domingo, 11 de febrero de 2018

Velorio del angelito

Anotaba días atrás el asombro que me causó enterarme del velorio del angelito a través de la lectura de “Recuerdos del pasado” (1930) de Julián Monzón de Rosario del Tala. Leía en “Velorios e insepultura de los angelitos”: “Era tradicional la costumbre de dejar sin sepultura los chicos que morían en la campaña, en los tiempos pasados; depositándolos en los árboles o en otro lugar al aire libre. / Cuando moría un chico, se amortajaba adornándolo con cintas de colores y así se velaba; muchas veces hasta que empezaba su descomposición. / Estos velorios no asumían el carácter serio y apesadumbrado del de los adultos; por el contrario, en ellos rebosaba la alegría con todas las manifestaciones de una gran fiesta. / Las familias vecinas concurrían a ellos ataviadas con lo mejor que tenían, para terciar en todos los alegres y chistosos actos que allí se celebraban. / Los homenajes con que se despedía de este mundo al angelito, empezaban generalmente con el baile. (…)”.
La poeta Tuky Carboni me decía: “Me alegra que Monzón haya rescatado esas costumbres. Me llené de emoción al saber que cuando morían los niños no les daban sepultura y hacían una fiesta. Me pregunto si los padres podrán haber soportado el extremo del dolor y la alegría de los demás. Tenía noticias de que en Arroyo Ñancay, acá cerquita de la ciudad/río, se había encontrado el esqueleto de una criatura en la cima de un árbol. Pero yo creía que eran costumbres de los nativos americanos”.
El tema atrajo mi interés, y entonces, en uno de nuestros encuentros de charla, el pensador Eise Osman contó: “Yo estuve en un velorio del angelito. Tendría unos 10 años, principios de los ‘40, en Villaguay. Era una farra, mucho baile. Recuerdo que se hacía la doma de la botella: una competencia entre los hombres para ver quién se mantenía más tiempo en equilibrio, con los pies sobre una botella. No vi al niño muerto. Después colgaban el cuerpo en un árbol”.
Velorio del angelito. Óleo del pintor chileno Arturo Gordon (1883-1944).
Comenzó entonces la búsqueda de información. Pude saber del paisaje general de este tipo de velorio. Comparto algunos detalles conocidos a partir de la lectura del trabajo de César Iván Bondar, antropólogo social y becario del CONICET: “Sobre el velorio del angelito. Provincia de Corrientes y Sur de la Región Oriental del Paraguay”. Su trabajo se nutre a su vez en otras investigaciones. Una lectura recomendada y a disposición en la red.
El origen del velatorio podría ser árabe, introducido a España luego de siglos de dominación, y a través de la espada y la cruz de los “descubridores y civilizadores” llegó hasta América. Es posible que los jesuitas instalaran ciertas creencias como consuelo para las mujeres nativas debido a los niveles que alcanzó la muerte de niños durante la conquista, gracias a las nuevas enfermedades. El velorio del angelito nace entonces a partir de la conjunción entre costumbres de los pueblos originarios y disposiciones de la iglesia católica. Hay una marcada diferencia con el velorio de un adulto, hay, debe haber alegría en el del angelito: no se debe llorar, se debe bailar. La madre no debe llorar porque de hacerlo podría mojar las alas del angelito, y esto entorpecería la ascensión directa hacia su automática calidad de ángel. El angelito pasaba varios días atado a una sillita o sobre una mesa. Existía el oficio de “vestidora” del angelito. La muerte de un hijo en las familias numerosas motivaba el festejo, ya que por lo general, nacía otro: el hijo retornaba. Además el angelito pedía a Dios bendiciones para la familia. De ahí el cuidado del bautismo antes o después de la muerte, para que los niños no transitaran devenidos en duendes o almas en pena. En el trabajo de Bondar también se hace referencia al alquiler o préstamo, del finadito en su ataúd, al bolichero del lugar o bien a un vecino para continuar con el festejo. Los padres del niño muerto tenían ciertos beneficios, como la bebida gratis. Estos eventos, su beneficio en público y bebida, el entretenimiento, está muy bien registrado en “La Pampa” (1890), el libro de Alfredo Ebelot. Las formas del velorio del angelito se practicaron en América Latina hasta mediados de 1960, su desaparición o modificaciones se debe, entre otras razones, a la migración de la juventud y con ello el corte de la tradición oral, así como la aparición de cultos evangélicos y de otros orígenes. Bondar también registra el caso de una madre que paseó en brazos a su hijo muerto (como si se tratara de un recién nacido) por las calles del pueblo; para que el angelito no olvide el barrio, y para que cada 1 de noviembre sepa volver a la casa. El autor habla de la despedida del cuerpo, que podía ser en el cementerio o en el patio de la casa. Nada dice del cuerpo en el árbol. Tampoco aparece el dato en el relato de Ebelot.
El poeta y periodista uruguayo Edmundo Montagne presenta a Ebelot (revista “El Hogar”, 1930). El autor de “La Pampa” volvió a Francia, donde había nacido, en 1908; vivió 40 años en estas tierras. Del libro se hicieron dos ediciones en París, castellano y francés, impresas por Escary, un editor de Buenos Aires. Asegura Montagne: “(…) es libro al que la animación humana de su contenido le depara vida eterna”. Ebelot era ingeniero y escritor. Formó parte de la expedición de Alsina, desde el 75 hasta el 79, en los días de la conquista del desierto, de la zanja para contener a los “salvajes”: “Terminada esta misión, Ebelot fue en Buenos Aires periodista. Pero ¡qué periodista! Versado en todo, escribió sobre todo, con un fundamento y una soltura inusitados. Su estilo, de oraciones breves, era lo contrario de esa pomposa declamación tan en boga entonces. Tanto como lo enriquecían los datos, lo amenizaban las anécdotas. Y ni los primeros le quitaban agilidad, ni las segundas lo apartaban de la idea capital de cada artículo, muchos de los cuales son acabadas obras de sensatez, de ilustración y de buen humor”.
En el capítulo “El velorio” de “La Pampa” se lee sobre un “sucedido” cerca de Azul, provincia de Buenos Aires: “(…) Un pesado olor a sebo, a cigarro y a ginebra cargaba la atmósfera. Un humo denso, tan denso como en la cocina, pero más desabrido, lo envolvía todo, comunicando a las cosas un carácter extraño. En el fondo, al centro de un nimbo de candiles, aparecía el cadáver del niño, ataviado con sus mejores ropas, sentado en una sillita, sobre unos cajones de ginebra arreglados encima de la mesa a manera de pedestal, fijos los ojos, caídos los brazos, colgando las piernas, horroroso y enternecedor. Era esta la segunda noche que estaba en exhibición. Una ligera sombra verdosa, como un toque de esfumino, asomaba en la comisura de los labios, y se me hacía, no sé si fue una ilusión de mi imaginación, que las jaspeaduras de las carnes reblandecidas no dejaban de contribuir al husmo que impregnaba los olores flotantes en el aire. A1 lado del cadáver estaba sentado un gaucho, blanco el pelo y color de quebracho la cara, con la guitarra atravesada sobre las piernas. Al verme entrar, había interrumpido su música, como los demás, su baile. Se discernían las parejas en medio del humo; el brazo de los mozos envolvió estrechamente el corpiño de las muchachas, y les hablaban de cerca, demasiado de cerca, algo encendidos por la bebida; ellas reían a mandíbula batiente, echaban sonoros piropos, teniendo también los bronceados pómulos coloreados por una pizca de intemperancia. Algunos viejos en los rincones fumaban y discutían sobre caballos. / La madre estaba al otro lado de la mesa, simétricamente con el guitarrero. (…) Mientras tanto seguía el baile. Al pasar frente al chiquilín muerto, al propio tiempo que meneaba las caderas con la provocativa ondulación propia de la habanera o de la zamacueca, una que otra bailarina persignábase furtivamente, y acto continuo largaba una carcajada para corresponder a una galantería de tono subido en que tenían arte y parte la voz, los ojos y las manos de su compañero. El trueno cubría de vez en cuando, con su grueso rumor irritado, la melopea chillona de la guitarra, el murmullo de las voces, el ruido acompasado de los pies que golpeaban en el suelo, las resonancias indiscretas de los besos. (…). Esta costumbre, que rige de una extremidad a la otra de la América española, da ocasión, tengo que confesarlo, a tráficos verdaderamente sorprendentes. Algunos pulperos, nada propensos a la sensibilidad e inaccesibles a preocupaciones, alquilan a tanto por noche los pequeños cadáveres con el fin de exponerlos en un galpón contiguo a su esquina, y organizar sesiones de ‘beverage’, de baile y de música. Este ardid, para dar animación al comercio, es fúnebre, pero acertado. Se les agradece la diversión. ¡Son tan escasas las diversiones! La gente acude de todas partes. El hombre decididamente es un ser sociable y jaranero. En el desierto, aprovecha cualquier pretexto para dar rienda suelta a sus instintos de charladuría y de diversión. Los mismos padres del angelito remontado al cielo gastan en ahogar su dolor el precio de la locación de sus queridos despojos. / ¡La primera noche ha sido tan agradable!, ¿por qué no volver la noche siguiente, y la otra, y otra más, hasta que el angelito se vuelva un objeto de asco? ¿Qué más quiere el pulpero? Prolonga tanto como puede la funeraria fiesta. De día, deposita cuidadosamente el cadáver en un cuarto fresco, lo resguarda de las moscas, a fin de que se conserve intacto por más tiempo. Su mercantilismo es una mancha en el cuadro, no lo niego, un manchón poco simpático. Hasta concedo que es algo bárbaro. Es de notar sin embargo que no ha sido producido por la barbarie, sino por un rudimento de civilización. Suprimamos los despachos de bebidas, esto es, el primer síntoma, la primera manifestación de la vida de relación, de las fuerzas económicas, de la influencia demasiado ponderada de los intercambios, de la actividad comercial, del ‘struggle for money’ (batalla por el dinero), y los pobres diablos de angelitos podrían ser tratados a veces con lamentable desparpajo, pero no se tornarían por cierto en motivo de una especulación repugnante. (…) el velorio es un genuino rasgo de los antiguos usos y la más curiosa manifestación del catolicismo de los jesuitas interpretado por los paganos de la pampa”.
Cantidad de pensamientos aparecen a partir de la imaginación alimentada por la palabra, el testimonio. Pienso en que la referencia al destino del cuerpo en el árbol aparece en esta, nuestra zona. Anoto que quizá en cada lugar se sumaban o restaban detalles a la ceremonia, nacida, creada, adornada, desde el cruce de orígenes, naturales o interesados. Pero ante todo pienso en los niños, los gurises, en las familias; ver el velorio del angelito desde nuestros días, de mínima nos hace ruido, muchas sintonías resultan inexplicables. Dónde ubicar el dolor, me pregunto. Entre el oleaje de la historia, en la memoria del hombre, en los tiempos de la naturaleza. Eso me digo, y sigo pensando.

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