En la nota referida al descubrimiento del escritor
Guillermo A. Wiede (1939-2012) y su libro “Jinetes de nombre muerto” (1988),
hice mención de otro de sus libros: “El Palacio de Septiembre” (1998).
Este libro es autobiográfico, y en él es posible
hallar muchas señales sobre la persona de Wiede: el muchacho que fue, y la
mirada, el oficio, del hombre, del escritor. Wiede cuenta de manera amena sus
años en la casona de La Fraternidad: el alojamiento para los alumnos que vivían
lejos y que estudiaban en el Colegio Nacional y en la Escuela Normal de
Concepción del Uruguay. Guillermo Wiede era el hijo menor de la familia. El
padre, Rafael, decidió que iba a estudiar, y además, que lo haría lejos de la casa,
que estaba en Curuzú Cuatiá, Corrientes. Tenía 12 años. Guillermo hizo el
secundario en el Colegio entre 1952 y 1956.
Hay una única pretensión en “El Palacio de
Septiembre”: el relato, el viaje en el tiempo para contar las historias que
hicieron a la construcción de un paisaje querido, y en él: los hombres. Entre
las historias y los personajes que pueblan las páginas, es posible encontrar
ciertos pensamientos alrededor de la memoria y la vida, pero esta sintonía de
ninguna manera detiene la sucesión de relatos y anécdotas. Wiede pinta
historias, en ellas hay formas y colores: sus cuadros atesoran una memoria, un
tiempo.
En las primeras páginas informa del paisaje
desolado: “Aunque mi nostalgia del hogar se había visto muy aliviada con la
sorpresiva aparición de mi antiguo compañero de primaria ‘Nenuco’, yo no estaba
dispuesto a perdonarle tan fácilmente a mi padre su terrible decisión de
enviarme a estudiar lejos de mi casa; lejos de mi madre, en verdad, que era lo
que me producía una pena indecible y un estado de extrañeza, de enrarecimiento
en cuanto podía percibir a mi alrededor.
De pronto yo estaba solo en el mundo; y era como una
muerte. O más bien, como uno de esos días de la infancia en que alguien había
muerto en el vecindario, o en la familia de alguien de la escuela, y en los que
yo me sentía terriblemente raro; entonces me aferraba a una melodía escuchada
al pasar como a un ancla que pudiese sostenerme flotando en el tiempo, lejos de
las vidas limitadas y las muertes arbitrariamente inexorables.
Pero esta vez no había melodía; la música había
dejado de existir: me hundía sin remedio. Sin papá ni mamá, sin mis hermanos
mayores, sin los amistosos y protectores vecinos de mi casa, ¿qué iba a ser de
mí?”.
Guillermo Wiede, 1998. |
Wiede da pista del edificio, y de la veta de toque
fantástico, algo esencial para acercarse al mundo del arte, que había en el
muchacho que fue: “Mi sensación de esos primeros tiempos oscuros era que la
máquina del Reloj, y la Torre, para producir las campanadas cada quince minutos
aspiraban el aire, al modo del gigantesco órgano que años atrás yo había visto
instalar en la iglesia de los salesianos próxima a mi casa. En medio de esta
succión que yo imaginaba como una implosión –sin conocer, desde luego, tamaña
palabra- a merced de la noche y de mi soledad, cuando todos dormían y roncaban,
yo era el único que sentía que todo en el Dormitorio 5 era aspirado por la
Torre, con lo cual los tabiques de madera trepidaban, crujía el piso de
tablones, chirriaban las camas de metal, y hasta me parecía en algunas noches
que las blancas camas levitaban como inofensivos fantasmas flotantes en el alto
espacio del dormitorio”.
En esos primeros tiempos en La Fraternidad, cuando
el autor ni siquiera escribía poemas ni llevaba un diario, supo de compartir el
aire, los sonidos y los silencios con algunos notables, recuerda: “O mientras
un importante señor me hacía, al pasar, una caricia en el pelo; y alguno de los
grandes me informaba: -Ese que acaba de saludarlo es un gran poeta: se llama
Carlos Mastronardi- o -¿Sabe quién es ése, ése que le dio recién la mano?
Córdoba Iturburu…”.
Celeste Wiede, una de las hijas del escritor, me
contaba que para él era motivo de orgullo haber sido “fraternal”. Wiede siempre
volvió a Concepción del Uruguay y a La Fraternidad. Fue amigo de otro
“fraternal” notable: el escritor Arnaldo Calveyra.
Entre las historias aparecen algunos momentos de
pura reflexión, de una búsqueda sincera amparada en la sana duda: “Aquellos
días tienen una naturaleza tan perfectamente ambigua… Se parecen a esas
máscaras dobles de las fiestas medievales en que una careta alegre y farsesca
se convierte con un giro en algo aterrador: un dragón, el demonio, la muerte.
Pero la ambigüedad de esos tiempos nada tiene que
ver con esas conversiones de la risa en horror, sino tan sólo con la dupla
memoria/olvido.
Pequeños sucesos olvidados, escondidos ‘fuera de la
vista’ de nuestra memoria, se presentan de golpe con la fuerza de lo
inolvidable como seres hibernados que echaran a caminar tras una larga
temporada de hielo y de sueño. Y por esto, entre otras cosas, quizás forjamos
la ilusión de que nuestra memoria puede vencer a la muerte.
De aquellos días lejanos de trémula memoria, a los
que me acerco como se acercaba uno a las muchachas de la adolescencia –sin
poder prever lo que resultaría del encuentro-, creo saber claramente algunas
cosas, y una mancha gris, en cambio, cubre el lugar de muchas otras”.
Hay un relato que guardé en la memoria, en ella hay una
mujer y un beso. Ocurrió en un domingo de invierno. La casona estaba casi
deshabitada. Uno de los celadores: “hombre robusto, rudo, cara de pocos amigos;
ni siquiera recuerdo su nombre o apodo”, invitó Wiede a almorzar a su casa: “El
hombre del corpachón vivía en una humilde vivienda a un costado de la iglesia,
con su mujer; supongo que alquilaban una o dos habitaciones; no tenían hijos;
deduje instantáneamente que no podían tenerlos, ya fuese por escasez de
recursos económicos o impedimento de otra clase, porque cuando llegamos él le
dijo a su esposa: -Mirá lo que te traje…- como si yo fuera un regalo…”. El
muchacho le dijo a la mujer: “¡Qué rico, usted cocina como mi mamá! Hablé como
si nos conociéramos de toda la vida”. Wiede dio las gracias en el momento de la
despedida: “-¿Vas a volver?- me dijo ella en la puerta. // -¡Seguro!- exclamé,
como si se tratara de un juramento; y su beso fue interminable, aunque no por
su duración en ese instante sino porque ella, la mujer-sin-hijos que por un par
de horas había disfrutado de uno en préstamo, olvidada y sin nombre –nunca
volví a verla- todavía me besa, me llama, me reclama y se enternece de verme, y
se regocija porque yo disfruto, una y otra vez, eternamente, de su materno
estofado”.
Por demás interesante me pareció el siguiente
recuerdo y reflexión que apunta al origen mismo del libro: “Yo era mucho más
sencillo; estaba aprendiendo un ‘arte de vivir’ que no exigía arrebatos ni
dramatizaciones; consistía en dejarse llevar por una corriente más ancha que
uno mismo, sabiendo que los demás eran tan importantes –por lo menos- como uno
mismo; había muchísimo por mirar, y sin anegarse en el fluir de los demás podía
olvidarme un poco de mí mismo, no creerme tan importante ni decisivo.
Curiosamente, en ese mundo los demás resultaban más decisivos que yo; lo cual
no implicaba forma alguna de parasitismo. Simplemente –¡Ay Daniel Elías que tan
temprano te fuiste!- el espectáculo del mundo me resultaba más apasionante que
todas tragicomedias que pudiesen tenerme de protagonista.
Quizás fue entonces que silenciosamente empezó a
escribirse esta historia; no por un espectador ajeno sino por alguien que
participaba de corazón en el viejo juego elemental del ‘Sube-y-Baja (paradigma,
al fin y al cabo, de la más honesta balanza) en que el Otro se vuelve esencial
para el propio juego”.
Una leyenda con origen en la región amazónica ubica
al pájaro Mitu posado sobre un jacarandá. Una mujer hermosa venía con él: una
sacerdotisa de la Luna: descendió del árbol y vivió entre la gente, compartió
su sabiduría y su ética. Luego volvió al árbol con flores y subió a los cielos
para unirse con el hijo del Sol. Es por esto que se relaciona al jacarandá con
el saber, y es por ello que es el árbol símbolo que se planta dentro de
colegios y universidades. Guillermo Wiede anota en las páginas finales de su
libro: “Hasta el año anterior casi no había reparado en el jacarandá; pero en
la primavera de 1955 su floración de octubre me produjo un efecto imborrable;
era el árbol único de nuestro patio y constituía por sí solo un jardín entero;
sus flores lilas, campanillas, ínfimos cálices perfectos de opalina estaban al
mismo tiempo en el árbol y a sus pies; repetían en el suelo la brillante corona
de la copa como si cada flor caída fuese reemplazada, instantáneamente, por
otra idéntica, renaciendo sin pausa”.
Hay lila en el arte de tapa del libro: desde sus
flores/páginas retorna el escritor y su muchacho.
Mi abuelo, lo extraño.
ResponderEliminarQue grande Guillermo!!
ResponderEliminarQue grato leer sobre la vida como escritor de Guillermo. Escribiendo sobre aquellos años, me vino a la mente la época en que trabaje con el, en su Estudio de la Av.de mayo. Quien me enseñó gramática y como redactar una demanda. Fue más que eso. Y ahora, que me lancé a escribir, como me hubiera gustado compartir con el, esta vida que no fue. Javier M.
ResponderEliminarSiempre estás en mi memoria, abuelo.
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