domingo, 29 de abril de 2018

Lectura y escritura: su ejercicio


Sigo el impulso de escritura en relación a ciertos modos que se van haciendo costumbre dentro de los días de nuestra sociedad actual. Sí, la que nos toca en suerte construir, y la misma dama que muchas veces nos manda estilete a fondo en el cuore. La sociedad humana de estos tiempos, en la gran ciudad Buenos Aires tanto como en nuestra ciudad/río de Gualeguay, muestra globalizados sus ritmos y costumbres. Sí, bienvenidos al revuelto gramajo terrenal que a todos empacha trabajando la receta del vacío. Reunidos, englobados así en cuestiones planetarias que todavía van más allá del trato desparejo que la capital le dispensa a las provincias (salvo la que importa, obvio), creo, deberíamos estar atentos a ciertas tendencias.
Hablaba la semana pasada de la adicción a la tecnología, esa llavecita juguetona que nos abre el mundo de las redes sociales. Sin el cuidado de dar a la herramienta su lugar como tal, muchos terminan condenados a la filosofía de alimentar, con tiempo y energía, los resbaladizos caminos de la letrina. Horas y horas para nada, para lograr un “me gusta” nuevo, para hacerle creer al otro -porque para muchos el otro importa en la medida que hace de público- que el de la foto tiene la vida resuelta en medio de la gran felicidad del éxito. Esa costumbre de parecer antes que ser, es una flecha indicadora dentro de la sociedad, la sintonía madre de la susodicha flecha: sentirse diferente, pasar por un ser clarificado, aunque, en realidad, se sepa poco más que nada. Nunca la lectura de una nota donde halla contenido literario, filosófico, ideológico; nunca un libro; alcanza para ladrar sandeces dos zócalos televisivos y otros tantos slogans al tono, pura superficie; estos fieles representantes de la sociedad de la cáscara juegan, actúan su rol de pensador, y no son más que simples manoseadores de recortes mínimos que, por lógica, carecen de los puentes propios que puede generar una lectura verdadera; ese personaje se jacta -llegado el caso de que la careta se mueva un tanto- de su ignorancia, sucede así porque es su misma palabra la que lo deja en evidencia, y entonces sólo queda a mano el alarde, la defensa necia, y por último el ataque.
Jesús Quintero
Utilizo la herramienta de las redes sociales, utilizo la tecnología. Puede la persona que guste saber de qué se trata la vida en sociedad, sus verdades y apariencias, investigar, encontrarse con opiniones sustanciosas. Así llegué hace unos días a un monólogo filmado, apenas dos minutos, de un viejo conocido. Volver a su nombre me significó felicidad; la sensación estaba bien guardada en mi memoria, y entonces volvía, claro que sí, como una buena noticia. Hablo del notable Jesús Quintero (1940, Huelva, España): periodista, hombre de la radio y de la televisión. La referencia primera aparecía desde el recuerdo de su programa de entrevistas: “El perro verde” (1988). Llamaba la atención el tiempo que daba para que hablara el entrevistado, su manera de preguntar; Jesús intervenía de manera mínima, y el perro escuchaba. Un perro de raza, conocida como “calma de valle negro”: blanco y de mucho pelo se quedaba quieto, asombrosamente echado en el piso, a un lado de Jesús. Se hacían tomas del perro, que era apuntado por una luz verde, mientras transitaba la entrevista.
De uno de los varios programas realizados por Jesús Quintero para la tv española viene parido el pequeño monólogo al que hago mención. El programa se llamó: “El loco soy yo”, y el monólogo “Siempre ha habido analfabetos”. A continuación su desgrabación: “Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como un vergüenza; nunca como ahora la gente había presumido el no haberse leído un puto libro en su jodida vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura, o que exija una inteligencia mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación, saben leer y escribir, pero no ejercen. Cada día son más y cada vez el mercado los cuida más, y piensa más en ellos, la televisión cada vez se hace más a su medida, las parrillas de los distintos canales compiten en ofrecer programas pensados para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que la diviertan, o que quieren que la distraigan, aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría, amigos, todo es superficial, frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo; esos son la nueva clase socialmente dominante, aunque siempre serán la clase dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas, y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poquito más de profundidad, un poquito ‘má’, hombre, un poquito ‘má’, joder”.
Quintero habla mirando directamente a la cámara. Sentado a un escritorio. Enfatizando las palabras necesarias. La última línea la dice mientras se pone de pie y sale de escena; las palabras suenan en una mezcla de ironía y asco.
Jesús Quintero es autor de los libros  “Cuerda de Presos” (1997), “Trece noches” (1999), junto a Antonio Gala, y “Jesús Quintero: entrevista” (2007). Programas de televisión: “Qué sabe nadie” (1990-1991) junto a “El perro verde” visto en la Argentina, “El vagamundo” (1999-2002), “Ratones coloraos” (2002-2004), “El loco de la colina” (2006), “El gatopardo” (2010-2012), entre muchos otros.
Las palabras de Quintero sobre los analfabetos y la ignorancia me hizo recordar algún momento de mi trabajo como librero. Estudié la carrera de librero en Buenos Aires, trabajé en el ramo durante 10 años; no me recibí, pero fue una gran experiencia: literaria y humana. Recuerdo la vez que entró una mujer al local ubicado en el barrio de Flores pidiendo un libro para su hijo. Reparé en esos años de librería en que las personas que entran a buscar un libro -y me refiero a los que no son gente lectora- lo hacen las más de las veces tratando de actuar sobre su “no saber”, y en esa actuación se ven tentados a siempre decir algo más, sin saber que es ahí donde se ponen en evidencia. Además, porque alguien los alumbró, saben que un libro no es una remera. Es cultura, y la cultura, escucharon, hace bien o está bien. El caso es que la mujer, no practicante, en la media de los 30 años, cuando llegó el momento olvidó el título del libro; pregunté entonces por el autor, y ella, haciendo fuerza con el pensamiento, cerraba los ojos y repetía: “Ay, es tan conocido”. Como el dato no alcanzaba, insistí por el título y el milagro se produjo: “El lazarillo de Tormes”; entonces le dije: “Anónimo”, y ella respondió: “Ese, ese es el autor”. Efectivamente hay mucha obra escrita por Anónimo. Esto sucedió en los 90, y en esos años no había duda de que el título era de autor anónimo. En 2010, al parecer, se pudo casi asegurar que el autor fue Diego Hurtado de Mendoza.
Y recuerdo también a una madre que, en estado de desesperación, entró a la librería a pedir un libro de Marco Denevi para su hijo que estaba en los primeros años del secundario. La mujer casi gritaba: “No me lee nada”. Pensé en ese momento en cuántas oportunidades ese hijo no lector presenció momentos de lectura en sus padres.
La forma libro, el amigo libro a la mano, la presencia de libros en una casa, puede apuntalar muy bien muchas historias. Aunque existen, como siempre, excepciones que sabemos: confirman la regla. Pienso que en mi caso funcionó de maravillas, las bibliotecas de mi padre, los libros compañeros, sin duda, marcaron una tendencia que luego hice mía en felicidad. Pero es posible que la presencia de lectores y de libros en una familia no alcance en ciertos casos. Conocí a una persona que se vanagloriaba del hecho de que ni siquiera había leído “El principito” de Saint Exupéry. Y esa persona era hijo de una reconocida trabajadora de la cultura. Claro que ante la jugada del destino, siempre mejor que haya libros, y después se verá. Más aún frente a un panorama tan triste como el señalado por Quintero.
En una librería, allá por mediados de los ’90, fui testigo, es más, recibí la siguiente consulta. La persona interesada venía con dos medidas anotadas en un papel: tantos cm. de ancho y tantos de alto. Necesitaba libros para cubrir ese espacio de un estante. Pregunté sobre qué autores buscaba; y entonces me explicó que quería libros que alineados cubrieran las medidas. Recuerdo que le vendí varios libros de editorial Alianza bolsillo hasta saturar el espacio.
Sucedía en los ’90, y ¿hoy?, en estos tiempos veloces que se han llevado puesta a la señorita curiosidad, velocidad que tanto ha colaborado con el mal trato de la lectura y la escritura; es cierto, ya no da vergüenza ser un cabeza de horno apagado que no se interesa más que por el clima y la costeleta que despachará a bodega en la noche; una de esas personas que desde ya vive pendiente de los temas “importantes” que tienen que ver directamente con el espíritu: el dinero en el bolsillo, el total de riqueza acumulada, y su ego triunfal trabajando para que en su imagen se vea cáscara y comparsa, o sea, una lonja de desierto.
La curiosidad es una especie en extinción. El lector es otra especie en peligro. Y entonces pienso en el gran desafío que tienen ante sí los padres, parar un poco con la manera “face” en todas sus sintonías sociales, salir del aparatito y hacerse amigo de la lectura para que esta le dé una mano a la familia: quien lee piensa, imagina, se divierte, conoce otras historias, otras palabras, crece. Pienso en la responsabilidad decisiva de los maestros a la hora de alentar lectores: vamos, seño -que todavía no es lectora-, a dejar la fotocopia y a acariciar el libro, a “ser” entre lecturas con el libro en la mano. No está mal ser curiosos, no está mal sentir las pinceladas de la vergüenza, no está mal, lo digo siempre, sabernos mortales para comprender la vida de la mejor manera, asumiendo el compromiso de mejorar hoy, y nada de andar dejando la cuestión para mañana. Ser personas hoy, ser a conciencia. En la chacra gualeya veo siempre a mi amiga la lechuza, no afloja ni una noche: siempre de mirada atenta y pensamiento al tono.

domingo, 22 de abril de 2018

Duerme, duerme, negrito...


Así anotó, por muchas razones, el chileno Víctor Jara. Tomo la expresión para hablar, en este caso, de la siesta, y no exclusivamente en la ciudad/río de Gualeguay (por acá las brujas también existen), sino de la siesta que se abate sobre las criaturas de la aldea global. Ante una amenaza que no reconoce fronteras, la resistencia debe estar a la altura; entonces, desde la aldea gualeya va también esta invitación a despegar de una siesta que viene con la peor de las Solapas.
Hablo de la adicción a la tecnología que nos “enreda” en sociedad, hablo de vivir conectados a través de cantidad de aparatitos que los distraídos adoran como verdades reveladas: los nuevos dioses que prometen felicidad y pertenencia. Esa felicidad táctil y sus coloridas canciones arrullan la siesta señalada. Dicha siesta comienza cuando aquello que debería ser incorporado a los días como herramienta, termina teniendo la entidad de un fin en sí mismo. Soy testigo a diario de la desconexión, porque en este caso: estar conectado, desconecta; las caricias sobre el teléfono se repiten, una y otra vez, sin pensarlo, de la misma manera que el fumador compulsivo enciende el cigarrillo: ejecutar el pase mágico que abre la ventana para asomarse al abismo que viene con caripela de foto intrascendente o un “me gusta” que alienta a seguir pensando en nada. Hay imágenes que no se olvidan, ejemplo: fiesta de cumpleaños de 15, música y baile, y las pequeñas damiselas bailando solas con los celulares en las manos.
A diario soy testigo del descalabro causado a través de la adicción a la tecnología: la vieja de la red (qué corto quedó el viejo de la bolsa). Practico la mirada, la escritura, la lectura, y a veces uno da un paso adelante y refuerza lo entrevisto. Así me sucedió con una nota escrita por Axel Marazzi, especialista en temas de tecnología. La nota -la leí en la “Revista Anfibia” de UNSAM (Universidad Nacional de San Martín), y originalmente fue publicada en la revista “Qué Pasa” de Chile- es una mezcla de testimonio personal e investigación sobre el tema: “Cinco horas diarias mirando el teléfono”.
Marazzi abre el juego de esta manera: “Trabajo siete horas por día, duermo otras siete y una aplicación me dice que en promedio uso el teléfono cinco horas diarias. También que lo desbloqueo unas 150 veces por día: eso quiere decir que no puedo pasar siete minutos despierto sin volver a él. Lo primero que hago cuando suena la alarma por la mañana, antes de ir al baño, lavarme los dientes y la cara, es mirar si me llegó un mail importante, cuántos likes tuvo la última foto que subí a Instagram o si se viralizó alguno de los tuits que publiqué el día anterior”. Toda una descripción del paisaje general, continúa: “Uso WhatsApp para hablar con mis jefes, con mi novia, con mis amigos. Juego en el smartphone, uso una app que me dice cuántos kilómetros corrí y cuántas calorías quemé, otra me informa cómo llegar a direcciones que desconozco, otra cómo estará el clima —he llegado a mirarla antes de abrir las cortinas de mi cuarto— y otra hace todas mis transferencias bancarias. El iPhone es la extensión perfecta de mi mano derecha”.
El autor, para saber de sus tiempos, incorporó “Moment”: “una aplicación que te avisa si usas demasiado el celular”. Supo así que: “El 50% de mi tiempo libre lo estoy pasando delante de la pantalla del iPhone”.
En la investigación: “(…) En una entrevista al medio estadounidense Axios, Parker reconoció lo que pensaban a la hora de crear Facebook: ‘¿Cómo podemos consumir la mayor parte de tu tiempo consciente? Teníamos que darte un poquito de dopamina a cada rato. Porque alguien te había dado ‘me gusta’ o porque había comentado tu foto. Y eso contribuye a la creación de más contenido para, de nuevo, crear más comentarios y más ‘me gusta’”. Se pregunta Marazzi: “Me pareció tan burdo que sentí que había entendido mal. ¿Estaba diciendo que nos hicieron adictos de forma consciente? Sí, lo estaba haciendo: ‘Es la clase de cosas que se le ocurriría a un hacker como yo, porque estás explotando las vulnerabilidades de la psiquis humana. Los creadores de redes sociales como yo, Mark [Zuckerberg] o Kevin Systrom [Instagram] entendimos muy bien que esto iba a suceder y aun así lo hicimos’”.
Confesión: “(…) Parker no era el único ex Facebook que había salido a hacer su mea culpa. Chamath Palihapitiya, que estuvo en la empresa hasta 2011 y fue vicepresidente de crecimiento de usuarios, también tenía remordimientos. En un foro de la Escuela de Negocios de Stanford dijo: ‘Los ciclos de retroalimentación a corto plazo impulsados por la dopamina que hemos creado están destruyendo el funcionamiento de la sociedad’”. De qué se trata: “(…) Todos hablaban de dopamina y yo necesitaba averiguar no sólo qué era, sino además qué generaba cada like en una recóndita zona de mi cerebro. Por eso contacté a la bioquímica Katia Gysling, profesora de la Universidad Católica y reconocida investigadora del sistema dopaminérgico, quien me lo explicó de manera simple: ‘Es un neurotransmisor que determina nuestra motivación para acceder a la comida, a la interacción social, incluso al apareamiento. Es esencial para poder motivarnos. Las drogas adictivas y los estímulos generados por factores como obtener recompensas económicas o sociales producen una gran liberación de dopamina’”.
De esta manera se sigue construyendo el paisaje, luego: “(…) Instagram es una vidriera mentirosa que exhibe sólo los momentos perfectos de la vida de sus usuarios, Facebook nos segrega en grupos de personas donde todos opinan lo mismo, haciéndonos sentir validados y fragmentando las comunidades, y YouTube utiliza su autoplay por defecto para que pases de video en video sin poder desengancharte. Todo controlado por algoritmos que saben perfectamente lo que nos gusta”. Un espanto; el horror, el horror, y recuerdo a Marlon Brando en el final de “Apocalypse Now” de Coppola.
El señor Raskin le dijo a Marazzi: “(…) Me explicó, también, que todos estos productos que usamos a diario no son, en absoluto, neutrales. ‘Son parte de un sistema diseñado para volvernos adictos. Llegamos hasta acá porque todas estas compañías produjeron cosas increíbles, que nos benefician, pero que al mismo tiempo tienen un modelo de negocio que se basa en engancharnos. Eso significa algo evidente: que detrás de cada una de las pantallas de las apps hay miles de ingenieros a quienes les pagan para que nosotros queramos volver’”. Bien, y entonces: “Después de entrevistar a Raskin me quedé pensando en algo evidente, pero que tal vez nunca me había cuestionado de verdad: que usar redes sociales puede ser gratuito, pero de algún lado tiene que salir el dinero para mantenerlas. De golpe, creí entender algo fundamental: que nosotros no pagamos por esos productos, porque nosotros somos el producto”. Marazzi habla de la “economía de la atención”: “Es simple: en el negocio de las apps el oro es nuestro tiempo. Este tipo de plataformas generan ingresos a medida que más tiempo las usamos. Si nuestra atención fuese infinita, no sería un problema, pero no sólo no lo es, sino que además está afectada por nuestra necesidad de trabajar, dormir y tener vida fuera de nuestras pantallas. Por eso las empresas deben luchar entre ellas para crear nuevas formas de mantenernos atentos, y no hay ninguna tan efectiva como explotar nuestro deseo de validación social”. Y aquí aparece todo un tema a la hora de habitar las redes sociales; hay una necesidad de reconocimiento en muchas personas, una necesidad de formular pensamientos importantes que validen sus vidas en la sociedad de la cáscara. En dicha sociedad del cartón pintado alcanza con repetir zócalos o slogans, la sustancia formateada de los medios que solo tiene lugar en el afuera, donde puede jugarse la fantasía de ser aquello que no se es. Suma Marazzi sobre la adicción: “(…) “Incluso el tiempo que tarda cada aplicación en actualizar nuestro timeline está pensado. Mientras esperamos a que las redes nos muestren los likes y comentarios que recibieron nuestras publicaciones, el cerebro recibe la misma sensación que cuando está girando la ruleta del casino. No sabemos si vamos a ganar, pero la posibilidad nos mantiene enganchados. Según Tristan Harris, los smartphones son esencialmente eso: máquinas tragamonedas que están en los bolsillos de miles de millones de personas. (…) La mayor parte de la gente ni siquiera consideraría que podemos ser adictos a algo tan normalizado como Facebook o Netflix. Tendemos a reservar la palabra ‘adicción’ para las drogas o el alcohol, pero estudios científicos recientes demostraron que hay cambios profundos en el cerebro de quienes tienen adicciones conductuales, que son similares a aquellos con adicciones a las drogas”. Marazzi cita a Tanya Schevitz. creadora de una campaña mundial para “que las personas recuerden, al menos un día cada año, cómo era vivir sin smartphones. ‘Sin conversación y cambios vamos en un camino peligroso’, me dijo. ‘La expectativa de que siempre alguien te puede contactar, de que responderás inmediatamente a ese pitido, a ese zumbido de mensajes, correos y llamadas creó una sociedad de personas que están desbordadas’”.
Y hablando de desbordes, el físico chileno Cristián Huepe, que investiga para la Universidad de Northwestern, que en 2012 fue capaz de prever la llegada de la posverdad, le dijo a Marazzi: “‘Al fragmentar nuestras redes sociales y generar burbujas extremas estamos llegando al punto en que no sólo no compartimos ni discutimos nuestras opiniones con grupos distintos, sino que ya ni siquiera compartimos la misma realidad’”. Me citó un caso que está teniendo un auge espectacular en los últimos tiempos: el de las personas que vuelven a creer que la Tierra es plana. Hoy es muy fácil ir a YouTube o Facebook y encontrar una comunidad que apoye cualquier teoría falsa, retroalimentando la idea y validándola ante nuevos incautos”.
Duerme, duerme, negrito… anotó el grande de Jara, y yo anoto: mientras los interesados en el silencio, en el vacío mental -porque cuántas veces estás ausente en una reunión por estar dentro del celular, cuántas veces entre tu familia, amigos, en la charla con los maestros en la escuela donde va tu hijo- te necesitan enredado, siempre con la zanahoria de lucecitas por delante: enredado para no saber del paisaje, quién te gobierna, qué ideas defiende, cuánto hay de mentira. El poder necesita que compres lo que ellos venden. Mientras sigas bailando en soledad, aislado, con el celular en la mano, vas a dormir la mala siesta. Esta Solapa existe y corta cabezas con la guadaña que no mancha, la que deja todo en su lugar. Te quieren durmiendo, negrito; les interesa que duermas, pero que no tengas sueños. Ellos, siempre ahí: los de la vereda de enfrente. Que la siesta sea recreo que se decide, que la herramienta colabore, que la motivación de la vida esté dada en una vida atenta, a conciencia despierta.

domingo, 15 de abril de 2018

Hadas en el castillo


Un avión, llegado desde la memoria, aterrizó en el pensamiento distraído de este cronista, justo cuando miraba el pasto amarillento en el fondo de su casa ubicada en la chacra gualeya. Conocía la historia de la visita accidental del escritor y aviador francés: Antoine De Saint Exupéry, el famoso autor de “El principito” (1943), a un “castillo”, el San Carlos, de Concordia, construido en 1889. El aviador tuvo una falla en su nave cuando establecía una ruta como trabajador de correo postal. Corría 1929 cuando aterrizó en cercanía de la casa de la familia Fuchs; pero del avión bajó el escritor, no el aviador. En su libro “Tierra de hombres” (1939) aparece una crónica de aquella visita inesperada a los Fuchs, y especialmente consigna la presencia de las hijas del matrimonio: Edda y Suzanne, de 9 y 14 años.
Fui gratamente sorprendido por el capítulo 5 de “Tierra de hombres”, diría que fui feliz durante la lectura, una fiesta de la mirada y la escritura. Por eso sostengo que del avión bajó el escritor: “Tanto hablé del desierto que, antes de seguir hablando de él, me gustaría describir un oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sáhara. Otro milagro del avión es que te sumerge directamente en el corazón del misterio. Eres un biólogo, estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideras, fríamente, esas ciudades asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado en el manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Eres prisionero de un campo de hierba en un parque adormecido.
No es la distancia lo que mide el alejamiento. La pared de un jardín doméstico puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas.
Voy a contar una breve escala realizada por ahí, en alguna parte en el mundo. Tuvo lugar cerca de Concordia, en Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: en todos los lugares existe el misterio.
Había aterrizado en su campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. (…)”.
Aparecieron las niñas: “Detrás de un recodo del camino surgió, a la luz de la luna, un bosquecillo y detrás de esos árboles, una casa. ¡Era tan extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al franquear el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio.
Entonces aparecieron dos muchachas. Me examinaron con seriedad, como dos jueces apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y golpeó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado, ellas me tendieron sus manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron.
Aquello me divertía y me encantaba. Todo era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto.
-Ya lo ve. Son ariscas -dijo el padre con naturalidad. (…)”. Resultó cierto aquello que me dijo, antes de venir a refugiarme en la ciudad/río, el amigo poeta Rubén Derlis sobre las entrerrianas: “Son todas ariscas”.
Fotografía de "Telaraña".
Una vez que Antoine entró en la casa se encontró con esta maravilla: “Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que asoma la nariz entre el pavimento de la capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, viene a ver si los hombres mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas esas piedras. Me gustaba esa forma de deterioro que no expresaba sino una riqueza demasiado grande. Pero allí, de verdad, quedé maravillado.
Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de madera en el que los enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban ajados, los batientes estaban raídos, las sillas patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, encerado, brillante.
El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero siempre bruñido, barnizado, lustrado. Curiosa casa que no dejaba ver ninguna negligencia, ningún abandono, sino un extraordinario respeto. Cada año añadía, sin duda, algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, como por lo demás a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.
-¡Cuidado!
Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto, fácilmente, las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. (…). De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación. ¡Cómo debían de ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero! Se adivinaba que, de la menor alacena entreabierta, caerían paquetes de cartas amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna. Llaves maravillosamente inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados, con luises de oro. (…)”.
La familia y el visitante sentados a la mesa: “Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcida como incienso, ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y, sobre todo, me atraía el trajín de las lámparas. Auténticas lámparas pesadas, que se acarreaban de una pieza a la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que componían en las paredes, maravillosas sombras: negras palmeras y abanicos de luz. Luego, una vez en su sitio, se movilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de noche, en derredor, donde crujían las maderas”.
Otra vez las niñas: “Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y saboreado en el viento de la noche el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el catálogo de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrenal.
Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándolos con las caricias de sus pequeñas manos, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la mangosta a las abejas, todos escuchaban. (…)”.
Antoine De Saint Exupéry
Las víboras: “Mis dos silenciosas hadas vigilaban tan bien mi comida, con tanta frecuencia hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una intrigada mirada. Entonces, sin duda, satisfecha de su examen, utilizando su último recurso y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó simplemente con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro si acaso yo era uno de ellos:
-Son las víboras.
Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del mundo.
-¡Ah!… Son las víboras…
Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Algo se me había deslizado por mis piernas, había rozado mis pantorrillas, y ese algo eran las víboras.
Afortunadamente, sonreí. Y no por obligación: pues ellas lo hubiesen descubierto. Sonreí porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida que pasaban los minutos, y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más acerca de las víboras.
La mayor acudió en mi ayuda:
-Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa.
-Alrededor de las diez de la noche vuelven -añadió la hermana.
Cazan de día. (…)”.
¿Y el futuro de las niñas?: “Ahora, me parece un sueño. Todo ello queda muy lejos. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin duda se han casado. Pero, entonces, ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de muchachas al de mujer. ¿Qué estarán haciendo en su nueva casa? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con los hierbajos y las serpientes?
Ellas formaban parte de algo universal. Pero llega un día en que la mujer se despierta dentro de la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez, la aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Si el imbécil hace versos, creen que es poeta. Se cree que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados de la ciudad. Y el imbécil se lleva, como esclava, a la princesa”.
Ante la escritura maravillosa del escritor, el cronista decidió ajustar al mínimo su palabrería. Me digo que habría que agregar algunos datos sobre la historia del castillo, pero será en otra oportunidad. En esta nota las palabras son del visitante ilustre: Antoine De Saint Exupéry. Releo su texto e imagino aquel encuentro en esa casa donde el tiempo marcaba un tiempo en que disfrutaban de la vida un puñado de seres humanos. Ocurrió en Concordia, Entre Ríos.

domingo, 8 de abril de 2018

Misteriosa Gualeguay


La lectura de dos “relatos ínfimos” del Cuaderno del Señalero n° 46 (acompaña la revista El Tren Zonal n° 188), titulado “Inmemorial” de Luis Luján, escritor de Gualeguaychú, entreabrió la puerta que lleva al misterio, una sintonía que es parte de la naturaleza. Misterio cuando se piensa en hechos asombrosos. Misterio cuando la ruptura de la realidad cotidiana -además, de fantástica, sorprendente- invita a pensar en el gran enigma que llamamos “más allá”, y aún más, cuando nos preguntamos por sus habitantes, los muertos, sus fantasmas, y a través de ellos llegamos hasta la inevitable incertidumbre: la posibilidad del regreso. Pienso en esa facultad del colibrí, según el relato de los guaraníes, para unir, para ser puentes entre el mundo de los vivos y de los muertos. Mientras desayunaba en esta mañana de domingo en la chacra gualeya, vi un colibrí jugar en la copa del jacarandá joven del fondo de casa. Volaba de rama en rama, se posaba en ellas, tomaba un respiro en su emoción deteniéndose un segundo en el espinillo vecino, y volvía al jacarandá, como si hubiera encontrado dormidas las almas de los muertos que debía llevar al otro mundo; porque las flores y las ramas de plantas y árboles -los guaraníes saben- es lugar donde el alma del muerto espera la llegada del colibrí, el llevador. Ir del mundo de los vivos al de los muertos, y volver, ¡ah!, siempre pensaremos en el regreso: a la infancia, al amor, a la vida. Un pie en cada mundo, así en la rayuela como en el misterio que acompaña nuestros días. Y la diferencia la establece la muerte. Leo en la autobiografía del notable Ramón Gómez de la Serna (1888-1963): “Automoribundia”, tomo 1: “(…) Quizá que pesaba en mí, como un suceso aciago –aunque no soy nada pesimista ni llorón-, el suceso de mi nacimiento. Aquél día fue como si muriese de alguna manera, como si me señalase plazo para comenzar, lo cual resultaba la primera limitación de la muerte. Algo de casa con la media puerta cerrada tiene la casa donde se nace. (…)”.
El triunfo de la muerte de Peter Brueghel, El Viejo.
Luis Luján abrió el misterio, lo maravilloso, en su “Galería de fantasmas”, leí: “Ñancay: A la tardecita de casi todos los viernes, yo me sentaba en alguna barranca del arroyo Ñancay y esperaba que pasara. Siempre aparecía. A veces con los últimos rayos de luz. Ahí pasaba el Viejo Solo, como todos lo llamaban. En su canoa que no abría el agua, que no hacía oleaje. Siempre en silencio, siempre igual” (Ñancay: vocablo guaraní que significa “Agua del diablo”. Arroyo al sur de Entre Ríos).Y luego: “Barrilete: Vi al niño en la plaza. Vi la piola que ascendía desde su mano al firmamento. Vi que el niño miraba la piola, incrédulo. No podía comprender por qué continuaba tensa si el barrilete ya no existía”.
La puerta había sido abierta dentro del escritorio de este cronista, trabajador de la cultura, desde la chacra gualeya. Entonces recordé las historias extraordinarias que guarda “Mi libro de otoño (Memorias)” de Mario Tamaño. Yo venía de leer cuentos clásicos del género fantástico y de terror donde, por ejemplo, abundaban casas viejas, misteriosas. Recuerdo también el libro del astrónomo francés Camille Flammarion (1842-1925): “Las casas encantadas”, pero fue en el libro de Tamaño donde leí una definición mucho más poética: “La casa asombrada”: “Así se llama en nuestra provincia a aquellas casas donde ocurren hechos extraños con aparecidos, ruidos de pasos, gritos, galope de caballos. (…)”. Y vuelvo a un fragmento de dicho libro donde el viento, como revelación mágica, se hace casi poesía: “En una vieja casa de madera, situada en el medio de la selva de Montiel, distrito Sauce de Luna, pasaban cosas extrañas. Nadie quería habitarla hasta que, por los años 27 o 28, y a raíz de la demanda de leña para el ferrocarril se instalaron varios obrajes en las proximidades del Arroyo del Medio. La casa asombrada la alquiló una empresa contratista de hacheros. Allí vino a vivir un viejo inglés del que no recuerdo su nombre. Una noche, ya acostado, escuchó que en el patio estaban hachando leña, y luego comenzó a oír el llanto de una criatura. Molesto, se levantó, se vistió y tomando un arma, abrió la puerta del inmenso caserón. Con gran sorpresa el míster constata que no había nadie, ni hachero ni niño alguno. Recorrió varias dependencias y no encontró nada. Esto, a menudo volvió a repetirse, por lo que el gringo, que decía que no creía ni en brujos ni aparecidos, encontró una explicación no sé si filosófica o física, pero muy práctica para poder vivir con tranquilidad. Él decía que la vieja casa de madera, guardaba sonidos, los que al soplar el viento se dejaban escuchar. Eran los sonidos de épocas pasadas que habían quedado guardados entre las maderas de la construcción. Esta vieja casa fue demolida en 1938”.
Detalle de "El triunfo de la muerte".
Hace ya un buen tiempo que guardo un par de historias “extraordinarias” ocurridas en la ciudad/río de Gualeguay. Aparecieron de manera sorpresiva, entre charlas de política e historia, sin premeditación. Mi corresponsal esta vez me pidió anonimato.
El primero de los relatos tiene que ver con un perro. Era una de esas noches de verano en que el cielo parece festival de fuegos artificiales: tormentas de mucho relámpago, rayo y trueno, pero el tiempo pasa y se estira la negativa a autorizar la lluvia. El testigo se ubicó en la puerta que daba al patio para mirar la noche. Y de pronto se encontró con un perro grande, de buen porte, asentado en sus dos patas. Se miraron un segundo. El perro se incorporó y caminó unos pasos alejándose de él. Se detuvo. Giró y volvieron, por un segundo más, a mirarse. El animal amagó con entrar a la casa, como si fuera a pasar por sobre la humanidad del testigo. El hombre gritó para alejar al perro. El animal huye, y el hombre cierra la puerta de un golpe. ¿Por qué huyó?, se preguntó muchas veces el hombre. Años después encontró, en una rejilla grande que había en el patio, un trozo de vidrio trabajado, del tipo que se usaba en las antiguas puertas cancel, que obstruía el caño de desagote. El hombre piensa que posiblemente, y por sobre su grito, una luz del cielo haya rebotado con su brillo en el vidrio y asustado al perro. El testigo aclara que no le gustan los animales, por lo tanto, no había perro en la casa; pero lo que sí había era un patio cerrado por tapiales. El hombre no entiende cómo llegó y cómo se fue el perro. Todo un misterio. O parte de un misterio más grande.
La visita ocurrió pasadas las 11 de la noche, hace ya unos 12 años. El hombre que cuenta afirma no haber buscado rastros del perro en el después. Me aclara que cuando hay tormentas cierra la puerta. Afirma el memorioso que todo se disolvió en la noche. Y que sólo quedó el recuerdo de la mirada, y en ese pasado una pregunta: “Por qué la mirada de sus ojos me resultaba conocida”. Mi pregunta no se hizo esperar, enseguida pensé en la posibilidad de que el testigo hubiera, a través de los años, descubierto al dueño de la mirada que había entrevisto en el perro. El relator dijo que sí. Era la mirada de un tío, una mirada que se le había quedado guardada desde los años de infancia. Aquel tío había tenido una vida marcada por la pérdida de un hijo y de algunos sobrinos, entre ellos un hermano de quien cuenta esta historia. Ya grande, recuerda el testigo, una vez, sintió que en la mirada del tío había un dejo de reproche para con él, por el simple hecho de estar vivo. Pero en aquella noche de la aparición, el testigo descubrió la mirada de la infancia. Dijo el hombre: “Quizá todo fue un misterio más en una casa vieja”.
Un árbol en el cementerio de Gualeguay.
Quien hace memoria me cuenta una nueva historia sucedida en Gualeguay. Hasta esta ciudad había llegado una pareja de franceses. Al poco tiempo de su llegada nació un hijo. Pero quiso el destino o la mala suerte que pronto falleciera el francés. Como era costumbre en esos años, y con más razón tratándose de extranjeros, con la familia lejana, la mujer volvió a unirse en matrimonio, esta vez con un italiano. Tuvieron dos hijos varones. La suerte volvió a ser esquiva, y la muerte se llevó al italiano. Obligada por las circunstancias, la francesa volvió a casarse, esta vez con un criollo. Tuvieron seis hijas. Con el tiempo, una a una las hijas se marcharon a Buenos Aires, donde se radicaron y siguieron sus vidas. Pero en Gualeguay quedó la hija menor, casada y dedicada a la docencia. Ella continuó viviendo en nuestra ciudad. La francesa había muerto. Las hermanas y el padre siguieron sus vidas en la lejana, por aquellos años, ciudad de Buenos Aires. Quien recuerda, el testigo, afirma que esta hija menor que se quedó en la ciudad, era su vecina, que vivía frente a su casa, y que desde la ventana podía ver el zaguán de su casa. Recuerda el testigo que una mañana vio que había llegado el padre a visitarla. Año 1954. Un hombre morocho, de anteojos y sombrero, que lucía su traje porteño de color gris claro. Pasaron los años y nunca volvió a ver al hombre. Años después, la hija, ya viuda y con cuatro hijos, también emprendió el camino de Buenos Aires. Cuenta el testigo que cincuenta años después, mientras caminaba por las calles del cementerio, rumbo a la salida, únicamente acompañado por los pájaros del lugar –“así como brindaron su canto a Jorge Luis Borges durante el homenaje que se tributó a su amigo el poeta Carlos Mastronardi”-, se cruzó con dos jóvenes mujeres. Las unía una sonrisa cómplice, como si supieran algo más en relación a él. En aquel día de 2010, unos metros más atrás de las dos mujeres, 56 años después, avanzaba un hombre morocho, de sombrero, con anteojos y traje gris claro. Al cruzarse con el testigo le dijo: ¡Visitando la mamá! Sí, respondió el testigo, y siguió su camino. Pero en un segundo el miedo se había apoderado de él. Su madre hacía casi treinta años que había fallecido. Era aquel hombre, lo había reconocido. Caminó rápido, y enseguida llegó a la tumba del padre Armelín. Dijo una oración. Volvió a mirar al hombre de traje gris que se alejaba rumbo al sector de nichos.
"El caballero de la muerte" de Salvador Dalí.
Es la muerte quien nos instala el tema del regreso, ¿se regresa de la muerte?, ¿es que los muertos visitan el lugar de sus muertos en el cementerio?, pienso en la francesa que murió en Gualeguay. Pienso, otra vez, en un mundo que presiento cercano, como si de colibrí se tratara mi tinta, pienso, siempre pienso y escribo sobre la muerte; ya se verá si tintas como esta la mantienen cercana o lejana en mi historia -como sea que se dispare la suerte del destino: no tengo dudas: regresaré-; mientras tanto me digo que en esta tinta llevo y traigo, gracias a la memoria de mi amigo gualeyo, saludables historias de fantasmas.
"El séptimo sello" de Bergman.


domingo, 1 de abril de 2018

Cacho González Vedoya


Nada sabía de González Vedoya hasta que llegó el Tren. Llegó a la ciudad/río de Gualeguay despacito, pidiendo tiempo de lectura en cada mano que la recibe. Así sucedió en mi lugar de trabajo. La revista “El tren zonal. Por la integración de los pueblos”, que publica cada dos meses, y hace más de 25 años el poeta Ricardo Maldonado, director de Ediciones del Clé, llega hasta mi escritorio desde hace un tiempo. Este cronista, llegado a Gualeguay desde su Buenos Aires hace 5 años, se encontró con nuevo mundo a descubrir: el Universo Litoral: desde la aldea a la totalidad del paisaje. Y en este quehacer real y fantástico la aparición de El Tren se sumó a fuentes diversas de información, como es la charla con testigos y la lectura de libros de autores pertenecientes a la región.
Cacho González Vedoya
Entonces, por pura ignorancia, por la lejanía en que muchas, demasiadas veces, se mueve la selecta Buenos Aires, el cronista, llegado desde el barrio de Boedo, nada sabía de González Vedoya, una figura destacada dentro del chamamé. Nada sabía hasta, Tren mediante, la lectura del muy buen trabajo de Facundo Binda: “El verso que fluye: claves de la poética de Cacho González Vedoya”, texto presentado en el 1° Congreso de Autores del NEA en julio de 2016. El cronista piensa en la dimensión de su ignorancia, puede señalar, como atenuante, la inmensidad del paño donde se acomodan los autores, pero recurrente en él, se hace la pregunta, ¿cómo no haber tenido noticia de poetas notables como Marcelino Román, Juan Manuel Alfaro o Ricardo Maldonado?, y entonces el traslado del interrogante: ¿cómo no tener noticia de González Vedoya?, pregunta que ilumina la desesperación ante la inmensidad del universo creativo, y a la vez la aparición de la esperanza nacida con cada lectura. Y más allá de esta cuestión de abismal esperanza, habría que preguntarse una vez más sobre las oscuridades donde se mueve la eterna cabeza de Goliat (nuevo saludo a Ezequiel Martínez Estrada): la ciudad/centro de Buenos Aires.
Informa Binda que González Vedoya, nacido en Itatí, Corrientes, en 1940, pertenece a una generación de letristas que renovó el chamamé a través de una mirada social junto al rescate de personajes comunes, historias o anécdotas chicas del cotidiano de la gente: trabajar la memoria de la historia chica de la aldea. Integrante de la Generación de la Canción Nueva, González Vedoya trabajó de manera paralela a las canciones en su obra poética. Anota Binda: “La poesía de González Vedoya avanza no lineal sino circularmente; sus poemas y canciones dialogan entre ellos y expresan una vitalidad que le es propia y que sintetiza los elementos fundantes del paisaje correntino”. En 2008 publicó “Como pan casero”, primera selección entre los poemas publicados en distintos medios. Después publicó “Agua de río”, “Intemperie del alma” y “Gente de mi pueblo”. Dice González Vedoya: “Los que saben dicen que uno tiene una sola poesía toda su vida. Sólo se hacen algunas variaciones. Yo también creo que uno siempre tiene un color de canto, un motivo de canto hasta el final de su vida”.
Anota Facundo Binda: “(…) Tres elementos predominan y se imponen en la poética de González Vedoya: la luna, el río, el viento. A partir de estos tres elementos las canciones y los poemas se abren hacia diferentes rumbos. No es casualidad su aparición reiterada y combinada: los tres son símbolos del constante fluir. El río –la figura preferida de Heráclito- siempre yendo hacia el mar, siempre el mismo y a la vez siempre distinto; el viento que viene desde el norte y pasa por encima de campos y hombres; la luna que camina su eterno ciclo creciente y menguante. El fluir de la vida hacia la muerte se condensa en ellos (…)”.
Parece que la luna de González Vedoya es capaz de muchas proezas. En “Conservo en la memoria” se lee: “Conservo en la memoria / las calles de mi pueblo / la luna era de adobe / y el cielo era un tejido / por donde se entreveía la claridad de Dios”. En el poema “Es sólo un grillo”: “Ese pequeño grillo / desde un rincón del patio / cuelga y descuelga una por una las estrellas / con una luna llena juega a la escondida / pinta un cielo redondo en el aljibe / enciende y pone de fiesta el jazminero”. Su luna se da hasta el permiso de morir; en un poema sin nombre: “Debajo del árbol / vestida de pájaros / se murió la luna”. De todo esto habla González Vedoya, y tan bien señalado por Facundo Binda en su trabajo. Binda asegura que el viento del poeta es solo uno: el viento norte, y que el río es uno solo: el Paraná. En un poema aparece la siguiente referencia al río: “Te siento aparte / sobre un costado mío / sin cauce / quebrado en la mitad / con una sola orilla / pero a la vez te llevo adentro / porque con algo de río / también yo me voy haciendo (‘Paraná’)”.
Otra sintonía de la obra de González Vedoya resaltada por Binda está dada en la presencia, principalmente en sus canciones, de personajes de su aldea natal. La lista es un muestrario de oficios desaparecidos: Sinesio, barrilero, cuando había que traer el agua del río; Miguelito, farolero; Dominga, lavandera; Nati (Natividad Amarilla), campanero; Valdez, carpintero; y Dorico, su oficio quizá sea el único que no ha desaparecido, pero sucede que hay muchos profesionales de la locura en nuestros días; el Dorico de González Vedoya era el loco del pueblo, el que no quería que le pisaran la sombra. Anota Binda que cada uno de ellos estaba fundido con el oficio: “a tal punto que no es posible saber dónde se separan hombre de instrumento: Nati campanero, a tu campanario / le salpica el cielo sobre el corazón, / tus brazos terminan en cuatro campanas, / y a los cuatro vientos le canta su voz. (‘Nati campanero’)”. González Vedoya retrata a la gente simple y pobre en sus canciones, y dice Binda que su mirada es urbana en sus poemas, es decir, la diferencia entra a tallar en el anonimato con que las ciudades revisten a sus habitantes. En “Hay un hombre pequeño: ‘Hay un hombre pequeño sentado en el boliche / bebiéndose de a poco / el gris de su camisa. / Hay un hombre pequeño / que se mira en el vino / como si se estuviera mirando por adentro’”. En “Lo que escuché decir, de un ciruja a otro: ‘Los dos somos un sueño con tanta mala suerte / que un perro nos soñó una siesta / por eso no tenemos dueño / lo que nos tiran o nos dan comemos / y nos gusta dormir en la vereda’”. En “Juan, el changarín del Piso: ‘Murió el changarín del Piso / muerto está como dormido / anda de changa la muerte / murió el changarín del Piso / cruza la calle la muerte caminando despacito’”.
En una nota aparecida en el diario Época, el periodista Carlos Lezcano consigna toda una definición de González Vedoya: “La poesía es un detalle de la vida, por eso para atraparla hay que estar atento a los detalles. El poeta es un vigía”. En la misma nota se hace referencia a lo dicho por el poeta, en la presentación de uno de sus libros, sobre los personajes de pueblo: “Pasan, siempre pasan. Un poco por el paisaje y otro por fuera de la calle”. En 2016 durante la entrevista de Lezcano dijo: “Mientras estuvieron, eran pequeños, pero cuando faltaron fueron gigantes. Cuando estuvieron eran cotidianos y cuando faltaron aparecieron otra vez en forma de canciones. Son pequeñas personas, como los poetas, pero son indispensables porque son la memoria del pueblo”.
Carlos Lezcano consigna el siguiente poema: “Digo desde la piedra / Siglos de silencio. / Digo desde el río / Que el idioma del río no se traduce. / Digo desde el viento / Que el viento es árbol desasido. / Y digo desde lo más pequeño de mí… / El enorme milagro que hay / En un granito de arena”. La nota cierra de esta manera: “En esta charla con diario Época, ‘Cacho’ González Vedoya sostiene que ‘el río me afirma en mi fe de creyente cuando me muestra lo eterno. Aquello que se fue, lo que está y lo que está por venir. El río no tiene puntas. Es un estar y un pasar… uno pasa por el río y el río por nosotros’”. Y agrega: “recuerdo a Alfredo Mariano García (vivía en Nueva York), venía los veranos a Itatí y cuando se metía al río, lo hacía despacito para sentir que ese viejo amigo lo abrazaba”.
Luego del reciente viaje en barca de poeta, este cronista, que ya lamentaba no tener a mano ninguno de los libros de González Vedoya, se entera de que hay un nuevo título aparecido en 2017: “El ángel del baldío”.
Charlando con el poeta Ricardo Maldonado sobre los valores de González Vedoya, al mostrar mi interés por sus libros comentó que si bien las tres provincias integran la región litoral, cada una de ellas funciona de manera autónoma, cerrada, y que entonces es muy difícil llegar hasta el material publicado por editoriales independientes de las otras provincias, en este caso Corrientes. Ni bien terminó de expresar esto, sugirió que bueno sería que, desde la Capital de la Cultura de la provincia de Entre Ríos, la ciudad/río de Gualeguay, se diera inicio a una feria regional de autores y editoriales.
De estas bondades informativas hablo cuando remarco la presencia de una revista como “El tren zonal” sobre mi escritorio. Este Tren, a pesar de los tiempos tristes que corren, circula por toda la provincia de Entre Ríos, las ciudades/estaciones se suman en el tránsito de una historia que necesita pasajeros que viajen a conciencia, con una identidad en la valija que sepa de memorias y pertenencias, que sepa quiénes fueron aquellos que nos precedieron en el viaje.
Días pasados el amigo médico Rodrigo Ayala me contaba que su ejemplar de El Tren había partido hacia Misiones. Gente amiga la había ojeado y la pidió para el viaje de regreso a casa. Pienso en este ejemplo viajero y me detengo en la bajada del título de la revista: “Por la integración de los pueblos”. Y entonces vuelvo a lo dicho por Maldonado sobre la cerrazón editorial de las provincias que hacen La Región Litoral, la cerrazón y la propuesta de una llave que nos libre del candado. Para así encontrarnos dentro del viaje que lleve, por ejemplo, la huella poética de González Vedoya hasta la lectura de aquellos que, como yo, no sabíamos de él. Lo dicho: por la maravillosa inmensidad del universo creador, y por las fauces egoístas en la cabeza de Goliat.