domingo, 10 de septiembre de 2017

Gurí/pibito en la memoria

Presento las señales de fundación para esta escritura: dos fotos y una línea de poeta. La palabra, la herramienta con la intento saber de dónde vengo, cuántas son las almas que llevó conmigo: las que me construyen en identidad, cuántos fantasmas queridos me acompañan, cuánto de amor llevo en la memoria, cuánto de dolor. Las palabras para encontrar, ahora, en este momento de escritura, mi ceremonia: dentro de la hoja en blanco este primer movimiento, estas líneas de reconocimiento en torno a una emoción, y su después como idea.
Hace unas semanas me encontré en la red con una foto de Fernando Sturzenegger. El impulso fue guardarla. Impacto profundo. Como dijo una vez el poeta Ricardo Maldonado, una buena foto se reconoce por su capacidad para invitar a la palabra, la poesía, la escritura. Y cuando entre mis almas la foto de Fernando exigía su escritura, tuve el buen destino de encontrarme con una segunda foto de su autoría. El desafío de anotar todo aquello que me ocurría con estas dos fotos, estaba planteado. Sabía que tenía que escribir, y esto era una buena noticia. Transcurrían estos sucedidos hasta que durante la semana pasada, una línea perteneciente a un poema saltó desde la memoria, y entonces toda la libertad que anida en el verde del jacarandá del fondo de casa, en la chacra gualeya, me señaló este inicio de escritura en día lunes. Recuerdo en este instante una novela leída hace años: “La eternidad por fin comienza un lunes” del escritor cubano Eliseo Alberto. En lunes, entonces, anoto la línea escrita por el Chango Ibarra, que de seguro quisiera aparecer como guitarrero antes que poeta: “Todo es un regreso a lo que definitivamente somos, la infancia”.
La primera foto de Fernando (en color): un gurí/pibito -así mi manera de nombrarlo con palabras de Gualeguay y Buenos Aires- en el centro de la foto. Vestido con ropa que no brilla pero que tampoco es harapo. Lleva puestas botas de goma. Ojos achinados: adivino una esforzada mirada atenta, además un dejo de tristeza. Manos al frente: la mano derecha apoyada sobre la izquierda. Desde la cintura, y sostenida por la mano izquierda, queda fija en la imagen: su gomera: horqueta en madera de árbol: parece reciente, nuevita, con poca muerte encima. El gurí/pibito está parado sobre una calle de tierra. A su espalda, dos escalones en cemento acercan hasta una vereda angosta. Una puerta de dos hojas alojada en el corazón de la ochava; se ve poco de la casa hacia la izquierda, mucho más se revela hacia la derecha, ¿la misma casa de la esquina?, ¿una casa vecina?: puerta simple, una ventana con persiana plástica baja. Sigue un tapial bajo, sin revocar, ¿de una tercera casa o todo es parte del mismo universo?; como final de la toma: un churrasquero. Tal vez sea una casa/negocio, comidas para llevar. La pared más grande aparece emparchada con un gran remiendo de cemento, a medio terminar o hecho a las apuradas; y en todas las paredes la huella de la lluvia lavando la pintura vieja, ayudando al progresivo juego de descascar que tanto gusta de practicar el tiempo sobre las casas y las criaturas.
Sturzenegger cuenta que después de que sacó la foto, el gurí/pibito abandonó su lugar, se acercó, y le preguntó si regalaban juguetes. Toda la escena ocurrió en un lugar de Puerto Ruiz. Entonces: la palabra del viajero: de Puerto Ruiz a Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. Fui gurí/pibito en las calles de Coronado. Había muchas calles de tierra, y por lo tanto muchas de barro. La casa paterna está ubicada frente a las vías del ferrocarril Urquiza. Hoy todo luce con asfalto, pero en el ayer supe de zanjones, y supe de la calle de tierra que teníamos en la esquina. Y recuerdo que mi papá me contó que cuando hizo la mudanza, en los primeros años de los ’60, tuvo que llevar todo en carro, por el barro: que fue cemento cuando yo transitaba mis primeros años. Recuerdo la esquina inundada durante las lluvias, el barro avanzando sobre el asfalto, los vecinos limpiando la calle cuando se iba el agua.
Recuerdo caminar con mi abuela materna: Eufemia, cerca de su casa, también en Coronado, por un loteo cercano al campo de los curas. Yo llevaba al cuello una gomera con horqueta hecha en un metal, como un alambre grueso retorcido con delicadeza de artista, que había sido de mi abuelo Eduardo. Todavía la conservo. No tengo recuerdo, en esas ocasiones, de haber querido pegarle a pájaro alguno. Le tiraba a los troncos y ramas de los árboles, unos eucaliptos enormes. Era una aventura salir a caminar a las 7 de la mañana con la abuela; como era una aventura encender un fueguito dentro de una de esas latas en las que antes venían las galletitas que se vendían sueltas: la abuela la había adaptado de manera tal que se podía tostar pan. Y recuerdo el día en que con gomera propia o prestada, le di con la piedra a un gorrión que estaba en un árbol ubicado en el terreno baldío enfrente de mi casa. Todavía me mira aquel pájaro lastimado. Saber que alguna vez usé de esta manera una gomera, me llena de pena y espanto.
Una villa miseria ocupaba un cuarto de la manzana donde vivíamos. Nuestra casa daba a los fondos de la villa. Cuando llegó el tiempo del fútbol en el club 12 de Octubre, o los picados en la canchita al lado de las vías, mis compañeros de juego eran, la mayoría, pibes de la villa. Éramos vecinos de barrio. Siempre los recuerdo. Pero antes de eso, tendría unos 7/8 años, ocurrió que vino gente en un camión y comenzó, frente a la villa, a regalar juguetes a los chicos. Yo estaba con ellos, y entonces me acerqué a recibir el mío. Una camionetita de color verde, muy simple, las ventanas pintadas de gris, un modelo de esos años, para llevar unas pocas personas, una combi de hoy. Llegué a casa con mi juguete nuevo, y mi papá me explicó que yo tenía mis juguetes, y que esos juguetes eran para los chicos a los que los padres, por ahí, no se los pueden comprar. Me quedé con la camioneta, y aquello me quedó en la memoria; digo que fue empezar a tomar conciencia del paisaje social; y es hoy que, desde aquella vez, cierta culpa me aguijonea: ese juguete no debía ser para mí. Hasta estas imágenes me trajo la foto de Fernando Sturzenegger. En directo, vi la foto, y anoté las imágenes que se descorcharon de la memoria.
La segunda foto (en blanco y negro): en el centro de aquello que no alcanzó a ser más que un simulacro de casa: se ven paredes con altura escasa, unas seis hileras de ladrillos, y una escalera en el centro del terreno, ajustada al esqueleto de la casa que no sería; una escalera que lleva de la nada de la planta baja a la nada del primer piso. Todo está patinado por el paso salvaje del tiempo: el cemento trabajado por una especie de lluvia ácida y negro aroma. Un gurí/pibito está sentado a mitad de la escalera, a medio trayecto; mira hacia la derecha; digo: trata de guardar alguna imagen. Apoya su pie izquierdo sobre un bloque de cemento, otra parte de lo que no fue. En el piso, atrás, se ve una bicicleta tirada sobre otro asomo de cimiento. Detrás del gurí/pibito, detrás de la escalera, a la izquierda de la foto, un caballo mira hacia la presencia en la escalera, y mira, además, hacia el hombre que en sus manos lleva una máquina de detener el tiempo. Lo escribió Roland Barthes: el sonido de la muerte, aquello que ha sido y ya no es: la fotografía, y en esta foto, todavía más, porque cuando la vi fue el tiempo del estremecimiento, pensamiento adentro, frente al gurí/pibito sentado a mitad de camino, en suspensión entre la tierra y el cielo, entre el pasado y el futuro. El personaje mira hacia la derecha y, sin tener plena conciencia de ello, guarda imágenes, esas señales de un tiempo que serán una referencia fundamental en su vida: fotos de la infancia. Nada sabemos del origen, nada sabemos de dónde venimos en la primera hora, de ese fuera de cuadro de la foto primera; dónde dormíamos antes de nacer embrión fecundo. Y es más, dónde dormiremos una vez que hayamos terminado de subir la escalera; digo: después de dar las hurras, dónde; al final de cuentas está todo en la fotografía: nada en la planta baja y nada en el primer piso. En el medio de la escalera: el alto de la infancia, quizás el último momento limpio, cuando todavía podemos alumbrar una mirada pura. Por eso los rastros que no se borran, por eso las palabras acertadísimas del Chango Ibarra: “Todo es un regreso a lo que definitivamente somos, la infancia”.
El gurí/pibito que fui “vio y sigue viendo” la cara de Roberto Ferrazo, mi compañero de 2do. grado, dormido dentro de su ataúd; sigue viendo la felicidad del barrio, con la barra de pibes; sigue tratando de ver la pelota de fútbol cuando se la tragaba la noche; sigue viendo lo hermosa y delicada que era Patricia; sigue viendo que ahí estaban siempre mis padres; que la escuela primaria fue una fiesta; que el abuelo Julio Martín era poeta y papá artista plástico; que había historias felices y también historias tristes. De todo esto, y tanto más que ahora no anoto, se trató la infancia, ese momento, esa pausa entre los extremos donde la nada fue la sustancia necesaria para fundar, y para poder prestarle atención a la infancia. Mientras todo esto nos sucede como hombres, como seres evolucionados que saben que, más temprano o más tarde, tendrán que morir, transitamos a la vista de una cantidad de pequeñas criaturas que viven cada día como una eterna infancia. Mis perros me vieron pasar, como el caballo vio al gurí/pibito de Puerto Ruiz.

Hasta la infancia y estos pensamientos me llevaron las dos fotos de Fernando Sturzenegger y la línea del Chango, guitarrero con aire de poeta.

1 comentario:

  1. Que hermosa manera de poner en letras a dos fotografías de gurí. Que hermosa palabra, gurí , pero también como se decía en mi infancia "se viene la gurisada" "los gurises gritan demasiado",
    "gurises de m... dejen dormir la siesta". Muy conmovedor, buena literatura.

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