Hay oscuridades que aterran, que condenan al peor de los silencios: el
del pensamiento. Y cuando anoto oscuridades no me refiero a las noches malas
que todos deberemos enfrentar a lo lago de la vida, a las oscuras tormentas, ocasionadas
por cuestiones diversas, por las que atraviesan los hombres, y que puede muy
bien ser usada, la experiencia o la enseñanza, para crecer, para entender más
sobre los días. Hablo, tengo intención de hacerlo, de esa oscuridad que funda
el silencio entre las diversas almas que pueden vivir dentro de cada hombre.
Hay silencio porque no hay palabra. ¿Dónde nace la palabra que sabe de
distintos aromas?, por ejemplo en la charla atenta. ¿Dónde, en qué lugar del
espacio y del tiempo, es posible encontrarse con la floración de las palabras?,
dentro de un libro. Para llegar a este paisaje sin límites que puede guardar un
libro, es necesario fundarse como lector, asumir a conciencia el derecho a la
lectura, y es más, asumir, dado los tiempos que corren, el compromiso con la
lectura. Es este mundo globalizado un lugar donde hacen falta los lectores, esa
gente atenta y arriesgada que elije ejercer la práctica de la mirada en
profundidad. La oscuridad, el silencio de pensamiento, corresponde, encaja de
maravillas en la vida de la sociedad de la cáscara, ese lugar nefasto donde
tantos patinan, rebotan, y en el que finalmente se quedan a vivir.
El pensamiento tiene que ser una presencia cotidiana, debe ser parte del
intento sincero de vida a conciencia en cada día que nos toca. El pensamiento
es claridad, es pulsión de búsqueda: de más palabras, de más ideas; es la
posibilidad de salir de la repetición insípida de los momentos. En erigirse como
lector atento puede estar el génesis creativo que ayude a romper las cadenas
que nos anclan al facilismo de ver transitar la historia sin preguntarnos por
qué sucede lo que se sucede, a quién beneficia la sucesión de la bulla, qué hay
detrás de cada frase hecha, quién detrás de cada careta. Al mismo tiempo que se
alumbra la lectura, el lector disfruta de un viaje cierto al placer. La lectura
es placer, información, pilar del pensamiento, pilar del costado soñador, que
contiene al famoso niño que, se afirma, todos llevamos dentro, y del que digo
que todos deberíamos alimentarlo para así llevarlo con nosotros, los grandes,
porque siempre es necesaria la compañía/presencia/abrazo del niño que fuimos
cuando era el tiempo de los juegos para divertirnos y aprender, ese tiempo en
que siempre se quería más.
Soy lector, diría, que desde la cuna, desde esa cuna que me obsequió la
escuela primaria pública, a ella, a mis maestras, el primer agradecimiento.
Conté con la oportunidad de la educación, y conté, además, con la oportunidad
de una casa, con padres que se pudieron ocupar de mis necesidades. No sobraba,
pero es justo decirlo, nunca me faltó palabra, compañía, abrigo y comida.
Si miro hacia el pasado, contando ya con la herramienta de la lectura,
veo a mi padre arrimando libros, abriendo puertas, enseñando que había otros
paisajes a visitar. Diría que aquellos días se afirman en lecturas como “Las
aventuras de Tom Sawyer” de Mark Twain, “Colmillo blanco” de Jack London, las “Fábulas”
de Esopo, y títulos varios de la Colección Robin Hood. Y digo que esas lecturas
fundantes, esos libros, más los que ya no recuerdo, se daban, aparecían
enmarcados en la gran herencia, la única posible en una familia obrera, que fue
la presencia de dos bibliotecas. Mi padre es artista plástico, entonces había
libros de pintores con láminas a todo color; Rolando también se interesaba por
la historia universal, y entonces la magia de la claridad se fue haciendo en el
tránsito de las lecturas. Hubo otro elemento relacionado con la lectura, y era
la visita regular de mi abuelo paterno, Julio Martín, que sin haber ido un solo
día a la escuela (tenía 12 años, allá por 1910, y dormía en el carro de una
panadería), había terminado escribiendo poemas, además de pintar cuadros y
haber dirigido una agrupación de teatro independiente. Yo, el nieto orgulloso,
decía a los 10 años que iba a ser poeta como el abuelo.
Además de este detalle que tiene que ver con mi abuelo, quiero anotar
que una de las consecuencias posibles (feliz consecuencia), mientras el lector
se va fundando en la claridad, el pensamiento, la presencia de la palabra, es,
diría, el casi inevitable impulso de intentar la escritura. No hay escritor que
no lea. La lectura es fundadora de escritores.
Hubo en mi vida de lector una época en que no quería leer -afirmaba el
muchachito- nada que no fuera verdad, y entonces me dediqué a analizar enigmas
de la antigüedad, fenómenos misteriosos como los ovnis o los fantasmas. No me
quejo de aquella época, y mucho me informé sobre asuntos varios; sí descreo de
la cerrazón amanecida. Pero se abrió otra puerta. Mi papá, pintor de obra,
tenía una pequeña empresa de pintura, encontró en una casa vacía, dos libritos
abandonados en un ropero: “El gato negro” de Edgar Allan Poe y “La garra del
mono. Antología de cuentos de horror”. Ediciones baratas impresas en Chile a
principios de los 70. El librito de Poe contenía otros cuentos del autor, y en
la antología encontré “En la cripta” de H. P. Lovecraft, además de “La garra
del mono” de W. W. Jacobs, y entonces, desde estas historias, mi concepción de
la vida cambió, porque en ella entró o regresó la fantasía. Digo que estos
libritos me salvaron la vida, porque con ellos afirmé el costado fantástico y
lo mezclé satisfactoriamente con lo entendido como realidad. Resultó un cóctel
sustancioso. Leí a los autores clásicos del género fantástico y del horror,
anduve de lector por las novelas góticas; el miedo, el terror, me llevaron
hasta algunos cuentos de Horacio Quiroga: “El almohadón de plumas”, “La gallina
degollada”. Y el paisaje comenzó a abrirse, a salir el sol cada vez con mayor
intensidad.
Hasta aquí una apretada memoria alrededor de mis primeros pasos como
lector. Después llegaron visitas, muchas, variadas, en distintos formatos:
poesía, cuento, novela, ensayo. Llegó la literatura, y también la historia;
algo necesario, en la claridad aparecida, es saber de la historia de nuestro
lugar en el mundo, y lugar significa, aldea: en la provincia, en el país, en la
región, en el mundo. Una de las lecturas determinantes fue “Las venas abiertas
de América Latina” de Eduardo Galeano, un paso a la mano para empezar a
desentrañar los pliegues de ciertas maneras de proceder del señor Capital y sus
hacedores.
Hubo y hay hambre en América Latina, como hay hambre en la novela “Las
tierras blancas” de Juan José Manauta, y de esto se trata: las tierras blancas -donde
fue pobre el amigo Deolindo Romero como fue pobre Odiseo, el personaje de
Manauta-, la zona, queda en Gualeguay, y esta ciudad, la que muchos de sus habitantes
la sienten o la quieren escindida del mundo, es provincia, país, región y sí,
también mundo.
Volví a “Las tierras blancas” de Manauta, que había leído cuando era
joven; esta segunda vez leí desde la aldea del Chacho, a poco de saber que
habían tirado sus cenizas al río desde el puente viejo. Desde que vivo en
Gualeguay he seguido como lector, construyéndome como persona, pensando (sí, el
pensamiento) en las historias que leo, en la poesía, en los recuerdos de
tantos. Destaco “Memorias de un provinciano” de Carlos Mastronardi, la
presencia de Emma Barrandéguy, y otra vez, Manauta, es que poco conocía de sus
cuentos, y es, me atrevo a afirmar, una lectura obligada para el lector. A
través de Manauta se aprende a mirar la vida, se aprende a valorarla.
Leía la clara información que el domingo pasado el profesor Daniel
Martínez daba en este diario a propósito de celebrarse el Día del Lector el 24
de agosto, día del natalicio de Jorge Luis Borges, y sí, también Borges llegó
hasta mi escritorio, y fue otra de las suertes; y como fantasía, como mundo de
luz, nombro su “El libro de arena”, y elijo al Borges poeta.
Cuando se habla de lectura y lectores, se habla del amigo libro, se
habla del trabajo silencioso de los escritores, se habla de una educación que
se traduzca en igualdad de oportunidades frente al mundo para el alumno, se
habla de una política que sea hermana de una educación pública para todos, se
habla de una sociedad que no se deje arrastrar al barranco de la facilidad de
acariciar lucecitas para “subir” fotos que pretenden probar que hay vida cuando
solo existe el simulacro.
No hay vida sin conciencia de los actos, sin compromiso con la historia:
desde la chiquita hasta la grande. Los amigos que desean el naufragio a los
verdaderos intereses que deben ser prioridad en la sociedad, por ejemplo la
solidaridad, no quieren lectores, fomentan la oscuridad, el silencio, la siesta
continua, el desinterés. Hay presencias que trabajan la sola existencia de
lectores de zócalos de tv, lectores que leen cruzado para no perder tanto
tiempo, lectores que como mucho leen título y copete de la nota, jamás el
contenido; lectores que no lleguen al pensamiento propio, que se queden en la
repetición; esos que eligen no practicar la pregunta, el análisis de aquello
que se está leyendo. Hay muchos lectores que no tuvieron oportunidad, pero hay
otros que sí, que cuentan con las herramientas para saber de qué trata la
historia que cuenta uno u otro escritor.
Facetas de la lectura, distintas sintonías para todo lector que sepa de
la fantasía y de la realidad, y para que después sepa, a conciencia, construir
su propio relato de vida.
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