domingo, 25 de septiembre de 2016

Mastronardi cuenta a Silverio Mejía

Carlos Mastronardi en su “Memorias de un provinciano” (1967) ilustra al lector sobre un grupo habitué de vecinos gualeyos que, desde el tablado de El Cóndor, frente a plaza Constitución, practicaban la estocada crítica, a la distancia, sobre la vida y obra de los ciudadanos del lugar. Desde su puesto de combate cotidiano, un grupo de señores chamuyaban historias escondidas y negocios varios; era este quehacer algo así como su arte, por cierto, un arte de dudoso concurso si se piensa en las bellas artes. Es sabido, en la Gualeguay de ayer todo se conocía, y sabido es que la de hoy no se queda atrás. Si bien ya no hay grandes tribunas ni tablados desde donde señalar al semejante, la maquinaria cotidiana del chisme y juicio sumario fundó raíz firme en el paisaje ubicado sobre esta orilla del río.
Una vez más el amigo Mastronardi escribe, pinta un personaje. Este relato, otro escalón notable dentro de su libro, la obra madre que está construida como una sumatoria de relatos, se guardó especialmente en mi memoria. En “Memorias…” importa él o los personajes, también el paisaje, y en la mayoría de las historias es interés del escritor contarse él mismo; Mastronardi cuenta y se cuenta, dice los miedos del otro y sus miedos, y lo hace desde sus ideas y sensaciones más profundas.
Cuando empecé a leer sobre la figura de Silverio Mejía el impulso me llevó hacia alguna semejanza entre la vida de quien escribía y el personaje que de momento lo ocupaba. Después las historias se separaron, pero aun así me quedé con el aroma, la sospecha, de que el propio Carlos Mastronardi, en algún momento de su vida, corrió el riesgo de asociarse a una suerte de destino como la que tuvo el misterioso Silverio Mejía, figura que por esencia y sensibilidad se contraponía con las costumbres de los habitantes del tablado de El Cóndor, y de Gualeguay.
Palabra de escritor, la fundación de Silverio Mejía en su pueblo: “(…) Rígido, moreno, cauteloso y, como dijo el español, siempre de negro hasta los pies vestido, Silverio Mejía era una arquetípica consecuencia de aquel medio. Y lo era no sólo por su aspecto sino por el estilo que adoptaba y por la conducta que lo definía. La gravedad y la reserva fueron las murallas que levantó contra el juicio adverso de los otros. Receloso y marginal en un ambiente lugareño que no le perdonaba su vida ociosa, acabó por convertirse en un complejo mecanismo de inhibiciones. Siempre que salía de su casa, se cuidaba de sortear ciertas calles y de mantenerse alejado de los corrillos demasiado atentos a los pasos ajenos. Aparecía y desaparecía sin ser notado. De haber podido hacerse invisible, sin duda hubiese integrado la población de los fantasmas. El temor, hijo de la presión social, lo llevaba a cultivar el misterio y, a la vez, la complacencia en el misterio lo hacía más visible y manifiesto. Era pobre, y como no se esforzaba por salir de tal condición, la gente lo creía ‘falto de ambiciones’. Sus lecturas no eran numerosas, pero mencionaba con fervor a dos o tres escritores inclinados al estudio de cuestiones morales. Por lo general, los hombres descontentos y sombríos se dedican con empeño excluyente a los problemas de la conducta. Buscan en sí mismos la compensación que parece negarles la sociedad y, en consecuencia, encarecen sus propias virtudes y subrayan las debilidades de los demás. Como todos los incorruptibles, Silverio Mejía era grave y taciturno. Lo conocí sensible a los llamados del arte, pero sus progresos internos fueron escasos, pues vivió como sujeto a las circunstancias inmediatas. A solas, bajo un naranjo, trabaja en la guitarra. También escribía, si bien de modo esporádico y sin avenirse a ninguna disciplina. Sus gustos literarios, en verdad inocentes, lo mostraban más dado a la solemnidad que no a la sutileza”.
Dice Mastronardi que Silverio Mejía hubiese, de haber podido, elegido integrar la comunidad de fantasmas, me digo, queda claro, pasan los años, pasan los relatos, y Gualeguay se sostiene en equilibrio siendo una ciudad de frontera, a veces tan chata en el cotidiano, a veces tan poética cuando uno entra de charla con sus buenos fantasmas y sus amigos.
Un encuentro mientras los ciudadanos descansan, un viaje para dejar un tesoro en manos seguras: “(…) Con su habitual aire de misterio, Silverio Mejía me visitó cierta vehemente siesta de febrero. En voz baja, mirando a uno y otro lado como si temiera la presencia de un testigo eventual, dos o tres días antes me había anunciado su visita. Cumplió su promesa en horas de la tarde, cuando el pueblo estaba entregado al reposo. Traía bajo el brazo un rollo de papeles envuelto en una tela de color gris. Adoptó todos los recaudos a fin anular la curiosidad de cualquier conocido que pudiese andar por la calle. Lo recibí en una salita donde había un piano, al que dirigió tenaces miradas, quizá temeroso de que bajo su funda pudiera estar escondida una persona. Recuperada la confianza, me honró con un exordio lleno de reticencias a cuyo término me sentía tan confuso como él mismo. No conseguía entrar en materia; durante una hora larga yo ignoré el motivo de su visita. Después, no sin pedirme que cerrase la puerta, como quien se decide a confesar un crimen, me dijo que escribía obras teatrales. Y exhibió con cierta cautela un bien disimulado texto al tiempo que me informaba:
-Aquí traigo un drama en cuatro actos…
Silverio Mejía me hizo saber que no esperaba un juicio de los críticos porteños, sino que dejaba la obra en mis manos para que gestionase su estreno ante cierta importante actriz que poco después dejó las tablas pero que, afortunadamente, no ha dejado este mundo. Contesté que se trataba de una espinosa gestión y que mi poder en los medios teatrales era prácticamente nulo. Le adelanté que no tenía carta blanca ni potestad alguna en ese ambiente pero mis aclaraciones no tuvieron eco en su espíritu. Si bien había conocido a dos o tres cronistas de teatros, mis vínculos con ellos, por muy leves, no me autorizaban a proponerles gestión alguna. Estos argumentos fueron inútiles y la obra quedó en mis manos”.
A continuación Mastronardi hace una descripción del mundillo cultural de Buenos Aires que, tanto ayer como hoy, estuvo y está habitado por una población mayoritaria de pavos reales y comerciantes en el arte de la mediocridad: “(…) Mirados desde la provincia, los círculos intelectuales de Buenos Aires son vistos como una sola y vasta tertulia donde todos fraternizan. Tiende a creerse que el poeta lírico normalmente tutea al autor de comedias dramáticas. No se perciben los compartimentos estancos y mucho menos se sospecha que dentro de una misma congregación puede haber grupos antagónicos o desafectos entre sí. La distancia borra matices y fragua unidad. El lector desinteresado se proyecta hacia todos los géneros en liberal actitud de apertura, pero quien cultiva una disciplina artística sólo cuida de su mundo. Silverio Mejía, grave y obstinado, prefirió desoír estas razones”.
Como final de la historia del personaje, el señor Mejía, don Carlos cuenta: “(…) En su pieza teatral, un escultor tan incomprendido como solitario se enamora de la hija de un rico estanciero que nada entiende de artes plásticas y que llama ‘pobre marmolero’ al cortejante. El artista muere abrazado a un busto que reproduce el de la prohibida muchacha. A todas luces, por el camino de la ficción dramática, Silverio se desquitaba del árido desdén que padecía. Dispuesto a ejercer la crítica de costumbres para afirmarse de este modo, puso su interés en cosas muy ajenas o distantes del pueblo –no conoció escultores- pero el pueblo estaba en él. Prisionero de las circunstancias, y acaso un poco moroso, se perdió para el arte. Hice cuanto pude por admirarlo; tuvo con prontitud mi comprensión y mi afecto, que se hicieron más hondos el día en que vi, en el drama del ‘marmolero’ un reflejo del suyo”.

Carlos Mastronardi en este libro de memorias a veces disfraza nombres, será para no herir al otro, será porque no quería ese nombre dentro de un libro; ahora bien, pienso en que un personaje como Mejía bien se merece la guarda dentro de un libro; pero de todas maneras me pregunto, será Silverio Mejía un nombre real, efectivamente habrá sido gualeyo de nacimiento y muerte en la ciudad/río, será que descansa en paz en nuestro cementerio. Y me pregunto qué habrá sido de esa obra de teatro, el drama del “marmolero”, el suyo propio, escrito seguramente cuando se dio cuenta de que su historia de amor era imposible: quién la damisela, cuál su casa. Y me pregunto cuáles eran las calles más solitarias para que el señor Silverio Mejía se moviera por su Gualeguay sin ser tan burlado, sin convertirse en el centro del chisme por parte de esas personas, y que en esto las épocas poco importan, que no hacen más que apuntar a la vida de los otros porque mejor no mirar hacia los adentros de la propia. Qué habrá sido de los demás escritos de Silverio Mejía, cuánto más de su teatro habrá quedado olvidado en un cajón, en la vuelta inesperada de los días que de común denominamos como “la muerte”: la visitante fatal, la amante irresistible. Hacia ella, me digo, fue Silverio Mejía, le leyó el final del escultor, la besó mientras lloraba, y le hizo el amor como nunca antes lo había hecho. Y como escribió Carlos Mastronardi, Silverio Mejía se perdió para el arte; pero digo, al fin, se liberó de la mirada de los demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario