domingo, 2 de febrero de 2014

Hace dieciséis años...

El hombre caballo de Cachete González.


Hace dieciséis años que Roberto “Cachete” González no se da una vuelta por Gualeguay. Esta podría ser una manera de comenzar una nota referida al recuerdo de un artista en la fecha de su muerte, pero hay otros caminos. Porque en relación a su figura, aunque parezca fantasía, no todo está en manos de la muerte. ¿Por qué Cachete no ha vuelto por Gualeguay?: el 26 de enero de 1998 se lo llevó La Parca a pintar personajes olvidados en el más allá. Si bien la prueba física de ese “no se da una vuelta” se encuentra en el nacimiento claro de su ausencia, la verdad cotidiana en su ciudad natal es que este hijo nunca se fue: ni cuando vivía, lapso en el que se escribía la leyenda con sus idas y vueltas, sus andanzas en la gran ciudad y Europa, ni luego de que dejara el pincel por última vez.

A través del texto de Patricia Míguez Iñarra en el libro “Formas y colores de Gualeguay” (2004) de Nidya Rampoldi, Daniel Gabriel y la citada, tuve acceso a detalles del último día de Cachete. El día anterior el pintor y su mujer: Lidya Tchira, también artista plástica, subieron a un colectivo que los llevó hasta El Tigre. Fue un buen día de paseo, los dos juntos, los dos de charla: se me ocurre que ambos habitando la memoria. Lidya contó que Cachete se acercaba a los árboles y los tocaba, lo mismo hizo con algunas paredes, lo mismo hizo con la tierra. Estoy seguro que de haber podido hubiese querido abrazar el río. Le dijo a su compañera: “Si volviera a vivir otra vida, me casaría con vos”; le dijo: “No sabés cuánto aprendí de vos en la vida”. Lidya cree que durante ese último paseo existió algún tipo de sintonía premonitoria. En la noche de ese día Cachete afirmó que nunca iba a olvidar ese paseo. Fue lo último que dijo el pintor, ya no despertó.

Desde que me enteré imagino esos momentos y pienso en la suerte que tuvo el hombre. Partir después de un paseo feliz sobre la ribera de un río. En esas aguas estaba la sustancia de los ríos de tanta gente, y la sustancia de su río: el Gualeguay. Tocó árboles, paredes, la tierra, y miró con fuerza el río.

En la entrevista que le realicé a Marisa, su hija, hizo referencia a la muerte del pintor, y dijo algo que me quedó grabado en la memoria. Una frase muy visual en la que, superando el dolor del recuerdo, definía a Cachete en toda su dimensión: “Cuando lo vi en el cajón no podía creer que algo lo hubiera encuadrado, con él no existía el horario, la formalidad, nada de eso lo atravesaba, no había normas, por sus maneras fue un personaje muy controvertido”. El pasional, el del exceso, el desubicado, el pibe, el buen tipo, el hombre solidario, el amigo, el maestro, todo junto en su torbellino en clave poética y desesperada, así era Cachete González.
Lo veo caminar El Tigre y espiar el río.

Conocí al artista a través de su ilustración del “Martín Fierro”, después por lo relatado por mi padre, Rolando, también artista plástico, que me contó de Cachete sentado, tomando su whisky, en la larga fila de mesas ocupadas por pintores en el café Florida de la calle Viamonte durante los 70. Luego tuve más noticias de su quehacer gualeyo de parte de mi suegro: Gustavo Gálligo, hijo del mejor amigo de Cachete: el doctor Cacho Gálligo. Llegó el tiempo de contar lo hallado y escribí una primera nota sobre el artista en el periódico Desde Boedo de Buenos Aires, y después otra en el diario Tiempo Argentino, y después las aparecidas en El Debate Pregón. Conocí a Marisa y Federico, hijos de Cachete. Entrevisté a Marisa, y sigo entrevistándola. Ella leyó mi nota sobre “Las tierras blancas”, la novela del Chacho Manauta y me dijo que su papá los llevó de paseo a ese lugar. Le pedí que me contara: “De manera casi onírica me viene un recuerdo de una caminata con mi viejo por las tierras blancas. No era inusual en él este particular interés por lugares que en general se catalogaban como ‘restos de la vida’ de una ciudad. Digo esto porque ya habíamos ido, no recuerdo cuál va antes y cuál después, a la isla Maciel en La Boca, bien adentro, a la villa, a caminar y mirar, tratando de no incomodar a su gente. Nos llevó su sobrino Lorenzo, él vendía ahí hojas de afeitar y otras cosas, lo conocían todos, nuestra presencia de la mano de él no era intrusa. Ir a las tierras blancas era algo muy esperado, siempre nos hablaba de ese lugar. Sabíamos que era lejos, pasando la Calle Ancha, que no era poco decir... ¿allá...?, nos decían, una expresión  de extrañeza por la elección. Y un día fuimos, mi mamá, mis hermanos, mi prima, seguramente más familiares, él iba comentando, fascinado, seguro que traducía esas imágenes en pintura. Después de un tiempo de caminata empezamos a ver el terreno ralo, las tierras blancas resquebrajadas, el sol que las hacía brillar más. Recuerdo que vimos una víbora con un ratón en la boca a medio engullir, una imagen inquietante para nosotros que éramos chicos, pero él dijo algo así como que era lo esperable. Lo despojó de fatalismo, eso era parte del paisaje. Así es mi recuerdo, a lo mejor es un recuerdo encubridor, no lo sé, nunca lo había puesto en cuestión, pero tampoco lo había relatado, no había antes alguien que se interese en estos recuerdos. Tendría entre 6 y 8 años. Mi viejo no iba con un interés social, él era un artista y la visión fantasmagórica de esos paisajes, casi como pinturas metafísicas, lo estremecían. Creo que por eso amaba la poesía”.

Quiero anotar que la mirada de Cachete en El Tigre posiblemente se encontrara con esta otra mirada: miró entonces a través del río hasta el corazón del Gualeguay, su memoria-río.

A partir de lo relatado sumado a cantidad de otras pequeñas historias, es que me permito afirmar que el buen fantasma de Cachete se ha hecho mi amigo. Y en esto de encontrarme con su fantasma, el notable músico Juan “Tata” Cedrón, mi amigo, me dio pista del pintor en Buenos Aires. Me contó que él durmió junto a Cachete en una camita de 80 cm. Vivian en el taller del hermano de Tata, Alberto, otro grande de la pintura que también formaba parte de la Nueva Figuración. Tata cuenta: “Desde la catrera, medio de coté, como el viejo Onetti, le hablaba por teléfono a su mujer en Gualeguay: ‘Lidya querida, ¿le dio naranjas a los gurises?’. En el taller, conocido como el convento, Cachete desarrollaba sus dotes interpretativas: “Recitaba a Borges, la ‘Fundación mítica de Buenos Aires’ o ‘El general Quiroga va en coche al muere’. Y las pebetas se volvían locas. Me hacía cantar un tango que decía ‘copetines de viciosos’, él decía ‘deliciosos’, y se reía. Fue un gran amigo, y yo siempre lo rescato”. En esas instancias de recitado le faltaba su ladero: Juan José Manauta. El Chacho en su cuento “Ajenjo para tres” anotó: “Con el pintor entrerriano Roberto González tuvimos una amistad de más de veinte años, una buena amistad, con sus altibajos, como en las mejores. Pero la relación fue siempre pareja e invariable en la admiración por el autor de ‘Hombre de la esquina rosada’. No recuerdo ninguna conversación con Roberto en la que de alguna manera no apareciera Borges y no terminara en lo que con el tiempo se transformó en una constante. A él le encantaba que yo dijera, no que leyera, ‘Fundación mitológica de Buenos Aires’ (así: ‘mitológica’ y no ‘mítica’, como fue después, por muy buenas razones que avalaron la variante), porque trascartón él no osaba callar, también de memoria, ‘El general Quiroga va en coche al muere’. Allí terminaba cualquier desavenencia que nos pudiera enfrentar, y allí se consolidaba también una amistad que duró hasta su muerte. Si alguna vez nos enojamos con mayor énfasis con González, creo que ambos sabíamos de antemano que la reconciliación sobrevendría no bien nos viéramos las caras y blandiéramos uno contra otro esos dos poemas como armas de paz”.

En su devenido rol de buen fantasma amigo, Cachete se empeña en hacerme saber de sus historias, de todas ellas: anécdotas, testimonios, memorias, en Buenos Aires y en Gualeguay, su ciudad, y la mía desde hace diez meses.

Hablando con la gente, siendo un habitante más en este paisaje, soy testigo de un cotidiano en el que una y otra vez aparece Cachete. Es a partir de esta percepción que escribo que no todo está en manos de la muerte.

Nidya Rampoldi es autora de varios libros, entre ellos el citado “Formas y colores…” y “Antonio Castro. Hombre de la costa” (2009). Ella me contó una historia alrededor de un cuadro de Cachete, ocurrida a mediados de los 60. Junto a su marido conocieron al gordo Pezzutti, médico. Su padre, Francisco, fue intendente de Gualeguay entre 1923 y 1929. A Pezzutti le gustaba comer bien, charlar, y de vez en cuando era invitado a cenar. Bien entrada la noche hablaban de arte. En una de esas noches el médico contó la historia de un cuadro de Cachete. Al vender la casa familiar separó los cuadros en dos grupos: unos para conservar, y otros para vender o regalar. Pero el encargado de hacerlo equivocó los lotes. Una noche de invierno llamaron al médico para ir al barrio Villa Alegre. Entró a un rancho y atendió a un hombre. Pezzutti había observado el lugar con detenimiento. Como pago pidió el cuadro, o mejor, el cartón doblado al medio, que tapaba una ventana. Se lo dieron. Fue así como recuperó una de las obras que había pertenecido a su padre. Siempre decía que se lo iba a regalar a Nidya, y al fin cumplió. Es un óleo pintado sobre cartón y con la marca disimulada del doblez al medio. Pero la obra tenía un detalle: no tenía firma. Con los años Nidya conoció a Cachete. Un día fue a ver a su marido médico porque el hijo tenía un ataque de asma. Ella recuerda que estaba desesperado. Cachete volvió a traer un cuadro o un dibujo en agradecimiento y ella le pidió que firmara el cuadro que le habían regalado. Cachete dijo: “Sí, todavía me acuerdo, es de cuando recién me fui a vivir a Buenos Aires… estaba en el puente Pueyrredón, mirando la zona de La Boca, mientras pintaba estaba muerto de frío”. La firma quedó sobre la obra, pero al tiempo, Nidya vio que había desaparecido. Volvió a pedir la firma y Cachete cumplió. Y una vez más la firma desapareció. Hubo una tercera firma, y el tiempo o la muerte se la llevó, como luego se llevó al firmante. Tres firmas para un cuadro, más la primera del artista: cuando lo pintó. Un misterio.

Realidad maravillosa es comprobar que no todo está en manos de la muerte. Sigue estando la memoria-río, hace dieciséis años que Cachete no se da una vuelta por Gualeguay, y sin embargo nunca se fue: “Alguien dijo una vez / que yo me fui de mi barrio, / ¿Cuándo?… pero ¿cuándo? / Si siempre estoy llegando…”, escribió Troilo. No todo está en manos de la muerte: está el laborar de los buenos fantasmas. Sucede como en el cuadro de Nidya, la firma y el firmante parecen estar ausentes mientras el cuadro sigue a la vista.


En la placa de mármol que hay en el Museo de Bellas Artes de Paraná se lee: “Homenaje a Roberto González”. Alguien anotó una línea del poeta Horacio: “No moriré del todo”. En Paraná, el 26 de marzo de 1998, ya estaban avisados.

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