Desde
la cercana y lejana Buenos Aires recibí hace unos días tres libros de mi amigo
el poeta Marcos Silber (1934). Marcos tiene la costumbre de andar munido con
palabra y voz de “alta en el cielo del hombre”: un cronista de las pistas
esenciales de los días, tanto de la vida como de su compañera inseparable, la
muerte. Es poeta de palabra tan filosa como tierna: un regalero de pensamientos
e imágenes. Hace años que lo leo, que lo escucho; me acompaña cada mañana,
desde los cafés de ayer en Buenos Aires hasta mi contemplación de los asuntos
vitales que chamuyo en mi casa, en la chacra gualeya. En el libro “Levitaciones”
(2016) encontré el poema “Rituales”: “Se retira el atardecer. / Llueve/llovía y
las mías hermanitas / corren/corrían disparadas hacia la cocina / que las
recibe loca de contenta / con harinas caídas del cielo / para levantar tortas
fritas, / piedras preciosas de gustar / en gloriosas tardes de lluvia. / Fiesta
para los dedos voraces, / para el olfato adivinador fiesta: / fiesta para la
mirada codiciosa, / banquete, mesa tendida en el paladar dichoso, / fiesta
musical para la danzarina fritura. / Es otoñalmente cierto, / las mías
hermanitas ya no están / pero llueve, entonces ellas regresan / felices,
alborotadas, al ritual / de recibir harinas caídas del cielo / para volver a
levantar tortas fritas / y no acabar de morirse / jamás”.
Al
terminar la lectura del poema, pensé en mi nueva vida que ya lleva unos cuatro
años como testigo anclado en los alrededores de la ciudad/río de Gualeguay. Me
dije que vivía en un espacio/tiempo en que las tortas fritas siguen siendo
ceremonia en la lluvia. ¿Mi historia como degustador de tortas fritas en día de
lluvia?: mi memoria me lleva a la casita de mi abuela materna, Eufemia, en
Martín Coronado; ella venía del campo, de Santa Teresa, provincia de Santa Fe;
venía de días de lluvia triste en que, con seguridad, el almuerzo y la cena
dependían de la torta frita. Con ella supe de la esencia del sabroso tesoro, de
la ceremonia en la cocina, el amasado: cuando me quedaba a dormir un fin de
semana y el destino justo llegaba hasta el poema de la lluvia feliz. Si digo o
escucho la construcción palabrera: torta frita, recuerdo a la abuela. La torta
frita me acerca desde nuestra lejanía previa a su final.
Pensé
entonces: cómo no volver al poema/imagen de Marcos Silber en cada lluvia
gualeya, cómo no leerlo mientras el paisaje de los vivos y los muertos se
renueva en esta Gualeguay tan amiga de las fantasmagorías. Fue por eso que salí
de visita, siguiendo distintos caminos, a la memoria de algunos gualeyos que
siempre me acompañan en estas crónicas/anécdotas para ser charladas en torno a
un churrasquero. La propuesta fue: si les digo “torta frita”, ¿cuál es el
primer relámpago en la memoria?
A
continuación consigno el testimonio de los colaboradores, todos ellos
memoriosos de su aldea; a todos mi agradecimiento:
Gustavo
Gandini (1941): “La torta frita es el recuerdo de mi infancia, son los días de
lluvia; es mi abuela junto al fogón: el fuego, el sartén y, saliendo de sus
manos creadoras, las deliciosas tortas fritas para alegría de mis hermanos y
mía”.
Ubaldo
Arnaudín (1943): “El arraigo a las tortas fritas viene desde Isabel, mi abuela
paterna, que fue cocinera de los curas. En la iglesia San Antonio, hablo de los
años 40. Ella hacía tortas fritas y eran un manjar. No había torta frita como
las de la abuela. Y también mi madre, Blanca Rosa Alarcón, en tiempos de
lluvia, o cuando se veía que iba a llover, ya preparaba el amasijo. La torta
frita era algo corriente en esa época. En días nublados (esos en los que hoy no
se sabe qué va a pasar) los viejos de antes sabían muy bien si iba a llover. La
torta frita se acompañaba con mate dulce o mate con café. El mate amargo era
para la mañana. En Gualeguay, hoy en día cuando llueve, salimos a buscar torta
frita a las panaderías, y las hacen hasta las panaderías de gustos más
exquisitos”.
Silvia
Aída Ceballos (1944): “En mi casa, y en la de los vecinos, siempre se tenía de
antemano: grasa derretida del cebo, harina a granel, que se adquiría en Molino
Santa Luisa, y sal, que nunca faltaba. Nunca se usó levadura. Al amasijo lo
empezaba mi abuela, seguía mi madre y terminaba mi tía. Casi duraba una hora.
Se freían a fuego de carbón o leña. Caían las primeras gotas y toda la familia
se reunía para colaborar y disfrutar de esas tortas fritas con un sabor
inigualable. La torta frita unía a las familias. Cuando caían las primeras
gotas empezaban a llegar los comensales. Eran días de disfrute. Se jugaba a la
lotería y había mate dulce con las fritas en la merienda. Hasta mi
adolescencia, la historia se repetía. Las panaderías, por suerte, no elaboraban
tortas fritas para vender. En la familia, la ceremonia lleva más de 100 años,
porque mi abuelita murió a los 80 hace más de 50 años. Ella le enseñó a mi
madre. Hoy por mi barrio nunca se percibe el aroma de la torta frita. Antes las
cocinas estaban separadas de los dormitorios, no había conexión, porque el
frito te impregna todo los ambientes”.
Gustavo
Gálligo (1949): “Primero recuerdo a mi abuelo Goyo Morán, porque yo iba a la
casa, de muy chiquito, con mamá; me acuerdo de esa cocina enorme, con cocina a
leña o carbón, y el olor a torta frita cada vez que había lluvia, es algo que
me quedó grabado. Vinculo siempre las tortas fritas a las visitas a esa casa:
las bandejas inmensas, las cocineras; cosas de antes. En casa, mamá,
eternamente, un día de lluvia era día de torta frita. Excepcionalmente
buñuelitos con dulce de membrillo y pasas. Y después recuerdo el barrio donde
me crié, el de plaza Constitución: todas las casas de mis amigos, lugares donde
pasábamos los días de lluvia; el olor a torta frita invadía el barrio. La torta
frita era algo para compartir; la gente se convidaba: enfrente de casa vivían
los Delbue, y mamá y Pepa, la señora de Beto, que eran íntimos amigos de papá,
se festejaban a través de la torta frita. Era una forma de transmisión de afecto,
compartir entre los afectos: los amigos, sus padres, que también eran amigos;
era el aroma a torta frita en nuestro mundo de tres o cuatro manzanas”.
Tuky
Carboni (1939): “Se me ocurre la imagen de Manuela, no sé si vos conocés mi
poema ‘Vieja Manuela’, está en ‘Bajo palabra’: ‘(…) Sacerdotisa fiel al humo, /
vestal de las domésticas hogueras, / día tras día celebrabas la misa del sabor,
/ entre el chisporroteo de la chimenea. / (…) Tal vez por eso, porque le
contagiabas tu alegría, / todo cantaba sobre el fragante altar de tu cocina, /
cantaban las marmitas y cazuelas, / (…)’. Manuela Vega murió hace añares. Mi
mamá era maestra en el campo, mi papá tenía un almacén de ramos generales en el
campo, en Lazo. Manuela, muy a menudo, nos daba una mano en la cocina. Era
india, la cara bien oscura, y una sonrisa permanente. Cocinaba en cuclillas. Mamá
tenía la cocina económica grande, pero ella hacía un fueguito en el suelo y ahí
cocinaba todo. Cada vez que llovía se cruzaba a casa: Patrona ¿no quiere que le
haga unas tortas fritas? Entonces hacía una fuente grande, nos dejaba a
nosotros, y se llevaba para sus ocho hijos. El marido había muerto cuando el
más chiquito tenía 6 meses. Mi papá le dio una casita modesta, por supuesto de
adobe, para que viviera con los hijos, y le daba una provista del almacén.
Después, cuando los hijos fueron más grandes, fue lavandera de un estanciero
cercano”. En el relato interviene Felipa, que lleva una vida al lado de Tuky.
Felipa recuerda a Manuela: “Doña Manuela hacía fuego en el suelo y se hincaba”.
Pregunto a Felipa por las tortas fritas de su mamá: “También, se hacían al
fuego, no teníamos cocina ni nada, todo a leña y un candil, no había luz”. Agrega
Tuky: “Manuela no estiraba las tortas fritas con palote, lo hacía con las
manos, en el aire, como el repulgue de las empanadas”.
Marcos Silber en su libro/espectáculo: Thrillers. |
El
poema “Rituales” de Marcos Silber tiene, además del aroma de la torta frita, de
la lluvia lenta, amiga, que hace de llamadora de la memoria; además del aroma de
la brisa causada por el regreso de nuestros seres queridos del más allá, que
queda tan, pero tan cerca de nuestro más acá: esas “mías hermanitas” que no
acaban de morir “jamás” porque, por ejemplo, la torta frita, la lluvia y el
hermano poeta las convocan para “ser” cada vez que alguien, en nuestro
susodicho más acá, lea el poema. Digo entonces, luego de tantos además, que
este poema, en definitiva, es fruto y a
la vez mantra para acceder al viaje en el tiempo. Lo fue para Marcos cuando la
palabrería se le amontonó felizmente en la mano de escribir, lo fue para mí cuando
leí, y lo será, repito, cada vez que alguien lo lea en día de lluvia, como el
de hoy; porque esto que escribo no intenta ser una típica búsqueda de mentiras
asociadas, como bien puede entenderse la literatura, sino una crónica
periodística sincera: entonces anoto lluvia porque llueve sobre la chacra
gualeya. De viajar en el tiempo se trata el poema, y de viajes en el tiempo
también se trata cada recuerdo de los gualeyos memoriosos a los que he
consultado. Mi escritura se detiene, pienso, y luego encuentro el camino para
seguir: quiero decir que esta nota no es más que murmullo y aroma de torta
frita, de lluvia y de memorias, y es ella un lugar, un espacio/tiempo en donde
se funda una comunión de viajes en el tiempo. En definitiva, creo, es lo que
somos: viajeros.
Mi
compañera de vida, la mamá Evangelina de Julia, es la que casi siempre le lee a
la pequeña, antes de dormir, historias de los libros que ya guarda entre sus
juguetes. Hablando con Evangelina sobre el tema de esta nota, recordó una
lectura que hacía referencia a las tortas fritas. El libro es “Cartas para que
la alegría” del escritor nacido en Mansilla: Arnaldo Calveyra (1929-2015), y
que le regalara a Julia mi amigo: el poeta David Birenbaum. Calveyra anotó: “(…)
Se redondeaban las gotas en una torta frita, en dos, en fuente de amor de
tortas fritas. (…)”.
Emocionante revivir parte de nuestra historia.
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