domingo, 22 de diciembre de 2013

De regreso en "Las tierras blancas"

En la entrevista realizada a Deolindo Romero reapareció la pista en la memoria y se desnudó la cicatriz. Deolindo había vivido en las tierras blancas hasta los diez años. Cuando fue pibe, como pibe fue Odiseo. Desde que vivo en Gualeguay pienso en la relectura de la novela de Juan José Manauta. Desde que miré, ya no como visitante, el puente Pellegrini de este lado. El libro no ocupaba un lugar en mi biblioteca porque en su momento leí de prestado, y devuelvo los libros. En la librería Buena Letra conseguí un ejemplar. Me gustó observar que estaba en la vidriera: un espacio destacado para un escritor ilustre de la ciudad de Gualeguay.
Leí la novela allá lejos y hace tiempo. Aquella lectura se prendió en el rastro que comenzaba a dejar mi alma: hizo nido, formó señal, y se fue de certero puñal a la sangre, a las ideas. Así guardó su aroma durante treinta años. Hoy, el muchacho que fui mira desde lejos, como si mirara desde Gualeguaychú; y el hombre que soy respira en Gualeguay, en la otra orilla del río: el abrazo que nos separa y une. Tan distinta el alma en que, a su tiempo, fundamos nuestras almas simples: siempre fuimos varios. Él y yo reunidos, revisitándonos hoy entre las páginas de esta novela que leí en un puñado de días. Él y yo tan increíblemente distintos, y tan iguales en recuerdos de infancia, en los muertos que llevamos ardiendo en la memoria. Él tan inmortal, yo tan cercano a cada día. Pero hay una cercanía todavía mayor entre nosotros, y es el conocimiento acabado de lo que significa la infamia que vive el hombre que tiene hambre. Porque hay hambre en “Las tierras blancas”. Por Manauta supo el muchacho, por releer a conciencia supo el hombre. En Gualeguay las descarnadas vivencias: “Las construcciones de Odiseo, sin embargo, revelaban un sentido que parecía simbólico: el hambre, en la primera etapa diurna del apetito cotidiano. Hasta se podía observar que llegadas a cierta altura imposible de sobrepasar, Odiseo sentía la necesidad de sustento. Al día siguiente crecían otra vez, a manera de juego. Pero era que el hambre, de ese modo, no quedaba satisfecha después de comer, aunque –lo que no era probable en esos contornos- se asistiera a un festín. El hambre no era sólo una pasajera necesidad de las vísceras, sino que las trascendía y llegaba a convertirse en un estado permanente y espiritual. El hambre persistía aún después de haber comido, puesto que cuando reaparecieran con esa fatal terquedad de la vida (como reaparecen –puesto que tienen que respirar- las cabezas de los macaes que bajan al río en las siestas de verano) la languidez y los dolores de estómago. Y aun cuando se los pudiera eliminar cada vez que aparecían (lo que allí era tan improbable como acertarle un tiro a la cabeza de un macá), el hambre persistiría porque ella iba incrustada en el alma. Desde antes de nacer los ha penetrado con esa avidez sustancial, contagiándoles el deseo indiferenciado de ingerir no importa qué alimento ni a qué hora del día y de pensar en ello, de estarse sometido a ello aún después de haber satisfecho el pasajero apetito.
Si a través de los ojos de Odiseo asomaba algún rasgo de su secreto inmaterial, podía inferirse que el color del hambre se parecía al color de la tierra que manchaba su cuerpo: una especie de bivalencia de ese color blanquecino y gris, ingrávido y fatal”.
Odiseo construía torres de tierra blanca y agua jabonosa. Vivía junto a su Madre. El padre aparecía rara vez por el rancho ubicado en el desierto ribereño.
Manauta cuenta a través de capítulos cortos la relación entre Odiseo y su Madre, refugiados en las tierras blancas: un lugar cuyo destino de lejanía protege su sustancia de olvido e injusticia: una lejanía tan cercana a la ciudad de Gualeguay. Sobrevivir es la idea primera para estos personajes, entre ellos la eterna relación de la pobreza y las monedas: “Los pensamientos precedentes acerca de las dos monedas de veinte centavos que aún no había guardado en la bolsa desembocaron en el recuerdo de la Madre, desde que tales monedas –y todas las que juntaría en el resto del día- serían para ella. Tal era su modo de valorizar y amar el dinero. El dinero era feo y poco gracioso; no servía para jugar ni para comer. Relacionado con la Madre, en cambio, se incorporaba al mundo de ella, como la batea de lata y el agua jabonosa que él utilizaba para sus torres. Desde ese mundo de la Madre provenían diversos dones, que él, directamente, aun utilizando monedas recolectadas en su diario periplo, no se hubiera atrevido a aspirar. No hubieran tenido el mismo gusto ni el mismo aspecto las cosas que, aun pagándolas él, no provinieran de la Madre, como no hubiera sido la misma un agua jabonosa que no proviniera de la conocida batea de lata”.
Aparecen personajes como el Panadero y el Pescador, en ellos Manauta refugia la posibilidad de la esperanza. Se identifican con una postura ética y una relación íntima con el paisaje. En las vivencias y comportamientos de estos hombres reside la oportunidad para que Odiseo pueda reafirmar el camino, iniciado a través de su mirada e intuición, hacia una toma de conciencia:

“El hombre fumaba y Odiseo comía acosado por una extraña urgencia, con prisa y temeroso a la vez de que se terminaran, junto con lo que comía, todos los alimentos del mundo. Apenas masticaba. Tragaba como un perro vagabundo, rodeado por hambrientos camaradas. Miraba hacia uno y otro lado, temiendo una acechanza o como si el tiempo que le restara vivir no le alcanzara para terminar con el pan y con las tortas negras. Viéndolo tragar, diríase que el comer no fuera una costumbre mecanizada de sus músculos, sino un producto reflexivo y trabajado de su pensamiento. Comía con conciencia, con patética y suprema conciencia”.

“No bien el Pescador anudó la última brazolada cerca de la orilla opuesta, Odiseo comenzó a palear el regreso, trayendo la canoa sesgada para oponerla a la fuerza de la corriente. Seguían sin hablar, y ambos parecían acostumbrados a ese trato. Se diría, no obstante, que una secreta pero elocuente comunicación los unía bajo el poderoso y brillante día de marzo, como si el silencio fuera el medio elegido para entenderse y ayudarse mutuamente, así como el sol y el agua se ayudaban en silencio para hacer las nubes, y como los jugos de la tierra, en silencio, elevan al cielo árboles y pájaros. Odiseo y el Pescador eran en ese preciso instante dos seres naturales, dueños de ideas simples, certeras y limpias, que les servían para ejecutar movimientos de probada eficacia, sencillos, y tan antiguos como la necesidad que el hombre tenía de ellos”.

La Madre recuerda, piensa, se pregunta. Una vez visitaron las tierras blancas dos personas: don Olegario y el muchacho de anteojos, ellos explicaron muchas cosas a la gente, qué era la riqueza, y cómo era el trato que a partir de ella se le daba al pobre. El padre de Odiseo vive ausente, amargado, derrotado. Recuerda la Madre: “Yo reconocía ese grito desde los tiempos de la chacra, porque diariamente se los escuchaba, de madrugada, cuando echaba la tropilla. Nos despidieron, y ahora ese grito le servía no más que para asustarme, pues no lo lanzaba ya sino cuando estaba borracho. Antes ese grito era para él, como para cualquier paisano, una herramienta de trabajo y, cuando menos, una diversión; como herramienta, la única que los de la estancia no le supieron quitar porque era suya, traída desde la cuna, como la traen todos nuestros hombres. Y ahora esa herramienta no le servía para nada (así es como si se la hubiesen quitado también): como no tenía trabajo en que pudiera serle útil, la usaba al ñudo, por pura diversión, cuando se emborrachaba; y yo, que antes, al oírlo gritar, me alegraba, ahora me moría de miedo y abrazaba a Odiseo”.
Hay en Manauta una mirada ética, y un análisis minucioso del quehacer cotidiano de los pibitos que vio transitar por la zona de las tierras blancas, y por su Gualeguay de infancia y juventud. Hay en su palabra certeros conceptos sobre esa niñez, es un profundo conocedor de sus vivencias: “El trabajo consistía únicamente en llevar y traer apuestas, pero tanto él como sus amigos que desempeñaban la misma función estaban excluidos del juego. Al revés, exactamente, de lo que ocurría en la vida cotidiana, donde eran los grandes los que estaban excluidos del juego. A Odiseo, en el que pese a la miseria y al hambre aún no anidaba la ambición, esa absurdidad terminó por irritarlo y finalmente aburrirlo. El logro de esas monedas, tan poco válidas en sí mismas para él, no dependía en medida alguna de un esfuerzo y ni siquiera del azar de la taba. Ganara quien ganara, había que llevar las apuestas de un lado a otro, y la propina devenía automáticamente. Odiseo recibía propinas a diario, pero de maneras y por motivos distintos en esencia, en los que si bien se confundían los límites del trabajo y del juego, jamás podía excusar su participación activa y dinámica. Le ayudara al Pescador o al Panadero, le hiciera mandados a Angélica o recogiera pelotas perdidas en la cancha del vasco, entre las monedas y su bolsita mediaba la secreta y hasta divertida lógica de un esfuerzo suyo, de su participación protagónica; mediaba, en una palabra, la eterna continuidad del juego (trabajo), que era su vida. Jugaba (y léase también trabajaba) lavando el carretón, remando, disputando las pelotas que sobrepasaban el frontón del vasco, de la misma manera que jugaba y trabajaba construyendo sus columnas de arcilla. La taba, en cambio, estaba absurdamente reservada a los hombres; quedando para los niños los despojos del juego, sus desechos, tal como si los grandes comieran la manzana y dejaran la monda para los niños. Pero tampoco era envidiable la situación de esos hombres, endiabladamente tontos y poseídos por el influjo magnético del hueso arrojado. Inconsciente de lo poco o mucho que arriesgaba cada jugador –así como era inconsciente del valor del dinero- aquellos hombres perdieron todo su atractivo para el chico, porque en dicho juego no había heroicidad ni destreza, o al menos éstas eran de una especie tal que el margen de voluntad y hombría era igual que el de azar y de misterio, y se sabe que los niños sólo aman el misterio cuando existe la segura probabilidad de develarlo aunque sea en forma de moraleja”.
Dos veces transité esta novela. Manauta es el dueño de un relato brillante: cada una de las palabras fue masticada, evaluada, y finalmente anotada sin concesiones; sus personajes: eternos; un final que desespera al lector, que sabe que todo se desbarranca y entonces imagina e intenta adelantarse, quizá para que duela menos. Es una maravillosa experiencia de lectura, pero eso sí, tiene un precio: anoté puñal: la memoria sale herida, la conciencia igual. El tiempo cicatrizó mi herida de ayer para poder seguir, y hoy volverá a hacerlo. La nueva cicatriz de lectura volverá a la superficie: porque el pensamiento no se detiene, y porque la pobreza sigue donde estaba.

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