la vida dentro de su barrio: Gualeguay.
Puede afirmarse que Pepe no es nacido en la ciudad, y esto es cierto, pero entre los años que lleva en ella y los datos del principio de la historia de los Piaggio en el país, se me ocurre pensar que la susodicha afirmación queda un tanto fuera de lugar: “Mi bisabuelo Filippo Piaggio, italiano, vino a Gualeguay en 1860, y enseguida nació mi abuelo, José Alejandro, y el último de sus hermanos: Francico. Mi abuelo se casó con María Mihura en 1890, y en 1892 nació mi padre: Felipe Gregorio. Mi padre decidió estudiar y se fue al Nacional de Concepción del Uruguay, vivió en La Fraternidad pero no le gustó y se volvió. Emprendió viaje a Buenos Aires, se fue a San Fernando en 1909. Empezó estudios en el colegio Mitre, pero dejó. Mis abuelos vendieron una casa en Puerto Ruiz y lo siguieron. Compraron una casa en San Fernando donde nacimos con mi hermana. Soy del 47. Mi viejo se empleó en el Ministerio de Economía. Se jubiló en 1953. Falleció en 1954. Él quería volver a Gualeguay, era su objetivo después de la jubilación. En 1969, un hermano de mamá estaba muy viejo y deseaba que nos viniéramos. Así lo hicimos. Desde 1969 mi hermana, mi vieja y yo vivimos en una casa que está frente a la plaza Constitución. Mi vieja murió en 1998”.
Pregunto por los inicios de Pepe en el teatro: “Cuando llegué a Gualeguay, la primera en hablarme para ingresar al teatro La Escena fue Pitina: Albertina Sara Quintana de Olhaberry”. Quise saber quién era Pitina y el teatro La Escena: “El teatro La Escena empezó a funcionar alrededor de 1961/62. En esa época el teatro Italia estaba alquilado a la Compañía Exhibidora del Litoral que distribuía películas. Monopolizaba las salas para evitar competencia y cerraba las que no le servían. Eso pasaba con el teatro Italia. Pitina era el teatro La Escena, era además presidenta de la comisión de cultura, y a fines de los 60 convenció al Intendente R. Sciutto que alquilara el teatro para cultura municipal. Así lo hizo y de esa manera ella dispuso del teatro por muchos años”. Piaggio continúa con su historia, donde el azar o el costado mágico de los días hizo de las suyas: “Pitina me llamó. Dije ‘bueno’, pero sin darle importancia. Yo no tenía nada que ver con el teatro. Me encontró en un curso de relaciones públicas en el Club Social. Le parecí interesante. Un día de un invierno que no había nada para hacer, me dijo que por qué no iba para manejar el grabador. Fui, y terminé actuando. Año 70. Integré el grupo que estaba haciendo ‘Fiebre del heno’ de Coward, y después hice un reemplazo, y al año siguiente nos presentamos en la muestra provincial de teatro en Paraná. En esa época se hacían muestras provinciales todos los años. Mucho después Feliciano Rodríguez Vivanco: Chocho, fue director de cultura de la provincia y propuso que la muestra se hiciera en los departamentos que la pidieran, y así se hizo. Chocho también fue integrante de la comisión de cultura de Gualeguay. En el 73 pidieron de Gualeguaychú a Gualeguay dos jurados para un certamen juvenil de teatro entre estudiantes de algunos colegios. Fue Pitina y Chocho. Cuando volvieron se les ocurrió hacer algo acá, pero que no fuera solo de teatro, abrir el juego a todas las artes posibles. Se reglamentó el Encuentro Cultural de la Juventud para jóvenes, no solo estudiantes, de hasta 22, 23 años. Yo tenía 27. Pitina convocó a los que estaban en el teatro La Escena, y ofreció su espectacular biblioteca para que la usáramos. Dijo que si alguno quería anotarse como director, era la oportunidad. Lo hice. Me llamó un grupo de chicos de la escuela Normal, y así empecé. En el 74 presenté una obra. Tenía una experiencia teatral de 4 años, y además, cuando estuvimos en Paraná, había un director de teatro, que era tallerista y docente, de Santa Fe: Carlos Thiel, tenía mucho respaldo moral e intelectual para lo que estaba haciendo. Vino algunas veces a Gualeguay, y sembró unas bases muy lindas de taller de teatro. Con todo esto me largué a dirigir”.
Pepe remarca dos experiencias posteriores: “En el 85 hice un taller con Norman Briski en Buenos Aires. Fue una muy buena experiencia. Duró un año, iba todos los lunes. Briski me aportó una parte de técnica muy rica. En 2006 hice pedagogía teatral con Raúl Serrano”.
Pregunto si pensó en salir de esta ciudad: “En ningún momento salí de Gualeguay, desde el vamos todo lo que hacía lo hacía pensando en este lugar. Briski me dijo: Por qué no te quedás, por qué no te venís acá, qué vas a hacer en Gualeguay. Le dije que yo fui para aprender, no para quedarme, para proyectarme en Buenos Aires. Fui a adquirir un conocimiento para volcarlo acá. Pude haberme ido, pero no lo hice, y creo que no sé todas las razones de la elección. Yo me sentía cómodo en Gualeguay”. En relación a la figura de la ciudad, Pepe dijo: “En Gualeguay hay un atractivo: es la gente. Pitina decía algo que no era del todo mentira: ‘Gualeguay es el gran osario nacional’, porque todos se iban, hacían su vida en otro lado, porque Gualeguay no le daba posibilidades, se jubilaban y venían a morir acá, o pedían que los entierren acá. Se quedaban en la memoria con ese amor por la gente y su ciudad”. Mientras lo escuchaba pensaba en que Piaggio nunca se quiso ir, quizá para no tener que volver; tal vez se le grabaron esas palabras dichas por Pitina, tal vez no quiso correr el riesgo que corrió su padre y quedarse sin regreso; tal vez por eso, me digo, se quedó haciendo sus propios escenarios en Gualeguay.
¿Qué fue el teatro en las vidas de Pepe?: “El teatro ha sido todo para mí, porque como no he podido vivir del teatro, siempre tuve una actividad paralela, o sea, el teatro era esa actividad, además tenía un ‘trabajo’: empleado de banco, empleado de una peletera, fui docente: di clases de teatro, fui preceptor, soy maestro mayor de obras, pero todo eso nunca me identificó: para los demás yo era gente de teatro. Alguna vez dije basta, dejo todo, pero no pude, volví a caer. Me gusta el teatro y pude perfeccionarme”.
Sobre el teatro en la ciudad, dijo: “El público que ve mis obras es gente a la que le gusta el teatro, muchos de ellos van a ver teatro a Buenos Aires. Este año ha sido fuera de lo común, ‘Jardín de otoño’ de Diana Raznovich, una comedia, la vieron mil personas. ‘Corpiñeras’ de Miriam Russo, es un drama, tuvo menos suerte. Nunca busco la conveniencia, era una posibilidad para las actrices y la hicimos. Hay un público en Gualeguay que sigue ciertos nombres que hace años están en relación al teatro, como el elenco de ‘Jardín de otoño’, mi última puesta: Patricia Da Dalt, Indiana Bonfanti y José Della Giustina. A esto se le suma lo que mueven los talleres”. Aclaró que en la sociedad gualeya hay, como en todas, prejuicios, y que la bulla palabrera nunca le importó.
Afirma que “El respaldo del escenario no está en los libros”. Parece haber tenido en claro que quería hacerse desde el trabajo. Su extenso historial así lo cuenta. Ha adaptado y dirigido obras de diversos autores: Roberto Fontanarrosa, Humberto Costantini, Eduardo Rovner, Javier Daulte, Griselda Gambado, por citar algunos.
Entre manos tiene un proyecto “Santa Bárbara S. C. A.”, una obra de su autoría. Cuenta Pepe que el origen de la idea está en sus años de empleado bancario. Fue testigo de la caída en desgracia de la economía de muchas personas. Dice que a algunos les pasó por dilapidar aquello que tenían, pero que hubo otros a los que les tocó perder, y que esa variable estaba más allá de su entendimiento: “La imposibilidad de darse cuenta de lo que está pasando”. Cuenta Pepe: “Me parte el alma ver que gente que tenía un muy buen pasar, hoy ande en bicicleta”. Gente a la que le pasó algo, pero no sabe qué. Haber sido testigo de esas historias marcó a Piaggio; él mismo dice que hoy no entiende bien lo que es la economía, y que si él no ha perdido todo es porque decidió, y así pudo oponerse, privarse de casi todo. En la obra se da pista de culpas propias y ajenas en la historia de una familia, pero esto no es lo central, sino el hecho de que no ha quedado nada, ni un elemento que pruebe la existencia de una larga historia familiar. Entre recuerdos del despilfarro y los cambiantes vientos económicos del país, la acción se lleva a cabo en los momentos previos a que los ejecutores de los nuevos dueños tomen posesión de lo material. Bárbara guarda la memoria de la familia, pero también la ignorancia sobre el final que se avecina.
La obra está en proceso de macerado, ojalá asome a la superficie: el escenario del teatro Italia. Todo se hace a pulmón en el teatro gualeyo, Pepe bien lo sabe.

domingo, 5 de octubre de 2014

El churrasquero: esencia y relato



Llegué a Gualeguay desde el encuentro alrededor de una mesa de café, desde mi Buenos Aires. Ante cualquier circunstancia los habitantes de la gran ciudad se convocan en el café de la esquina, por lo general en número reducido, salvo acontecimientos festivos, y ahí hacen contacto hermanado: charla de temas varios, confidencias, preocupaciones, y las mil soluciones para arreglar casi todos los mundos. En esta ciudad gualeya hace esquina la ausencia de cafés, en mi memoria vuelvo a mi Margot, al Cao, pero que esto no se entienda como lamento o desamparo, porque  en Gualeguay hay un lugar, físico y temporal, un refugio donde las personas hacen contacto: el churrasquero en su “mientras tanto”; en sus alrededores es donde se refugia la palabra y la memoria entre iguales. Es cierto que a veces los secretos a voces, y el lleva y trae del chisme se adueña de ciertas partidas. Pero ya se sabe, en el paisaje de la vida, por suerte: nada es perfecto.
En los alrededores del churrasquero es donde puede encontrase el rastro de aquello que se entiende como parte de la entrerriana: una manera de ser, de relacionarse con la aldea y el mundo.
Guardo un relato que funda mi relación con el churrasquero. Lo escribí a poco de transitar estas calles:
“La Catedral del Asado se encuentra sobre la calle Bruno Alarcón, muy cerca de la iglesia San José. En las entrañas de un galpón. A pura chapa y madera se construye su historia a las brasas.
Ayer viernes, porque solo existe y abre sus puertas ese día, en el principio de la noche, cerca de las 21, inicié el viaje junto a mi suegro hacia la Catedral. En el cielo había nubes blancas, parecía el momento previo al alumbramiento de una nueva creación. Las pistas de la existencia del lugar me habían llegado de la mano de Gustavo Gálligo, el susodicho suegro, hasta mi departamento en San Cristóbal, cuando todavía vivía en Buenos Aires. La leyenda hablaba de un grupo de hombres, de una especie de sociedad secreta compuesta por gualeyos noctámbulos que se reunía a comer asado en un lugar: la Catedral, apellidada, además, “del asado”.
En Buenos Aires me prometí conocer el lugar, pero cuando Gustavo arrimó la invitación, sentí una especie de escalofrío, una cercanía tal al misterio que me dejó abismado. Era jueves, tenía la Catedral a la mano con solo decir que ‘sí’, pero dije que ‘no’. Quién era yo, forastero recién llegado, hacía veinte días que vivía en Gualeguay, para hollar los secretos de esa noche. Recién al mediodía del viernes corregí mi respuesta.
Gustavo llegó a mi casa con dos bolsitos. Uno circular, que contenía su equipo de asado, a saber: plato de madera, cuchillo y tenedor, más el vaso. Del segundo bolsito extrajo un segundo equipo, pero sin funda acolchada. Era un regalo de Carlos, su cuñado, y era la herramienta que me prestaba para ser usada en mi noche de iniciación. Faltaba el vaso, lo agregué. Evangelina, mi mujer, me saludó como si me estuviera subiendo a la Santa María de Colón. Besé a Julia, mi hija, un tanto desasosegado. Salimos a la noche.
Caminamos por calles casi deshabitadas. Compramos un par de botellas de tinto. Llegamos a la plaza San Martín. Vi la iglesia y enseguida identifiqué la calle señalada por Gustavo, que es, como ya anoté, mi suegro en la vida real, pero que en la noche señalada fue mi guía espiritual, mi mentor, él, y sólo él, hacía posible que yo pudiera entrar a la Catedral.
Cuando nos acercábamos al galpón, otro hombre, que caminaba en dirección contraria a la nuestra, llegaba hasta la puerta. Saludo, apretón de manos, silencio.
Entramos.
El galpón era gigante. Guardo imágenes confusas de su interior: una pila de bolsas de contenido misterioso, una montaña de arena, viejos cajones de madera apilados de tal forma que parecían querer llegar al techo; en la altura, entre el esqueleto del galpón, se veía una cama vieja, y algunos trastos olvidados de la vida durmiendo la famosa siesta gualeya, que se puede dormir de día, de noche y para que no se extrañe también de madrugada. En el centro del lugar había un Ford Falcon amarillo, la impresión que tuve es que estaba ahí desde hacía años, quizá trajo a uno de los iniciados a un asado y nunca más arrancó.
La nave central de la Catedral se erige en uno de los costados del galpón, cuyo techo, lógicamente, se presenta dividido a dos aguas para así poder ser catedral verdadera que hace pata ancha debajo de una arboladura apropiada. Su nave íntima se levanta en la apariencia de una habitación prefabricada que descansa sobre cemento. Una puerta de madera rústica, de cerrojo corredizo, es la guardiana del secreto. Su esencia no es la fortaleza, sino su claro simbolismo disuasorio. ¿Debo entrar?, se preguntará el extraño, ¿debo saber?, ¿tengo ese derecho siendo tan solo un simple mortal?
El cerrojo derivó a la izquierda y entramos. Mi suegro saludó y yo lo imité.
Sentados a una mesa larga y angosta los monjes hacedores del conjuro levantaron la vista y respondieron. La mesa no era tal, era una placa, aunque ahora que lo escribo dudo, me pareció la placa de una puerta de calle vieja y alta pintada de blanco. La sostenían dos caballetes de hierro cerca de las puntas. Eso originaba una comba o panza en su centro, detalle que ocasionaba que el monje al que le tocara ese sector entrara en contacto directo con la respiración de la tierra y sus criaturas. Sobre la mesa se disponen los platos, todos de madera, y los vasos con vino tinto Toro Viejo, hielo y soda. Cada monje con su equipo de asado, en bolsitos creados para tal fin o en bolsitas plásticas de mercadito chino.
El churrasquero y altar: cemento, hierro y brasa de leña, ubicado a la derecha de la mesa, se presentaba cargado con las partes del animal sacrificado. A un lado de la carne, como después comprobé: de calidad insuperable, había pan y galleta caliente. Dos cajones plásticos pertenecientes a la parte baja de una vieja heladera, hacían de ensaladeras. Ensalada de tomate con cebolla y lechuga. Todo el universo absolutamente bien salado. Un paisaje de estilo básico, rústico y limpio hasta donde se podía, un asado entre monjes que se retiran del mundo buscando el refugio donde iniciar la meditación.
Tres pinturas hechas por el padre del dueño del galpón, que había sabido ser radical, constituían el marco decorativo de la nave. El asado también fue para Alem, Yrigoyen y Frondizi.
Después de las presentaciones de rigor, todos ocupamos nuestros lugares. Éramos trece, pero ninguno parecía marcado para la traición. Las edades iban entre los cuarenta y los sesenta largos, con alguna excepción. Gente buena. Mucha risa para hacer contacto con cada señor, todos ellos gualeyos en misa. La sangre, el cuerpo y la galleta sobre el churrasquero.
Los temas que fueron centro en las deliberaciones fueron el fútbol, las mujeres, los casos policiales de la ciudad, más chistes y gastadas a discreción. Como me dijo mi suegro: Se va a la Catedral a hablar de cualquier cosa, a hablar de lo que salga. Y felizmente esa fue la motivación para la profundidad de los debates.
Sobre el final del convite, uno de los comensales se durmió y su cabeza quedó en manos del viento para luego encarar directo hacia la mesa. El monje más cercano le salvó la caramelera del golpe. Pero los demás ya habían visto y oído. Mi suegro gritó: Borrachos afuera. Carcajadas, y el cabeceador que intentó alguna explicación.
Cuando llegó el tiempo de la despedida, un perro se había sumado a la misa, Chori; Chorizo, lo llamó alguien. Junto a la puerta de la nave central de la Catedral del Asado esperaban la sepultura del tiempo, en la forma del polvo y la tierra que caían desde el cielo de chapa, unos cien cadáveres de vino Toro Viejo.
Ayer fui a la Catedral y fue una de las veces que más cerca me sentí del dios al que le juego todas mis fichas: el hombre de todos los días: lejano al artificio, ajeno a la velocidad.
La lista de los presentes fue la siguiente: Luis Miguel, el dueño del galpón, Miguel, Marcelo, Bambi, Moto, Juan, Quito, Morrón, Ricardo, el Tano, El Negro, no hay asador igual, Gustavo, y el cronista de esta escena de churrasquero. Mención aparte y destacada para el recuerdo del monje Mingo Zabaya, los vasos al cielo, y para la figura del monje denominado el Negro Carnevale, vasos apretados por el amigo que está jodido.
El cielo estaba estrellado cuando salimos de la Catedral del Asado”.
Tiempo después los vasos se alzaron al cielo de chapa por los dos amigos que ya no estaban. En la Catedral del Asado, en los alrededores del churrasquero: memoria, identidad y respeto.