domingo, 27 de mayo de 2018

A Gualeguay en diligencia


Leo “diligencia” en el libro “Recuerdos del pasado” (1930, primera edición, y reeditada por Ediciones del Clé en 2017) de Julián Monzón, autor de Rosario del Tala, y sin embargo, a este cronista se le dispara la memoria hacia el cine: “La diligencia” (1939) dirigida por John Ford y cuyo actor principal es John Wayne. Aquel pibe cinéfilo (sin saberlo): nada más veía el “Cine de super acción” y “Hollywood en castellano”, devino en este lector y cronista que, apoyado en el gran descubrimiento del libro de Monzón, quiere fijar imágenes que tienen que ver con otras diligencias, las nuestras; en ellas también se respiró la emoción de la aventura.
El libro de Monzón fue una lectura que hice en el verano; en enero publiqué una nota contando algo del universo descubierto. En ella anotaba: “(…) ‘Recuerdos del pasado’ es asomarse a otro mundo, uno que existió sobre los mismos lugares en donde hoy hacemos nuestra vida. Me sucedió que cada vez que aparecía nombrada Gualeguay, un cierto nerviosismo me transitaba, qué iba a conocer, qué era aquello que llegaba desde el más allá del pasado. (…)”. Y escribía sobre el autor: “(…) No conozco la fecha de nacimiento de Monzón, sus recuerdos rozan ciertos años, ya andaba a caballo en la década de 1870; era hombre mayor cuando publicó el libro. También desconozco la fecha de su muerte. (…)”.
Cuenta Monzón en el capítulo “Las diligencias” que se establecieron más o menos en 1860. Antes de este servicio, los viajes se hacían a caballo, en galeras, o en carretas, tiradas por bueyes, eran rústicas y tenían ejes de madera. Los carruajes y las galeras eran de la gente pudiente. Don Bartolomé Pezzano, italiano y ciudadano de Gualeguaychú, fue fundador y empresario del servicio de diligencias. Había servicio de Gualeguaychú a Villaguay, y luego también los hubo a Rosario Tala y Gualeguay.
Transcribo el primer viaje hacia el pasado de este medio de transporte: “(…) Las diligencias eran coches muy grandes, que podían llevar una docena de pasajeros adentro y dos o tres en el pescante; y eran tan reforzadas que podían llevar una gran cantidad de equipajes sobre la capota.
Estos grandes carromatos eran tirados comúnmente por ocho caballos, llegando hasta doce, cuando los caminos estaban barrosos.
Se cambiaban cada tres o cuatro leguas, en postas que los esperaban con los caballos prontos para el repuesto. Se marchaba al trote largo y a veces al galope, cuando los caminos estaban buenos”.
En toda historia siempre aparecen los personajes secundarios, aunque fundamentales para que se funde la acción; entonces, la tinta de Monzón cuenta: “(…) El cuartero era siempre un muchachón listo y buen jinete, pues ejercía un puesto peligroso; tenía a su cargo el manejo de tres o cuatro caballos delanteros, y en una rodada, corría el peligro de ser arrastrado por éstos y pisoteado por los de atrás”. Como siempre ocurre, los trabajadores más pobres terminan siendo los más arriesgados en el duro paisaje de la vida.
Infaltable en todo viaje, las paradas en el camino: “(…) En los viajes a Paraná se dormía aquí, en Rosario Tala, marchando al día siguiente hasta Nogoyá, donde se pasaba la noche para seguir al otro día hasta Paraná.
Las casas de hospedaje eran completamente pobres; las camas eran muy pocas y malas y solo tenían dos o tres piezas para ese fin. Ahí se acomodaban los pasajeros, cualquier número que fueran; ocupando una pieza, exclusivamente las familias, donde se avenían como era posible”.
Traqueteo contundente -imaginar la suspensión de estas naves-, y en más de una ocasión, todo listo para la aventura: “El pasaje del río Gualeguay, cuando estaba crecido, era peligroso y lleno de dificultades. Cuando el carruaje podía acercarse a la barranca del río, se bajaban allí los pasajeros, que chapaleando barro llegaban hasta la balsa o la canoa que los conducía a la otra orilla; pasando en otro viaje de la balsa, la diligencia, y cuando esto era posible, se conducían los pasajeros y los equipajes en un carro del italiano Ángel Piurna hasta el pueblo”.
Sobre la decoración de interiores y sobre ciertos riesgos en el tránsito por la huella: “(…) Las diligencias llevaban dos asientos laterales de todo el largo de la caja, donde se sentaban los pasajeros frente a frente y formando dos hileras. Esto daba lugar a incidentes desagradables, cuando algún malcriado y atrevido se sentaba enfrente de alguna señora o señorita y las rozaba intencionalmente con sus piernas. Las mujeres que conocían estos casos, se sentaban frente a los de su familia o de otra señora o chico”.
Julián Monzón, como vero habitante de la entrerrianía profunda, se detiene en un elemento infaltable: la comida: “Todos iban provistos de fiambres u otros comestibles, que consumían en las paradas que hacían en las postas. Sin embargo, en el trayecto había siempre alguna especie de fondín donde se daba de comer.
En la línea del Uruguay a Tala, en la posta Gená, estaba la casa de Baucero, donde se servía un ligero pero confortable almuerzo. Entre Tala y Nogoyá, se hacía lo mismo en la posta de Medrano. Y en la línea de Nogoyá a Paraná se comía en la posta del ‘Locro’, llamada así porque nunca faltó este gran plato de nuestro menú criollo. El dueño de esta posta, que era un paisano simpaticón, de apellido Ferreyra, nos presentaba siempre una mesa muy sencilla pero limpia, y nos servía a más del locro, alguna otra ‘cosita’, como él decía cuando le preguntaban si había algo más”.
El autor da noticia sobre el tipo de viajeros que se podía encontrar en un viaje en diligencia, por ejemplo: “En las diligencias iban a veces enfermos, que se lamentaban de aquél bárbaro zarandeo, o mujeres con niños de pecho o más grandecitos, que se cansaban de aquel encierro y nos brindaban un concierto de lloriqueos durante todo el viaje. (…) Otras veces, entraba algún ebrio que le daba por echarlas de gracioso, lanzando cada grosería y palabrotas verdes; que obligaba a ladear la cara a las pobres mujeres, que les había tocado en suerte ir en aquella ‘hornada’”.
Seguidamente pasa a relatar una anécdota, él fue testigo, y se queda corto el lector, que motivado por las líneas anteriores piensa en un típico borracho de “grosería y palabrotas verdes”. Se rompe el posible retrato común, imaginable, y Monzón se embarca en un relato mínimo que destroza cualquier previsión, y lo hace jugando, buscando las palabras que mejor reflejen esta ventanilla de diligencia hacia el horror, y acierta, cura con un toque de humor que busca comprender al sorprendido por el destino en posición adelantada: “He visto una vez a uno de estos alcoholizados, engullirse un tarro de sardinas y un trozo de salchichón, con una botella de vino carlón. Cuyas substancias heterogéneas, con el movimiento de la galera, se convulsionaron y obligaron al causante del aquel desorden, a lanzarlas por la ventanilla, entre arcadas y otras explosiones del órgano oculto y expelente, que causaron muchas risas a los presentes. Y provocaron las iras y amenazas del borracho, que a no haberse vuelto al silencio y la seriedad que el caso imponía; se hubiera convertido aquella jaula en un campo de Agramante”. Leo y releo el relato que se inicia con sardina, salchichón y vino carlón: imposible no sonreír.
Una última historia sucedida dentro de una diligencia entrerriana, y que Monzón, cronista de su tiempo, acomoda en una página de su libro: “Don Manuel Grimaux me cuenta, que siendo muy joven, hizo un viaje a Gualeguay en diligencia, llevando enfrente a don Juan Jenaro Maciel, que fue vecino y comerciante en este pueblo. Y que en una de las grandes sacudidas del coche, su cara chocó con la de aquel, tan bruscamente que, si no le rompió la nariz, se la hizo sangrar copiosamente; y que este se enfureció y lo amenazó con los puños cerrados, largándole cuanta injuria registra nuestra jerga criolla”.
Pienso, ¿habrá en la ciudad/río de Gualeguay alguien que recuerde el mal momento del señor Maciel?, ¿habrá familia? Una historia chiquita en uno de los tantos viajes que propone Julián Monzón en “Recuerdos del pasado”. Relatos de una vida de ayer, de hace, sí, muchos años, pero ¿tantos?; cuando uno piensa en las diferencias con este presente, la sensación es de otro mundo, casi un cuento fantástico. Incomodidades y días de viaje hacia destinos que hoy se alcanzan en un par de horas de ruta. Hombres y mujeres sentados frente a frente, con los riesgos que señala Monzón, pero de frente, digo, ¿daría para practicar el diálogo? Seguro que sí. Recuerdo en este momento una imagen en mi última visita a Buenos Aires. Desde Retiro tomé el tren subterráneo hacia Constitución. Eran casi las 6 de la tarde de un viernes cuando las puertas del moderno y “cómodo” transporte se abrieron en la estación Diagonal Norte (el nudo donde se cruzan varias líneas de subte) y una manada de elefantes furiosos avanzó hacia el interior del vagón ya bastante habitado. Ni hablar del roce de piernas que señala Monzón de parte de algún vivo; era un aplastamiento mientras, eso sí, se llegaba rápido a destino, y el traqueteo era soportable, aunque de seguro hay lesiones varias entre los que entran y los que, como yo, empiezan a hacer fuerza, a empujar, para poder bajar en la próxima estación.
Todo, casi todo se relaciona con nuestra memoria, lo sabía Julián Monzón, lo supe en directo, cuando tuve que dejar de lado el bucólico relato de la chacra gualeya de donde provenía, y recuperaba, rápidamente, mi memoria urbana, la de sobrevivir en la gran ciudad y lograba así bajar del subte.
Es una suerte que realmente hoy vivamos mejor, eso me digo, y pienso en la contaminación ambiental, la mentira instaurada como práctica cotidiana, la no solidaridad, la falta de curiosidad en la gente, las injusticias de un mundo que apunta cada día para un poquito peor. Tengo en claro que para viajes largos y a los saltos, como creo, a casi todos hoy nos toca sobrellevar, mejor no comer sardinas y salchichón, para poder dar la cara y explicar en qué se cree, quién se es, qué patrias internas no negociamos. Puede que alguno lleve puesta una copa de más, pero hoy es un detalle casi sin importancia en el desarrollo de la mascarada.
Salud Julián Monzón, cronista, habitante de la memoria.

domingo, 20 de mayo de 2018

Rosa Elyn Díaz en la memoria


Otra vez la muerte haciendo esquina en la ciudad/río de Gualeguay; en este caso, en la casa, en el taller amado, en la historia de vida de Rosa Elyn Díaz, ceramista y escultora.
Día miércoles, de mañana. Acabo de escuchar la noticia en la radio. Fue instantáneo, me ganó la tristeza. Enseguida su imagen apareció desde la memoria, y luego más imágenes y algunos retazos de su relato. ¿Era Rosa Elyn mi amiga?, al parecer no, solo hablamos dos veces; pero, sin embargo, apareció el lamento que señala cercanía. Busqué entonces entre mis sensaciones, investigué dentro de mi tristeza, y pude descubrir que sí soy amigo de Rosa Elyn, y es más, también recordé, luego de la noticia, que por lo general, entre mis tantos amigos que se fueron con la última de las damas, las historias del después se tejen, de manera inevitable, con una parte de ausencia, porque en efecto, parece que la persona no está, y a la vez con una parte de presencia: esos puntos en el tejido del refugio que prueban una distinta manera de estar y perdurar en la memoria humana. Hace unos años hablo de la presencia de la ausencia, una manera de escribir “memoria”. Humana memoria, y dentro de este universo misterioso, memoria de vida simple, y memoria de encuentro artístico. Entonces, Rosa Elyn Díaz ha muerto, y luego la tristeza de este cronista, y después entender, una vez más, los intersticios por donde transcurre la vida cuando esta ha rozado los intrincados caminos que nos pueden llevar hasta el arte; un trago corto de vino con sabor a felicidad y placer que nos exige una vida de trabajo y encuentro.
Solo dos veces hablé con Rosa Elyn, desde la primera vez que escuché su segundo nombre que la pensé personaje de novela (podría hallarla con seguridad en una historia de Tolkien). La primera vez fue en su taller, con motivo de la entrevista que le realizara para este espacio, en agosto de 2017, y luego la noche de la inauguración de su muestra en el Museo Quirós, en septiembre. En su taller, vencido el nerviosismo, Rosa Elyn se permitió el rodaje de su palabra, su historia. En cambio, en la noche del Quirós, estaba nerviosa, otra vez, de felicidad, pero no sé si pudo cambiar esa sintonía; anduvo de emocionada a cada momento, apenas pudo hablar al público presente, cuestión que no importó; su obra completó la necesidad de palabrera sustancia.
Quiero contar de qué manera llegué hasta la vida y obra de Rosa Elyn Díaz. El artista plástico y amigo: Maxi Crespo, es su sobrino. Cuando lo entrevisté para conocer su trabajo como plástico, por abril del año pasado, en su relato apareció una primera pista. Maxi, habitante de la sintonía de la abstracción, me contaba de sus inicios, de la fundación de su manera de pintar, ¿cómo pintar el río en medio de la abstracción?: “Esa es mi búsqueda. Empecé a bocetar y estudiar a los 17 años, pero esto viene de más atrás. Tengo una tía que es ceramista: Rosa Díaz. Yo la ayudaba cuando tenía 6, 7 años. Todo su trabajo era figurativo. Cuando fui a la escuela de arte, la mayoría de mis compañeros hacían lo que veían en el cotidiano: un florero, una silla. Yo no veía solamente la silla, veía el defecto y trabajaba sobre él, que le faltara un pedacito o la presencia de un clavo, eso me fue llevando a buscar el más allá de cada momento, de cada figura. Hay un lugar no visible, está, lo que pasa es que hay que verlo”.
Y desde los días del origen, Maxi cuenta un hecho decisivo: “Todo tiene que ver con el tema de los olores. Nunca tuve necesidad de trabajar de chico, mis viejos nos dieron todo. Pero a los 15 quise trabajar; me lo permitieron mientras siguiera estudiando. Estuve un año de lavacopas y conocí un chico, un poco más grande que yo. Un día lo ayudé a mudar en la casa de los padres una pila de ladrillos, había que llevarla al fondo. Terminamos de acarrear los ladrillos y en el piso quedó todo un polvillo rojo. Me acerqué, y el olor que largaba el ladrillo húmedo me hizo acordar al preparado que hacía mi tía con los ladrillos. Eso me llevó a querer hacer una masa y armar unos cacharros. Ese fue el inicio, ahí empecé a dibujar y pintar, a expresarme. Volvió aquello que había mamado de chico al lado de Rosa Díaz”.
Rosa Elyn había nacido en 1942 en Gualeguay. Dejó pocas veces su aldea natal, y las veces que lo hizo fue para aferrarse a su pasión por modelar: vivió y estudió en Gualeguaychú y Fray Bentos (Uruguay). En la entrevista apareció la nena que fue: “Desde chica lo mío fue el barro, siempre me castigaban porque yo me perdía en el campo, y andaba amasando barro al lado de las vacas; vivía embarrada. Me gustaba dar forma, hacer formas; tenía 4 años, y sabía que quería jugar con barro. Después, con los años, me di cuenta de qué era aquello que me atraía”.
En aquella mañana en su taller pude ver una figura mediana, un homenaje a Piazzolla; Rosa Elyn dijo: “Es un automatismo en alambrina; la estaba trabajando y se me cayó al piso. Y ella quedó parada, se notaba que se quería incorporar, quería ser algo, insistía, entonces la levanté; estaba como esperando que la completara. Fue cuando supe que tenía que hacer el bandoneón; lo hice en cartón y listo. El material es cemento blanco y yeso, patinado”. Era esta la primera señal de la maravillosa relación entre ella y sus figuras: unos personajes con voluntad propia: “quería ser algo, insistía”.
Me contó: “Trabajé la arcilla roja de la zona, la junté en bolsas cuando hicieron el pozo en la calle para el paso de la red cloacal. Llegué a amasar 700 kilos; con parte de ella modelé el bombero, y todavía guardo una buena cantidad. Me quedaron pocos trabajos en este material: el minuán, y otras cuatro figuras. En el incendio del vagón perdí 14 esculturas. Tengo ganas de volver a hacer La Riña, una de las perdidas”.
Observé en aquella entrevista que en Rosa Elyn existía un diálogo mágico, un delicado puente emotivo entre la hacedora y sus criaturas dotadas de voluntad: “Hablo con todas mis figuras, siempre. A este busto le digo: ‘Vos sos un ejercicio’, fue mi primer trabajo figurativo, es el portero de la escuela de arte, me sirvió de modelo; siento que él sufre dentro de esa forma tan cerrada, como la Mona Lisa, tan perfecta en forma; ya no me nacía copiar, en cambio sí hacer la Mujer Mono, llena de imperfecciones, y siempre con esos brazos, como si quisieran decir algo más. Amo a mis figuras”. En la nota consigné que la relación de Rosa Elyn con sus personajes, me recordaba a mi gente: la que había nacido para habitar mis novelas.
Ella me dijo: “He sido muy feliz trabajando en estas figuras; era como una fiebre, venía al taller y no me iba más; mi mamá me traía la comida, y siempre recuerdo mi tallercito en el vagón de tren. Los momentos en el taller fueron de una gran felicidad, con tanto para sentir”.
De manera inevitable en un hacedor, la vida y la obra: “En cerámica guardo una maternidad que tiene en el centro un gran hueco; digo que soy yo, que no fui madre; recuerdo que estaba cansada de modelar y no podía hacer la panza; era de madrugada. Le dije que ella era una caprichosa, y entonces agarré el cuchillo; eso me quería decir: ‘Vos no me pongas el hijo’. Es una maternidad frustrada. Y en esa otra maternidad había hecho a la mujer en la posición de amamantar, pero no le había hecho el bebé; ella, desde la inclinación de su cabeza, lloraba, y tenía un problema en la mano; claro, no podía agarrar bien, entonces rompí una parte y coloqué el bebito; ahí cambió todo, ahora hay paz”. Percibí que podía preguntar sobre el tema: “A estas figuras las podía hacer y no me dolían. Era chiquita cuando escuché en casa dos o tres partos de mamá; y gritaba ella, y el nene; yo dije: ‘Nunca, los voy a hacer de barro’. No me quise casar y no quise tener hijos. Y además éramos muchos; era chica, siempre había un bebé para cuidar, y yo quería jugar; todo eso te va marcando. Esas fueron mis decisiones”.
Pienso que Rosa Elyn era una mujer valiente y muy sincera. Confesó: “Tengo una soledad multitudinaria, nunca estoy sola; estoy llena de ideas, de proyectos, de momento no los hago, por la enfermedad, pero ya los haré”. También me dijo: “Así voy transitando hacia el lugar que me corresponde. No le tengo miedo a la muerte. Solo quiero poder hacer algunas esculturas más”.
Pienso en que Rosa Elyn falleció ayer, pero sin embargo, aquí está presente, y podrá estar presente cada vez que el plástico Maxi Crespo recuerde o cuente de sus inicios. En la historia de Maxi la presencia de Rosa Elyn fue decisiva.
Pienso que por dos razones fui y soy amigo de Rosa Elyn. La primera es porque me siento cercano de cada persona que, de manera sincera, tiene la osadía necesaria en la vida para enfrentar algunos de los caminos que pueden llevarnos hasta el arte. Su manera de contar vida y obra, su mirada mientras se daba la palabra, se quedaron en mi memoria. Su presencia en el relato de Maxi habla de mi amistad, y por ello mi tristeza; pero también mi alegría, aquí la segunda razón: cuando pienso en el diálogo que Rosa Elyn mantenía con los otros mundos, por ejemplo, ese en que viven sus figuras: que la escuchaban, que le hablaban -porque esa es la manera mágica de conversar que los seres humanos deberíamos recordar siempre-; y entonces pienso, y me digo, que si Rosa Elyn ya hablaba con otros seres vivos -que están para quien quiera saber de su maravilla: sus amadas esculturas-, no va a tener problema en partir y volver de las memorias y de los lugares de esta ciudad/río de Gualeguay; una ciudad que señalo como aldea en el límite, una aldea de frontera, donde los mundos se tocan: el de los vivos y el de los muertos. Hay buenos fantasmas en las calles de la memoria de esta ciudad/río, y hay una buena cantidad de personas que sabe que están vivas, y que esa vida a conciencia los mantiene atentos al paisaje, a la gente y otra vez: a la memoria. En la ciudad/río de Gualeguay se cruzan entonces el mundo de los vivos y de los muertos, y también el mundo privado donde habitan las figuras de Rosa Elyn Díaz junto a la mismísima escultora. Ella bien lo sabía. Tranquila se fue a ocupar el lugar que le correspondía.

domingo, 13 de mayo de 2018

Gualeguay en la Feria del Libro 2018


Atrás quedó la chacra gualeya en un recreo más de una lluvia que duraba ya varios días. Cielo gris que parece haber llegado para quedarse. Día viernes 4 de mayo, mediodía: 40 minutos de demora en la salida hacia Buenos Aires, y el “lechero” con falsa cara de Flecha que se tomó casi 5 horas de ronda y fuga.
Dejaba el refugio en la ciudad/río de Gualeguay, me alejaba de Julia, que preguntaba cuándo volvía papá, y de Evangelina que saludaba la causa de mi ausencia. Con un cielo gris en cada bolsillo y dentro de la valija, emprendí el viaje hacia la gran ciudad, y hacia la Feria del Libro, donde el sábado 5, pensaba, presentaría mi último libro: “La marca de Gualeguay 1”, aparecido en octubre del año pasado y en su oportunidad presentado en el Museo Quirós. En el acto se presentaba el libro, pero en realidad el espacio/tiempo terminó siendo una charla en torno a Gualeguay: sus modos en la historia, sus modos en la actualidad, maneras de orbitar alrededor de la cultura y las artes.
La oportunidad para esta presentación/charla vino de la mano de una escritora cuyas raíces señalan explícitamente a la ciudad/río de Gualeguay, me refiero a Leticia Manauta, hija del Chacho, uno de los egregios nacidos en esta aldea. En abril de 2013 yo llegaba a mi nueva aldea, en esos días el Chacho se recibía de buen fantasma: 24 de abril, y él había pedido que sus cenizas se guardaran en su río: el Gualeguay. Se cumplió con su voluntad un día de mayo. No me enteré del acto, lo supe después a través de la prensa. En aquella nota Leticia explicaba la razón por la que su padre eligió el Gualeguay. Seguí el impulso y escribí una nota, seguí el impulso y volví a la lectura de “Las tierras blancas”. Después llegaron, a través del ciberespacio, las palabras de agradecimiento de Leticia, y luego la construcción de nuestra amistad.
Fue Leticia Manauta, Secretaria de Cultura del Gremio UPCN (Unión del Personal Civil de la Nación) quien, conociendo la aparición de “La marca de Gualeguay 1”, me hizo la invitación para presentarlo en el stand que el gremio tiene, desde hace 15 años, en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Acepté. Tenía un libro fresco, recién salido a escena, y le debía el esfuerzo de contribuir a su difusión. Me defino -tratando de nombrar y dar dimensión al mundillo literario y editorial- como un escritor en las sombras; la gran arboleda está regida por el mercado, debajo, en los barrios periféricos, aledaños, aquellos que trabajamos con la palabra de manera casi artesanal. Soy un escritor y periodista en la sombra, así como mi padre es un artista plástico trabajando por la sencilla razón de que el oficio elegido es tan importante como respirar. Desde hace cinco años se agrega un condimento al revuelto gramajo que es la sombra, y es que, además, uno entró a ser parte –como siempre indica el escritor Daniel González Rebolledo- de los escritores de provincia. Es sabido que en la geografía histórica de este país, las provincias subsisten bajo los designios de la gran ciudad (recomiendo una lectura más que ilustrativa: “La cabeza de Goliat” de Ezequiel Martínez Estrada). Decía días atrás a Cristina Barrandéguy, sobrina de Emma, a quien conocí en Buenos Aires, que si bien yo estaba medianamente informado sobre poetas y escritores, en Entre Ríos me había encontrado con poetas notables de quienes no había noticia en el ambiente literario.

Mario Bellocchio, el autor y Leticia Manauta 
Entonces acepté la invitación a la Feria como una manera de resistencia; desde las sombras hay que ocupar los espacios, enseñar la otra poesía, la otra literatura, y luego, las otras aldeas, una manera de fomentar el conocimiento y la memoria entre las provincias.
Dije al público presente que “La marca de Gualeguay” es una selección de notas escritas, durante casi 5 años, para el diario de la ciudad/río de Gualeguay. Aclaré que la llamo ciudad/río porque me gusta pensar que, cuando de memoria se trata, ella es más río que ciudad. Y que de manera natural el cauce de la voz de los gualeyos presenta una inclinación al relato del paisaje de ayer.
Me presente: Nací en Buenos Aires, en la maternidad Sardá, viví infancia y primera juventud en Martín Coronado, provincia de Buenos Aires; viví en los barrios de San Telmo, Almagro, Palermo, San Cristóbal, y Boedo: espacio/tiempo que tengo por primera patria. Soy hombre de patrias internas llevar, lugares no negociables con ninguna velocidad y conveniencia. En la patria de Boedo, donde mi viejo se hizo hombre, tuve la inmensa suerte de conocer al poeta Rubén Derlis y al periodista Mario Bellocchio, este último el responsable de la edición, desde hace 16 años, del periódico “Desde Boedo”. Escribo su contratapa desde los primeros tiempos. Así a mi escritura le creció una nueva sintonía: el intento periodístico, y su intención primera fue contar el barrio, la ciudad y sus personajes. Desde los cafés México, Margot y Cao creció la mirada, se fue puliendo la escritura.
En el nuevo paisaje: El mes pasado se cumplieron cinco años de mi mudanza a Gualeguay, Entre Ríos, una tierra donde nunca había estado. Mi compañera es gualeya, quisimos salir de Buenos Aires, una ciudad muy exigente, cara, y no hablo solo de dinero. En Gualeguay se abrió la puerta del diario “El Debate Pregón” para que yo pudiera hacer con esta ciudad y su gente, aquello que hacía con mi aldea natal: tratar de contarla a través de su paisaje, su historia, sus ciudadanos y sus buenos fantasmas.
En esta sintonía, la amistad de los buenos fantasmas, puedo decir que en esencia son coincidentes Buenos Aires y Gualeguay. Claro que Gualeguay tiene como bondad y condena, su tamaño. Al ser más chica, todo el paisaje queda más a la vista, y entonces aquello que beneficia el descubrimiento de un fantasma, a su vez colabora en el nacimiento del chisme malvado entre muchos de los habitantes de la chatura cotidiana. Nada es perfecto. Ya lo sabía.
Entonces “La marca de Gualeguay” está formado por historias que cuentan, que rescatan presencias, de ayer y de hoy. Hará un par de años que a la ciudad/río se la nombró oficialmente como Capital de la Cultura de la provincia de Entre Ríos. La razón principal para este título, al que todavía hay que dotar de mayor vida, como a todo sello bonito, es que en Gualeguay ha nacido una cantidad llamativa de creadores, de trabajadores del arte y la cultura. La cuestión intriga a primera vista, pero luego de observar los límites férreos de su sociedad conservadora, se puede entender que desde este caldo de cultivo aparezcan aquellos que supieron, que saben, de respirar en las orillas, trabajadores de las artes que con su hacer tratan de resquebrajar la frontera, de emparejar la aldea, y a través de ella, el país, la región, el mundo. Hay una galería de notables nacidos en Gualeguay, entre ellos destacan: Cesáreo Bernaldo de Quirós, Carlos Mastronardi, Juan Laurentino Ortiz, Amaro Villanueva, Isidro Maiztegui, Juan José Manauta, Emma Barrandéguy, Juan Bautista Ambrosetti, Alfredo Veiravé, Roberto “Cachete” González, Antonio Castro. En “La marca de Gualeguay” aparecen algunos de ellos, porque no había intención de hacer un libro que solo se ocupara de los notables; en sus páginas aparecen lugares de la ciudad/río que hoy solo existen en la memoria de algunos ciudadanos, y también en el relato propuesto hay lugar para la historia de trabajadores que hicieron de su oficio un arte. Recuerdo a Ubaldo Arnaudín, linotipista o Deolindo Romero, lustrador. Y ellos también aparecen junto a hacedores, trabajadores de la cultura, creadores, que hoy están haciendo su historia; algunos con una vida de trabajo: pienso en la poeta Tuky Carboni, en el pensador y escritor Eise Osman, en el hombre de teatro, novelista y poeta: Daniel González Rebolledo; pienso en jóvenes con historia: pienso en el músico Chango Ibarra, en el fotógrafo Fernando Sturzenegger, en el cineasta Mauricio Echegaray, en el plástico Maxi Crespo, entre otros.
“La marca de Gualeguay” es la búsqueda de la memoria de una aldea y su gente. Hasta donde pude saber, nadie había hecho un trabajo como el mío. La escritura, digo siempre, me salvó la vida, y esto ya me hace feliz; saber que en muchos casos mi trabajo en Gualeguay salvó ciertas historias del olvido, acentúa esta felicidad.
La vida no tiene sentido sin la memoria. Una sociedad no tiene futuro sin la memoria.
“La marca de Gualeguay” es reflejo de este pensamiento: No podemos dejar la memoria para mañana. La memoria debe ser una bandera a defender todos los días. Tener conciencia de la finitud de la vida, lejos de ser una sustancia para el lamento, debe ser aliento para nuestras almas. Cada uno puede, y debe, practicar la memoria, interesarse, colaborar en su resguardo. No hay historia grande sin las historias de la gente que hizo y hace el relato de cada aldea. Habiendo guardado en este trabajo: pistas, señales, historias de vida y obra: de vida cumpliendo con un oficio querido, de vida junto al intento artístico, siempre será posible el regreso a la superficie del tiempo. Memoria como sinónimo de conciencia y enseñanza.
Desde el público llegó la pregunta. Me pidieron que contara una historia, un personaje, el primero que saliera de mi memoria. Fue cuando, en uno de sus tantos regresos, apareció Catón, el que acompañaba a los muertos hasta el cementerio. Ahí estaba yo, contando en medio de la Feria, esta memoria de gualeyo distinto, habitante de la frontera que separa la vida de la muerte. El interés fue notable. Se me preguntó por el quehacer cultural de nuestra ciudad, por sus costumbres. Junto a Leticia saludamos que ciertas costumbres hayan ido cambiando. Hubo interés por los creadores notables, y la consulta fue qué pasaba hoy con los jóvenes. Comenté que hay muchos nuevos hacedores, pero que los trabajos eran en solitario; cuesta la reunión de las distintas disciplinas, y en ello, creo, tiene que ver la tendencia social de desconexión que resulta por tanta conexión en soledad, y que también tiene responsabilidad el hecho de que en muchos oficios el trabajo se desarrolla, por necesidad, en soledad; habría que activar el después del trabajo y fomentar el encuentro, la reunión, la colaboración entre disciplinas.
En la presentación y charla me acompañó el periodista y amigo Mario Bellocchio, director del periódico “Desde Boedo”, y Leticia Manauta. Fue después del acto que, de a poco, tomé conciencia de que en realidad había llegado a la Feria para hablar de mi nuevo lugar en el mundo: la ciudad/río de Gualeguay.

domingo, 6 de mayo de 2018

Abel Edgardo Schaller, poeta


La poesía de Abel Edgardo Schaller llegó hasta mis manos gracias al buen ojo de mi amiga Tuky Carboni. La poeta un día me contó una historia, y me entregó una copia de un poema de Schaller: “Homo sapiens”, señalo un fragmento, una manera de avisar sobre la mirada de su autor: “(…) ¿Y qué entonces de este homínido patético, / espectro de su propia calavera, / con su rostro de primate esquizofrénico / invertebrándose a la sombra de su prisa y de sus átomos? / ¿Y qué de sus cilicios cotidianos / y el estertor nuclear de las ciudades, / del post mortem del ángel y las nubes / en manos de su empresa y su Aqueronte? // (…)”. Es nuestra poeta Tuky la que me señala la fecha de un encuentro. El jueves 10 de mayo, en el Museo Quirós: ella va a presentar, junto a Schaller, el libro “De fulgores y sepias” (Premio Literario Fray Mocho 2012).
Abel Edgardo Schaller
Enseguida pensé en pedirle a Tuky que me diera una semblanza, un relato de sus impresiones sobre el poeta: “Abel Edgardo Schaller emergió en el escenario de la poesía entrerriana, casi diría como una epifanía luminosa. Hace mucho tiempo que me invitan a Congresos de Escritores de diversas provincias. Desde luego, a los que más he concurrido es a los de la patria chica. Estando yo siempre tan interesada en conocer los buenos poetas de mi provincia, es para mí muy sorprendente que no haya escuchado hablar de él y que, apenas hace poco más de un año, haya llegado a mis manos un poema de vertiginosa belleza: ‘Homo sapiens’. Para que ustedes se hagan una idea del impacto emocional que me causó ese poema, confieso que en el último Congreso Internacional de Gualeguaychú, realizado en septiembre, en lugar de leer algo escrito por mí, ocupé el tiempo para leer ese poema: ‘Homo sapiens’, lentamente y con toda la claridad de la que soy posible, para que los asistentes (muchos de ellos extranjeros) pudieran captar las maravillosas metáforas que Abel había volcado en ese poema. Lo hice a conciencia, porque me pareció un regalo para los compañeros poetas; para que se llevaran a Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador, República Oriental del Uruguay, en sus memorias, esta joya verbal que tanto me había conmovido”.
Quise leer el libro que se presenta el 10 de mayo en el Quirós. Tuky me lo prestó, y además agregó dos títulos más de Schaller: “Las altas horas” (Ediciones del Clé, 2012): en él me encontré con dos poemas de apertura para esta música de poeta: “Berta”, dedicado a su madre, y “La palabra encontrada”, dedicado a su padre; una apertura que vuelve a presentarse en “De fulgores y sepias”; cada vez una emotiva memoria de sus padres: palabras justas, seguras, distancia y cercanía; sin truco, sin lugares comunes. Y el tercer libro: “Cortitos y al pie” (Ediciones del Clé, 2016): un buen puñado de “greguerías”, especie nacida del puño del grande Ramón Gómez de la Serna, y libro que además contiene “Otras yerbas”, una personal búsqueda de escritura minimalista.
Anotaba mi impresión sobre los poemas dedicados a sus padres, agrego que quizás en los de “De fulgores y sepias” estén las señales más altas en la poesía de Schaller, cuando el poeta resuelve en pocas líneas. Esa fue la sensación que llegó primero y trabajó la opinión del cronista, nacida desde la sencilla emoción que golpea las puertas de la memoria propia: que guarda una madre, un padre, una abuela. Transcribo “Madre”: “Por el delantal sin pausas, / las manos apantallan / los negros paladares del carbón. / Así, toda mañana fue un milagro”. Y el “Padre”: “Una vez nos construyó una choza / con ramas de un paraíso florecido. / Y estábamos allí, con la vida a pleno niño, / ilesos y en presente / en el júbilo sin horas / de aquel techo perfumado. / Fue esa tarde / que la lluvia vagó sola por el mundo”.
Y qué decir de la imagen de “Cobijo”. Significó para este lector un regreso a un momento en apariencia olvidado: “A la menguada altura de mi pecho / mis brazos sostenían la madeja. / En el extremo próximo, allí, tan al alcance, / mi madre ovillaba colores, ternuras y paciencias. / ¡Ah, jubilosa voz de los años iniciales, / y esos momentos de perplejidades / postergadas interminablemente / por la extendida sed de la madeja! // ¡Ah, los estoicismos ingenuos / de aquella edad apetecible! // Muchas veces me atrapó ese rito / de brazos extendidos / hacia el profundo ovillo de sus manos. / El mundo desde entonces / es un abrigo fatigado que huye”. Tanto lamenta este cronista la existencia de no lectores en esta sociedad de las velocidades que no hacen más que fundar olvidos. Qué maravilla, cuanta bondad en la poesía que sabe de los regresos, de los inicios en que se jugaba nuestra identidad, y nuestros primeros avistamientos de un mundo que buscaba guardarse en la memoria.
Es la memoria elemento esencial en la mirada y la escritura de Abel Edgardo Schaller; convido otro de los poemas contenidos en “De fulgores y sepias”: “Algo queda en los pueblos”: “Algo queda en los pueblos de aquella patria infancia, / los júbilos descalzos e hirsutos de baldíos, / cómplices de las siestas, los suaves paraísos / que urdían municiones y sombras de payanca; / naranjas rezongadas por antiguas vecinas, / la cercana vertiente, robándose las clases, / el puerto con sus islas, los gigantes barcos / ensilando en sus vientres la gracias de los campos. // Detrás de una pelota corrían las deshoras, / en la esquina gregaria censábamos estrellas, / el mañana no era ni siquiera una seña / y el ‘hoy’ se enronquecía a pecho desprendido. / Cuidábamos entonces las flores de la plaza / porque ellas explicaban sin palabras la vida; / la voz de nuestra madre ordenaba las cosas / y ofrecía milagros en la mesa de todos. // Algo queda en los pueblos, el número y la puerta, / mas ya no son los mismos la casa, los vecinos; / ni tampoco nosotros, con los sueños ajados. / Ahora, aquí la tarde arrodilla sus joyas, / y los amados rostros aroman la penumbra. / No sabemos siquiera quién se va o quién se queda, / ni el verdadero nombre del día que nos nombra / y lento nos regresa al misterio que fuimos”.
Entre lecturas seguí el impulso de preguntarle a Schaller sobre algunas cuestiones.
Consultado por el origen/receta de escritura, cuándo, cómo nace el poema, dijo: “Un poema tiene orígenes inciertos y una receta inexistente. De lo que no debiera carecer es de inteligibilidad, pasión, música y honduras”. Salvo en algunos poemas donde el poeta busca entre imágenes, preguntas y sensaciones, y se permite la extensión, creo que, de manera natural, se inclina a una escritura escueta, “cortito y al pie”, como uno de los caminos elegidos a conciencia.
Ante la pregunta: ¿Qué es para usted la poesía?, respondió: “Siento a la poesía como una forma de respiración. Podría no comer por varios días, pero no dejar de respirar por tanto tiempo”. En esas vueltas que a veces uno le da a ciertas ideas, al leer su respuesta corta, pensé en aquello que sostengo hace unos años: la escritura, ante todo, como una forma de respiración, un “hacer” interno que en algún momento, luego de un arduo trabajo de años, al fin, y si había la sustancia base, llegará a un ritmo interno, ahí el poeta y su identidad, o el novelista y su manera de ser entre personajes.
¿Y qué dice Schaller cuando se lo consulta sobre la memoria, y sobre su explícita inclusión en su escritura?: “‘El hombre es memoria que anda’ (J. L. Borges dixit). Pero la memoria es, además, una de las funciones neurológicas más caprichosas, pues en muchas ocasiones hace lo que se le ocurre, prescindiendo por completo de nuestra voluntad. Sin embargo, es un tanto inocente: cuando me asesta la luz de algún renacimiento, me aprovecho de ella y escribo algo, antes que se fugue en un suspiro”.
¿Por qué presentar su libro en la ciudad/río de Gualeguay?: “Esos pagos gualeyos ostentan un poeta imprescindible: Juanele. Y dos amigos: Tuky Carboni y Néstor Medrano, que me han honrado con su hospitalidad. Estas razones me parecen suficientes como para intentar la presentación de mi libro allí. Podría hacerlo también en Diamante, otra ciudad/río amada, de la que nunca me fui. Aún reside allí mi niño... Lo intentaré”. Explícito su amor por la ciudad/río de Diamante: en “Las altas horas” aparecen los poemas: “Pequeño adagio de pueblo” (notable), “Puerto Diamante”, “Diamante: recuerdo de Puerto Viejo”.
El poeta nació y vive en Paraná. Es profesor Nacional de Educación Física (1962). Realizó estudios en la especialidad Dirección Coral en el Instituto de Música de la UNL, donde fue profesor titular de la cátedra entre 1993 y 1998. Es fundador de 13 organismos corales en el país. Dirige el Coro “Vocal Son Mayor” de Santa Fe e integra como segundo tenor y arreglador el grupo vocal “Melipal”, fundado por el maestro Eduardo Hernán Gómez.
El registro de vida de Abel Edgardo Schaller está ante todo en su obra, en su decir; luego se puede buscar en una larga lista de premios y distinciones los reconocimientos a su trabajo. Las enumeraciones muchas veces son necesarias, pero, en el caso de este poeta, las dejo a un lado.
Comparto las acertadas palabras previas a “De fulgores y sepias” escritas por Mario Alarcón Muñiz: “Se detiene ante mí el poema. No pasa de largo. A veces sigue conmigo. Esto me sucede con la poesía de Abel Edgardo Schaller, desde que comencé a frecuentarla, hace más de diez años.
El poema del Negro, mi amigo, se acerca. Me arrima percepciones comunes a partir de lo inmediato. Los padres, la casa, la infancia, la siesta, el río, el pueblo, el árbol, el campo, es decir la vida que nos circunda y nos concierne.
No son motivos originales. Sin embargo, Abel logra de ellos una luz distinta, prescindiendo de recursos extraños, con el valor de la sencilla palabra colocada en el momento y el lugar adecuados para lograr belleza expresiva.
El poeta está llamado a iluminar el mundo y él lo consigue a partir de los asuntos cotidianos más simples.
¿Dónde está el secreto? Vaya uno a saber… Lenguaje, talento, percepción, sensibilidad, se encuentran en un punto y ahí comienza a tomar forma el poema. Cuando llega a mí, Lector, se queda. Está aquí. Me acompaña. Ese es su gran valor”.
El jueves 10 de mayo, en el Museo Quirós de nuestra ciudad/río, se presenta “De fulgores y sepias”. Las palabras estarán a cargo de Tuky Carboni, y de Abel Edgardo Schaller, su autor, el hombre poeta que recuerda y felizmente anota.