Gualeguay es un
lugar con ciertas particularidades. Ya casi sumo cuatro años de ciudadanía
gualeya, y aprendí, por ejemplo, a no preguntar la dirección exacta del lugar
donde necesito llegar; puede ser que más o menos logre el nombre de la calle,
pero de ninguna manera el número: San Antonio ¿a qué altura?, mandaba a
preguntar mi lógico plan porteño para acariciar metas deseadas, y me
respondían: Haciendo cruz con… y entonces aparecía en escena un negocio, la
casa de una familia acomodada: lugares de apoyo básicos para esta práctica de la
búsqueda del tesoro. Es en este establecimiento de las señales donde también me
encontré con otra práctica que tiene que ver con la identidad del gualeyo: el
escaso uso del nombre real del semejante con cara de vecino o ciudadano. Pocos
son los habitantes de la ciudad/río que son identificados por su nombre y
apellido. Y dentro de esta manera de nombrar se genera una vuelta de tuerca
sobre el apelativo, elemento que es tomado del cuello y amañado fuertemente junto
a la sustancia del portador por el arte y práctica sana (y a veces no tanto) de
la burla, otra de las bondades del gualeyo. Esta acción vital, inevitable, casi
un mandato de la sangre, una comprobación de estirpe en la aldea, termina
pariendo el apodo o sobrenombre del susodicho: el desdichado en el juego de
esta historia. Dice el diccionario de la Real Academia Española: “Apodo”: nombre
que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna
otra circunstancia, y también: chiste o dicho gracioso con que se califica a
alguien o algo, sirviéndose ordinariamente de una ingeniosa comparación.
También dice la Academia de “Sobrenombre”: nombre calificativo con que se
distingue especialmente a una persona. Al gualeyo medio no le interesa demasiado
lo que diga la Academia, sí, se interesa sobremanera por este arte de designar
que lo lleva a un momento maravilloso: el encuentro con el placer, cuando capta
los resultados o consecuencias jocosas en el público cercano. Porque al gualeyo
mucho le importa su público.
El cronista elige un
bocado destacado para iniciar esta recorrida mínima por ciertos apodos o
sobrenombres gualeyos. Entre las especies nacidas en el ejercicio filoso de la
palabrería certera, hay uno que refiere al mundillo en que este cronista se
mueve, el de los libros; pienso en autores y lectores que, siendo celosos
caminantes y aplicados adoradores del juego de la lectura, pueden muy bien
encajar dentro del apodo aplicado a la figura de un profesor anónimo de esta ciudad: “Sobaco
ilustrado”. El profesor se paseaba siempre con un libro bajo el brazo. La
ocurrencia, realmente una pinturita. Estoy tentado a consignar en los
alrededores de la cultura, los libros y los pensadores, un tema como el de la
inmortalidad. En toda historia de este calibre hace falta un personaje central:
“El inmortal”, claro que, en este caso, la figura fantástica se ve un tanto
devaluada, este inmortal era un hombre rengo, y por lo tanto: nunca iba a
estirar la pata.
En relación al
mundo de la bebida destacan aquellos hombres degustadores de la ginebra, pero
no de cualquier marca. Hay una ginebra de botella muy bonita: altura justa,
color verde como dicen tiene la esperanza; tiene relieve sobre su cuerpo,
letras iniciales, nombre (apodo no), y un dibujo: una llave que tal vez
autorice la apertura de la puerta que lleva hasta el reino de la felicidad.
Llama la atención la forma de la botella de tapa roja, es de base cuadrada, y
aunque luego crezca hasta la “rectangularidad”, los hombres que saben de
tratarla y besarla con cierta asiduidad, son conocidos como “Los mano cuadrada”.
Cuando se habla de
bebida siempre aparece la pista de las medidas, o porque se las respeta o
porque, de modo contrario, se las desprecia. Medida cúbica fue sinónimo de
altura, al menos en el caso de un famoso cobrador que siempre andaba en
bicicleta por estas calles gualeyas. Era bajito el hombre, por eso la poética
ciudadana lo inmortalizó como “Cuarto litro”.
Llama la atención
el apodo con toque femenino que recibiera un hombre que además de estar a los
besos con su amante, la bebida, vivía lejos de los sabores de su compañera.
Este apodo puede muy bien erigirse como una categoría social, ah, la criatura
humana, y ay de los aciertos del animal. Lo llamaban “Rodilla de yegua”: el
hombre alejado del centro del universo y la vida que atesora toda mujer orgullosa
de serlo, y por lo tanto más cercano al vaso, o sea, tan cercano al barro, la
pata(da) y el olvido.
Sigo aferrado al
vaso, pero marcando un alejamiento de la bebida apuntada como medio ambiente propicio
para la vida del alcohol. En este caso, la imagen del vaso está relacionada con
aquellos hombres poco afectos al trabajo. Y todavía más, a toda clase de
trabajo o actividad que signifique movimiento, en esos días del verano gualeyo,
esa mezcla de calor y humedad que tiene ese no sé qué de tango, y que tanto me
hace recordar mi Buenos Aires a fuego lento: “porque ella es tan húmeda”. Ah,
las palabras, las frases que siendo una, pueden significar infierno y paraíso.
Entonces, se le dice al hombre que no trabaja: “Vaso de madera”, porque este
semejante afecto al ocio: nunca transpira.
Hay hombres y
hombres. Están los llamados “Dulce de leche” por lo repugnantes; el famoso Sapo
del mateo en la plaza, por lo fiero; el hombre “Dólar colorado”: el espécimen
para nada confiable: de lejos se nota que es falso; o los hombres “Casimiro”: aquellos
cortos de vista que utilizan cristales muy anchos, y para mirar entornan los
ojos.
El aspecto de la
persona, el escalón estético en que la mirada del otro la ubica, se lleva mucho
del interés en el “arte” de apodar. La mujer puede ser nombrada como “Arroz
carolina” cuando se le dio por participar en un concurso de belleza y no
recibió voto de ninguno de los tres jurados, o sea, calidad triple 0. Hay
hombres que pueden presentar ausencias en el “comedero”, y entonces, ahí no
tanto el arte sino el filo mellado de la palabra, señalarlos como “Sonrisa de
víbora”: a puro colmillo, o “Cadena de motosierra”: un diente cada dos
centímetros. Lo mismo vale para el que no calificaba como lindo: “Vaca con
aftosa”, y quien refiere el caso hace hincapié en el rol que jugaba la lengua
fuera de la boca. “Viento y lluvia”: dícese del peor de los días, claro que
habría que ver de cuál de los días de la familia que es toda semana. Y marche
un especial en pan francés para “Mortadela”: el hombre obeso de pocas luces que
contiene 70 % de caballo y 30 % de chancho.
A la hora de la
referencia a la moda, un lugar especial para un clásico de todos los tiempos y
lugares. Es el caso del “Oveja ensillada”: dícese del hombre que usa el
pantalón bien arriba, con el cinturón a la altura del pecho.
En el ámbito de la
política, dos figuras también clásicas. La primera avisa de un modelo de
tracción a sangre (la del otro): “Bicicleta playera”: el hombre que no tiene
freno en las manos a la hora de quedarse con lo ajeno. Y “Papa verde” al hombre
que no sirve ni para ñoqui.
Relato aparte
merece la designación de “Perro embarrado”: el hombre, que separado de su mujer,
todavía permanece en la misma casa, o sea, bajo el mismo techo. Esta situación
de exilio lo lleva a dormir en distintas habitaciones, ya que no lo dejan subir
a la cama.
Hombres con
problemas de aseo personal hubo en todas las épocas y lugares, pero en ninguno
fue observada la especie como en esta ciudad de Gualeguay. El hombre sucio,
para terminar con palabras livianas que intentan atenuar el horror, y que
siempre anda vestido con la misma indumentaria, se lo llama “Labruna”,
designación que recuerda al histórico jugador de River Plate: Ángel Labruna,
que vistió por 20 años la misma camiseta.
En estos tiempos
veloces que corren, es muy común encontrarse con gente apurada que, por lo
general escudados en una notoria ignorancia, se suben a la primera conversación
que les pasa cerca y opinan, con total impunidad, sobre temas que desconocen, y
sobre los que ni siquiera tienen una posición tomada por sí o por no. Creo que
se animan a la chamuyeta porque saben que es su propia ignorancia la que los hace,
en el después, inimputables. En este tipo de “homo qualunque” el apodo “Manada”
se hace necesario: es la persona habituada a decir disparates: es mucho más que
un caballo.
En relación al
tema, la ignorancia, llama la atención la presencia de aquellas otras personas
que haciendo cierto alarde de compromiso y conocimiento, despliegan lo que
ellos creen es: una posición clara, y esta puede estar referida a la política,
la historia o la ética; digamos, temas importantes que tienen que ver con la
cultura y la inteligencia -porque saber de esos temas queda muy bien-, y poco o
nada es el contenido evidenciado a poco de andar la charla. Ahora bien, me
pregunto, quién será el menos dañino, aquel que charla con pretensión desde la
lectura cruzada de dos notas obsoletas de la prensa, porque nunca un libro,
nunca una exigencia para la cabecita, o el otro “homo qualunque” (ironía utilizada
por el escritor Thomas Moro Simpson) que nunca está informado de nada, que no
le importa nada más que las últimas bobadas entrevistas en la tv, esos
animalitos del señor que en Gualeguay se conocen con el apodo de “Isabel Sarli”,
o sea: persona que nunca tiene idea de nada, que no entiende de lo que se está
hablando: porque vive siempre en bolas.
“¿Qué pretende
usted de mí?”: el conocimiento real, el fin de la siesta mala en la cartera de
la dama y en el bolsillo del caballero. Veamos si se puede a través del órgano
más sensible.
Un verdadero manual de picaresca gualeya. Imposible no sonreir ante el ingenio de los bautizantes y el del escritor.
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