domingo, 29 de mayo de 2016

Roberto Beracochea de Gualeguay

En la librería Papelucho encontré un ejemplar de “El círculo estremecido” (1982), una novela de Roberto Beracochea. Un nombre que siempre aparece en la historia cultural de Gualeguay. Recordé que Ubaldo Arnaudín, que fuera linotipista de El Debate Pregón, nombró con cariño a Beracochea, y destacó sus largas notas sobre literatura. Recordé que el memorioso Gustavo Gandini me había contado algunos detalles de su trato con Beracochea. Entonces leí el libro, escuché a Gustavo, quise saber más del escritor, del trabajador de la cultura llamado Roberto Beracochea, otro hijo destacado de Gualeguay, y entonces volví al sitio Autores de Concordia, donde Marcelo Leites ilumina tantas historias.
De la mano de Marcelo Leites me enteré de algunas de las pistas de vida de Beracochea.
Nació el 9 de diciembre de 1909 en Gualeguay. Se recibió de abogado en Córdoba. Asistió como delegado por Entre Ríos al Primer Congreso Nacional de la Sociedad Argentina de Escritores; junto a los poetas Carlos Alberto Álvarez y José Eduardo Seri asistió al Primer Congreso Nacional de Directores de Cultura. Dirigió la página literaria de El Debate Pregón, y llevó adelante el programa Placer de la Música en LT38. Fue conferencista sobre temas de historia, teatro, arte, literatura, derecho, sociología y música. Murió en Gualeguay el 11 de diciembre de 1988. Publicó varios libros, y dejó obra inédita: “El instante de la eternidad” (novela), dos obras de teatro, un libro de cuentos breves, un libro de recuerdos de viaje, y un ensayo sobre la novela latinoamericana. Su obra publicada: “La estrella enlodada” (novela, 1952), “El  tiempo indeciso” (novela, 1953), “Sombras en el viento” (novela, 1955), “Delincuencia juvenil” (ensayo, 1960), “Los cauces alucinados (novela, 1960), “Poemas” (1973), “De 16 a 20” (novela, 1976), “El paisaje de Gualeguay y sus poetas” (ensayo, 1976) , “Las gotas de la noche” (novela, 1977), “Cielos encendidos” (tríptico/novelas: “Biguá” (1979), “Llamados del roble” (1980) y “El abra desolada” (1981), “Gualeguay en la cultura”(ensayo, 1981), “El círculo estremecido” (novela, 1982).
En la biocrítica que Marcelo Leites escribe sobre Roberto Beracochea, afirma: “Las leyendas típicas y supersticiones del litoral, sumadas a las rígidas costumbres de la fe religiosa, encuentran en Beracochea uno de sus mejores intérpretes, especialmente en ‘Los cauces alucinados’. La narración está atravesada por procedimientos típicamente poéticos, como la descripción minuciosa de los elementos de la naturaleza, entre ellos, la animización del río -cautivante, aunque perturbador-, que se convierte en un protagonista más, al influir en la metamorfosis del personaje de Lucía en el de Mercedes; asimismo las imágenes líricas aparecen junto a la pasión y la memoria, las dos temáticas de mayor gravitación en la novela”.
Beracochea abre “El círculo estremecido” con una cita de Flaubert: “Al collar no lo hacen las perlas, sino el hilo”. En el prólogo anota la siguiente reflexión sobre su libro: “(…) ¿Que hay el deseo de señalar la decadencia de un mundo dirigido por una sociedad de consumo? Sin duda alguna. ¿Que para librarse de sus traumas, es menester terminar con él, despedazarlo y arrojarlo fuera del tiempo? También es cierto. ¿Y que el torbellino circular como símbolo es la esperanza? También es verdad. Por eso señalé la frase de Flaubert. No son las perlas sino el hilo. Aspiro a que tengan en sus manos las perlas, pero con el anhelo de sentir y percibir el hilo sutil, que enlaza a las vidas, a los hombres. (…)”.
Comparto la descripción de otra Gualeguay, tan lejana y a la vez tan cercana: la ciudad inserta en la tormenta del mundo: “(…) Las Lapierre eran hijas de un matrimonio francés, al menos el padre. Tenía su academia en el pueblo. Eran otras épocas. Antes de la guerra y que dominase el imperialismo yanqui o se impusiese el inglés hasta en las escuelas, como decían los antiimperialistas. La cultura del mundo era Francia. Quien no sabía leer y hablar en francés, no merecía entonces la calificación de culto, de distinguido. Todo Gualeguay, podía decirse, hablaba francés. Los libros en francés, andaban de mano en mano. En la Escuela Normal era el único idioma extranjero que se hablaba y muy pocos alumnos seguían el italiano. Por supuesto que casi todas las familias del centro recibían ‘Paris Match’ y no era lujo la suscripción a ‘Vogue’. Los médicos, ‘La Presse Medicale’. Los literatos, ‘Lettres Francaises’ o ‘Monde’ los de izquierda. Los de derecha ‘Le Figaro’. Los filósofos e intelectuales ‘Le Mercure de France’. De todas partes, lo francés: vinos franceses, borgoña, sauternes o chablis; quesos franceses, el Rocheford. No digamos los cognacs o los champagnes Pommery, Cliquot Ponsardin, Moet et Chandon. ¡Qué decir de las porcelanas!: ‘Sevres’, ‘Limoges’, no había casa donde no hubiese un plato, un jarrón y los cristales de Roubaix y los gobelinos. Lo mismo las comidas, con los infaltables ‘champignon’ o las salsas a la parmentiére.
¡Y qué decir de los perfumes!: Coty, Guerlian, Schiaparelli, Lanvier… ¡Las sedas! Francia era todo lo chic y lo distinguido. De París venían las modas y no había casa en que faltasen revistas de modas: ‘Elles’, ‘Femmes’. En Gualeguay, todo el bagaje de la última moda siguiendo los figurines de París, estaba en ‘Modes’, la tienda más lujosa del pueblo. Ellas eran jóvenes, casi unas niñas y recordaban a su madre, a la fina y elegante Luissette, con su palabra decisiva en telas, en colores, en modelos. Con su impecable traje sastre de estación y su invariable Mitsouko que la distinguía desde lejos.
En esa atmósfera fueron criadas. Después, el desastre. El avance de la mediocridad yanqui, de los vestidos confeccionados todos iguales, los zapatos tacos bajos, géneros baratos y durables, comidas envasadas, sopas disecadas, el colmo de la cerveza enlatada, lo imposible, los tucos preparados. Fueron decayendo luego de la muerte de la bella Luissette, que tuvo la suprema elegancia final. La encontraron muerta, con sus cabellos que parecían recién peinados, las uñas impecables y el rouge brillante y húmedo. Siguieron, pero no fue lo mismo. Poco a poco aparecieron tiendas de sirio-libaneses que vendían barato. La elegancia se fue reduciendo a pocas familias. Las jóvenes la abandonaron decididamente. Muchacho y muchachas uniformados, masificados, indiferenciados con ‘vaqueros’ de telas sin calidad, perdido todo atisbo de personalidad. Luego, murió don Carlos y su larga enfermedad las obligó a vender la casa y el local de la calle San Antonio y trasladarse a esa modesta casa en que vivían ahora.
Vivían más de recuerdos que de posibilidades reales. Ya estaban viejas y su actividad había disminuido sensiblemente. Les habían conseguido una jubilación y prácticamente no trabajaban por temor a las sanciones. A escondidas, como en el caso de Alicia, hacían vestidos. Los regalos de las ‘amigas’ eran siempre ayudas disimuladas: huevos, pollos, verduras, frutas que les permitían equilibrar sus magros presupuestos. (…)”.
Beracochea describe en este fragmento una Gualeguay alejada del barro, una de tantas ciudades posibles, porque cada ciudad, como sucede con cada persona, tiene distintos paisajes, sintonías; describe esplendor y desmoronamiento de una familia: un momento en el pulso de la historia de la ciudad. En otros pasajes se ocupa del barro, de la realidad de los que tienen poco o nada.
Gustavo Gandini también recuerda las páginas de Beracochea en El Debate Pregón, y me dice de Roberto: “Fue poeta, novelista, cooperativista, político, docente, estuvo en el gremio de los abogados; fue integrante de la GAC (Gualeguay Agrupación Cultural), la época de oro de la cultura en Gualeguay. Traía a la ciudad personas muy importantes, recuerdo al poeta español Rafael Alberti, que se alojó en su casa. Roberto era sobrino de Juan L. Ortiz, su madre era hermana del poeta. Contó que cuando Juanele fue de gira con otros escritores por China, lo presentaron a Mao y que este le regaló la boquilla de nácar que tanto usaba. También dijo que Juanele veía las diferencias entre el comunismo de Rusia con el de China, donde había más libertad. Beracochea enseñaba economía política, una materia dura para dar en quinto año, pero nos hacía resúmenes y entendíamos todo. Año 1960. Después de enviudar se casó con una mujer que conoció en Buenos Aires. Creo que era escritora. A él le gustaba mucho la pintura; una vez nos dijo que había viajado a Buenos Aires a comprar un auto y que volvió con un cuadro. Tengo entendido que cuando falleció, la mujer se llevó los cuadros. Mientras nos daba clases nos contaba estas cosas. Después lo traté por motivos legales, era abogado. Un hombre que no se hizo rico con la profesión. Recuerdo que durante la Dictadura me dio la locura de interesarme sobre las distintas religiones que había en Gualeguay. Una vez nos encontramos en lo de los adventistas. Me contó que estudiaba la personalidad del pastor, estaba escribiendo una novela. También lo encontré en la iglesia nueva apostólica”.
La poeta Tuky Carboni recuerda el nombre de la última compañera de Beracochea: Hebe Domínguez, no la ubica como escritora, y sí como una persona que practicaba el recitado de poesía. Recuerda que de Gualeguay se fue con su ropa y nada más, y que se despidió de sus amistades diciendo que nunca más regresaría.

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