domingo, 27 de agosto de 2017

Rosa Elyn Díaz en el Quirós

El oficio de periodista me permite conocer las historias de algunos habitantes de la ciudad/río de Gualeguay. A esta altura del camino, insisto en señalar las mágicas orillas que guardan a esta aldea: un espacio/tiempo: un río en el que trabajan, casi siempre rodeados de amigable silencio, hombres y mujeres que practican la memoria mientras intentan acercarse a los territorios del arte. Cada trabajador de la cultura y del arte guarda un relato de vida, de ideas y sensaciones. Es apasionante saber de los orígenes,  más allá de la mirada valorativa que se arriesgue sobre la obra realizada. Cada historia se construye en base a distintas miradas. En esto pienso antes de ser el nexo entre los lectores y mi entrevistada: Rosa Elyn Díaz (1942), ceramista y escultora. Fueron once hermanos, todos nacidos en esta aldea. Dice Rosa: “Siempre viví en Gualeguay”, salvo en esos momentos en que, llevada por su pasión, habitó un par de ciudades cercanas.
Había una vez una nena que se portaba mal: “Desde chica lo mío fue el barro, siempre me castigaban porque yo me perdía en el campo, y andaba amasando barro al lado de las vacas; vivía embarrada. Me gustaba dar forma, hacer formas; tenía 4 años, y sabía que quería jugar con barro. Después, con los años, me di cuenta de qué era aquello que me atraía”.
Rosa Elyn Díaz y el Quijote.
Rosa hizo la escuela primaria en la Chiclana. Fue una nena, con seguridad una más, que lloró en la vereda de la escuela Normal, cuando no pudo inscribirse: quería estudiar para maestra, y la situación económica no lo permitía. Pero estaba en su destino ser maestra; claro que nadie imaginaba que enseñaría técnicas artísticas.
Qué pasó con Rosa después de la escuela, fue la pregunta obligada: “Ayudé en mi casa. Y vivía todo el día tallando palmeras; trabajaba con un puñal que me había regalado papá. Juntaba las hojas en el Parque. Hacía máscaras. Éramos muy pobres. Y empecé a luchar; tenía 16 años cuando pagaba el terreno, para tener todo esto: la casa, este taller. Esta es la casa familiar, antes alquilábamos. Mis padres se separaron cuando yo tenía 6/7 años”.
La pasión exigía lo suyo: “Fui a Gualeguaychú porque se abrió una escuela para estudiar cerámica, y yo estaba enloquecida por modelar, tenía 17 años; pero la escuela no pudo comprar horno; era en el Círculo Italiano, muy hermoso. Hicimos muchos trabajos, pero sin horno. En Gualeguaychú conocí gente de Fray Bentos: el señor Jara, que enseñaba encuadernación en esa ciudad de Uruguay. Yo quería estudiar, así que le dije a mamá; era Buenos Aires o Fray Bentos, que quedaba enfrente; cruzaba en lancha para ir a una escuela de arte. Estudié cerámica y escultura, los esmaltados blancos, y lo que a mí más me interesaba, la materia roja, la que llaman: primitiva. Viví y trabajé 6 años en Uruguay; cada dos meses volvía a Gualeguay. Terminé de estudiar y regresé a mi casa. Empecé a trabajar para el frigorífico Soychú; el dueño era muy exigente, me decía que no sabía modelar; yo le hacía ceniceros en cerámica con la marca; me decía que tenía que ir a una escuela de arte; yo volvía llorando. Fue cuando me pude comprar el horno. Muchos comercios me compraban las cerámicas. A Santángelo le hice un mural grande en el garaje de su casa, cerca del 90; es un relieve con cemento blanco y pintado con óleo. También modelé la figura del bombero, en el 94, que está en la vereda del cuartel; me lo critican siempre, yo lo amo, pesa 700 kilos. Y también el monumento de Malvinas en Plaza San Martín. Fui dejando de hacer cerámica con el inicio de los estudios”.
Homenaje a Piazzolla.
Rosa fue capaz de un acto de valentía, volver al estudio: “Cursé el profesorado en Artes Visuales, eso me abrió una gran ventana. Lo empecé a los 42 años. Salí, 4 años después, con el título de maestra en Artes Visuales, y empecé a dar clases. Fue maravilloso llegar a esta escuela. Al principio en mi hacer fue lo figurativo, copiaba de la naturaleza, era un antojo que tenía, pero necesitaba modelar libre. Después trabajé haciendo automatismos, como ese Quijote o la Mujer Mono”.
Recuerda un lugar de felicidad en el fondo de la casa; en esa memoria hay, como en cada historia humana, un toque de dolor, de final no feliz: “Tuve un galponcito en el fondo, lo había hecho hacer mamá con un vagón de ferrocarril; yo era de aislarme, de pasarme todo el día ahí. Después se quemó. Tenía horno. Se quemó o me lo quemaron en el 87, el día en que me recibía de maestra. Ahí trabajé el mural grande para Santángelo”.
La docencia: “Fui docente por 20 años en la escuela de arte, en cerámica y escultura, en nivel medio y superior. En todo ese tiempo la cerámica que hacía estaba relacionada con la escuela. Mi taller solo servía para que todo lo que en él había, los esmaltes, fuera para los chicos; durante los 20 años doné el material cerámico. Después de jubilarme no trabajé mucho en escultura, tengo algunos problemas de salud”.
En el amplio taller de Rosa pude ver un homenaje a Piazzolla, una figura mediana: “Es un automatismo en alambrina; la estaba trabajando y se me cayó al piso. Y ella quedó parada, se notaba que se quería incorporar, quería ser algo, insistía, entonces la levanté; estaba como esperando que la completara. Fue cuando supe que tenía que hacer el bandoneón; lo hice en cartón y listo. El material es cemento blanco y yeso, patinado”. Otra figura, al lado del hombre del bandoneón, es: “La Fuerza del Destino, es un homenaje a Verdi, me gusta mucho la ópera… y porque al final fui maestra; ella tiene la mano sobre el corazón, tengo la costumbre de agarrarme el corazón”.
Materia de la aldea: “Trabajé la arcilla roja de la zona, la junté en bolsas cuando hicieron el pozo en la calle para el paso de la red cloacal. Llegué a amasar 700 kilos; con parte de ella modelé el bombero, y todavía guardo una buena cantidad. Me quedaron pocos trabajos en este material: el minuán, y otras cuatro figuras. En el incendio del vagón perdí 14 esculturas. Tengo ganas de volver a hacer La Riña, una de las perdidas”.
Noto en la manera de hablar de Rosa la existencia de un diálogo, de un toque de magia, un delicado nexo emotivo entre la hacedora y sus criaturas: “Hablo con todas mis figuras, siempre. A este busto le digo: ‘Vos sos un ejercicio’, fue mi primer trabajo figurativo, es el portero de la escuela de arte, me sirvió de modelo; siento que él sufre dentro de esa forma tan cerrada, como la Mona Lisa, tan perfecta en forma; ya no me nacía copiar, en cambio sí hacer la Mujer Mono, llena de imperfecciones, y siempre con esos brazos, como si quisieran decir algo más. Amo a mis figuras”. Esta relación de Rosa con sus personajes, me recuerda a mi gente: la nacida para habitar mis novelas.
La felicidad: “He sido muy feliz trabajando en estas figuras; era como una fiebre, venía al taller y no me iba más; mi mamá me traía la comida, y siempre recuerdo mi tallercito en el vagón de tren. Los momentos en el taller fueron de una gran felicidad, con tanto para sentir”.
En el taller hay un Quijote: “Amo al Quijote, es un sueño, el caballero andante; está hecho en alambrina y telgopor diluido con nafta, se lo trabaja a pincel o espátula, es una pasta”. En el mismo material hizo una pareja de bailarines. En cerámica se ve a uno de sus admirados: Beethoven. Nombra a dos admirados más: Sarmiento y Piazzolla.
Otra sintonía del trabajo de Rosa, desprendida de la libertad de sus automatismos, es su manera de componer esculturas con restos de la naturaleza. Por ejemplo: Máscara de Palo: un par de finas e imperfectas rebanadas de un tronco de árbol, y en ellos los ojos agregados, simples desprendimientos de corteza. O un ojo: “Es una forma de madera que encontré tirada, un pedazo de árbol, de planta; le dije: ‘Yo te voy a apoyar y vas a poder mirar’; ese ojo me mira y me bendice”. Rosa también trabaja en obras realizadas sobre la base de una caña extraña, se la envía una amiga desde Villa Gesell; dice Rosa: “No tengo nada que hacer, lo hizo todo la naturaleza”. La realización de “Camino al cielo” está detenida; si bien Rosa afirma que hay almas que van a llegar y otras que no, se me ocurre plantear su terminación, de a poco, para que sus criaturas puedan conocer su suerte.
Todo un tema para la escultora: la maternidad: “En cerámica guardo una maternidad que tiene en el centro un gran hueco; digo que soy yo, que no fui madre; recuerdo que estaba cansada de modelar y no podía hacer la panza; era de madrugada. Le dije que ella era una caprichosa, y entonces agarré el cuchillo; eso me quería decir: ‘Vos no me pongas el hijo’. Es una maternidad frustrada. Y en esa otra maternidad había hecho a la mujer en la posición de amamantar, pero no le había hecho el bebé; ella, desde la inclinación de su cabeza, lloraba, y tenía un problema en la mano; claro, no podía agarrar bien, entonces rompí una parte y coloqué el bebito; ahí cambió todo, ahora hay paz”. Percibo que puedo preguntar sobre el tema, en la vida y en el arte: “A estas figuras las podía hacer y no me dolían. Era chiquita cuando escuché en casa dos o tres partos de mamá; y gritaba ella, y el nene; yo dije: ‘Nunca, los voy a hacer de barro’. No me quise casar y no quise tener hijos. Y además éramos muchos; era chica, siempre había un bebé para cuidar, y yo quería jugar; todo eso te va marcando. Esas fueron mis decisiones”.
Bailarines
Pienso en las palabras de la poeta Tuky Carboni. Me explicaba que en ella, la ficción tenía lugar solo en sus cuentos y novelas, pero que cuando escribía poesía, era ella y nadie más, en la poesía estaba su verdad, sus ideas, su vida. Es cuando me digo que la escultura de Rosa Díaz es la manera de componer su poesía: hacer poesía como una manera constante de cotejarse con el que fuimos ayer, de hacer memoria.
Cuando estamos llegando al inevitable final de charla, Rosa me confiesa: “Tengo una soledad multitudinaria, nunca estoy sola; estoy llena de ideas, de proyectos, de momento no los hago, por la enfermedad, pero ya los haré”.
Afirma: “Así voy transitando hacia el lugar que me corresponde. No le tengo miedo a la muerte. Solo quiero poder hacer algunas esculturas más”.
Aquello que empezó con el barro cuando era niña la acompañó siempre, en el taller, en la docencia, en los días de su vida cruzada por las distintas maneras de amasar las materias de origen. Esas materias que, después del azar, en muchos casos terminan fundando una identidad.

Rosa Elyn Díaz inaugura su muestra el 08 de septiembre en el Quirós.

domingo, 20 de agosto de 2017

67 años del Club Barrio Norte

Luego de escuchar a Alberto “Pocha” Badaracco (1928), se puede estar seguro de que en el principio de la historia del club Barrio Norte, fundado el 16 de agosto de 1950, no fue el verbo, sino el maizal, el ingrediente básico del caldo primigenio donde se cocinara, a fuego esforzado y lento, la fundación de un nuevo templo donde, ante todo, pudiera rodar la pelota de fútbol.
En la mañana de un sábado gris el actual vicepresidente de BN: Fabricio Castañeda (1974), además destacado trabajador de la cultura en la ciudad/río de Gualeguay, me acompañó hasta la casa de un miembro histórico del club: Pocha Badaracco. Castañeda acompaña a Fabián Pretto, presidente, desde 2013. El viaje en el tiempo no se hizo esperar; cuando se agregó el mate ya andábamos a finales de la década del ‘40.
Alberto "Pocha" Badaracco y Fabricio Castañeda
Pocha armaba los recuerdos. Yo pensaba en la exigencia emotiva que podía significarle el regreso, pero en todo momento estuvo presente la tranquilidad, como si en él, recordar fuera la acción más natural del mundo.
Antes de que Pocha se ocupara del lugar donde creció BN, dio un par de datos que fueron abriendo las puertas de la historia: “Antes de llegar al lugar definitivo, el señor Ramón Caffarena, un hombre serio, no muy sociable, prestó parte de su tierra para hacer la cancha de fútbol. Y antes de eso Barrio Norte, su nombre, tuvo presencia atrás del hipódromo, donde hubo una cancha”.
El adn definitivo de BN: “El terreno lo donó el primer intendente peronista, el Dr. Juan José Rojas. Freyre lo puso en regla y lo dio por 20 años, después quedó. En el lugar donde creció el club había un maizal; nosotros, los muchachos, lo limpiamos. El terreno llegaba hasta la avenida, pero después se devolvió parte y se loteó. El barrio lo hicieron los políticos. Entre nosotros estaba Germán González, uno de los pioneros, Pablo Denardy, que trabajó mucho. Todos trabajamos una barbaridad. Fue por el 48. Entre un grupo de muchachos nació la pretensión de fundar un club. Germán González vivía en Buenos Aires, ya era un hombre grande, se aburrió y se vino. Era soltero, y muy amigo de nosotros. Lo entusiasmaron, él no sabía si la pelota era redonda o cuadrada, y agarró viaje. Cuando había que trabajar, era exigente; si existía un compromiso y se faltaba, se enojaba”.
Los orígenes de Pocha: “Yo vivía a dos cuadras de la plaza San Martín, era de otro barrio, pero con Pablo Denardy éramos como hermanos. Antes iba a BH. Me había hecho amigo de toda la gurisada de esta zona jugando a la pelota. Donde sobraba terreno se hacía la cancha, pero para empezar, siempre faltaba la pelota. Yo jugaba en un equipo en BH, los sábados, y un día se armó una pelea contra BN; yo estaba en el medio, era amigo de todos”.
Barrio Norte en 1964
A cada momento en el relato de Pocha aparece la mención de quien fue, sin duda, una presencia decisiva: Germán González, y no falta la referencia a los muchachos que hicieron posible el sueño. Hasta cuando cuenta de su historia en Buenos Aires: “Mi oficio primero fue zapatillero, desde los 11 años trabajé en lo Lopetegui. Después me fui a Buenos Aires y estuve 5 años. Allá aprendí a hacer zapatillas de cuero, y salí bastante bueno (se ríe). Viví a dos cuadras de la cancha de Dock Sud. Fue en esos tiempos en que los militares llevaron preso a Perón. Los obreros venían por atrás de la casa de gobierno, daban la vuelta por Dock Sud; eran miles de personas, algo extraordinario; se paró todo Buenos Aires. Volví para hacer el servicio militar en Tala, pero fui exceptuado por exceso de soldados. Luego fui albañil. En el club todo lo hicimos nosotros, éramos muchachos jóvenes, y la cabeza era Germán González”.
Aparece el recuerdo de: “El primer partido en la segunda categoría fue contra Gualeguay Central, nos ganó 1 a 0. En BN jugaba Aníbal Martínez, Ramón Perret, Miguel Leal, Roberto Razetto, yo de 5, Rosendo Taborda, Mario Vela, Carlos Carrizo, Adán Lescano, Ismael Hermoso, Alfredo Constantini, Alfredo González, Jorge Ferrando, y el DT era Germán. En su casa guardábamos la pilcha. La camiseta era la clásica de Estudiantes de La Plata”.
Pregunto si además de la cancha había algo más, pensaba en una cantina, un refugio: “Además de la cancha, había un árbol. Cuando marcamos la cancha hubo que mejorar el terreno, y siempre a la cabeza estaba Germán, sea con la guadaña o alguna máquina. No había otros árboles, los alambrados precarios. Hubo que plantar árboles, era todo un trabajo; no teníamos agua, así que había que acarrearla. El señor Carnevale, gerente de casa Bisso, nos ayudó mucho. Se sembraron eucaliptos, que después costó más trabajo sacarlos, cuando se hicieron los tapiales; esos árboles se hicieron unos monstruos”.
El trabajo en pos de la legalidad: “Hubo que respetar la reglamentación de la liga de fútbol; primero postes de 1,20m. de madera dura o cemento, todos éramos albañiles, fueron de cemento; después los pidieron de 1,80m., los hicimos, fue de noche, en la pista, son los que están en la actualidad. Después el alambre liso no corría más, tenía que ser tejido, se hizo. La pista de baile la hicimos por un desacuerdo con Bur. Armamos un baile en lo Bur, y nos fue bien, el barrio respondió. Enseguida pidió aumento. Nos prestaron una máquina y se hizo la pista. El primer tapial de la pista de baile estuvo hecho con bolsas de arpillera. Los bailes fueron un éxito; y eran en Barrio Norte y BH, después empezó Sportiva. Recaudábamos con bailes, rifas, con un Prode”.
Siempre el trabajo, el feliz sacrificio: “No había ninguna otra construcción. Nos reuníamos en la casa de Luis Campagnola, que fue presidente, de Braulio González, se rotaban las casas. Se trabajaba con mucha voluntad, hacíamos casi todo nosotros, pagar muy poco. Había personas que hacían préstamos de dinero al club, que luego había que devolver. Eran tiempos de una pobreza terrible. No había nada, se fue haciendo despacio. Con Denardy fuimos a comprar los palos para los arcos, se cortaron en la carpintería Benítez. Siempre estuve, los sábados, en vez de ir a casa, iba al club a trabajar. Se trabajó mucho. Ya había clubes fuertes como Gualeguay Central, Estudiantes. Barrio Norte fue un club que creció mucho. Se hizo, y se sigue haciendo, no digo que hoy haya puros ricos, pero hay una clase media para arriba, y después, como siempre, estamos los pobres”.
Al fin un refugio: “La primera cantina sirvió para todo, cantina y secretaría; después hasta hubo un piano con el que algo tuvo que ver Carlitos Curvale, centralero a muerte. No recuerdo si él lo trajo. Un hombre ciego venía cada tanto a afinarlo, lo usaban los conjuntos musicales. Se hizo una primera cancha de bochas techada, la voló el viento; y el viento también voló la segunda. La cancha actual, también la hicimos nosotros. Hice de todo, fui parte de la primera o segunda comisión directiva, cuyo presidente fue Inocencio Olivera; a pesar de que Isidoro Ducassi se oponía porque yo había sido parte de aquella pelea que contaba entre BN y BH. Después ya quedé, fui hasta presidente por el 57. También fui director técnico, gané 5 campeonatos, tenía de colaboradores a Julio Cerrudo, un extraordinario atleta, y Darío Caracciolo, profesor de educación física. Mucha honestidad, y principalmente respeto, todo nacía de Germán. No estuve de acuerdo cuando le pusieron mi nombre a la cancha, le dije al presidente Miguel Cosso que no me parecía, había muchos que se lo merecían… inclusive yo. Estuve toda la vida. Hicimos hasta las tribunas”.
Pocha (2012)
Desde aquellos tiempos fundacionales BN, como dijo Pocha, creció mucho, y entonces el club que giraba alrededor del fútbol y la amistad abrió el juego. Fabricio Castañeda habla de las actividades que tocan al presente. Hay en las palabras de estos dos representantes de BN, hombres de distintas generaciones, una misma sintonía. Dijo Castañeda: “El club hoy tiene otras disciplinas, y sigue estando ese lugar de pertenencia, la gente siente a Barrio Norte como propio. Los chicos empiezan desde los 5 años en la escuela de fútbol, también la gimnasia artística. Es un lugar abierto, la mayoría de las actividades son sin cuota, salvo la gimnasia artística y el tenis, que tienen una cuota mínima. Entre chicos y grandes hay 90 personas haciendo tenis. Casi 100 en la artística. La escuela de fútbol tiene 185 chicos de 5 a 11 años, y los que son federados: 120 más, es totalmente gratuita; después de la práctica, dos veces por semana, se le da la copa de leche, algunas madres preparan la merienda con bizcochos y dulce de leche, y se comparte también ese momento; para eso tenemos una ayuda de la tarjeta Sidecreer de la Provincia. Hay casín, bochas, tenemos chicos haciendo bochas. El club también tiene una comparsa: Samba Verá, hay mucha gente trabajando ahí, y se siente la pertenencia, el trabajo, los corsos, este año vamos a tener cantina, y se colabora así con el turismo y la cultura. La comparsa nació en el club y volvió hace 11/12 años, hoy cada comparsa tiene que tener un respaldo. Como ayer, hoy hay mucha gente que colabora de manera desinteresada. Hay dos salones de fiesta que se alquilan todas las semanas. El socio o la gente del barrio sabe que, si necesita hacer un bautismo, un cumpleaños de 15 o un casamiento, el club está a su disposición gratis; nadie queda afuera; hay distintos salones, según las necesidades. El club está abierto a las inquietudes de la gente, y de las instituciones, y lo mismo ocurre en otros clubes; se presta el salón para la vigilia por Malvinas el 2 de abril, o se presta para la cena de la APDH de la ciudad el 24 de marzo. De la gente recibimos la colaboración con la compra de un pollo el domingo, el número de la rifa o la asistencia a la cena aniversario; la de este año, con las tarjetas vendidas 15 días antes, para casi 500 personas. Recibimos apoyo cuando se nos voló el techo del gimnasio: de la gente, y de, por ejemplo, el Club Pelota con un baile y cena a total beneficio de Barrio Norte. Un trato solidario entre todos. La escuela N° 6 Victoriano Montes, y la secundaria N° 11 ‘De Tablas’, cercana a la ruta, hacen todas las actividades de educación física sin que se le cobre nada: 600 pibes”.

En los orígenes contados por Pocha aparece la presencia esencial del barrio, el club era para acompañarse con la gente del lugar, el club se transformó así en una institución esencial en la sociedad. Y en el relato de Fabricio sobre el quehacer actual del club, queda evidenciada esta única manera de ser en la historia: importa la gente, el lugar, importa dar una mano, estar presente junto a la comunidad, importa la práctica de la solidaridad. BN y su gente, la que lo sigue haciendo posible, entienden muy bien de qué se trata. Fue BN un club fundado por trabajadores, y ayer, 19 de agosto, tuvo su cena aniversario.

domingo, 13 de agosto de 2017

Ángel Oscar Cichero: amanecer en Gualeguay

Sobre el escenario de la charla con Ángel Oscar Cichero (1974) sale a escena, primer cuadro, la necesidad de contarse, y de contar, su lugar en el mundo: historias, músicas, dibujos y colores; contar la memoria de la aldea natal: la ciudad/río de Gualeguay habitando el mapa de la imaginería entrerriana. ¿Cómo cuenta Cichero?, a través de la vida de su criatura, el ballet: Amanecer Gualeyo, un quehacer cotidiano que ya lleva 21 años en el paisaje.
Ángel Cichero en Caseros, Entre Ríos.
Los primeros movimientos de Ángel Oscar: “Hice jardín y primaria en la Chiclana, y ahí regresé de grande, ya hace un tiempo, a dar clases; la secundaria en la Comercio. Bailaba folclore desde chico, en la clase de música, escuela primaria, desde los 7/8 años. Y por Gualeguay andaba Juan Francisco Berisso, que era un hombre que se dedicaba, sobre todo, los domingos, en una chata Ford, a recorrer todos los barrios; juntaba gurises y los llevaba al club Sportiva; ahí enseñaba baile, folclore tradicional; los destacados iban a la peña semanal El Estribo, que tenía como sede el club. En la escuela, para las fiestas patrias, como sabían que yo tenía alguna formación, era: ‘baila Cichero’. No sé cuándo me di cuenta de que el baile era algo que no podía dejar de hacer. Era fuerte en el barrio jugar a la pelota, también ir a pescar o jugar a la figurita, pero siempre estuvo presente el baile, que no era compartido por el resto de los amigos. Me miraban raro en la escuela, en el barrio, y ahí se producía una contraposición: uno se quería encontrar con esa identidad reconocida, pero estaban los amigos. En cambio, aprendiendo folclore era uno más. Bailando sentía también que me reconocían, que me aceptaban; eran mis herramientas. En esta academia para niños que llevaba adelante el Negro Berisso, competíamos en Bovril, en el Festival Provincial del Gurí Entrerriano; ahí, con Ana Lina Naufal, ganamos el primer premio en zamba, por el 84. Ese fue un quiebre, por ahí, a esa edad uno se colgó del premio; tal vez haya sido ahí que pude decir: bueno, esto es lo mío. Empezó a aflorar la idea de que no era solo un baile, pero no estaba ni cerca de entender el compromiso cultural. El baile era como jugar a la pelota, que no faltara. A esa altura, si me ninguneaban porque bailaba, me les reía. Además tenía problemas de vista, jugábamos en la calle a la paleta, mi abuelo fue fundador del Club Pelota, pero yo no veía la pelotita; también soñaba con ser aviador, y cuando fui a Buenos Aires a estudiar a la UBA, no veía los números de los colectivos; entonces no era raro que uno se refugiara donde la vista no traía problemas. Eso sí, con lentes de contacto, me recibí de piloto en el aeroclub. Después apareció el boliche, y yo iba exclusivamente a bailar; si no bailaba, me iba”.
Formación, mandatos sociales, Buenos Aires y vuelta a la ciudad/río, los caminos de la vida: “Cuando me fui a Buenos Aires ya era profesor de folclore; mientras hacía el secundario vino un profesor de Diamante, Claudio Cerpa, que traía la oportunidad de que los chicos que bailaban se formaran como profesores de danzas folclóricas: 4 años. Lo hice. Para entonces ya había un compromiso cultural. El Negro Berisso estaba viejo, dejó la peña, y entonces empezó a pasar: ‘¿Qué hacemos con esto?’. Con gente de El Estribo se formó el grupo El Reencuentro. Cuando me fui a Buenos Aires lo hice con algo pendiente, no había funcionado el grupo, y en Gualeguay no había un espacio para la danza. En la gran ciudad quise estudiar ingeniería electrónica, me gustaban los cables; estuve un año en el ciclo básico, pero no me supe adaptar a Buenos Aires, y no tenía el nivel de formación secundaria que necesitaba, era más o menos como no ver. Cuando regresé a Gualeguay me anoté para estudiar analista de sistemas en la Comercio, por el mandato familiar de estudiar. Y vine a trabajar en el taller mecánico de mi viejo”.
Amanecer Gualeyo en Maciá 2017
Cuando Ángel estaba terminando la carrera, Julieta Reynoso, una compañera del profesorado de danza, le comunicó que Raquel Orgambide, directora departamental de escuelas, junto a Silvia Ronconi, la habían convocado para formar un grupo de danza representativo de la ciudad; y que ella pensaba que quien debía jugarse en semejante desafío era: él: Cichero, el mismo hombre que trabajaba de día en el taller del viejo y que estudiaba de noche, o sea, un ciudadano modelo. Cuando fue a la entrevista, luego de pasar por un patio lleno de alumnos y docentes, le informaron de la intención: un grupo sostenido económicamente por el Municipio. Fue luego de asegurarle que iba a poder afrontar la tarea, que las damas le informaron -después de que Ángel preguntara cuándo había que empezar- que las clases comenzaban: ‘ya mismo’. La gente del patio esperaba al profesor. Con ropa de taller mecánico dio su primera clase. Este espacio se generó como un taller de la Dirección de jóvenes y adultos de la Provincia. Este hecho, y luego la formación de dicho grupo fue el antecedente fundacional del ballet Amanecer Gualeyo, que está a punto de cumplir 21 años de existencia.
Patricia Milesi y Ángel Cichero en la presentación de Orillas (Ibarra-Castañeda)
La evolución, principios de la elección estética de Cichero: “Se buscó profesionalizar una estética tradicional hacia la del ballet; me gustaba la cuestión creativa coreográfica, si bien tengo un respeto por la tradición y es donde sustento mi identidad folclórica; me gusta lo creativo, ¿cómo hacer coreografía respetando la esencia?, y a la vez dar una imagen diferente, personal, una elección estética. Fui por ese lado. Se fue unificando el vestuario, había una caracterización de lo corporal, para hablar de ballet es necesario hablar de una definición corporal que no te da lo tradicional, sí el clásico o el contemporáneo; las pretensiones eran grandes. Se votó entre los integrantes el nombre y se eligió Amanecer Gualeyo. Arrancamos en el segundo semestre del 96. El año pasado para la fecha en que se cumplían los 20 años, compartíamos el Coral 2016 de Nora Ferrando, y entonces el espectáculo de festejo, hoy 21, quedó para este año: el 14 de octubre en el Teatro Italia. En definitiva tuvimos la suerte de haber sido reconocidos, que era quizás aquello que buscaba desde chico”.
Alrededor de Amanecer Gualeyo Ángel le saca punta a la reflexión: “A veces me pregunto por dónde va el objetivo personal: hay una lucha permanente con uno mismo, por la parte creativa, y por los tiempos, sigo trabajando en un taller buscando el sustento. Uno por ahí quisiera haber sido mejor bailarín o tener mejores herramientas, y a la vez nunca claudicó frente al compromiso. Tengo un grupo, se formó, hoy el ballet tiene personería jurídica, y todo lleva su tiempo. Creo que nos hemos ganado un respeto, pero no sé si nos valoran, porque todo es una lucha”.
En las palabras de Cichero aparece como constante el compromiso con su hacer; se le nota que no es de los que adhieren a esa distancia que puede opacar un oficio, el desafío se enfrenta siempre en cercanía, como cuando baila un chamamé: “Salgamos del ‘masomenismo’ gualeyo, no nivelemos para abajo; lo del ‘masomenismo’ lo escuché por ahí, y lo difundo porque creo que en Gualeguay hay mucho talento, pero muchos se conforman con un aplauso. Yo te aplaudo, pero vos sabés que podés dar más, ¿qué hacés con ese aplauso?, ¿te lo crees o le pertenece a otro que está al lado tuyo? Como más o menos te aplauden igual, ya está. Y acá, en esta ciudad, aparecen las ideas que después exportamos, ¿y para cuándo Gualeguay?”.
¿Y qué decir de los caminos de la identidad?: “Cuanto más lejos estamos de Buenos Aires mayor es el orgullo de la pertenencia, de ser; estamos contagiados y miramos siempre para allá. Pero a pesar de esta lucha diaria, está la vocación de hacer lo que a uno le gusta. Entonces uno se reinventa. Todo empieza en la identidad, el conocimiento. Podés agregarle instrumentos a un chamamé, pero tiene que seguir sonando chamamé. Desde la danza tenemos que cuidar la forma, porque nos seguimos vistiendo de gauchos; la línea coreográfica tiene que ver con la línea musical y la de vestuario: esa música es la base para construir el patrón de la imagen. Y después la idea coreográfica puede enriquecerse con los aportes del bailarín”.
20 Años en el Teatro Italia: 14/1072017
El trabajador de la cultura, y aún más aquella persona que a través de un oficio, de una búsqueda, intenta ganarse el beso de la damisela arisca del arte, sueña a veces con poder contar con el tiempo y los medios necesarios para desarrollar su parada. Tener tiempo para mejor encontrarse frente a las exigencias, las búsquedas, las dudas: el esfuerzo de cada día entre los pliegues donde se mueven sus almas creativas; ese laborar silencioso, íntimo, que decide el tenor de la jugada riesgosa que no da diploma, que pide el compromiso de una vida toda y que, a cambio, la mayoría de las veces, tal vez deje a la vista, y con felicidad, el trabajo sincero realizado a través de los días. El arte siempre estará por verse, siempre será un tema de mañana. Este mismo trabajador es el que estará obligado a desarrollar, al mismo tiempo, otra tarea para ganarse la moneda que le permita cubrir sus necesidades primarias, y para además destinar parte de esa moneda a la realización de su oficio, el que sí define su identidad, esa patria interna no negociable. También este trabajador, y todo dentro de los mismos días de esta única vida, deberá enfrentar, estará obligado a ello, la manera de entender la cultura desde las alturas del poder. Porque distinta será la suerte a correr cuando el trabajador no participa de las coordenadas establecidas, las maneras convenidas y convenientes de leer la cultura. Desde el mundo globalizado, desde los centros direccionales, llámese Europa o Estados Unidos, la directiva es, precisamente, la uniformidad del paisaje: global, preestablecido, y esto no tiene nada que ver con quien trabaja en la cultura para contribuir a la memoria de una aldea, de una provincia, un país, una región: la famosa identidad cultural. Primero entonces los países del más allá, y luego nuestro centro histórico: la ciudad de Buenos Aires, y esos ojos que la mayoría de las veces no ven más allá de su ombligo. Se rompe el cerco cuando la propuesta apunta a la facturación desde temprano, cuando el alimento balanceado para pollos conviene; y entonces, lo dicho, difícil será la parada sincera de hombres creadores, como Ángel Oscar Cichero, que se emocionan frente al compromiso; esos hombres que siguen golpeando las puertas del sistema para que muchos confundidos se den cuenta de que la patria, la pertenencia, la identidad, se celebran de adentro para afuera. Cichero no dispone de todo el tiempo, de toda la libertad, pero quizás en esas limitaciones se encuentre su fortaleza. A veces con el corazón en la boca, a veces jodido, pero nunca derrotado. Mientras tanto sigue de Amanecer Gualeyo, lo dicho: un desafío que cuenta con mayoría de edad.

domingo, 6 de agosto de 2017

Antonio Castro de regreso

Desde hace un puñado de días hay en el Museo Quirós una presencia determinante que todo lo modifica. Hablo de las almas del espectador, que mira alucinado; hablo del aire, y en él señalo las rondas de buenos fantasmas que regresan; y entre ellos, el primero, fundacional, el de Antonio Castro, destacado artista plástico gualeyo, y sus maneras de animar el vuelo del pincel y los colores. Una obra de dimensiones generosas (2,50x1,50mts). Un cuadro, pero no en soporte tradicional. Un ensayo plástico trabajado sobre una confluencia poética, así lo pienso.
Néstor Medrano, a cargo de Cultura del Municipio, informa: “Es una donación de un sobrino de Castro”. Maximiliano Crespo fue el encargado de enmarcarlo.
¿Quién es el sobrino generoso de Antonio Castro?, es la primera intriga, porque, me digo: no cualquiera piensa: que sea para todos, y no solo para mí, o no solo para un particular; digo: tiene sus cuestiones ese egoísmo, entendible, de la posesión de una obra de arte. Y además, pienso, sé, que toda obra tiene un relato, y entonces, encontrarse con el que corresponde a este caso, hace todavía más maravilloso el gesto de dar, de entregar el tesoro para los demás.
Antonio Castro
El hombre generoso es Raúl Emilio Albornoz Castro, más conocido en su barrio como el “Turco”: “Mi mamá era hermana de Antonio: Juanita, la Negra, más conocida por el apodo: Silvia”. En el libro de Nidya Rampoldi: “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009) me enteré de que Castro, alguna vez, frente a la escasez de materiales donde pintar (papeles, cartones y maderas, y variados etc.) había emprendido la labor sobre una sábana. “Una sábana de Castro”, le digo al Turco: “No es una sábana, es el mantel de mamá. Un pedazo de tela, tipo lienzo, pero es tela simple, comprada en una tienda de retazos; como mamá cosía y bordaba como una diosa, lo hizo mantel. Pasó el tiempo, y mamá dijo que se lo iba a llevar a Antonio, para su mesa. Él vivía en la casa que había sido de mi abuela. Sobre este mantel han comido los grandes amigos de Antonio: Petroff, Normita Olhaberry con Otero, Pitina Olhaberry, el doctor: el ‘Gordo’ Alberto Lescá. Conocimos a sus amigos, también amigos de mi mamá: Emma Barrandéguy, Cachete González, que se apareció una mañana en casa acompañado por Jaime Dávalos, los dos venían a ver a Antonio, los dos en pijama, era verano; y conocimos a grandes viejos, yo era joven, y conocí a Mastronardi, a Elsa y Eise Osman, mucha gente vino a casa, literatos. Mi mamá les hacía ensalada de tarucha, que el mismo Antonio pescaba, y que nosotros, chicos, les sacábamos las espinas al sol, eso también era una obra de arte; les encantaba el pescado frito. Corría el buen vino, cuando salió el Valderrobles, era un lujo. Después, más para acá, las chicas Mochi: Biby, que puede contar mucho de Antonio, y su hermano Néstor que estaba Italia (Biby sumó los nombres de sus hermanos Prudencio y Graciela) le traía materiales de pintura. Antonio además era amigo de los pescadores del río, que eran su gente de la ‘fogarata’, la ‘fritangueada’, del vino y el cigarrillo; por eso te digo que Antonio quedó en los rancheríos pobres, en la pintura y en el sentimiento de la gente. Antonio ofrecía siempre su casa, y eso es una herencia. Nos enriquecíamos con él. Un día no tuvo mejor idea de poner con cinta el mantel en una pared y empezar a bosquejarlo, porque es un bosquejo, no es una pintura terminada. Mi mamá tuvo el mantel muchos años. Sirvió para la mesa de madera de la casa. Las viejas de antes cuidaban las pocas cosas que podían tener”.
Entre recuerdos y deseos: “Antonio vivía en su casa, que él le había comprado a la madre, con su hermano Cacho, pero durante años vivió con nosotros. Guardo pinceles y bosquejos de él, a varios los hice enmarcar y los colgué. Me gustan porque es cuando nace la idea. Y guardaba el mantel, bien doblado dentro de bolsas, nada de humedad; estaba en una parte de la casa, que es medio tapera, pero bien seca. Estamos sacando cosas porque vamos a vender una parte. Le dije a mi hermano que lo iba a donar al Museo Quirós. Es una obra de arte de Antonio, que no tiene la firma, pero el trazo es inconfundible. Debe ser de principios de los ’90. Quisiera que la obra quede para siempre, que la vean todos. No lo quería en manos de un privado. Son dos obras de arte en una: las manos de mi madre y la pintura de Antonio. Tengo tapices pintados que tampoco están firmados porque son de cuando tenía problemas con la artrosis. Hubo familiares que vendieron obra, y está bien, cada uno sabe, nosotros no vendimos, le dijimos a mamá que no vendiera nada. Antonio murió en casa de Cacho. No murió en casa porque nos inundábamos, si no hubiera muerto en casa. Quería mucho a mi papá”.
Castro en el Quirós. Foto de Fernando Sturzenegger.
Pregunto al Turco cómo era el tío: “Más que tío fue un amigazo. Nos leía a Omar Khayyam, ahí tengo el libro viejo: ‘¡Bebe vino!’, porque a él le gustaba la bohemia. Fue un amigo, aparte de unirnos la misma sangre, nos decía: ‘La palabra justa en el momento justo’. Nos marcó para siempre: ‘Sobrinos, ustedes sean felices con lo que quieran ser felices, que yo voy a ser feliz’. Hay que decir todo lo que era Antonio. Como dice mi hermano: ‘Antonio quedó en los rancheríos pobres’, porque era eso, era sinónimo de esos lugares; siempre daba una mano, si él no tenía, pedía para darle a otro. A mis 57 años, fui, soy, testigo. El recuerdo de Antonio, más que la sangre, es la enseñanza a cabalgar la vida, a ser honesto, a ayudar en el momento que corresponda, y con la herramienta que corresponda; no son palabras mías, son palabras de él”. Raúl Emilio se emociona, se lo ve feliz, pleno en la memoria: “También heredamos el amor por los libros. Antonio iba dejando cosas por el camino, dejó obras en casa de un amigo, y nunca más las buscó. No era materialista, vivía desprendido. Él vivió en Buenos Aires, en una habitación pequeña en un teatro, por ahí también quedaron obras. Se relacionó con artistas. Recuerdo una carta de Páez Vilaró invitándolo a Uruguay”.
Pregunto por una imagen/recuerdo de Castro: “Fue un bohemio nato, que ya no se ve más en este mundo. Lo recuerdo saliendo a caminar con el bolso al hombro, pararse a hablar con toda la gente del barrio. Él era pueblo. Era amigo de todos. Nos enseñó a remar, a pescar, desde chiquitos. Y creo que era más familiar de la gente que conocía que de la familia propia”.
El Turco afirma que Castro: “Era muy ‘mamero’, cuando murió la abuela, yo tendría 9, Antonio empezó a ser un trashumante. Iba y venía. Vivió en Buenos Aires, se juntaba con Cachete y Martínez Howard en La Boca. Después se quedó en Gualeguay”.
Asegura el Turco que: “Antonio tuvo una infancia feliz, todos los hermanos eran unidos. Después llegó hasta el maestro Epele, que lo incentivó”. Recuerda que las pérgolas del barrio llevaban el nombre de “Paseo Antonio Castro”, y dice no entender por qué no se mantiene la denominación.
Los regresos de Antonio Castro: “Antonio se hace presente en un vaso de vino, en un cigarrillo. No se puede decir que no está. Se lo encuentra en su pintura, en el río, era un gran pescador. No tuve hijos, pero de haberlos tenido me hubiese gustado ser como fueron Antonio y mi padre”.
Una presencia determinante, que todo lo modifica. Me detengo, en soledad, es media mañana en el Quirós, frente al Antonio Castro. Nico y Maxi están en la oficina. Abro mi libreta y lapicera en mano tiro mis trazos de palabrería. Anoté que muy bien el mantel de la mamá del Turco, pudo ser mantel y también sábana en la casa del artista. Un mantel trabajado por las manos de una madre, un simple retazo de tela acondicionado para que sobre su esencia de festejo festejaran en comida y trago tantos amigos. Y una sábana trabajada primero entre los sueños y las vicisitudes y destinos de las noches de Antonio, y luego, como para acomodar los relatos, el impulso de liberar pinceles y colores. En la soledad que me regalaba el Quirós, descubrí otra vez la marca fundacional de Gualeguay. Digo una y otra vez que esta ciudad/río está ubicada en el límite de dos territorios: donde transitan aquellos que están vivos, el cotidiano a la vista, y la otra tierra, donde aquellos que partieron, nuestros muertos, regresan a los afectos. La obra, el cuadro, el mantel o la sábana, muchas veces la palabra justa no importa, es una comunidad, primero de colores (se ve que Antonio andaba escaso de soporte tradicional, o nada más quiso innovar, pero sí contaba con pintura en generosa presencia) y de trazos de poseso amanecido en la maravilla del arte; y luego de figuras o recuerdos de humanos viajeros entrevistos en la maravillosa acción de regresar, de volver. Una comunidad de almas, de buenos fantasmas. Hablo de figuras entrevistas saliendo desde el fondo de la obra, desde la “entrenoche” como anotó la poeta: sus rostros, su mirada sobre la mujer en ocre desnudo que se muestra en el centro de la tela, el retazo, el mantel, la sábana, la comida y el sueño. Desde la tranquilidad en el Quirós vi en el Castro esa comunidad de fantasmas en el regreso, y en ellos vi cierta ansiedad, causada por la misma acción de volver desde la memoria, y porque se quiera o no aceptar, la vida y sus cercanía implica cierta velocidad, cierta neblina hecha de arena que desdibuja los días, y en eso caen hasta los fantasmas. Anoté que en todo este universo, Antonio Castro guarda un único espacio de remanso. En la altura, a la derecha, a través de una ventana originada en alguna curva de un cuerpo humano, se ve con claridad y simpleza de trazo, un bote con su pescador: un puñado de trazos negros y una pasada en verde para señalar el refugio. Hay una figura a la izquierda que sugiere una sintonía de personaje que muy bien podría habitar un cuadro de Cachete González. Escuché en una noche cercana al poeta, plástico y ensayista Luis Alberto Salvarezza, y al plástico y ensayista Marcelo José Vázquez, señalar esa presencia puente entre los artistas gualeyos. Hablando de la obra de Castro y Cachete con el poeta y editor Ricardo Maldonado, me dijo que no hay que olvidar que ambos artistas vienen del mismo barro primordial, ese sentimiento o mirada social y poética que también marca, define, la ciudad de Gualeguay.
Agradezco esta nueva presencia de Antonio Castro. Invito a los gualeyos a pasar por el Quirós y sentarse a la mesa de los regresos. Agradezco que a través del fotógrafo Fernando Sturzenegger pueda guardar su registro. Agradezco a Raúl Emilio Albornoz Castro por su ofrenda para todos, por sus palabras. Y no quiso ocupar ni un lugar en la foto.