Carlos Mastronardi en su “Memorias de un provinciano” (1967) ilustra al
lector sobre un grupo habitué de vecinos gualeyos que, desde el tablado de El
Cóndor, frente a plaza Constitución, practicaban la estocada crítica, a la
distancia, sobre la vida y obra de los ciudadanos del lugar. Desde su puesto de
combate cotidiano, un grupo de señores chamuyaban historias escondidas y
negocios varios; era este quehacer algo así como su arte, por cierto, un arte
de dudoso concurso si se piensa en las bellas artes. Es sabido, en la Gualeguay
de ayer todo se conocía, y sabido es que la de hoy no se queda atrás. Si bien
ya no hay grandes tribunas ni tablados desde donde señalar al semejante, la
maquinaria cotidiana del chisme y juicio sumario fundó raíz firme en el paisaje
ubicado sobre esta orilla del río.
Una vez más el amigo Mastronardi escribe, pinta un personaje. Este
relato, otro escalón notable dentro de su libro, la obra madre que está
construida como una sumatoria de relatos, se guardó especialmente en mi
memoria. En “Memorias…” importa él o los personajes, también el paisaje, y en la
mayoría de las historias es interés del escritor contarse él mismo; Mastronardi
cuenta y se cuenta, dice los miedos del otro y sus miedos, y lo hace desde sus
ideas y sensaciones más profundas.
Cuando empecé a leer sobre la figura de Silverio Mejía el impulso me
llevó hacia alguna semejanza entre la vida de quien escribía y el personaje que
de momento lo ocupaba. Después las historias se separaron, pero aun así me
quedé con el aroma, la sospecha, de que el propio Carlos Mastronardi, en algún
momento de su vida, corrió el riesgo de asociarse a una suerte de destino como la
que tuvo el misterioso Silverio Mejía, figura que por esencia y sensibilidad se
contraponía con las costumbres de los habitantes del tablado de El Cóndor, y de
Gualeguay.
Palabra de escritor, la fundación de Silverio Mejía en su pueblo: “(…) Rígido,
moreno, cauteloso y, como dijo el español, siempre de negro hasta los pies
vestido, Silverio Mejía era una arquetípica consecuencia de aquel medio. Y lo
era no sólo por su aspecto sino por el estilo que adoptaba y por la conducta
que lo definía. La gravedad y la reserva fueron las murallas que levantó contra
el juicio adverso de los otros. Receloso y marginal en un ambiente lugareño que
no le perdonaba su vida ociosa, acabó por convertirse en un complejo mecanismo
de inhibiciones. Siempre que salía de su casa, se cuidaba de sortear ciertas
calles y de mantenerse alejado de los corrillos demasiado atentos a los pasos
ajenos. Aparecía y desaparecía sin ser notado. De haber podido hacerse
invisible, sin duda hubiese integrado la población de los fantasmas. El temor,
hijo de la presión social, lo llevaba a cultivar el misterio y, a la vez, la complacencia
en el misterio lo hacía más visible y manifiesto. Era pobre, y como no se
esforzaba por salir de tal condición, la gente lo creía ‘falto de ambiciones’.
Sus lecturas no eran numerosas, pero mencionaba con fervor a dos o tres
escritores inclinados al estudio de cuestiones morales. Por lo general, los
hombres descontentos y sombríos se dedican con empeño excluyente a los
problemas de la conducta. Buscan en sí mismos la compensación que parece
negarles la sociedad y, en consecuencia, encarecen sus propias virtudes y
subrayan las debilidades de los demás. Como todos los incorruptibles, Silverio
Mejía era grave y taciturno. Lo conocí sensible a los llamados del arte, pero
sus progresos internos fueron escasos, pues vivió como sujeto a las circunstancias
inmediatas. A solas, bajo un naranjo, trabaja en la guitarra. También escribía,
si bien de modo esporádico y sin avenirse a ninguna disciplina. Sus gustos
literarios, en verdad inocentes, lo mostraban más dado a la solemnidad que no a
la sutileza”.
Dice Mastronardi que Silverio Mejía hubiese, de haber podido, elegido
integrar la comunidad de fantasmas, me digo, queda claro, pasan los años, pasan
los relatos, y Gualeguay se sostiene en equilibrio siendo una ciudad de
frontera, a veces tan chata en el cotidiano, a veces tan poética cuando uno
entra de charla con sus buenos fantasmas y sus amigos.
Un encuentro mientras los ciudadanos descansan, un viaje para dejar un
tesoro en manos seguras: “(…) Con su habitual aire de misterio, Silverio Mejía
me visitó cierta vehemente siesta de febrero. En voz baja, mirando a uno y otro
lado como si temiera la presencia de un testigo eventual, dos o tres días antes
me había anunciado su visita. Cumplió su promesa en horas de la tarde, cuando
el pueblo estaba entregado al reposo. Traía bajo el brazo un rollo de papeles
envuelto en una tela de color gris. Adoptó todos los recaudos a fin anular la
curiosidad de cualquier conocido que pudiese andar por la calle. Lo recibí en
una salita donde había un piano, al que dirigió tenaces miradas, quizá temeroso
de que bajo su funda pudiera estar escondida una persona. Recuperada la
confianza, me honró con un exordio lleno de reticencias a cuyo término me
sentía tan confuso como él mismo. No conseguía entrar en materia; durante una hora
larga yo ignoré el motivo de su visita. Después, no sin pedirme que cerrase la
puerta, como quien se decide a confesar un crimen, me dijo que escribía obras
teatrales. Y exhibió con cierta cautela un bien disimulado texto al tiempo que
me informaba:
-Aquí traigo un drama en cuatro actos…
Silverio Mejía me hizo saber que no esperaba un juicio de los críticos
porteños, sino que dejaba la obra en mis manos para que gestionase su estreno
ante cierta importante actriz que poco después dejó las tablas pero que,
afortunadamente, no ha dejado este mundo. Contesté que se trataba de una
espinosa gestión y que mi poder en los medios teatrales era prácticamente nulo.
Le adelanté que no tenía carta blanca ni potestad alguna en ese ambiente pero
mis aclaraciones no tuvieron eco en su espíritu. Si bien había conocido a dos o
tres cronistas de teatros, mis vínculos con ellos, por muy leves, no me
autorizaban a proponerles gestión alguna. Estos argumentos fueron inútiles y la
obra quedó en mis manos”.
A continuación Mastronardi hace una descripción del mundillo cultural de
Buenos Aires que, tanto ayer como hoy, estuvo y está habitado por una población
mayoritaria de pavos reales y comerciantes en el arte de la mediocridad: “(…) Mirados
desde la provincia, los círculos intelectuales de Buenos Aires son vistos como
una sola y vasta tertulia donde todos fraternizan. Tiende a creerse que el
poeta lírico normalmente tutea al autor de comedias dramáticas. No se perciben
los compartimentos estancos y mucho menos se sospecha que dentro de una misma
congregación puede haber grupos antagónicos o desafectos entre sí. La distancia
borra matices y fragua unidad. El lector desinteresado se proyecta hacia todos
los géneros en liberal actitud de apertura, pero quien cultiva una disciplina artística
sólo cuida de su mundo. Silverio Mejía, grave y obstinado, prefirió desoír
estas razones”.
Como final de la historia del personaje, el señor Mejía, don Carlos
cuenta: “(…) En su pieza teatral, un escultor tan incomprendido como solitario
se enamora de la hija de un rico estanciero que nada entiende de artes
plásticas y que llama ‘pobre marmolero’ al cortejante. El artista muere
abrazado a un busto que reproduce el de la prohibida muchacha. A todas luces,
por el camino de la ficción dramática, Silverio se desquitaba del árido desdén
que padecía. Dispuesto a ejercer la crítica de costumbres para afirmarse de
este modo, puso su interés en cosas muy ajenas o distantes del pueblo –no
conoció escultores- pero el pueblo estaba en él. Prisionero de las circunstancias,
y acaso un poco moroso, se perdió para el arte. Hice cuanto pude por admirarlo;
tuvo con prontitud mi comprensión y mi afecto, que se hicieron más hondos el
día en que vi, en el drama del ‘marmolero’ un reflejo del suyo”.
Carlos Mastronardi en este libro de memorias a veces disfraza nombres,
será para no herir al otro, será porque no quería ese nombre dentro de un libro;
ahora bien, pienso en que un personaje como Mejía bien se merece la guarda
dentro de un libro; pero de todas maneras me pregunto, será Silverio Mejía un
nombre real, efectivamente habrá sido gualeyo de nacimiento y muerte en la
ciudad/río, será que descansa en paz en nuestro cementerio. Y me pregunto qué
habrá sido de esa obra de teatro, el drama del “marmolero”, el suyo propio, escrito
seguramente cuando se dio cuenta de que su historia de amor era imposible:
quién la damisela, cuál su casa. Y me pregunto cuáles eran las calles más
solitarias para que el señor Silverio Mejía se moviera por su Gualeguay sin ser
tan burlado, sin convertirse en el centro del chisme por parte de esas
personas, y que en esto las épocas poco importan, que no hacen más que apuntar
a la vida de los otros porque mejor no mirar hacia los adentros de la propia.
Qué habrá sido de los demás escritos de Silverio Mejía, cuánto más de su teatro
habrá quedado olvidado en un cajón, en la vuelta inesperada de los días que de
común denominamos como “la muerte”: la visitante fatal, la amante irresistible.
Hacia ella, me digo, fue Silverio Mejía, le leyó el final del escultor, la besó
mientras lloraba, y le hizo el amor como nunca antes lo había hecho. Y como
escribió Carlos Mastronardi, Silverio Mejía se perdió para el arte; pero digo,
al fin, se liberó de la mirada de los demás.
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