Hay almas, hay sombras, hay historias de vida que permanecen
en el paisaje de un barrio, una ciudad, de un tiempo. Desde la memoria, la
muerte retrocede un casillero en el juego del final. El alma que fundó la
persona ya no está, la persona que fundó su quehacer diario ya no está, el
paisaje mutó: ya no es lo que era y se mudaron los testigos: casi todos “hacen”
vida de ausencia en la otra orilla. Pero lo dicho, no todos se van, hay algunos
que se quedan en el aire de ciertas memorias: cuentos de cuentos los mantienen
presentes sobre el margen ciudadano del río. No fueron escritores, plásticos,
artistas, solo hombres ocupando un lugar, construyendo una presencia: allí su
obra, su huella.
La resistencia contra el olvido se funda en la
realidad de los cronistas callejeros, en ellos y su sintonía: la tradición
oral. Hace tiempo que pienso en Catón, uno de los que se quedó eterno en
Gualeguay. Una apariencia de perro/dios de barrio egipcio o una de las puntas
para que el Chacho Manauta soñara los primeros movimientos de su cuento: “El
llevador de almas”. Omar Morel escribió y cantó: “Quiero evocarlo a ‘Catón’ /
con ternura y emoción, / él que acompañaba a todos / y a él nadie lo acompañó”.
Alrededor de la música, otros testigos, vecinos del eterno acompañante, charlan
el relato. Entre ellos está, con sus más de ochenta años, Luciano Gamboa.
Llegué hasta él gracias a la ayuda del Turco
Albornoz. Caminé hasta la calle 18 de octubre, frente al parque, frente al río.
Luciano cuenta con felicidad, busca a gusto en el pasado; solo presenta, en
determinados momentos, cierto temor a que alguien diga que son historias
mentidas por un viejo. Con mucho respeto escucho su verdad. Además de contarme
de Catón, de Juan Laurentino Ortiz, de Chacho Manauta, dio pista, con orgullo,
de su oficio: plomero y gasista, fue el primero en hacer instalaciones de gas
en la ciudad. Conserva un documento: un permiso válido para trabajar en toda la
provincia, el número 20, emitido en 1956.
La imagen de Catón me acompaña desde el principio de
mi vida gualeya: un hombre, que no tenía todas las luces encendidas, esperaba a
los cortejos fúnebres en la entrada de la iglesia San Antonio. Cuenta la leyenda
que se acercaba y preguntaba: ¿quién es el muerto? Acompañaba el fúnebre hasta
el cementerio. La misma leyenda cuenta que cuando él murió nadie le hizo
compañía durante el camino. Gamboa, nacido en Puerto Ruiz en 1932, entrega este
relato: “Catón murió en el hospital, por ahí de alguna neumonía. Cuando muere
yo ya tenía cerca de 40 años, fue por el 70. Yo había ido a lo Bisso a comprar
algo, y me encontré con un señor que siempre andaba en bicicleta, era medio
cobrador, Camellón, que le decían Medio litro, porque era bajito. Iba un
fúnebre y le pregunté quién era el muerto. Catón, me dijo. El fúnebre iba al
trote, no iba nadie atrás. Así que fuimos los dos en bicicleta hasta el
cementerio. Cuando llegamos, Camellón y yo no alcanzábamos para bajar el cajón,
así que tuvieron que venir a ayudar. Era un día lindo. Nos lamentábamos que
tanto fue Catón para seguir a los muertos y nadie vino cuando lo enterraron a
él”. Agrega un detalle: “El perro de Catón no iba atrás del fúnebre, después se
fue al cementerio y nunca más volvió a la casa, se quedó ahí. Andaba en la
tumba. Siempre estaba. Yo lo veía, iba a visitar a mis muertos, a llevarle
flores, todos los domingos a la mañana, ya no lo hago más, era una costumbre, todo
eso se perdió”.
Catón arriba a la derecha. Foto de Kayayán (La botica del diablo/Surraco). |
No hay dato cierto de nacimiento y muerte de Catón
Albornoz, su recorrida estuvo más o menos entre principios del 1900 y 1970. Le
pido a Luciano que me cuente de Catón en vida: “Era un muchacho grande, medio
pelado, cuando nosotros éramos chiquilines. La vida de él era andar atrás de
todo coche fúnebre. A veces, si alguien le preguntaba: ¿Quién es el muerto,
Catón?, contestaba: El que está en el cajón. Siempre estaba en la iglesia, por
ahí pasaban los cortejos. Se quedaba ahí porque antiguamente se acostumbraba en
los bautismos que el padrino del chico tirara monedas. Él esperaba esas monedas
para comprar cigarros. Frecuentaba mucho también la fábrica de mosaicos
Romasanta, y ahí los hermanos, los dueños, le daban alguna moneda. Lo querían
muchísimo, lo quería todo el pueblo. Era servicial, siempre de boina y con el
cigarro. Un muchacho simple, no hacía nada, no trabajaba, pobre, así le pasó la
vida, esas cosas ¿vio? que tiene la vida”.
Catón vivió toda su vida en Gualeguay: “La familia
primero vivía en Pancho Ramírez y Salta, en una esquina, hasta el año 40,
después vivieron acá nomás, en 25 de Mayo, entre boulevard San Juan y Mateo
Sola. Les arrendó don Molinari, que tenía una amistad con doña Felisa, la mamá
de Catón. Estuvieron ahí hasta que se murió Catón, Felisa, el Chicho: un
hermano de Catón, también medio raro, pero que había aprendido a hacer cosas.
Todos murieron ahí. Después vivió la Josefa, una hermana, que era casada con un
italiano que había sido guarda de tranvía en Buenos Aires. No me acuerdo el apellido,
lo llamaban “1 y 50”; de jubilado puso en la casa una venta de anzuelos y
boyitas para pesca: todo tenía el mismo precio: 1 y 50. Ellos también murieron
en la casa. Había dos hermanos más: José y Martín, que yo me acuerde, eran
cinco. El padre era don José, que murió en la primera casa, le vendía leña a mi
viejo. En 25 tenían un vecino, Cantero, trabajador del molino Santa Luisa, vivía
al lado; doña Felisa lo llamaba para que bañara a Catón, que no se bañaba. Sería
a principios de los 40, yo tenía unos diez años. Chicho trabajaba con otro
muchacho haciendo techos de paja”.
Una imagen vuelve desde la memoria de Gamboa: “Me
acuerdo de Catón cuando ahí, donde ahora está el puente, atracó una lancha que
traía los ataúdes del doctor Bartolomé Vasallo, que era nacido acá, y la
señora. Los traían de Rosario. Había dos fúnebres con cuatro caballos. Catón
andaba preguntando: ¿quén e’ ‘l muerto?, era medio duro para hablar, hablaba
medio mordido. Y se fue para el cementerio con los cajones, ahí sí hubo mucha
gente. Vasallo era un reconocido médico cirujano, y la familia tenía panteón en
el cementerio. La empresa fúnebre era la de José Otegui, y don José también le
daba monedas a Catón, y le daba una alegría al pobre. Yo tendría unos once
años, por ahí”.
Luciano Gamboa guarda memoria de otros personajes
que se quedaron eternos en la ciudad, aparecen sus nombres, y otra vez, las
imágenes: “Nuestra casa paterna era sobre 25 de Mayo, éramos vecinos de Catón y
de Juan L. Ortiz. Mi madre era amiga de Felisa, la madre de Catón, y fue
compañera de escuela de la mujer de Ortiz, de Gerarda. Yo le hacía mandados a Ortiz.
De él se contaba una anécdota. Antes se mandaba a pedir la vianda, eran unos
platos metálicos que iban uno arriba del otro enganchados en un brazo de metal,
cada plato con una comida diferente, y brasas en el de abajo. Se decía que
cuando se casó pidió la vianda para uno ‘abundante’, y le sacaban el cuero. La
vianda se pedía en lo Requejo, una fonda que estaba en Belgrano y Sarmiento.
También le hacía mandados a doña Pancha, la mamá del Loco Manauta, así le
decían. Nosotros, los gurises, no cobrábamos, nos daban una galleta, una torta.
A los Manauta los conocía bien, pero después los perdí, y Chacho se fue del
todo, lo echaron por comunista, y mire ahora cómo todos hablan de él”. La casa
del señor Gamboa está a unos metros de la esquina: “Acá mismo era la casa de
Ortiz, todo esto, desde la esquina, media cuadra para cada lado. La casa era de
Cadario, la alquilaba. Hoy queda alguna pared, pero no es como era antes. Se
dividió en seis terrenos. Cuando se hizo la división, desapareció la placa de
bronce que recordaba a Ortiz, era grande, 40 cm de lado. Se la llevó el de la
inmobiliaria. En esa misma casa también vivió el poeta Amaro Villanueva. Y
también vivió un primo mío, también poeta, Gamboa Igarzábal, era amigo de Vico,
el historiador. Yo no sé por qué en Gualeguay no se cuidan estas casas, en
Gualeguaychú es distinto. La de Quirós: no quedó nada, la de Mastronardi: toda
cambiada. En 25 de Mayo y Jujuy hay un terreno, antes había un rancho, yo me
acuerdo, me lo contaba mi padre, ahí vivió el tambor de San Martín: Bruno
Alarcón, el terreno era de él, y ahí está, no hay nada”.
El ejercicio de la palabra descorcha la memoria de
Gamboa, y efectivamente habla como si lo estuviera viendo, sentado cómodo espía
el pasado por la ventana del comedor: “El viejo Ortiz se sentaba allí, fumaba
una boquilla larga, y tenía un perro galgo, le ponía una vara y lo hacía
saltar. Todos sabíamos que era escritor, un bohemio. Era la década del 40. Me
acuerdo que venían los policías y le golpeaban la puerta: el sargento Castaño y
el sargento Yedro. Venían a caballo, a Ortiz lo mandaba buscar el comisario
Bartolo Badaracco. Ortiz marchaba caminando por el medio de la calle, me
acuerdo como si lo estuviera viendo hoy, lo seguían los policías, que iban a pie
y llevaban los caballos al paso. Al otro, Manauta, lo venían persiguiendo y se
ganaba en el rancho de Antonio que estaba ahí (señala un lugar en la orilla del
río), y se quedaba unos días. Le gustaba el pescado frito. Siempre lo llevaban
preso, hasta que se fue del todo. Una vez yo iba en el tren Sarmiento, en
Buenos Aires, sería el año 51, y veo que está sentada doña Pancha, fui y le di
un abrazo, yo había sido su alumno”.
Cuando pregunté si Catón dormía en la plaza, Luciano
me dijo que no, que era de volver a la casa, que era “volvedor”. Hago extensiva
esta cualidad a todas las almas aquí convocadas: volvedoras, gracias a la
memoria y la palabra del señor Gamboa.
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