Desde
que supe de la existencia de Silverio Mejía, vuelvo siempre a su imagen, su
historia. Lo imagino caminando las calles más solitarias de la ciudad/río de
Gualeguay. Vestido de negro. Huidizo, apesadumbrado, sufriendo el veredicto
condenatorio de aquellos que miran, critican; los que van de estilete en la
lengua cuando se trata del otro, al que nunca intentan comprender en su
verdadera historia, sus motivaciones, y finalmente, en sus imperfecciones, el
aroma que nos hermana.
Leí
sobre Silverio Mejía lo siguiente: “(…) La gravedad y la reserva fueron las
murallas que levantó contra el juicio adverso de los otros. Receloso y marginal
en un ambiente lugareño que no le perdonaba su vida ociosa, acabó por
convertirse en un complejo mecanismo de inhibiciones. Siempre que salía de su
casa, se cuidaba de sortear ciertas calles y de mantenerse alejado de los
corrillos demasiado atentos a los pasos ajenos. Aparecía y desaparecía sin ser
notado. De haber podido hacerse invisible, sin duda hubiese integrado la
población de los fantasmas. El temor, hijo de la presión social, lo llevaba a
cultivar el misterio y, a la vez, la complacencia en el misterio lo hacía más
visible y manifiesto. Era pobre, y como no se esforzaba por salir de tal
condición, la gente lo creía ‘falto de ambiciones’. (…) Lo conocí sensible a
los llamados del arte, pero sus progresos internos fueron escasos, pues vivió
como sujeto a las circunstancias inmediatas. A solas, bajo un naranjo, trabajaba
en la guitarra. También escribía, si bien de modo esporádico y sin avenirse a
ninguna disciplina. Sus gustos literarios, en verdad inocentes, lo mostraban
más dado a la solemnidad que no a la sutileza”.
Sé
muy bien que debido a estas pistas que anotara el notable Carlos Mastronardi en
su libro “Memorias de un provinciano” (1967), la presencia -fundada en la
ausencia (¿cuánto hará que falleció?)- de Silverio Mejía en esta ciudad se
transforma para mi memoria en un ejemplo de resistencia. Es sabido: en la
Gualeguay de ayer todo se conocía, y sabido es que la de hoy no se queda atrás.
La maquinaria cotidiana del chisme y juicio sumario, ese juego macabro de
verdades poco confiables y grandes dosis de ficción e ignorancia, fundó raíz
firme en el paisaje ubicado sobre esta orilla del río. Entonces aparece, está
de regreso, cada vez, en estos tiempos veloces e interesados, el buen fantasma
de Silverio Mejía, condición a la que al parecer ya había accedido antes de
saber de los misterios de la tumba.
Recordar
a Silverio Mejía es elegir y ocupar un lugar en la vereda de los que se corren
del mandato primero de esta sociedad: la producción y correspondiente
facturación. Ser como Silverio Mejía es vivir cerca del arte, de las emociones,
y esto sin importar -otro detalle importante- el éxito de la búsqueda
artística. Alcanza con haberlo intentado.
Silverio
Mejía regresa, siempre, de la mano de Carlos Mastronardi, un especialista a la
hora de mirar sobre su aldea natal.
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