domingo, 29 de abril de 2018

Lectura y escritura: su ejercicio


Sigo el impulso de escritura en relación a ciertos modos que se van haciendo costumbre dentro de los días de nuestra sociedad actual. Sí, la que nos toca en suerte construir, y la misma dama que muchas veces nos manda estilete a fondo en el cuore. La sociedad humana de estos tiempos, en la gran ciudad Buenos Aires tanto como en nuestra ciudad/río de Gualeguay, muestra globalizados sus ritmos y costumbres. Sí, bienvenidos al revuelto gramajo terrenal que a todos empacha trabajando la receta del vacío. Reunidos, englobados así en cuestiones planetarias que todavía van más allá del trato desparejo que la capital le dispensa a las provincias (salvo la que importa, obvio), creo, deberíamos estar atentos a ciertas tendencias.
Hablaba la semana pasada de la adicción a la tecnología, esa llavecita juguetona que nos abre el mundo de las redes sociales. Sin el cuidado de dar a la herramienta su lugar como tal, muchos terminan condenados a la filosofía de alimentar, con tiempo y energía, los resbaladizos caminos de la letrina. Horas y horas para nada, para lograr un “me gusta” nuevo, para hacerle creer al otro -porque para muchos el otro importa en la medida que hace de público- que el de la foto tiene la vida resuelta en medio de la gran felicidad del éxito. Esa costumbre de parecer antes que ser, es una flecha indicadora dentro de la sociedad, la sintonía madre de la susodicha flecha: sentirse diferente, pasar por un ser clarificado, aunque, en realidad, se sepa poco más que nada. Nunca la lectura de una nota donde halla contenido literario, filosófico, ideológico; nunca un libro; alcanza para ladrar sandeces dos zócalos televisivos y otros tantos slogans al tono, pura superficie; estos fieles representantes de la sociedad de la cáscara juegan, actúan su rol de pensador, y no son más que simples manoseadores de recortes mínimos que, por lógica, carecen de los puentes propios que puede generar una lectura verdadera; ese personaje se jacta -llegado el caso de que la careta se mueva un tanto- de su ignorancia, sucede así porque es su misma palabra la que lo deja en evidencia, y entonces sólo queda a mano el alarde, la defensa necia, y por último el ataque.
Jesús Quintero
Utilizo la herramienta de las redes sociales, utilizo la tecnología. Puede la persona que guste saber de qué se trata la vida en sociedad, sus verdades y apariencias, investigar, encontrarse con opiniones sustanciosas. Así llegué hace unos días a un monólogo filmado, apenas dos minutos, de un viejo conocido. Volver a su nombre me significó felicidad; la sensación estaba bien guardada en mi memoria, y entonces volvía, claro que sí, como una buena noticia. Hablo del notable Jesús Quintero (1940, Huelva, España): periodista, hombre de la radio y de la televisión. La referencia primera aparecía desde el recuerdo de su programa de entrevistas: “El perro verde” (1988). Llamaba la atención el tiempo que daba para que hablara el entrevistado, su manera de preguntar; Jesús intervenía de manera mínima, y el perro escuchaba. Un perro de raza, conocida como “calma de valle negro”: blanco y de mucho pelo se quedaba quieto, asombrosamente echado en el piso, a un lado de Jesús. Se hacían tomas del perro, que era apuntado por una luz verde, mientras transitaba la entrevista.
De uno de los varios programas realizados por Jesús Quintero para la tv española viene parido el pequeño monólogo al que hago mención. El programa se llamó: “El loco soy yo”, y el monólogo “Siempre ha habido analfabetos”. A continuación su desgrabación: “Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como un vergüenza; nunca como ahora la gente había presumido el no haberse leído un puto libro en su jodida vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura, o que exija una inteligencia mínimamente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores porque en la mayoría de los casos han tenido acceso a la educación, saben leer y escribir, pero no ejercen. Cada día son más y cada vez el mercado los cuida más, y piensa más en ellos, la televisión cada vez se hace más a su medida, las parrillas de los distintos canales compiten en ofrecer programas pensados para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura, que quiere que la diviertan, o que quieren que la distraigan, aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría, amigos, todo es superficial, frívolo, elemental, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo; esos son la nueva clase socialmente dominante, aunque siempre serán la clase dominada, precisamente por su analfabetismo y su incultura, la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas, y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco, a los que aspiramos a un poquito más de profundidad, un poquito ‘má’, hombre, un poquito ‘má’, joder”.
Quintero habla mirando directamente a la cámara. Sentado a un escritorio. Enfatizando las palabras necesarias. La última línea la dice mientras se pone de pie y sale de escena; las palabras suenan en una mezcla de ironía y asco.
Jesús Quintero es autor de los libros  “Cuerda de Presos” (1997), “Trece noches” (1999), junto a Antonio Gala, y “Jesús Quintero: entrevista” (2007). Programas de televisión: “Qué sabe nadie” (1990-1991) junto a “El perro verde” visto en la Argentina, “El vagamundo” (1999-2002), “Ratones coloraos” (2002-2004), “El loco de la colina” (2006), “El gatopardo” (2010-2012), entre muchos otros.
Las palabras de Quintero sobre los analfabetos y la ignorancia me hizo recordar algún momento de mi trabajo como librero. Estudié la carrera de librero en Buenos Aires, trabajé en el ramo durante 10 años; no me recibí, pero fue una gran experiencia: literaria y humana. Recuerdo la vez que entró una mujer al local ubicado en el barrio de Flores pidiendo un libro para su hijo. Reparé en esos años de librería en que las personas que entran a buscar un libro -y me refiero a los que no son gente lectora- lo hacen las más de las veces tratando de actuar sobre su “no saber”, y en esa actuación se ven tentados a siempre decir algo más, sin saber que es ahí donde se ponen en evidencia. Además, porque alguien los alumbró, saben que un libro no es una remera. Es cultura, y la cultura, escucharon, hace bien o está bien. El caso es que la mujer, no practicante, en la media de los 30 años, cuando llegó el momento olvidó el título del libro; pregunté entonces por el autor, y ella, haciendo fuerza con el pensamiento, cerraba los ojos y repetía: “Ay, es tan conocido”. Como el dato no alcanzaba, insistí por el título y el milagro se produjo: “El lazarillo de Tormes”; entonces le dije: “Anónimo”, y ella respondió: “Ese, ese es el autor”. Efectivamente hay mucha obra escrita por Anónimo. Esto sucedió en los 90, y en esos años no había duda de que el título era de autor anónimo. En 2010, al parecer, se pudo casi asegurar que el autor fue Diego Hurtado de Mendoza.
Y recuerdo también a una madre que, en estado de desesperación, entró a la librería a pedir un libro de Marco Denevi para su hijo que estaba en los primeros años del secundario. La mujer casi gritaba: “No me lee nada”. Pensé en ese momento en cuántas oportunidades ese hijo no lector presenció momentos de lectura en sus padres.
La forma libro, el amigo libro a la mano, la presencia de libros en una casa, puede apuntalar muy bien muchas historias. Aunque existen, como siempre, excepciones que sabemos: confirman la regla. Pienso que en mi caso funcionó de maravillas, las bibliotecas de mi padre, los libros compañeros, sin duda, marcaron una tendencia que luego hice mía en felicidad. Pero es posible que la presencia de lectores y de libros en una familia no alcance en ciertos casos. Conocí a una persona que se vanagloriaba del hecho de que ni siquiera había leído “El principito” de Saint Exupéry. Y esa persona era hijo de una reconocida trabajadora de la cultura. Claro que ante la jugada del destino, siempre mejor que haya libros, y después se verá. Más aún frente a un panorama tan triste como el señalado por Quintero.
En una librería, allá por mediados de los ’90, fui testigo, es más, recibí la siguiente consulta. La persona interesada venía con dos medidas anotadas en un papel: tantos cm. de ancho y tantos de alto. Necesitaba libros para cubrir ese espacio de un estante. Pregunté sobre qué autores buscaba; y entonces me explicó que quería libros que alineados cubrieran las medidas. Recuerdo que le vendí varios libros de editorial Alianza bolsillo hasta saturar el espacio.
Sucedía en los ’90, y ¿hoy?, en estos tiempos veloces que se han llevado puesta a la señorita curiosidad, velocidad que tanto ha colaborado con el mal trato de la lectura y la escritura; es cierto, ya no da vergüenza ser un cabeza de horno apagado que no se interesa más que por el clima y la costeleta que despachará a bodega en la noche; una de esas personas que desde ya vive pendiente de los temas “importantes” que tienen que ver directamente con el espíritu: el dinero en el bolsillo, el total de riqueza acumulada, y su ego triunfal trabajando para que en su imagen se vea cáscara y comparsa, o sea, una lonja de desierto.
La curiosidad es una especie en extinción. El lector es otra especie en peligro. Y entonces pienso en el gran desafío que tienen ante sí los padres, parar un poco con la manera “face” en todas sus sintonías sociales, salir del aparatito y hacerse amigo de la lectura para que esta le dé una mano a la familia: quien lee piensa, imagina, se divierte, conoce otras historias, otras palabras, crece. Pienso en la responsabilidad decisiva de los maestros a la hora de alentar lectores: vamos, seño -que todavía no es lectora-, a dejar la fotocopia y a acariciar el libro, a “ser” entre lecturas con el libro en la mano. No está mal ser curiosos, no está mal sentir las pinceladas de la vergüenza, no está mal, lo digo siempre, sabernos mortales para comprender la vida de la mejor manera, asumiendo el compromiso de mejorar hoy, y nada de andar dejando la cuestión para mañana. Ser personas hoy, ser a conciencia. En la chacra gualeya veo siempre a mi amiga la lechuza, no afloja ni una noche: siempre de mirada atenta y pensamiento al tono.

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