domingo, 15 de septiembre de 2013

Roberto "Cachete" González: Marisa González, palabra de hija

Catálogo muestra homenaje de octubre de 2012.
Algunos padres tienen la suerte de que su quehacer se guarde en la memoria de los hijos. Esta sociedad entre padres e hijos se da o se comienza a tejer a partir de la contemplación. Luego aparece la observación acentuada que termina, de manera inevitable, en una formulación de preguntas que lleva al hijo a la categoría de testigo irrefutable de la historia. Saber de mamá o saber de papá es un asunto que lleva toda una vida. Algunos hijos aceptan la invitación. Es el caso de Marisa González, hija del destacado artista plástico gualeyo Roberto “Cachete” González. Ella hace memoria, se emociona al volver sobre su padre, y sobre su historia en Gualeguay. Ella recuerda desde un departamento en Palermo. En las paredes hay obras de su padre, en su biblioteca catálogos de la última exposición homenaje (octubre 2012) a este grande de la pintura argentina. Cachete González nació el 9 de febrero de 1928 y falleció el 26 de enero de 1998. Fue uno de los muchachos alentados en sus inquietudes (Salvado, dirá Marisa) por el maestro Roberto Epele en el Hogar Escuela San Juan Bosco. En la década del 60 tuvo su momento de gloria: su obra en París, su nombre acompañado por los de pares notables: Policastro, Soldi, Castagnino, Berni. Luego vino el silencio, esas barbaridades que puede cometer el mercado del arte con obras que no fueron concebidas como mercancía. Leticia Manauta, hija de Juan José, otro gualeyo ilustre, me decía hace poco: “(…) Todos esos personajes de mi infancia, como lo fue Cachete, un protegido de papá, fue por un tiempo mi profesor de dibujo, y él y su en ese momento reciente esposa pintaron en la casa de Vicente López un mural sobre las Tierras Blancas, así que mi hermana y yo dormíamos en un living de gente no pudiente pero con un mural. Leí tu artículo de Cachete (aparecido en El Debate Pregón el 28 de julio)  y me pareció muy extraño que alguien se acordara, por supuesto me alegró, pero hacía años que nadie lo mencionaba. Y que me hables de su hija aún más, porque después de tantos años nunca supe qué había sido de sus hijos”. Hablé de Marisa porque es memoria de su padre, como lo es Leticia del suyo. Para resquebrajar el silencio Marisa cuenta, palabra de hija: “Mi casa era un taller de pintura, si yo quería dibujaba en las paredes. Un taller es así, vos podés pintar en cualquier lado. Mi mamá, Lidya, también pintaba, ella era una retratista excelente y cantante de ópera. En la casa no había un living, había pinturas en todos lados. Mi viejo fue muy generoso con sus conocimientos, y eso fue muy bueno para nosotros, porque todo el tiempo él nos promovía para que pintáramos, todo el tiempo nos llevaba a los museos, a los teatros. Había ahí toda una cuestión de avidez, porque a él no lo dejaron estudiar, por eso su avidez por saber. Tenía mucha facilidad para aprender. Nos llevaba a todos lados y nos explicaba. Si nos llevaba a Gualeguay, igual; me acuerdo una vez en Paso de Alonso, un atardecer. Había un puente por donde pasaba el tren, y él nos contaba que cuando éramos chiquitos, él nos llevaba en ese tren, y nos decía: ¡Miren, miren, chicos!, los colores, cómo es el rojo, el violeta. Mi vieja no nos transmitió tanto. Hay gente que puede y otra que no, es un don, y mi viejo lo tenía. Si alguien es generoso con su saber, transmite. Siempre lo hablamos con mis hermanos, porque no se generaba competencia, la propuesta era hacer, nos invitaba a hacer”.

El hombre caballo de Cachete González.
Marisa da pista de su infancia, hace memoria, respira profundo, cuenta: “Hay dibujos de él de cuando nosotros éramos chiquitos, mirá, me pasó que voy a la exposición de octubre y me encuentro con un cuadro donde están los dibujos de mis hermanos, míos, frases que decíamos nosotros, un cuadro muy particular. Parece que él le trabajó arriba. También puede ser, supongo, que fuera un cuadro en el quizá no trabajó mucho y que ahí quedó, cuadro que cuando venían y le compraban todo por dos pesos, se fue en el montón. Pero específicamente en ese cuadro estábamos todos representados con nuestros dibujitos. Esa exposición fue hermosa, había cuadros de los 60. A mí me impactó ir a ver esa muestra, porque era mi infancia, las paredes de la galería eran las paredes de mi casa. Cuadros que había dejado de ver por años. Llegué a la muestra y volví a mi casa de infancia, yo recuerdo que estaba tal cuadro en tal pared, recuerdo cuando los hacía, y lo que pasaba en ese momento”.
En qué horas del día trabajaba Cachete, fue mi pregunta: “Mi viejo trabajaba mayormente de noche. Se quedaba despierto. Vos escuchabas que iba, venía, hacía. De repente entraba a los gritos, no encontraba la tijera: ¿Dónde está la tijera? (se ríe). Me acuerdo de la vez que se enojó mucho. Teníamos un gatito, vivíamos en un departamento en un octavo piso. Después de trabajar, se fue a acostar. Esa vez se acostó temprano, y cuando se levantó, encontró que todos los dibujos que había hecho estaban distintos. La pintura estaba fresca cuando los dejó en el piso, y el gato con sus patitas llenó de huellas todos los cuadros. Era común que dejara los cuadros en el piso mientras trabajaba. Quería tirar el gato por la ventana. Todos escondimos el gato, hecho un bollo, debajo de la cama, y nos sentamos arriba. Quería el gato y no lo encontraba. Finalmente se le pasó el enojo y el gato sobrevivió. Se llamaba Gatúbelo (se ríe) porque pensábamos que era nena y después supimos que era nene. Pintaba de noche, era anárquico. Si no pintaba era porque andaba mal, si andaba angustiado, no hacía nada. Y cuando no trabajaba se mortificaba, era todo un drama porque se desesperaba. Fuera de eso, él no podía dejar de pintar. Él estaba en una pizzería y dibujaba en una servilleta. Mi viejo dibujaba en los apoya platos de papel, en las cajas redondas de pizza, vivía dibujando y regalaba todo, todo el tiempo. Fue muy productivo”.
En la obra de Cachete González hay una presencia de lo social, al menos esa es mi idea luego de haber visto algunos de sus cuadros, consulto a Marisa: “Sus temas eran lo social, pero en parte, mi viejo la pasó tan mal de chico, fue tan duro lo que le pasó, que me parece que lo social era su angustia contenida frente a otras escenas. Mi viejo, si nos compraba un juguete… me acuerdo de una vez que nos llevó a Palermo y había unos chiquitos pobres mirando fascinados el juguete, mi viejo nos dijo: Chicos después les compro otro, y les dejamos el juguete. No podía no hacerlo, no lo hacía porque era progre, esos chiquitos eran él cuando quiso un juguete y no lo tuvo. Lo social está, pero creo que está desde lo que él padeció”.
Marisa recuerda la relación de Cachete con la escritura y los libros: “Es impresionante lo que armó, porque él no estudió, el padrastro lo mandó a trabajar de pibe, después leyó muchísimo, se emocionaba con la poesía, tenía algo especial con la escritura. Guardo un libro del poeta italiano Giuseppe Ungaretti, está lleno de sus dibujitos, debajo de cada poema hay una frase suya, un dibujo. En los libros, nos sigue pasando, encontramos dibujos, en la contratapa, al pie de página, en todos lados, o pensamientos propios”. Luego cuenta la última mesa de dibujo de su padre: “Cuando él falleció y fuimos a la casa, sobre la mesa en la que él dibujaba había una hoja grande de papel. Estaba toda escrita: definiciones de diccionario, libros que quería leer, cosas que buscaba, frases, mi amor por la lectura viene de ahí. Al lado de la cama tenía pilas de libros. Leíamos ‘Fabián Leyes’ y ‘El huinca’, compartíamos esas historietas, nos encantaba. Mucho tiempo después compartimos el gusto por ‘Asterix’ y ‘Lucky Luke’”.
La historia, las ideas de Cachete González, dicen presente en la palabra de Marisa, hay orgullo en su voz, pero en ningún momento habla de un superhéroe, describe un ser humano, con aciertos y errores, y es esta manera de contarlo lo que hace que el recuerdo del gualeyo ilustre sea tan verdadero, tanto que uno cree haberlo conocido: “Mi viejo tuvo una vida muy difícil, contó con muchos rechazos, el padre no le hablo nunca, tuvo una madre muy difícil, y el marido de la mamá lo sacó de la escuela y lo mandó a trabajar. Mi viejo vivió en el borde, en un bordecito, cualquier cosa lo sacaba del eje. Fue duro, y cómo sufría, se despertaba gritando por las pesadillas. Salía del eje y no pintaba, gritaba, en una época tomó mucho, eso fue complicado. Nosotros tuvimos una infancia muy difícil, pero más allá de que si un día gritó o no, yo tomé de mi viejo elementos fundamentales para mi vida y mi subjetividad. Mi viejo se traduce en un par de frases que me dijo y que para mí fueron fundamentales en mi vida, y no puedo olvidarme de cómo la pasó él, me dijo: M’hija no hay que tenerse lástima, y eso armó en mí como un motor, y la otra, él decía que la familia, el arte, sus pinturas, todos nosotros, todo ese conjunto, ¿viste la película de Fellini: ‘Y la nave va’?, bueno, y no por la película en sí, sino por el título, todo era la nave. Por ahí le iba mal, y entonces se levantaba a las seis de la mañana con un cucharón y una olla y empezaba a darle: Vamos, chicos, arriba, la nave va, empezamos de vuelta, la nave va. Nada de quedarse a llorar, pobrecito de mí. Y mirá que se mandaba unos cagadones, él y mi mamá también. Y además vivir del arte cuando tenés cuatro hijos y pagás alquiler, no es fácil. Una vez le vendió una muestra a Art Gallery y le pagaron como un año de laburo, decía: Gano como Perfumo. Él se fue a Paraná, vinieron unas gitanas, y mi mamá les dio toda la plata. Mi papá cayó en una depresión, pero después siguió”.
Marisa le saca punta al recuerdo y ensaya una última mirada: “Él no sabía vender su obra, y mi mamá no ayudaba mucho, y por otro lado no era una persona fácil de domar. Cuando lo vi en el cajón no podía creer que algo lo hubiera encuadrado, con él no existía el horario, la formalidad, nada de eso lo atravesaba, no había normas, por sus maneras fue un personaje muy controvertido”.
Marisa nació en Gualeguay, después vivió con sus padres y hermanos en Buenos Aires. Gualeguay pasó a ser el paraíso cuando llegaban las vacaciones escolares. Me cuenta que Cachete en los últimos años quería venir a enseñar pintura a su ciudad, a hacer algo por su Gualeguay.
Creo que nunca va a dejar de regresar. Camino la ciudad, hablo con la gente, lo nombro y entonces aparece el recuerdo, la anécdota. Roberto “Cachete” González está presente en la memoria y el quehacer cotidiano de Gualeguay. Su buen fantasma dibuja en el aire que sobrevuela el adoquín, el cemento y el río.

1 comentario:

  1. Admiro Marisa la manera en que aprecias y comprendes a tu padre, aún en sus errores. Admiro también su obra, a la que todavía le falta llegar su momento.

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