Con un poco de viento a favor en los misteriosos vaivenes del
destino, el interior del hombre puede estar habitado por un puñado de almas que
tengan en gran estima a sus patrias internas. La amistad era una patria interna
de Roberto “Cachete” González. Sus amigos de patrias internas llevar: Cacho
Gálligo, Juan José Manauta, Hamlet Lima Quintana, Horacio Guarany, Armando
Tejada Gómez, Juan “Tata” Cedrón, Roberto Alifano, y solo por citar un puñado,
prueban que nuestro gualeyo ilustre rendía comprometido culto a la amistad.
Cachete González (izq.) junto a Juan Carlos Benítez, dibujante (pro. a la der.) |
Leticia Manauta, hija del Chacho, recuerda una etapa un tanto
complicada de Cachete, los tiempos finales cuando la bebida le jugaba en
contra, y a ello se sumaba una compulsión que lo llevaba a avanzar sobre las
mujeres, pero luego profundiza en el viaje al pasado: “Por supuesto que conocí
otro Cachete, yo tendría 10 u 11 años y él sería un muchacho de veintipico.
Bebía mucho pero hablaba de arte, leía, se interesaba por lo que le escuchaba
hablar a papá. Se llevaba libros de casa, era una especie de ‘hijo adoptado’
por Juan José. Absorbía como esponja. Hay un cuento ‘Ajenjo para tres’ donde es
uno de los tres personajes, y el otro, además del autor, es el propio Borges.
Así que creo que el crédito que Juan José le daba a su talento era mucho. Ese
cuento es maravilloso y además explica la clase de amigos que eran en ese
entonces Juan José y Cachete. Papá quizá replicaba, aunque ahora en el rol
inverso, la relación que tuvo con Juanele en su juventud: eso de maestro-discípulo.
Claro, después con los años, eso se va emparejando”.
Juan José Manauta |
El comienzo de “Ajenjo para tres” es, efectivamente, una pintura
de la amistad entre estos dos gualeyos egregios: “Con el pintor entrerriano Roberto González tuvimos una
amistad de más de veinte años, una buena amistad, con sus altibajos, como en
las mejores. Pero la relación fue siempre pareja e invariable en la admiración
por el autor de ‘Hombre de la esquina rosada’. No recuerdo ninguna conversación
con Roberto en la que de alguna manera no apareciera Borges y no terminara en
lo que con el tiempo se transformó en una constante. A él le encantaba que yo
dijera, no que leyera, ‘Fundación mitológica de Buenos Aires’ (así:
‘mitológica’ y no ‘mítica’, como fue después, por muy buenas razones que avalaron
la variante), porque trascartón él no osaba callar, también de memoria, ‘El
general Quiroga va en coche al muere’. Allí terminaba cualquier desavenencia
que nos pudiera enfrentar, y allí se consolidaba también una amistad que duró
hasta su muerte. Si alguna vez nos enojamos con mayor énfasis con González,
creo que ambos sabíamos de antemano que la reconciliación sobrevendría no bien
nos viéramos las caras y blandiéramos uno contra otro esos dos poemas como
armas de paz. Todo esto ocurría en cualquier parte, donde nos encontráramos.
Podía ser en Gualeguay, en mi casa o en la del Negro Veiravé, donde solía
llegar Juan L. a tomar mate; podía suceder aquí cerca, en Olivos, en casa de
Wernicke, donde sabía venir su tocayo, el oriental Enrique Amorim, a quien,
precisamente, Borges le había dedicado ‘Hombre de la esquina rosada’.
La amistad entre González y Manauta tiene una arista que roza el
universo de lo fantástico. La historia de un mural los hermana en la maravilla
de cierto tipo de feliz locura, cuenta Leticia: “Parte de la pinacoteca de mi
viejo son obras de Cachete, hay un cuadro que le tocó a mi hermana
Adriana. Se supone que los regalaba, pero papá los pagaba. Cuando Roberto se
casó se fueron a vivir a Vicente López, a dos cuadras de nuestra casa, la nuestra
alquilada, quiero decir: no sobraba. Ellos se ubicaron en un hotel, que todavía
existe, a dos cuadras, Melo y Libertador. Mi viejo pagaba el hotel, porque en
ese entonces Cachete empezó un mural en nuestro living. Fijate la locura de
todos, o la bohemia. En una casa: dos ambientes grandes, baño y cocina,
alquilada, se pone a hacer un mural sobre ‘Las tierras blancas’, la novela de
papá. Recuerdo que la cara de La madre era la de Lydia, la mujer de Cachete,
con esa misma expresión trágica que supongo tuvo toda su vida. No era fácil
vivir con ese hombre. Ya estaba embarazada, así que flaquísima y con pancita
parecía Olivia. El rostro de Odiseo era lejanamente el de un Cachete niño,
también con expresión de tristeza inacabable, y de fondo perros y una inundación
del río Gualeguay. Con ese fondo dormíamos Adriana y yo en aquel living que a
todos asombraba. No era frecuente tener un mural en el living. En ese período,
que fueron varios meses, el acuerdo debe haber sido que papá corría con los
gastos de manutención del artista y su esposa. Cachete era motivo de discusión
entre mis padres, precisamente por el tema del dinero, ya que mi vieja
trabajaba y en general corría con los gastos de la casa”.
El relato de Leticia detalla la vida cotidiana bajo la presencia
inexorable del mural: “Como te dije, La madre tenía la cara de Lydia, el nene
tenía cara de Cachete, y estaba Odiseo de espaldas. Había otros nenitos, el
fondo era el río, mucho color: mi recuerdo me dice que era un buen mural. Era
un absurdo en sí mismo. No tenías perspectiva para verlo. Era un living, sobre
la pared del baño. Yo tendría 12/13, mi hermana 5 años menor. Dormíamos en ese
living, en un sofá cama, Adriana en la camita de abajo. Toda mi adolescencia,
hasta que me fui de esa casa, dormí al lado del mural. Lo tenía en las narices,
a mis espaldas. El mural en la mesa de los domingos que se armaba en ese
living, venía: Mercedes Sosa, Oscar Matus, Fabiancito, Bárbara Mujica y David
Stivel, Armando Tejada Gómez, Horacio Guarany, Zenón
Godoy y su esposa Marcela, Ema Barrandéguy, eran habitués de Vicente López.
También estuvo allí Juanele cuando volvió de China, y alguna otra vez que pasó
por Buenos Aires; David Viñas con su mujer y sus hijos, ambos desaparecidos;
Susana Mayo, actriz, después se casó con Joe Rígoli; Helena Tritek, hoy famosa
directora de teatro, que fue mujer de Augusto Fernández, en ese entonces era
una actriz muy pero muy joven; Lautaro Murúa y su esposa e hijo; Augusto Roa
Bastos, el poeta Elvio Romero. La casa minúscula, pero se armaban los
ravioles del domingo y todo el mundo tenía como fondo el mural. Después nos
íbamos a tomar mate a la playa de Olivos, y hacíamos mucha vida de río en
verano. Vivíamos a una cuadra de la playa y a seis del famoso balneario: El
ancla”.
Ellos, los responsables: “Los dos planificaron el mural. Cachete
venía con el boceto y lo discutía con mi viejo. En ese momento se produce su
encuentro con Lydia, su casamiento. Ella lo ayudó en el mural porque también
pintaba. Cuando se casaron me acuerdo que se hizo algo en casa, una copa. Ellos
vivieron en el hotel mientras duró el trabajo en el mural. Se armaba lío entre
mis viejos, porque la guita no alcanzaba. Cachete marcó las paredes con una
herramienta parecida a la que corta los ravioles, después trazó las líneas. El
río tenía una presencia fundamental. Creo que ni nosotros le dimos el valor que
el trabajo tenía. Se convirtió en parte de la casa, sorprendía a los
visitantes”.
En la memoria de Leticia las imágenes, los pensamientos, van de
ronda: “Tengo recuerdos de haber estado en Gualeguay, en la quinta de mis
abuelos, y ver que Cachete venía caminando por el campo, por la parte de atrás
de la casa. Viví la relación de ellos como una de maestro-alumno, mi viejo era
mayor. Creo que Cachete lo sentía como un referente del que aprendía cosas.
Pero también discutían mucho. Mi viejo se copió de los mecenas del
renacimiento, pero sin un mango. Era esa situación en un espacio más reducido.
Nos íbamos todos del departamento y Cachete pintaba durante la tarde. Había un
mueblecito donde se guardaban algunas botellas, no de vino, sino de bebida
blanca, y bajaban de manera sostenida. Otro motivo de pelea entre mis viejos.
Creo que mi vejo nunca le dijo nada”.
Las hermanas Manauta tomaron la posta, luego de la separación de
sus padres: “Después, cuando mi papá ya no estuvo en la casa, fue suplantada
esa forma de convocar gente por nosotras, por ejemplo, yo era muy amiga de
Carlos Marcucci, y él tenía una editorial: Los humoristas, donde yo trabajé un
tiempo, conocí mucha gente, incluido Alejandro Dolina. Él venía a casa con una
guitarra y se ponía en un rincón a tocar. Mi hermana estaba absolutamente
enamorada. Era muy callado y se conectaba a través de la guitarra, ya era
músico. Venían compañeros de la militancia. Esa cosa de invitar a la gente, se
mantuvo. Frente al mural estuvieron los muchachos de
la revista Opium: Reinaldo Mariani, Ruy Bartolomé; Luis Luchi, Juana Bignozzi,
Amílcar Romero, y tantos otros”.
Adriana Manauta aporta su recuerdo: “Cachete y mi papá eran muy amigos.
Eran del mismo pueblo, y tenían la misma ideología. Cuando se hizo el
mural, Cachete vivía en un hotel rantifuso, hoy es una hermosa casa arreglada y
hotel más pretencioso. Sé que se demoró bastante, que mi papá pagaba los
materiales y el vino que consumía el pintor, era difícil. Ninguno de mis amigos
tenía un mural en su casa. Era fines de la década del 50. Ese living y el
pasillo de entrada estaban llenos de cuadros originales, regalos de los amigos
pintores, o comprados a esos amigos: Berni, Castagnino, Cachete, Gavagnin,
López Claro, la gran Aída Carballo, y por supuesto, libros por doquier. Por
ejemplo, por aquella época (1957) Cachete me regaló un dibujo para mi
cumpleaños de 6, qué privilegio. También en esa época nos dio algunas clases de
dibujo a Leticia y a mí. Tengo otros cuadros, algo así como la Pintura de Cachete en las
diferentes décadas: un pequeño y entrañable cuadrito, solo por el tamaño lo de
cuadrito, que le regaló a mi mamá cuando vivíamos en un ambiente con patio en
el barrio de San Cristóbal, y también otro de los 70. Recuerdo que al mural lo
fue ganando la humedad”.
Queda dicho, la patria interna que guarda la amistad tiene sus
felices riesgos.
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