Sigo
el impulso de escritura en relación a ciertos modos que se van haciendo
costumbre dentro de los días de nuestra sociedad actual. Sí, la que nos toca en
suerte construir, y la misma dama que muchas veces nos manda estilete a fondo
en el cuore. La sociedad humana de estos tiempos, en la gran ciudad Buenos
Aires tanto como en nuestra ciudad/río de Gualeguay, muestra globalizados sus
ritmos y costumbres. Sí, bienvenidos al revuelto gramajo terrenal que a todos
empacha trabajando la receta del vacío. Reunidos, englobados así en cuestiones planetarias
que todavía van más allá del trato desparejo que la capital le dispensa a las
provincias (salvo la que importa, obvio), creo, deberíamos estar atentos a
ciertas tendencias.
Hablaba
la semana pasada de la adicción a la tecnología, esa llavecita juguetona que
nos abre el mundo de las redes sociales. Sin el cuidado de dar a la herramienta
su lugar como tal, muchos terminan condenados a la filosofía de alimentar, con
tiempo y energía, los resbaladizos caminos de la letrina. Horas y horas para
nada, para lograr un “me gusta” nuevo, para hacerle creer al otro -porque para
muchos el otro importa en la medida que hace de público- que el de la foto
tiene la vida resuelta en medio de la gran felicidad del éxito. Esa costumbre
de parecer antes que ser, es una flecha indicadora dentro de la sociedad, la sintonía
madre de la susodicha flecha: sentirse diferente, pasar por un ser clarificado,
aunque, en realidad, se sepa poco más que nada. Nunca la lectura de una nota
donde halla contenido literario, filosófico, ideológico; nunca un libro;
alcanza para ladrar sandeces dos zócalos televisivos y otros tantos slogans al
tono, pura superficie; estos fieles representantes de la sociedad de la cáscara
juegan, actúan su rol de pensador, y no son más que simples manoseadores de
recortes mínimos que, por lógica, carecen de los puentes propios que puede generar
una lectura verdadera; ese personaje se jacta -llegado el caso de que la careta
se mueva un tanto- de su ignorancia, sucede así porque es su misma palabra la
que lo deja en evidencia, y entonces sólo queda a mano el alarde, la defensa
necia, y por último el ataque.
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Jesús Quintero |
Utilizo
la herramienta de las redes sociales, utilizo la tecnología. Puede la persona
que guste saber de qué se trata la vida en sociedad, sus verdades y
apariencias, investigar, encontrarse con opiniones sustanciosas. Así llegué
hace unos días a un monólogo filmado, apenas dos minutos, de un viejo conocido.
Volver a su nombre me significó felicidad; la sensación estaba bien guardada en
mi memoria, y entonces volvía, claro que sí, como una buena noticia. Hablo del
notable Jesús Quintero (1940, Huelva, España): periodista, hombre de la radio y
de la televisión. La referencia primera aparecía desde el recuerdo de su
programa de entrevistas: “El perro verde” (1988). Llamaba la atención el tiempo
que daba para que hablara el entrevistado, su manera de preguntar; Jesús
intervenía de manera mínima, y el perro escuchaba. Un perro de raza, conocida
como “calma de valle negro”: blanco y de mucho pelo se quedaba quieto, asombrosamente
echado en el piso, a un lado de Jesús. Se hacían tomas del perro, que era
apuntado por una luz verde, mientras transitaba la entrevista.
De
uno de los varios programas realizados por Jesús Quintero para la tv española
viene parido el pequeño monólogo al que hago mención. El programa se llamó: “El
loco soy yo”, y el monólogo “Siempre ha habido analfabetos”. A continuación su
desgrabación: “Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia
siempre se habían vivido como un vergüenza; nunca como ahora la gente había
presumido el no haberse leído un puto libro en su jodida vida, de no importarle
nada que pueda oler levemente a cultura, o que exija una inteligencia
mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores
porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación, saben leer
y escribir, pero no ejercen. Cada día son más y cada vez el mercado los cuida
más, y piensa más en ellos, la televisión cada vez se hace más a su medida, las
parrillas de los distintos canales compiten en ofrecer programas pensados para
una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que
la diviertan, o que quieren que la distraigan, aunque sea con los crímenes más brutales
o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la
medida de esta nueva mayoría, amigos, todo es superficial, frívolo, elemental,
primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo; esos son la nueva clase
socialmente dominante, aunque siempre serán la clase dominada, precisamente por
su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas
reglas, y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco, a los que
aspiramos a un poquito más de profundidad, un poquito ‘má’, hombre, un poquito ‘má’,
joder”.
Quintero
habla mirando directamente a la cámara. Sentado a un escritorio. Enfatizando
las palabras necesarias. La última línea la dice mientras se pone de pie y sale
de escena; las palabras suenan en una mezcla de ironía y asco.
Jesús
Quintero es autor de los libros “Cuerda
de Presos” (1997), “Trece noches” (1999), junto a Antonio
Gala, y “Jesús Quintero: entrevista” (2007). Programas de televisión: “Qué sabe
nadie” (1990-1991) junto a “El perro verde” visto en la Argentina, “El vagamundo”
(1999-2002), “Ratones coloraos” (2002-2004), “El loco de la colina” (2006), “El
gatopardo” (2010-2012), entre muchos otros.
Las
palabras de Quintero sobre los analfabetos y la ignorancia me hizo recordar
algún momento de mi trabajo como librero. Estudié la carrera de librero en
Buenos Aires, trabajé en el ramo durante 10 años; no me recibí, pero fue una
gran experiencia: literaria y humana. Recuerdo la vez que entró una mujer al
local ubicado en el barrio de Flores pidiendo un libro para su hijo. Reparé en
esos años de librería en que las personas que entran a buscar un libro -y me
refiero a los que no son gente lectora- lo hacen las más de las veces tratando
de actuar sobre su “no saber”, y en esa actuación se ven tentados a siempre
decir algo más, sin saber que es ahí donde se ponen en evidencia. Además,
porque alguien los alumbró, saben que un libro no es una remera. Es cultura, y
la cultura, escucharon, hace bien o está bien. El caso es que la mujer, no
practicante, en la media de los 30 años, cuando llegó el momento olvidó el
título del libro; pregunté entonces por el autor, y ella, haciendo fuerza con
el pensamiento, cerraba los ojos y repetía: “Ay, es tan conocido”. Como el dato
no alcanzaba, insistí por el título y el milagro se produjo: “El lazarillo de
Tormes”; entonces le dije: “Anónimo”, y ella respondió: “Ese, ese es el autor”.
Efectivamente hay mucha obra escrita por Anónimo. Esto sucedió en los 90, y en
esos años no había duda de que el título era de autor anónimo. En 2010, al
parecer, se pudo casi asegurar que el autor fue Diego Hurtado de Mendoza.
Y
recuerdo también a una madre que, en estado de desesperación, entró a la
librería a pedir un libro de Marco Denevi para su hijo que estaba en los
primeros años del secundario. La mujer casi gritaba: “No me lee nada”. Pensé en
ese momento en cuántas oportunidades ese hijo no lector presenció momentos de
lectura en sus padres.
La
forma libro, el amigo libro a la mano, la presencia de libros en una casa,
puede apuntalar muy bien muchas historias. Aunque existen, como siempre,
excepciones que sabemos: confirman la regla. Pienso que en mi caso funcionó de
maravillas, las bibliotecas de mi padre, los libros compañeros, sin duda,
marcaron una tendencia que luego hice mía en felicidad. Pero es
posible que la presencia de lectores y de libros en una familia no alcance en
ciertos casos. Conocí a una persona que se vanagloriaba del hecho de que ni
siquiera había leído “El principito” de Saint Exupéry. Y esa persona era hijo
de una reconocida trabajadora de la cultura. Claro que ante la jugada del
destino, siempre mejor que haya libros, y después se verá. Más aún frente a un
panorama tan triste como el señalado por Quintero.
En
una librería, allá por mediados de los ’90, fui testigo, es más, recibí la siguiente
consulta. La persona interesada venía con dos medidas anotadas en un papel:
tantos cm. de ancho y tantos de alto. Necesitaba libros para cubrir ese espacio
de un estante. Pregunté sobre qué autores buscaba; y entonces me explicó que
quería libros que alineados cubrieran las medidas. Recuerdo que le vendí varios
libros de editorial Alianza bolsillo hasta saturar el espacio.
Sucedía
en los ’90, y ¿hoy?, en estos tiempos veloces que se han llevado puesta a la
señorita curiosidad, velocidad que tanto ha colaborado con el mal trato de la
lectura y la escritura; es cierto, ya no da vergüenza ser un cabeza de horno
apagado que no se interesa más que por el clima y la costeleta que despachará a
bodega en la noche; una de esas personas que desde ya vive pendiente de los
temas “importantes” que tienen que ver directamente con el espíritu: el dinero
en el bolsillo, el total de riqueza acumulada, y su ego triunfal trabajando
para que en su imagen se vea cáscara y comparsa, o sea, una lonja de desierto.
La
curiosidad es una especie en extinción. El lector es otra especie en peligro. Y
entonces pienso en el gran desafío que tienen ante sí los padres, parar un poco
con la manera “face” en todas sus sintonías sociales, salir del aparatito y
hacerse amigo de la lectura para que esta le dé una mano a la familia: quien
lee piensa, imagina, se divierte, conoce otras historias, otras palabras, crece.
Pienso en la responsabilidad decisiva de los maestros a la hora de alentar
lectores: vamos, seño -que todavía no es lectora-, a dejar la fotocopia y a
acariciar el libro, a “ser” entre lecturas con el libro en la mano. No está mal
ser curiosos, no está mal sentir las pinceladas de la vergüenza, no está mal,
lo digo siempre, sabernos mortales para comprender la vida de la mejor manera,
asumiendo el compromiso de mejorar hoy, y nada de andar dejando la cuestión para
mañana. Ser personas hoy, ser a conciencia. En la chacra gualeya veo siempre a
mi amiga la lechuza, no afloja ni una noche: siempre de mirada atenta y
pensamiento al tono.