domingo, 10 de junio de 2018

La muerte y el llavero


Hace unas semanas escribí sobre la muerte de la escultora Rosa Elyn Díaz. La muerte hizo nido una vez más en la ciudad/río de Gualeguay. Y hoy, después de pasados algunos días de una noticia, y después de una lectura, sigo el impulso de escribirle una vez más a la última de las damiselas que nos llevará de la mano. Como me dijo la otra noche el lector amigo Armando García: Vos siempre escribís sobre la muerte. Y efectivamente, es así. Le expliqué las razones para esa escritura: porque tanto “la escribo”, porque tanto la tengo presente en la vida. En órbita de la muerte se desarrolla, una vez más, la escritura.
Cada día en la chacra gualeya abro la puerta del día, espíritu en mano, y abro la puerta de la casa con un llavero que amiga tres llaves, y que también amiga espíritus, presencias, a través de las formas.
El llavero tiene una historia que nace desde la historia de vida de mi viejo, Rolando Lois, artista plástico, que casi pisa sus 88 años. Desde que mi viejo transita las altas cimas de la vida, ha tomado una decisión, a veces sin titularla, y otras veces haciendo explícito énfasis en la razón que la dispara. Como mi viejo es un hombre que siempre vivió a conciencia, nunca hizo falta que le señalaran la presencia de la Parca. Y como hombre practicante de la memoria, siempre fue de contar historias, siempre invitando al presente amigos que ya no están, o como, por ejemplo, en estos días, hacer un movimiento mágico: pasarme la radio, que aún funciona, que comprara mi abuelo, su padre, el poeta Julio Martín, en el año 40. Esta decisión de ceder historias de memoria a memoria, de ceder, transferir, objetos/señales que acompañan la oralidad de esas memorias, aparece en él desde la confluencia del recuerdo y, con él, el amor junto a presencia avisada del final. Entonces te paso la posta. En esta misma sintonía, mi amiga, la poeta Tuky Carboni, me cedió 4 libros, edición original de Juanele Ortiz, que el mismísimo autor le dedicara a Emma Barrandéguy. Luego, un viaje de la mano del autor a una primera biblioteca/espíritu, luego a otra, y hoy juega dentro de mi estantería/espíritu, y todo ello en la felicidad de saber que mañana habitará el siguiente refugio para cuidar el desarrollo, el tránsito de la memoria: un río, el del tiempo, con el mejor de los cauces. Entonces mi viejo me cedió la radio del abuelo, y otros objetos que bien merecerían nota aparte; todas estas presencias transmiten el aroma del tiempo, ese aroma que tan bien anotó Ray Bradbury en sus “Crónicas marcianas”. Y algunos objetos saben del tiempo, y también saben de la amistad.
Entre las señales recibidas de manos de mi viejo está el susodicho llavero. Que es objeto práctico, es decir, contiene mis llaves, pero que es, ante todo, una obra de arte. Por años mi viejo lo atesoró. Desde el día en que se lo obsequiara su amigo: el notable escultor Antonio Pujía.
Cada día, la escultura, la miniatura creada por Antonio, se vive entre mis manos, es cercana a mi aire, a mis memorias. Entre mis manos la presencia trabajada en plata. La circulación en la vida la nutre de oscuridades y brillos; sí, la vida, en ella siempre está la posibilidad de llegar al brillo. Hoy acabo de enterarme de la muerte del padre Luis Farinello, lo supe a través de mi amigo poeta Pajarito Cuello: que cuenta que Farinello le dijo una vez: “La vida parece una cagada, a veces... pero tenés que vivir... ¡Es tan lindo vivir!”.
Antonio Pujía
La miniatura de Antonio Pujía lleva alma tridimensional de un hombre o una mujer, ambos, me digo, en plena acción de caminar en la vida, hacia la vida. Me gusta ver la figura activa, todo su cuerpo, y su cabeza en medio de una especie de remolino: de situaciones, pensamientos como si fuera la cabellera originaria que uno podría llamar, sentir, como naturaleza, como condición esencial para el tránsito de lo humano. Este hombre, esta mujer, cada mañana me acompaña para que abra la puerta; la figura me acerca la memoria de mi viejo, sus gestos, su amor, y su compromiso -una de sus grandes enseñanzas- con la amistad; la figura me habla también de Antonio Pujía, cuando tuve la oportunidad de conocerlo, y me habla de este presente, a días de saber de su muerte; la figura acompañándome en el “mientras tanto”, cuando decidía en qué momento hablar con mi viejo, y contarle la mala nueva (hacía una semana que él me había dicho: “El que me llama siempre es Pujía”).
Conocí al escultor en la casa de la escultora María Andrea Anzorena; fue en el pasaje Venialvo, en Boedo; acompañé en un almuerzo a mi viejo, y conocí a Antonio, y a Andrea, hoy una amiga. Grata impresión, un buen recuerdo estar frente a artistas que compartían una misma mirada sobre la vida y el arte: todos lejanos al mercantilismo que todo lo contamina.
Habrá que finirla, hermano. Y me digo: Habrá que finirla de la mejor manera. Lo sabíamos; lo sabemos desde el principio de las ideas. Escuchamos algo del asunto cuando éramos jóvenes inmortales, por derecho y feliz estupidez; después entendimos transitando la juventud entre paisajes bucólicos y paredones a la carta; y luego nos empapamos en la órbita real de la vida toda, que no porta carita para una sola damisela, sino dos, porque son dos las hermanitas que nos acomodan una de cal y otra de arena a lo largo de los días. La vida y la muerte: y todos los pensamientos todos en el “mientras tanto”, y luego del final de lectura de “Desde estos años”, uno de los últimos libros de mi amigo poeta y maestro: Rubén Derlis. El poeta es un pibe de 80 años y tuvo, me digo, la necesidad de aclarar algunas cuestiones en este libro. ¿Que habla de la muerte?, sí; y que habla de la vida, sí, también; ¿siempre se regresa a la misma moneda?, sí; desde su vereda, ¿siempre en directo?, sí: cara y ceca: “Que no se deshilache entre las manos, / desperdiciado, / el tiempo por vivir. // No guardar la vida / para consumirla luego, / pues no será la misma. // Que la intemperie la sacuda / y el viento la lleve –cualquier viento- / desplegadas sus alas, / libre”.
Rubén Derlis
La totalidad, el todo, la mismísima identidad de la dama de dos caras: y una sola ella, y en ella, la naturaleza, y apenas la distracción de dos vestiditos: “Hoy me quiero vivir / a mordiscones desesperados de luz, / como si dijera qué ganas de morir / para verte, Vida, desde adentro y entonces, / antes que la claridad te pariera de las sombras, / cuando aún no se habían bifurcado los caminos / y eras un todo con la Muerte”.
Derlis, el poeta, “homo porteñensis” fundado, se ocupa en “Desde estos años” de sus patrias internas: tiempo/espacio (me dijo el amigo y pensador Eise Osman que el hombre nace en el tiempo y muere en el espacio) no negociable que ofrenda a temas como la vida y la muerte, la escritura, la presencia de su ciudad madre: Buenos Aires, y la relojeada a la memoria de su propia vida como callejero de urbana esencia. Entonces cada libro tiene aire de memoria. De sus páginas elijo tres señales sobre la escritura que, de manera inevitable, refieren sabores de la vida y de la muerte: “Sigamos creando a ritmo sostenido, / sin pausa ni vacilaciones; / tal vez tengamos en la última hora / un resquicio en el Tiempo para corregir errores. / Si así no fuera, / que lo plasmado permanezca como se sintió: / de primera agua. / Al fin y al cabo / ¿a quién le importa el ajuste de relojería / sino a nuestro afán de perfección? / Lo único que cuenta: / dotar al verso de emoción y alas / hasta que el poema respire por sí mismo / y su aliento perdure / ya detenido el último engranaje que nos hizo posibles”.
Siempre la intención es lo que cuenta, después habrá que ver: “Hay palabras que rondan su intención de poesía / por el fértil baldío del poema aún no escrito. / Deberán llegar desde el silencio / a comulgar sobre el papel, espejo de la vida. / Si no hallaran su cauce / o se inmaterializaran en el aire, / algo permanecerá dentro de uno / -punzante estalactita o fría espina-, y dolerá”.
A continuación un poema solo posible luego de haber vivido una vida atenta a la escritura del soneto cotidiano: “La vida y el soneto se asemejan /como dos gotas de agua: ambos padecen / duda y dificultad en sus caminos. / Duda si se ha elegido bien el rumbo, / duda por la asonancia, el verso limpio. / Dificultad del elegir constante. / Dificultad por la palabra esquiva. / Y además el remate, que no es poco: / cerrar en una y otro el cometido / que hubimos de plantear en el inicio / con un final acorde, que redima / por lo tanto sufrido en carne y ritmo. // Por vivir y decir quedarán cosas; / la vida es breve, y los catorce versos”.
Es el poema “Constatación” la prueba de la mirada y el pensamiento del poeta, luego su manera tranquila de anotarlo. Derlis sabe que la escritura de la vida se basa en el logro de un ritmo respiratorio entre las almas del susodicho mortal; si se aprehende dicha sustancia es posible el trago en profundidad; es además la vida el intento diario de lograr la mejor de las miradas, porque la vitalidad, la fuerza, la posible poesía en el paisaje y la criatura merece la oportunidad de parir una sustanciosa historia de amor: “Pude haber hecho más, pero esto es todo. / Dejé escurrir el tiempo sin apuro / llenándome de luz; de azules puros / imaginé horizontes; sobre todo / capté el instante, su fugaz presencia / de eternidad, de nada, de infinito / y accedí a un saber que dejo escrito: / trasciende aquello que no lleva urgencia”.
Rolando Lois
Le dije a Armando que hace años que escribo sobre la muerte, y siempre estoy en su órbita (todos lo estamos); entiendo su presencia y no es punto de partida para el lamento. Es la muerte un artificio que nutre la idea de la invitación a la vida; porque si mañana no voy a estar, pues no puedo dejar la vida para mañana, precisamente porque “mañana” puede no existir. Tengo más años vividos que aquellos que me puedan quedar, entonces, desde que escribo, le entro a la muerte, para vivir a conciencia, y para mantenerla a raya con la palabrería. Nadie quiere morir, perfecto; pero la perfección no existe. Espero del escritor que anda por las alturas de la vida, una tinta mayor sobre el tema; de la misma manera que escucho a mi padre hablar de la Parca; no espero otra cosa: escribir la vida y la muerte, y la memoria, y otra vez la filosofada impostergable sobre posibles destinos de hoy, mientras, cómo no, se revisan los de ayer; una escritura de la novela propia mientras dura: la yapa, anotaría Derlis, Antonio Pujía y mi viejo. Es cuando me digo: está bien. Ojalá me llegue cuando ande por mis alturas, estaré atento para no perderme esa escritura, esa mirada.
La muerte y el llavero anoté en el título. La memoria y la vida. Partes del todo mientras abro la puerta cada mañana, espíritu en mano, mirada atenta.

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