domingo, 17 de diciembre de 2017

“Malditos todos mis ex” de Nora Cosso

En la ciudad/río de Gualeguay, durante el final de la tarde y la primera parte de la noche de un domingo, guardé silencio para escuchar palabras e ideas, para disfrutar de las imágenes y de los recuerdos. Acepté, entregué mi cuota de fantasía y realidad necesaria, esa que ofrenda el espectador cuando desde un escenario le entregan lo suficiente: porque de entrega se trata una de las sintonías de esta vida: entregué las llaves de mi ciudad interna, de mis almas, mi memoria, aquello que formó y forma, a cada momento, la experiencia de vida.
El encuentro sucedió en el Teatro Italia. La invitación llegó de manos de Nora Cosso, la directora de la obra a presenciar: “Malditos todos mis ex” de Mariela Asensio y Reynaldo Sietecase. El paisaje donde se desarrollaría la obra no fue el esperado, o sea, un paisaje de sala de teatro en plano general, es decir escenario con actores, y el público en las butacas. Nora suspendió el formato clásico: todo ocurrió en el escenario: los actores al centro junto al bosquejo escenográfico; el público en las sillas rodeando la escena. Cortinas cerradas, todo un mundo sucedía dentro de la retorta que manejaba la alquimista con apariencia de directora. La propuesta: un encuentro íntimo. No era para menos, dado el tema central de la obra: la pareja, el amor, el de ayer, el de mientras tanto, las broncas, las soledades, las felicidades, los miedos, el maldito sufrimiento, y la eterna reescritura de la novela propia.
Después de la representación, pensé en una frase del escritor italiano Gesualdo Bufalino: “No soy complicado, pero contengo juntas una docena de almas simples”, frase a la que siempre vuelvo; pensé también en el notable poeta portugués Fernando Pessoa: “(…) Me hago compañía en los varios disfraces con que estoy vivo (…)”, un especialista, don Fernando, en ser un buen puñado de hombres. Pensé también en el feliz hecho que significa haber presenciado “un trabajo pensado” que invita hacia otros pensamientos. Trabajos, obras, manifestaciones que abran puertas, que eludan la simple y aplastante repetición, una de las principales flechas indicadoras de estos tiempos en el arte y en la cotidiana condenación de volver a aquello que dijimos ayer, el mismo chiste: la revisita horrorosa que se resuelve en la chatura de intenciones. Dicho esto, destaco los valores que tiene la mirada ensayada por los autores de la obra: Asensio y Sietecase. Nada es posible sin la mirada que invita al pensamiento y la reflexión, y para ello, y más en el tema tratado, nada mejor que rescatar profundidades desde esas acciones que parecen simples: apenas esbozos en la cáscara. Por ejemplo: una pareja con aire de final en los escotes discute sobre quién se queda con los vinilos (gusto agregado fue descubrir dos títulos que señalaban mi pasado: “Made in Japan” de Deep Purple y “El lado oscuro de la Luna” de Pink Floyd), como punto de partida para hacer visible ese momento en que el mundo se parte, cuando nace y, por momentos, retrocede, esa especie de big bang casero con aroma de amenaza sideral, y que a la vez tanto tiembla de dolor frente al brote de cada canción que apunta a “finirla” como pareja.
Leía la obra que se desarrollaba, diría, de la obra de la que formaba parte. Hay una relatora, una autora, la hacedora de una vida y su memoria, que entra y sale de las historias en las que ella misma se presenta como adolescente, como muchachita simple de los primeros amores, ella en pleno rompimiento como adulta, y también se presenta como habitante de su trabajada soledad. Un despliegue de humor, ironías varias, decisiones frías, pero que terminan moviendo mucho más de lo esperado en su tierra adentro. Tres ex en el desfile entre historias de final, con aciertos de humor, y dejando siempre un sabor agridulce en el alma; no hay oportunidad para el chiste fácil, vacío, toda la destrucción está a la mano, solo hace falta verla. “Malditos todos mis ex”, el título, y ahí están ellos, los malditos; y digo, junto a ellos, ellas, las también malditas, todas las que la autora/relatora fue, y en cada una de estas presencias siempre la posibilidad de encontrar los posibles orígenes del mal.
En paisajes de ruptura en torno al amor, dónde encontrar las puntas de los capítulos que armen la novela real o aproximada de lo ocurrido a lo largo de los días; es que ¿cuánta la gente que interviene en un ensayo de mirada al pasado, ¿cuántos ellos, y cuántos dentro de cada uno?, es tanta la gente que se asoma al barranco del descarte; ¿cuántas fueron ellas (que tantas saben ser) a la hora de acomodar las historias? Es un imposible alumbrar todos los caminos: dar vida a una historia de amor es el primer gran desafío en la vida de las personas, un puñado de sensaciones e intenciones de parte de dos concepciones distintas, orígenes diferentes, costumbres, maneras de encarar la vida, y después la aromática presencia de los sueños, esos animalitos que nos aseguraron: “todo o casi todo lo pueden”. La realidad indica que, como todo en esta vida, una historia de amor viene dotada de la sintonía de lo efímero, condición solo evitable si es que desde la construcción no se ejercitan las bondades que  pueden ser halladas en los recreos de la vida. En clase se aprende cómo llevar una historia en el cuaderno: palabras, números, intereses; en los recreos a entender que hay tener a la vista la poética, todos tenemos una poética, del otro, porque en el otro, y en el susodicho condimento respiratorio está la posibilidad de la pareja, y entonces la suerte puede jugarse la mejor línea, el mejor poema, viendo al otro mientras no se deja de ser uno mismo. Importa hacer, como siempre, lo mejor que se puede, importa el intento, las ganas, las ofrendas, y otra vez, las entregas, como cuando a poco de andar la obra, de “ser” en la obra que se representaba, que me incluía, me sentí invitado a entregar mi interés, a sumarme, mientras el pasado de mi vida se abría, y entonces en el paisaje del Italia volvía a pensar en uno de esos temas que nunca se agotan, que piden, una y otra vez, nuestra mejor atención, para que la mala noche no nos coma nuestra historia de amor, y terminemos mirándonos desde una trabajada soledad esculpida por nuestra propia mano; no terminemos descubriéndonos, con apenas un toque de disimulo, en un devaluado mito del eterno retorno en, por ejemplo, la discusión sobre quién se queda con los vinilos; cuando en realidad deberíamos vernos en el espejo y preguntarnos dónde quedaron, y en dónde quedarán todas nuestras almas.
Los siete actores en escena, a la vista del público, diría que entre el público, aguardando sus entradas, o mejor, aguardando que ella, la relatora, la revisora de las historias que hacen a la historia de su vida, les dé la orden de entrar, de decir, de callar. El paisaje de la escena se quiebra o gira sobre el tránsito del tiempo que contiene aquello que fue y que, en el preciso momento de la representación, vuelve a ser bajo la mirada salvaje de la que hace memoria.
La escenografía es mínima, un perchero alargado sugiriendo un interior de placard, de donde debe salir la ropa del maldito que parte, unas sillas, y algunas pistas más que ahora no recuerdo, en todo caso bien resueltas tras un puñado de sombras.
El mapa del tesoro a trazar cada vez que se dispone los movimientos sobre un escenario, cumplió con su parte de hacer real el tránsito dentro de la respiración de la obra. Todos los actores jugaron su rol de manera creíble, algo fundamental, al menos para este cronista, es la existencia de, y aún más en un tema como este, pistas terrenas que acompañen cada mirada. Por una cuestión de cercanía -no puedo obviar a Deep Purple y Pink Floyd-, porque los vinilos eran de él, destaco el personaje de Gonzalo Ferrando: su cara, su cuerpo, dejando en claro que en muchos momentos de la vida, muy poco es aquello que se puede entender; mucha bulla, barullo, miedo y desesperación, cuando, por ejemplo (gracias Raymond Carver), nos preguntamos: “De qué hablamos cuando hablamos de amor”.
¿Quiénes son los actores que hablaron de amor en el Teatro Italia?: Emilse Bover (“Yo”, la relatora/directora de la obra de su vida), Gonzalo Ferrando (“Él”, el dueño de los vinilos), Gisela Rota (“Ella”, la que quiere y no quiere los vinilos), Glenda Castillo (“Mujer”, la muchachita ilusa del vestidito azul y zapatos dorados), Christian Larroquette (“El amante” (de “Mujer”), el jugador de fútbol, el que amaga por un lado y avanza por otro), Juan Cruz Aguiar (“El otro ex”, (de “Mujer”) el abandonado, otro rechazado en la historia), y Virginia Battaglia (“Yo adolescente”, la enamorada de Bon Jovi, la que canta). Los créditos se completan con estos nombres y oficios: Diseño de iluminación y sonido: Carmelo Dellagiustina y Nora Cosso, Maquillaje: Facundo Cichero, Estilista: Walter Testa, Vestuario: Luciana Jaime, Diseño gráfico y fotografía: Martín Almada, Diseño audiovisual: Pablo Feuillade.
Larroquette, Rota, Aguiar, Ferrando, Battaglia, Cosso, Bover y Castillo.
La visita al Teatro Italia donde sucedió “Malditos todos mis ex” invitó a la revisita de situaciones en la vida del espectador; en el mismo momento en que la obra sucede, se abre, para todo aquel dispuesto al pensamiento y la memoria, el viaje en el tiempo. Se abren las páginas de las historias, de los finales de relato; el espectador se busca como lo hace todo lector dispuesto a la aventura. Cada vez que la maravilla sucede, es porque se representa una feliz ofrenda de forma y contenido.

Encontré entre las lecturas de estos días, en el “Libro de poemas” de Federico García Lorca, unas líneas que ahora sumo a esta lectura de “Malditos todos mi ex”; en el poema “El canto de la miel”, escrito en noviembre de 1918, en Granada, el poeta anota: “(…) (Así la miel del hombre es la poesía / Que mana de su pecho dolorido, / De un panal con la cera del recuerdo / Formado por la abeja de lo íntimo.) // (…)”. Coincidencias, y algo más, que se dan cuando se anda atento al paisaje y los sucedidos dentro de la ciudad/río de Gualeguay, donde siempre está respirando otra historia.

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