sábado, 31 de diciembre de 2016

Apodado en Gualeguay

Gualeguay es un lugar con ciertas particularidades. Ya casi sumo cuatro años de ciudadanía gualeya, y aprendí, por ejemplo, a no preguntar la dirección exacta del lugar donde necesito llegar; puede ser que más o menos logre el nombre de la calle, pero de ninguna manera el número: San Antonio ¿a qué altura?, mandaba a preguntar mi lógico plan porteño para acariciar metas deseadas, y me respondían: Haciendo cruz con… y entonces aparecía en escena un negocio, la casa de una familia acomodada: lugares de apoyo básicos para esta práctica de la búsqueda del tesoro. Es en este establecimiento de las señales donde también me encontré con otra práctica que tiene que ver con la identidad del gualeyo: el escaso uso del nombre real del semejante con cara de vecino o ciudadano. Pocos son los habitantes de la ciudad/río que son identificados por su nombre y apellido. Y dentro de esta manera de nombrar se genera una vuelta de tuerca sobre el apelativo, elemento que es tomado del cuello y amañado fuertemente junto a la sustancia del portador por el arte y práctica sana (y a veces no tanto) de la burla, otra de las bondades del gualeyo. Esta acción vital, inevitable, casi un mandato de la sangre, una comprobación de estirpe en la aldea, termina pariendo el apodo o sobrenombre del susodicho: el desdichado en el juego de esta historia. Dice el diccionario de la Real Academia Española: “Apodo”: nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia, y también: chiste o dicho gracioso con que se califica a alguien o algo, sirviéndose ordinariamente de una ingeniosa comparación. También dice la Academia de “Sobrenombre”: nombre calificativo con que se distingue especialmente a una persona. Al gualeyo medio no le interesa demasiado lo que diga la Academia, sí, se interesa sobremanera por este arte de designar que lo lleva a un momento maravilloso: el encuentro con el placer, cuando capta los resultados o consecuencias jocosas en el público cercano. Porque al gualeyo mucho le importa su público.
El cronista elige un bocado destacado para iniciar esta recorrida mínima por ciertos apodos o sobrenombres gualeyos. Entre las especies nacidas en el ejercicio filoso de la palabrería certera, hay uno que refiere al mundillo en que este cronista se mueve, el de los libros; pienso en autores y lectores que, siendo celosos caminantes y aplicados adoradores del juego de la lectura, pueden muy bien encajar dentro del apodo aplicado a la figura de un  profesor anónimo de esta ciudad: “Sobaco ilustrado”. El profesor se paseaba siempre con un libro bajo el brazo. La ocurrencia, realmente una pinturita. Estoy tentado a consignar en los alrededores de la cultura, los libros y los pensadores, un tema como el de la inmortalidad. En toda historia de este calibre hace falta un personaje central: “El inmortal”, claro que, en este caso, la figura fantástica se ve un tanto devaluada, este inmortal era un hombre rengo, y por lo tanto: nunca iba a estirar la pata.
En relación al mundo de la bebida destacan aquellos hombres degustadores de la ginebra, pero no de cualquier marca. Hay una ginebra de botella muy bonita: altura justa, color verde como dicen tiene la esperanza; tiene relieve sobre su cuerpo, letras iniciales, nombre (apodo no), y un dibujo: una llave que tal vez autorice la apertura de la puerta que lleva hasta el reino de la felicidad. Llama la atención la forma de la botella de tapa roja, es de base cuadrada, y aunque luego crezca hasta la “rectangularidad”, los hombres que saben de tratarla y besarla con cierta asiduidad, son conocidos como “Los mano cuadrada”.
Cuando se habla de bebida siempre aparece la pista de las medidas, o porque se las respeta o porque, de modo contrario, se las desprecia. Medida cúbica fue sinónimo de altura, al menos en el caso de un famoso cobrador que siempre andaba en bicicleta por estas calles gualeyas. Era bajito el hombre, por eso la poética ciudadana lo inmortalizó como “Cuarto litro”.
Llama la atención el apodo con toque femenino que recibiera un hombre que además de estar a los besos con su amante, la bebida, vivía lejos de los sabores de su compañera. Este apodo puede muy bien erigirse como una categoría social, ah, la criatura humana, y ay de los aciertos del animal. Lo llamaban “Rodilla de yegua”: el hombre alejado del centro del universo y la vida que atesora toda mujer orgullosa de serlo, y por lo tanto más cercano al vaso, o sea, tan cercano al barro, la pata(da) y el olvido.
Sigo aferrado al vaso, pero marcando un alejamiento de la bebida apuntada como medio ambiente propicio para la vida del alcohol. En este caso, la imagen del vaso está relacionada con aquellos hombres poco afectos al trabajo. Y todavía más, a toda clase de trabajo o actividad que signifique movimiento, en esos días del verano gualeyo, esa mezcla de calor y humedad que tiene ese no sé qué de tango, y que tanto me hace recordar mi Buenos Aires a fuego lento: “porque ella es tan húmeda”. Ah, las palabras, las frases que siendo una, pueden significar infierno y paraíso. Entonces, se le dice al hombre que no trabaja: “Vaso de madera”, porque este semejante afecto al ocio: nunca transpira.
Hay hombres y hombres. Están los llamados “Dulce de leche” por lo repugnantes; el famoso Sapo del mateo en la plaza, por lo fiero; el hombre “Dólar colorado”: el espécimen para nada confiable: de lejos se nota que es falso; o los hombres “Casimiro”: aquellos cortos de vista que utilizan cristales muy anchos, y para mirar entornan los ojos.
El aspecto de la persona, el escalón estético en que la mirada del otro la ubica, se lleva mucho del interés en el “arte” de apodar. La mujer puede ser nombrada como “Arroz carolina” cuando se le dio por participar en un concurso de belleza y no recibió voto de ninguno de los tres jurados, o sea, calidad triple 0. Hay hombres que pueden presentar ausencias en el “comedero”, y entonces, ahí no tanto el arte sino el filo mellado de la palabra, señalarlos como “Sonrisa de víbora”: a puro colmillo, o “Cadena de motosierra”: un diente cada dos centímetros. Lo mismo vale para el que no calificaba como lindo: “Vaca con aftosa”, y quien refiere el caso hace hincapié en el rol que jugaba la lengua fuera de la boca. “Viento y lluvia”: dícese del peor de los días, claro que habría que ver de cuál de los días de la familia que es toda semana. Y marche un especial en pan francés para “Mortadela”: el hombre obeso de pocas luces que contiene 70 % de caballo y 30 % de chancho.
A la hora de la referencia a la moda, un lugar especial para un clásico de todos los tiempos y lugares. Es el caso del “Oveja ensillada”: dícese del hombre que usa el pantalón bien arriba, con el cinturón a la altura del pecho.
En el ámbito de la política, dos figuras también clásicas. La primera avisa de un modelo de tracción a sangre (la del otro): “Bicicleta playera”: el hombre que no tiene freno en las manos a la hora de quedarse con lo ajeno. Y “Papa verde” al hombre que no sirve ni para ñoqui.
Relato aparte merece la designación de “Perro embarrado”: el hombre, que separado de su mujer, todavía permanece en la misma casa, o sea, bajo el mismo techo. Esta situación de exilio lo lleva a dormir en distintas habitaciones, ya que no lo dejan subir a la cama.
Hombres con problemas de aseo personal hubo en todas las épocas y lugares, pero en ninguno fue observada la especie como en esta ciudad de Gualeguay. El hombre sucio, para terminar con palabras livianas que intentan atenuar el horror, y que siempre anda vestido con la misma indumentaria, se lo llama “Labruna”, designación que recuerda al histórico jugador de River Plate: Ángel Labruna, que vistió por 20 años la misma camiseta.
En estos tiempos veloces que corren, es muy común encontrarse con gente apurada que, por lo general escudados en una notoria ignorancia, se suben a la primera conversación que les pasa cerca y opinan, con total impunidad, sobre temas que desconocen, y sobre los que ni siquiera tienen una posición tomada por sí o por no. Creo que se animan a la chamuyeta porque saben que es su propia ignorancia la que los hace, en el después, inimputables. En este tipo de “homo qualunque” el apodo “Manada” se hace necesario: es la persona habituada a decir disparates: es mucho más que un caballo.
En relación al tema, la ignorancia, llama la atención la presencia de aquellas otras personas que haciendo cierto alarde de compromiso y conocimiento, despliegan lo que ellos creen es: una posición clara, y esta puede estar referida a la política, la historia o la ética; digamos, temas importantes que tienen que ver con la cultura y la inteligencia -porque saber de esos temas queda muy bien-, y poco o nada es el contenido evidenciado a poco de andar la charla. Ahora bien, me pregunto, quién será el menos dañino, aquel que charla con pretensión desde la lectura cruzada de dos notas obsoletas de la prensa, porque nunca un libro, nunca una exigencia para la cabecita, o el otro “homo qualunque” (ironía utilizada por el escritor Thomas Moro Simpson) que nunca está informado de nada, que no le importa nada más que las últimas bobadas entrevistas en la tv, esos animalitos del señor que en Gualeguay se conocen con el apodo de “Isabel Sarli”, o sea: persona que nunca tiene idea de nada, que no entiende de lo que se está hablando: porque vive siempre en bolas.

“¿Qué pretende usted de mí?”: el conocimiento real, el fin de la siesta mala en la cartera de la dama y en el bolsillo del caballero. Veamos si se puede a través del órgano más sensible.

1 comentario:

  1. Un verdadero manual de picaresca gualeya. Imposible no sonreir ante el ingenio de los bautizantes y el del escritor.

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