Presento
las señales de fundación para esta escritura: dos fotos y una línea de poeta.
La palabra, la herramienta con la intento saber de dónde vengo, cuántas son las
almas que llevó conmigo: las que me construyen en identidad, cuántos fantasmas
queridos me acompañan, cuánto de amor llevo en la memoria, cuánto de dolor. Las
palabras para encontrar, ahora, en este momento de escritura, mi ceremonia:
dentro de la hoja en blanco este primer movimiento, estas líneas de
reconocimiento en torno a una emoción, y su después como idea.
Hace
unas semanas me encontré en la red con una foto de Fernando Sturzenegger. El
impulso fue guardarla. Impacto profundo. Como dijo una vez el poeta Ricardo
Maldonado, una buena foto se reconoce por su capacidad para invitar a la
palabra, la poesía, la escritura. Y cuando entre mis almas la foto de Fernando
exigía su escritura, tuve el buen destino de encontrarme con una segunda foto
de su autoría. El desafío de anotar todo aquello que me ocurría con estas dos
fotos, estaba planteado. Sabía que tenía que escribir, y esto era una buena
noticia. Transcurrían estos sucedidos hasta que durante la semana pasada, una
línea perteneciente a un poema saltó desde la memoria, y entonces toda la
libertad que anida en el verde del jacarandá del fondo de casa, en la chacra
gualeya, me señaló este inicio de escritura en día lunes. Recuerdo en este
instante una novela leída hace años: “La eternidad por fin comienza un lunes”
del escritor cubano Eliseo Alberto. En lunes, entonces, anoto la línea escrita
por el Chango Ibarra, que de seguro quisiera aparecer como guitarrero antes que
poeta: “Todo es un regreso a lo que definitivamente somos, la infancia”.
La
primera foto de Fernando (en color): un gurí/pibito -así mi manera de nombrarlo
con palabras de Gualeguay y Buenos Aires- en el centro de la foto. Vestido con ropa
que no brilla pero que tampoco es harapo. Lleva puestas botas de goma. Ojos
achinados: adivino una esforzada mirada atenta, además un dejo de tristeza. Manos
al frente: la mano derecha apoyada sobre la izquierda. Desde la cintura, y sostenida
por la mano izquierda, queda fija en la imagen: su gomera: horqueta en madera
de árbol: parece reciente, nuevita, con poca muerte encima. El gurí/pibito está
parado sobre una calle de tierra. A su espalda, dos escalones en cemento acercan
hasta una vereda angosta. Una puerta de dos hojas alojada en el corazón de la
ochava; se ve poco de la casa hacia la izquierda, mucho más se revela hacia la
derecha, ¿la misma casa de la esquina?, ¿una casa vecina?: puerta simple, una ventana
con persiana plástica baja. Sigue un tapial bajo, sin revocar, ¿de una tercera
casa o todo es parte del mismo universo?; como final de la toma: un
churrasquero. Tal vez sea una casa/negocio, comidas para llevar. La pared más
grande aparece emparchada con un gran remiendo de cemento, a medio terminar o
hecho a las apuradas; y en todas las paredes la huella de la lluvia lavando la
pintura vieja, ayudando al progresivo juego de descascar que tanto gusta de practicar
el tiempo sobre las casas y las criaturas.
Sturzenegger
cuenta que después de que sacó la foto, el gurí/pibito abandonó su lugar, se
acercó, y le preguntó si regalaban juguetes. Toda la escena ocurrió en un lugar
de Puerto Ruiz. Entonces: la palabra del viajero: de Puerto Ruiz a Martín
Coronado, provincia de Buenos Aires. Fui gurí/pibito en las calles de Coronado.
Había muchas calles de tierra, y por lo tanto muchas de barro. La casa paterna
está ubicada frente a las vías del ferrocarril Urquiza. Hoy todo luce con asfalto,
pero en el ayer supe de zanjones, y supe de la calle de tierra que teníamos en
la esquina. Y recuerdo que mi papá me contó que cuando hizo la mudanza, en los
primeros años de los ’60, tuvo que llevar todo en carro, por el barro: que fue cemento
cuando yo transitaba mis primeros años. Recuerdo la esquina inundada durante
las lluvias, el barro avanzando sobre el asfalto, los vecinos limpiando la
calle cuando se iba el agua.
Recuerdo
caminar con mi abuela materna: Eufemia, cerca de su casa, también en Coronado,
por un loteo cercano al campo de los curas. Yo llevaba al cuello una gomera con
horqueta hecha en un metal, como un alambre grueso retorcido con delicadeza de
artista, que había sido de mi abuelo Eduardo. Todavía la conservo. No tengo
recuerdo, en esas ocasiones, de haber querido pegarle a pájaro alguno. Le
tiraba a los troncos y ramas de los árboles, unos eucaliptos enormes. Era una
aventura salir a caminar a las 7 de la mañana con la abuela; como era una
aventura encender un fueguito dentro de una de esas latas en las que antes venían
las galletitas que se vendían sueltas: la abuela la había adaptado de manera
tal que se podía tostar pan. Y recuerdo el día en que con gomera propia o
prestada, le di con la piedra a un gorrión que estaba en un árbol ubicado en el
terreno baldío enfrente de mi casa. Todavía me mira aquel pájaro lastimado.
Saber que alguna vez usé de esta manera una gomera, me llena de pena y espanto.
Una
villa miseria ocupaba un cuarto de la manzana donde vivíamos. Nuestra casa daba
a los fondos de la villa. Cuando llegó el tiempo del fútbol en el club 12 de
Octubre, o los picados en la canchita al lado de las vías, mis compañeros de
juego eran, la mayoría, pibes de la villa. Éramos vecinos de barrio. Siempre
los recuerdo. Pero antes de eso, tendría unos 7/8 años, ocurrió que vino gente
en un camión y comenzó, frente a la villa, a regalar juguetes a los chicos. Yo
estaba con ellos, y entonces me acerqué a recibir el mío. Una camionetita de
color verde, muy simple, las ventanas pintadas de gris, un modelo de esos años,
para llevar unas pocas personas, una combi de hoy. Llegué a casa con mi juguete
nuevo, y mi papá me explicó que yo tenía mis juguetes, y que esos juguetes eran
para los chicos a los que los padres, por ahí, no se los pueden comprar. Me
quedé con la camioneta, y aquello me quedó en la memoria; digo que fue empezar
a tomar conciencia del paisaje social; y es hoy que, desde aquella vez, cierta culpa
me aguijonea: ese juguete no debía ser para mí. Hasta estas imágenes me trajo
la foto de Fernando Sturzenegger. En directo, vi la foto, y anoté las imágenes
que se descorcharon de la memoria.
La
segunda foto (en blanco y negro): en el centro de aquello que no alcanzó a ser
más que un simulacro de casa: se ven paredes con altura escasa, unas seis
hileras de ladrillos, y una escalera en el centro del terreno, ajustada al
esqueleto de la casa que no sería; una escalera que lleva de la nada de la
planta baja a la nada del primer piso. Todo está patinado por el paso salvaje
del tiempo: el cemento trabajado por una especie de lluvia ácida y negro aroma.
Un gurí/pibito está sentado a mitad de la escalera, a medio trayecto; mira
hacia la derecha; digo: trata de guardar alguna imagen. Apoya su pie izquierdo sobre
un bloque de cemento, otra parte de lo que no fue. En el piso, atrás, se ve una
bicicleta tirada sobre otro asomo de cimiento. Detrás del gurí/pibito, detrás
de la escalera, a la izquierda de la foto, un caballo mira hacia la presencia
en la escalera, y mira, además, hacia el hombre que en sus manos lleva una máquina
de detener el tiempo. Lo escribió Roland Barthes: el sonido de la muerte,
aquello que ha sido y ya no es: la fotografía, y en esta foto, todavía más,
porque cuando la vi fue el tiempo del estremecimiento, pensamiento adentro,
frente al gurí/pibito sentado a mitad de camino, en suspensión entre la tierra
y el cielo, entre el pasado y el futuro. El personaje mira hacia la derecha y,
sin tener plena conciencia de ello, guarda imágenes, esas señales de un tiempo
que serán una referencia fundamental en su vida: fotos de la infancia. Nada
sabemos del origen, nada sabemos de dónde venimos en la primera hora, de ese
fuera de cuadro de la foto primera; dónde dormíamos antes de nacer embrión
fecundo. Y es más, dónde dormiremos una vez que hayamos terminado de subir la
escalera; digo: después de dar las hurras, dónde; al final de cuentas está todo
en la fotografía: nada en la planta baja y nada en el primer piso. En el medio
de la escalera: el alto de la infancia, quizás el último momento limpio, cuando
todavía podemos alumbrar una mirada pura. Por eso los rastros que no se borran,
por eso las palabras acertadísimas del Chango Ibarra: “Todo es un regreso a lo
que definitivamente somos, la infancia”.
El
gurí/pibito que fui “vio y sigue viendo” la cara de Roberto Ferrazo, mi
compañero de 2do. grado, dormido dentro de su ataúd; sigue viendo la felicidad
del barrio, con la barra de pibes; sigue tratando de ver la pelota de fútbol
cuando se la tragaba la noche; sigue viendo lo hermosa y delicada que era
Patricia; sigue viendo que ahí estaban siempre mis padres; que la escuela
primaria fue una fiesta; que el abuelo Julio Martín era poeta y papá artista
plástico; que había historias felices y también historias tristes. De todo
esto, y tanto más que ahora no anoto, se trató la infancia, ese momento, esa pausa
entre los extremos donde la nada fue la sustancia necesaria para fundar, y para
poder prestarle atención a la infancia. Mientras todo esto nos sucede como
hombres, como seres evolucionados que saben que, más temprano o más tarde,
tendrán que morir, transitamos a la vista de una cantidad de pequeñas criaturas
que viven cada día como una eterna infancia. Mis perros me vieron pasar, como
el caballo vio al gurí/pibito de Puerto Ruiz.
Hasta
la infancia y estos pensamientos me llevaron las dos fotos de Fernando
Sturzenegger y la línea del Chango, guitarrero con aire de poeta.
Que hermosa manera de poner en letras a dos fotografías de gurí. Que hermosa palabra, gurí , pero también como se decía en mi infancia "se viene la gurisada" "los gurises gritan demasiado",
ResponderEliminar"gurises de m... dejen dormir la siesta". Muy conmovedor, buena literatura.