domingo, 12 de noviembre de 2017

Silverio Mejía: de regreso

Desde que supe de la existencia de Silverio Mejía, vuelvo siempre a su imagen, su historia. Lo imagino caminando las calles más solitarias de la ciudad/río de Gualeguay. Vestido de negro. Huidizo, apesadumbrado, sufriendo el veredicto condenatorio de aquellos que miran, critican; los que van de estilete en la lengua cuando se trata del otro, al que nunca intentan comprender en su verdadera historia, sus motivaciones, y finalmente, en sus imperfecciones, el aroma que nos hermana.
Leí sobre Silverio Mejía lo siguiente: “(…) La gravedad y la reserva fueron las murallas que levantó contra el juicio adverso de los otros. Receloso y marginal en un ambiente lugareño que no le perdonaba su vida ociosa, acabó por convertirse en un complejo mecanismo de inhibiciones. Siempre que salía de su casa, se cuidaba de sortear ciertas calles y de mantenerse alejado de los corrillos demasiado atentos a los pasos ajenos. Aparecía y desaparecía sin ser notado. De haber podido hacerse invisible, sin duda hubiese integrado la población de los fantasmas. El temor, hijo de la presión social, lo llevaba a cultivar el misterio y, a la vez, la complacencia en el misterio lo hacía más visible y manifiesto. Era pobre, y como no se esforzaba por salir de tal condición, la gente lo creía ‘falto de ambiciones’. (…) Lo conocí sensible a los llamados del arte, pero sus progresos internos fueron escasos, pues vivió como sujeto a las circunstancias inmediatas. A solas, bajo un naranjo, trabajaba en la guitarra. También escribía, si bien de modo esporádico y sin avenirse a ninguna disciplina. Sus gustos literarios, en verdad inocentes, lo mostraban más dado a la solemnidad que no a la sutileza”.
Sé muy bien que debido a estas pistas que anotara el notable Carlos Mastronardi en su libro “Memorias de un provinciano” (1967), la presencia -fundada en la ausencia (¿cuánto hará que falleció?)- de Silverio Mejía en esta ciudad se transforma para mi memoria en un ejemplo de resistencia. Es sabido: en la Gualeguay de ayer todo se conocía, y sabido es que la de hoy no se queda atrás. La maquinaria cotidiana del chisme y juicio sumario, ese juego macabro de verdades poco confiables y grandes dosis de ficción e ignorancia, fundó raíz firme en el paisaje ubicado sobre esta orilla del río. Entonces aparece, está de regreso, cada vez, en estos tiempos veloces e interesados, el buen fantasma de Silverio Mejía, condición a la que al parecer ya había accedido antes de saber de los misterios de la tumba.
Recordar a Silverio Mejía es elegir y ocupar un lugar en la vereda de los que se corren del mandato primero de esta sociedad: la producción y correspondiente facturación. Ser como Silverio Mejía es vivir cerca del arte, de las emociones, y esto sin importar -otro detalle importante- el éxito de la búsqueda artística. Alcanza con haberlo intentado.
Silverio Mejía regresa, siempre, de la mano de Carlos Mastronardi, un especialista a la hora de mirar sobre su aldea natal.

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