En
la ciudad/río de Gualeguay, durante el final de la tarde y la primera parte de
la noche de un domingo, guardé silencio para escuchar palabras e ideas, para
disfrutar de las imágenes y de los recuerdos. Acepté, entregué mi cuota de
fantasía y realidad necesaria, esa que ofrenda el espectador cuando desde un
escenario le entregan lo suficiente: porque de entrega se trata una de las
sintonías de esta vida: entregué las llaves de mi ciudad interna, de mis almas,
mi memoria, aquello que formó y forma, a cada momento, la experiencia de vida.
El
encuentro sucedió en el Teatro Italia. La invitación llegó de manos de Nora
Cosso, la directora de la obra a presenciar: “Malditos todos mis ex” de Mariela
Asensio y Reynaldo Sietecase. El paisaje donde se desarrollaría la obra no fue
el esperado, o sea, un paisaje de sala de teatro en plano general, es decir
escenario con actores, y el público en las butacas. Nora suspendió el formato
clásico: todo ocurrió en el escenario: los actores al centro junto al bosquejo
escenográfico; el público en las sillas rodeando la escena. Cortinas cerradas,
todo un mundo sucedía dentro de la retorta que manejaba la alquimista con
apariencia de directora. La propuesta: un encuentro íntimo. No era para menos,
dado el tema central de la obra: la pareja, el amor, el de ayer, el de mientras
tanto, las broncas, las soledades, las felicidades, los miedos, el maldito
sufrimiento, y la eterna reescritura de la novela propia.
Después
de la representación, pensé en una frase del escritor italiano Gesualdo
Bufalino: “No soy complicado, pero contengo juntas una docena de almas
simples”, frase a la que siempre vuelvo; pensé también en el notable poeta
portugués Fernando Pessoa: “(…) Me hago compañía en los varios disfraces con
que estoy vivo (…)”, un especialista, don Fernando, en ser un buen puñado de
hombres. Pensé también en el feliz hecho que significa haber presenciado “un
trabajo pensado” que invita hacia otros pensamientos. Trabajos, obras,
manifestaciones que abran puertas, que eludan la simple y aplastante
repetición, una de las principales flechas indicadoras de estos tiempos en el
arte y en la cotidiana condenación de volver a aquello que dijimos ayer, el
mismo chiste: la revisita horrorosa que se resuelve en la chatura de
intenciones. Dicho esto, destaco los valores que tiene la mirada ensayada por
los autores de la obra: Asensio y Sietecase. Nada es posible sin la mirada que
invita al pensamiento y la reflexión, y para ello, y más en el tema tratado,
nada mejor que rescatar profundidades desde esas acciones que parecen simples: apenas
esbozos en la cáscara. Por ejemplo: una pareja con aire de final en los escotes
discute sobre quién se queda con los vinilos (gusto agregado fue descubrir dos
títulos que señalaban mi pasado: “Made in Japan” de Deep Purple y “El lado
oscuro de la Luna” de Pink Floyd), como punto de partida para hacer visible ese
momento en que el mundo se parte, cuando nace y, por momentos, retrocede, esa
especie de big bang casero con aroma de amenaza sideral, y que a la vez tanto
tiembla de dolor frente al brote de cada canción que apunta a “finirla” como
pareja.
Leía
la obra que se desarrollaba, diría, de la obra de la que formaba parte. Hay una
relatora, una autora, la hacedora de una vida y su memoria, que entra y sale de
las historias en las que ella misma se presenta como adolescente, como
muchachita simple de los primeros amores, ella en pleno rompimiento como adulta,
y también se presenta como habitante de su trabajada soledad. Un despliegue de
humor, ironías varias, decisiones frías, pero que terminan moviendo mucho más
de lo esperado en su tierra adentro. Tres ex en el desfile entre historias de
final, con aciertos de humor, y dejando siempre un sabor agridulce en el alma;
no hay oportunidad para el chiste fácil, vacío, toda la destrucción está a la
mano, solo hace falta verla. “Malditos todos mis ex”, el título, y ahí están
ellos, los malditos; y digo, junto a ellos, ellas, las también malditas, todas
las que la autora/relatora fue, y en cada una de estas presencias siempre la
posibilidad de encontrar los posibles orígenes del mal.
En
paisajes de ruptura en torno al amor, dónde encontrar las puntas de los
capítulos que armen la novela real o aproximada de lo ocurrido a lo largo de los
días; es que ¿cuánta la gente que interviene en un ensayo de mirada al pasado,
¿cuántos ellos, y cuántos dentro de cada uno?, es tanta la gente que se asoma
al barranco del descarte; ¿cuántas fueron ellas (que tantas saben ser) a la
hora de acomodar las historias? Es un imposible alumbrar todos los caminos: dar
vida a una historia de amor es el primer gran desafío en la vida de las
personas, un puñado de sensaciones e intenciones de parte de dos concepciones
distintas, orígenes diferentes, costumbres, maneras de encarar la vida, y
después la aromática presencia de los sueños, esos animalitos que nos
aseguraron: “todo o casi todo lo pueden”. La realidad indica que, como todo en
esta vida, una historia de amor viene dotada de la sintonía de lo efímero, condición
solo evitable si es que desde la construcción no se ejercitan las bondades
que pueden ser halladas en los recreos
de la vida. En clase se aprende cómo llevar una historia en el cuaderno:
palabras, números, intereses; en los recreos a entender que hay tener a la
vista la poética, todos tenemos una poética, del otro, porque en el otro, y en
el susodicho condimento respiratorio está la posibilidad de la pareja, y entonces
la suerte puede jugarse la mejor línea, el mejor poema, viendo al otro mientras
no se deja de ser uno mismo. Importa hacer, como siempre, lo mejor que se
puede, importa el intento, las ganas, las ofrendas, y otra vez, las entregas,
como cuando a poco de andar la obra, de “ser” en la obra que se representaba,
que me incluía, me sentí invitado a entregar mi interés, a sumarme, mientras el
pasado de mi vida se abría, y entonces en el paisaje del Italia volvía a pensar
en uno de esos temas que nunca se agotan, que piden, una y otra vez, nuestra
mejor atención, para que la mala noche no nos coma nuestra historia de amor, y
terminemos mirándonos desde una trabajada soledad esculpida por nuestra propia
mano; no terminemos descubriéndonos, con apenas un toque de disimulo, en un
devaluado mito del eterno retorno en, por ejemplo, la discusión sobre quién se
queda con los vinilos; cuando en realidad deberíamos vernos en el espejo y
preguntarnos dónde quedaron, y en dónde quedarán todas nuestras almas.
Los
siete actores en escena, a la vista del público, diría que entre el público,
aguardando sus entradas, o mejor, aguardando que ella, la relatora, la revisora
de las historias que hacen a la historia de su vida, les dé la orden de entrar,
de decir, de callar. El paisaje de la escena se quiebra o gira sobre el
tránsito del tiempo que contiene aquello que fue y que, en el preciso momento
de la representación, vuelve a ser bajo la mirada salvaje de la que hace
memoria.
La
escenografía es mínima, un perchero alargado sugiriendo un interior de placard,
de donde debe salir la ropa del maldito que parte, unas sillas, y algunas
pistas más que ahora no recuerdo, en todo caso bien resueltas tras un puñado de
sombras.
El
mapa del tesoro a trazar cada vez que se dispone los movimientos sobre un
escenario, cumplió con su parte de hacer real el tránsito dentro de la
respiración de la obra. Todos los actores jugaron su rol de manera creíble,
algo fundamental, al menos para este cronista, es la existencia de, y aún más
en un tema como este, pistas terrenas que acompañen cada mirada. Por una
cuestión de cercanía -no puedo obviar a Deep Purple y Pink Floyd-, porque los
vinilos eran de él, destaco el personaje de Gonzalo Ferrando: su cara, su
cuerpo, dejando en claro que en muchos momentos de la vida, muy poco es aquello
que se puede entender; mucha bulla, barullo, miedo y desesperación, cuando, por
ejemplo (gracias Raymond Carver), nos preguntamos: “De qué hablamos cuando
hablamos de amor”.
¿Quiénes
son los actores que hablaron de amor en el Teatro Italia?: Emilse Bover (“Yo”, la
relatora/directora de la obra de su vida), Gonzalo Ferrando (“Él”, el dueño de
los vinilos), Gisela Rota (“Ella”, la que quiere y no quiere los vinilos),
Glenda Castillo (“Mujer”, la muchachita ilusa del vestidito azul y zapatos
dorados), Christian Larroquette (“El amante” (de “Mujer”), el jugador de
fútbol, el que amaga por un lado y avanza por otro), Juan Cruz Aguiar (“El otro
ex”, (de “Mujer”) el abandonado, otro rechazado en la historia), y Virginia
Battaglia (“Yo adolescente”, la enamorada de Bon Jovi, la que canta). Los
créditos se completan con estos nombres y oficios: Diseño de iluminación y
sonido: Carmelo Dellagiustina y Nora Cosso, Maquillaje: Facundo Cichero,
Estilista: Walter Testa, Vestuario: Luciana Jaime, Diseño gráfico y fotografía:
Martín Almada, Diseño audiovisual: Pablo Feuillade.
Larroquette, Rota, Aguiar, Ferrando, Battaglia, Cosso, Bover y Castillo. |
La
visita al Teatro Italia donde sucedió “Malditos todos mis ex” invitó a la
revisita de situaciones en la vida del espectador; en el mismo momento en que
la obra sucede, se abre, para todo aquel dispuesto al pensamiento y la memoria,
el viaje en el tiempo. Se abren las páginas de las historias, de los finales de
relato; el espectador se busca como lo hace todo lector dispuesto a la
aventura. Cada vez que la maravilla sucede, es porque se representa una feliz
ofrenda de forma y contenido.
Encontré
entre las lecturas de estos días, en el “Libro de poemas” de Federico García
Lorca, unas líneas que ahora sumo a esta lectura de “Malditos todos mi ex”; en
el poema “El canto de la miel”, escrito en noviembre de 1918, en Granada, el
poeta anota: “(…) (Así la miel del hombre es la poesía / Que mana de su pecho
dolorido, / De un panal con la cera del recuerdo / Formado por la abeja de lo
íntimo.) // (…)”. Coincidencias, y algo más, que se dan cuando se anda atento
al paisaje y los sucedidos dentro de la ciudad/río de Gualeguay, donde siempre está
respirando otra historia.
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