domingo, 31 de diciembre de 2017

Lechuza al acrílico

Desde una noche verde y profunda, un espacio/tiempo donde “nacen” los relatos de la chacra gualeya que quizá se lleve el tiempo, llega hasta mí, en esta última nota de 2017, una lechuza. La que me visitaba, la que me visita, y a la vez, una lechuza otra, porque a esta la pintó mi viejo, el artista plástico Rolando Lois.
Pintó la lechuza en su taller de Martín Coronado, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Desde aquella aldea, mi paisaje de infancia, desde el caballete que veía el pibe que fui, desde sus pinceles, él alumbró para mí esta nueva lechuza. La pintó con acrílico, y me acercó la obra a casa hace unos días. ¿Por qué pintó una lechuza?, más que una rareza en Martín Coronado, pues, porque mi viejo es mi primer lector; él me lee siempre que mis palabras le den lo suficiente para convocar su interés, su compromiso. Nada de hipocresías. Hace un par de meses le hice llegar “Desde Gualeguay”, el Cuaderno del Señalero n°43 que acompañó el n°185 de la revista “El tren zonal. Por la identidad de los pueblos”, que hace tantos años publica el poeta Ricardo Maldonado. Vía este Cuaderno, Rolando volvió a leer mi nota “Lechuza en la encrucijada”, que ya hacía un tiempo había aparecido en “El Debate Pregón”. Nota que comenzaba de esta manera: “La otra noche, en la chacra gualeya, llegó con chamuyo de sorpresa. Es cierto que mi amiga lechuza ya es habitué de la segunda columna en el frente de mi casa. Es sabido para este cronista y sus lectores que su presencia desde esa altura propone la observación, el pensamiento: la posibilidad de una vida a conciencia despierta. De a poco ella se fue acercando a mi casa, paso a paso detectó los movimientos en la misma, cuándo la quietud, cuándo es que la espío por entre las barras de la persiana. La lechuza necesita de mi compañía como yo de la de ella. Nos acompañamos, nos pensamos.
Digo que la otra noche no fue una más, porque al fin detecté un mensaje de mi amiga. A través de las noches fui registrando su grito, su decir. Su palabra aparece como si se tratara de dos ráfagas de viento: inesperado, contundente, y luego el silencio. Todo se da de manera tal que quizás el primer grito sea un aviso, el prólogo al mensaje que se da momentos después. El grito, el canto, la palabra que hace un tajo en la noche, que hiela el espacio entre las estrellas cercanas del cielo gualeyo.
Ella sobre la columna. Ella y su palabra.
La noche en que escuché el grito/canto/palabra a conciencia despierta, esa primera vez, abandoné la lectura y me acerqué a la ventana. Ahí estaba la lechuza. La veía de perfil; más allá de los movimientos sobrenaturales de su cabeza, su cuerpo se recortaba en la noche apuntando a la esquina. La casa está separada por unos veinte metros de la esquina, hacia la derecha.
Salí hacia la noche. Ella abandonó su vista al frente para seguir mi avance. Cuando yo estaba a unos dos metros, emprendió el vuelo hacia la esquina, y entre las sombras que flotaban a baja altura perdí el rastro de vuelo de mi amiga. Fue inevitable terminar parado en la puerta de casa y mirando hacia la derecha, mirando la calle de tierra mientras se desprendía, sangre adentro, un gajo sustancioso de la memoria.
Anoté cuando volví a estar frente a la computadora: ‘Vivo en la chacra gualeya. Mi refugio, mi escritorio, desde donde ahora escribo, se encuentra a unos veinte metros de una encrucijada, un cruce de caminos. Una encrucijada en el paisaje de los días, es el dibujo de dos sintonías que se tocan, dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. Una encrucijada es la presencia con que se inicia este juego de memoria y escritura’.
Incontables veces miré hacia la esquina, y hasta el aviso de la lechuza, nunca la había visto como una encrucijada. Y ahora no puedo dejar de pensar en ese detalle no menor. Es a la vez un aviso sobre el descuido que a veces se abate sobre las personas cuando andan, digamos, un tanto descuidadas y entonces no ven todo lo que hay que ver, sean estas señales pruebas irrefutables de la existencia de la vida y de la muerte, es decir de los vivos y los muertos. Sin embargo, ahí andaba este cronista sin ver la encrucijada que vivía a la mano de las ideas y sus consecuencias.
Soy hombre de blues entre mis patrias internas, soy hombre de guitarra melanco, de guitarra con niebla y llovizna, de guitarra con saudade, con aroma de remembranza, de garúa finita entre las almas. No está bien que el hombre llegue al descuido, repito, porque entre el descuido se meten los malos de las historias, decía, no está bien que a un hombre de blues se le escape un cruce de caminos. (…)”.
Así empezaba la nota, así mi viejo leyó, y entonces nació el impulso de pintar el cuadro que ahora me acompaña desde el escritorio. Y recuerdo en este momento que algunos amigos gualeyos me preguntaron por mi amiga la lechuza. De alguna manera este personaje se hizo querer.
La lechuza pintada por mi viejo ya está posada sobre la columna, su columna, la segunda, que aparece iluminada por la magia que define los colores y trazados del cuerpo de la dama de la noche. Tiene ojos amigos, curiosos, desde las manchitas en amarillo, y sintonías de ocre, en ella respiran marrones y claridades, y colores otros camino hacia alguna magia de la abstracción. La columna, el último tramo donde se posa la lechuza, se nutre de los colores de ella, pero acondicionada de azul cielo, verde pasto y lila de jacarandá. A la derecha de la columna, y a lo lejos, una cruz de luz y color: amarillo, ocre, un toque de naranja, juega o acerca lo necesario para imaginar que ahí está la encrucijada. Ahora bien, la lechuza y la parte de la columna representada, ese centro de luz aparece rodeado, arriba: por quizás una parte de un árbol y luego una cercanía de noche más arriba, pero la sensación que tengo es que no se trata de un árbol, y sí de un cielo todo trabajado en el mejor color que le queda al cielo en la chacra gualeya: precisamente: el verde, que también avanza, abraza, el centro de luz desde la tierra; hay en el verde de abajo signos de inequívoca vida, en muchos hilos, hilitos de colores, como salidos de nidos de pájaros que ya son historia, y que se juegan la partida de entrarle al cielo verde. Entre verde y verde: mi amiga.
La relación entre mi escritura y la pintura de mi viejo tiene diversas puertas de entrada. Una de ellas se originó cuando, allá por los primeros años del 2000, Rolando me contó que había empezado a tomarse ciertos recreos en torno al quehacer en su pintura. Siempre pintó con óleo. Me explicaba aquella vez que el óleo tiene un detalle determinante: el tiempo de secado, algo todavía más complicado en un lugar tan húmedo como Buenos Aires. Entonces un cuadro al óleo significa espera: para seguir o para corregir. No es que esta lentitud sea mala, como se verá, todo depende de las intenciones del hacedor. Mi padre entró al acrílico porque esta pintura, a diferencia del óleo, necesita de poco tiempo de secado. Entonces Rolando se iba, y se va, de recreo al acrílico pintando cuadros chicos, tan distintos de los formatos mayores en los que gusta de trabajar el óleo. El recreo incluía también salir de su paleta, por lo general, de gamas bajas, y abrir puertas y ventanas para que entre otro tipo de comunión entre el color y la luz. De esta manera nacieron una cantidad de miniaturas en acrílico, muchas pintadas sobre los cartoncitos separadores de las cajas de té o mate cocido, y que se transformaron, acondicionados, en señaladores para mis libros; la pintura de mi padre me acompaña en cada una de mis lecturas. Y nació a partir de estos recreos de Rolando, una manera de mirar mi escritura.
Venía por mi intento de escritura siendo autor de historias largas, de “novelas”, y desde hacía poco tiempo escribía notas para el periódico “Desde Boedo”, dirigido por el periodista Mario Bellocchio. Fue en este momento de fundación como periodista que mi viejo comenzó con sus recreos, y entonces encontré una sintonía de la plástica que ilustraba de manera sustanciosa mi escritura: cuando trabajaba en una historia larga, componía un capítulo de la novela –y según mi gusto: dicho tramo debía presentar un juego individual marcado, y a la vez engancharse al todo-; y entonces escribía, sumaba a través de los años, pero luego, volvía y revisaba, reescribía, como si escribiera al óleo. En cambio las notas periodísticas, si bien tenían un tiempo de revisión, el trabajo era más inmediato, y en la mayoría de ellas se definía el lance de una sentada; la escritura era una, era hija de un acto, y no de una suma de actos creativos; así fue como me descubrí escribiendo al acrílico. Así la receta de la intención: “Escribir al óleo y escribir al acrílico”. Luego, escribí al óleo varias novelas, y al acrílico cantidad de notas/relato entre lo literario y lo periodístico. Incluso, el libro nacido de los primeros 4 años de trabajo para “Desde Boedo” lleva por título: “Miradas escritas al acrílico” (2006).
Entonces mi viejo leyó “Lechuza en la encrucijada”, es decir, aquello que ya era un acrílico, y le dio una vuelta de tuerca al generar él mismo su acrílico. Dos acrílicos alrededor de mi amiga: la lechuza de la chacra gualeya.

Aparece ahora esta nueva nota escrita al acrílico para el diario del domingo; sobre este paño verde el cronista decide cerrar el último juego del año, dando las gracias al padre y su arte, dando las gracias a los padres de sangre; y a los padres amigos, aquellos que fueron base en mi oficio: el poeta Hugo Ditaranto, el novelista Gabriel Montergous; dando las gracias a los nuevos amigos en Gualeguay; dando las gracias a esta ciudad/río, como agradecido estoy a mi Buenos Aires de origen. Este fin de año, hoy, levanto mi copa en familia, con el vino tinto necesario para brindar por un mundo justo, por el fin de la mentira, por el fin de la tristeza del otro en tantos paisajes. Brindo por la sincera defensa de las ideas en las que fundo, en cada día, esta vida.

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