Una vez más en mi vida sigo el impulso de escritura.
Una vez más en mi nuevo lugar en el mundo: la ciudad de Gualeguay. Estoy a unos
meses de completar dos años de vida gualeya. En estos días de finales año, el
pensamiento me lleva a mirar hacia atrás. Existe el toque lógico de melancolía,
pero éste nada puede ante la felicidad nacida frente a lo vivido. Hay a favor y
en contra como en toda historia, y en este ejercicio de la mirada aparecen
algunas constantes de las que quisiera hablar.
Terminé de armar mi biblioteca. Otra vez, y tantas
veces mis libros tuvieron que ir dentro de una caja para luego volver a la luz
en otro paisaje. En Buenos Aires supieron de distintos lugares: Martín
Coronado, San Telmo, Almagro, Boedo, San Cristóbal, Palermo, la vida típica de
quien no tiene una vivienda propia. Si hablo de mis libros en la biblioteca,
hablo de parte de mi espíritu, de mi alma, de mi patria interna llamada hermano
libro. Ellos son parte de mi identidad. Además de la maravilla de la literatura
argentina, llegaron otras lecturas desde distintos países: España, Colombia,
Chile, Uruguay, Cuba, Paraguay, Brasil: hay mucho de Patria Grande en los
estantes. Estos mismos compañeros, estos hacedores de magias que son los
libros, me llevaron a tener la suerte de conocer en persona a escritores
destacados: José Saramago, Pedro Orgambide, Mario Paoletti, Nira Etchenique,
Leopoldo Teuco Castilla, Ignacio Xurxo, Ivonne Bordelois. Después tuve otra
suerte mayor: conocer escritores cercanos, escritores maestros, amigos
admirados: por su persona y por su escritura: Gabriel Montergous, Hugo
Ditaranto, Rubén Derlis, Marcos Silber, María Neder.
Todos ellos tuvieron y tienen su cuota de
colaboración en el alma de quien cuenta que acaba de armar, otra vez, su
biblioteca. Esta vez en Gualeguay, un paisaje distinto al conocido, y en él la
esperanza de, al fin, una vida en familia. Llegué a Gualeguay para ver crecer a
mi hija Julia en un ambiente más amable que el de una gran ciudad, para crecer
como padre, para crecer como compañero al lado de mi Evangelina. En este
paisaje armamos primero una casa transitoria en la calle Carmen Gadea 222, al
lado del amigo Enrique Martínez, y cerca de otro amigo, el memorioso Deolindo
Romero. Ahí armé mi primera biblioteca gualeya, ahí colgué, por primera vez, un
cuadro de mi viejo. Después guardé todo en cajas y llegamos a esta casa con
aroma de eternidad.
Mis libros respiran en una habitación que da al
frente, sobre la avenida del cielo. Veo por la ventana: una calle de tierra de
la zona de chacras: hay árboles habitando la cercanía del señor celeste; hay
pájaros: colores en la altura; los arbolitos de la entrada sueñan en el dibujo
de la sombra futura, porque tanto necesitan los días presentes de la fantasía
de lo que puede ser mañana; hay gente caminando la vida con el saludo a la
mano; hay vecinos dispuestos a la ayuda, habitando el paisaje que dice: yo
tengo, te presto, te ayudo. Planté dos arbolitos al frente, y un jacarandá en
el centro del terreno del fondo, a unos metros de un espinillo de buen porte
que parece a gusto entre nosotros. A esta casa, desde donde tan claro se ve el
cielo en la noche, donde tanta estrella habla de la eternidad de la luz, donde
la luna llena ilumina el pasto y recorta árboles con la precisión de la magia,
a esta casa llegué también con mis buenos fantasmas.
La avenida del cielo. |
Cada vez que se va un amigo, una persona querida,
alguien que me dejó un buen recuerdo, nace el sabor amargo de la ausencia, pero
sucede que a poco nomás de andar esa ausencia, aparece el buen fantasma de
quien mudó el barrio. Avisa que ha llegado, y amanece su compañía. Guardo
conmigo, en esta casa nueva de Gualeguay: el fantasma de Julio Martín, mi
abuelo poeta; el fantasma de Gabriel Montergous, amigo y escritor, maestro de
escritura: no del lugar donde ubicar la coma, sino maestro del compromiso ético
que hay que asumir con el oficio; y con los mismos títulos aparece el fantasma
del poeta Hugo Ditaranto: ellos, los creadores, uno hermano del fuego reflexivo
de la prosa, el otro urgido por los abismales senderos de la poesía; el
fantasma de mi amiga Liliana Bustos, que temprano se fue de esta tierra: ella,
la apasionada por las imágenes, la que conservaba la memoria de las fotografías
viejas. Todos ellos saben de mi casa en la zona de chacras.
En estos días me encuentro aguardando la llegada del
buen fantasma de mi tío Juan. Viene en viaje, porque su “gladiadora cuerpería”,
diría el poeta Marcos Silber, dijo basta allá lejos en Estados Unidos. Quiero
que sepa de mirar el fondo de la casa cuando me siento en la noche de la
galería a adivinar los contornos del espinillo y del flaquito del jacarandá. A
mi tío le contaría que en la nota sobre el escritor Guillermo Wiede y su libro
“El Palacio de Septiembre”, hice mención de unas líneas en que el autor habla
del significado que el jacarandá tenía para él: “(…) era el árbol único de
nuestro patio y constituía por sí solo un jardín entero; sus flores lilas,
campanillas, ínfimos cálices perfectos de opalina estaban al mismo tiempo en el
árbol y a sus pies; repetían en el suelo la brillante corona de la copa como si
cada flor caída fuese reemplazada, instantáneamente, por otra idéntica,
renaciendo sin pausa”. Esa imagen se quedó en mi memoria, veo mi árbol
muchachito y lo imagino florido, repitiendo el cielo sobre la tierra, que es
donde debería existir el paraíso, lo dicho antes: construimos el presente con
retazos de ensoñaciones futuras. Le contaría a mi tío que luego de publicada la
nota, la hija del escritor, Celeste, me escribió: “Hablás del jacarandá, y sabés qué, mi viejo está bajo uno.
Él se eligió ese lugar para su descanso eterno, su amado jacarandá”.
Y le diría a Juan, mientras hacemos memoria y volvemos a saborear unos tragos
de Jack Daniel’s, su bebida predilecta, que la vida tiene estos momentos, o
mejor, estas sintonías. Que todo girara, a partir de la literatura, en torno a
un árbol, que ese texto despertara mi mirada y viera todavía más especial a mi
jacarandá, que luego, sin saber nada más de la cercanía de Wiede y el árbol, me
enterara de que descansa bajo uno de esos universos lilas, que tanto adornan
las plazas de Gualeguay, digo: todo este relato es una prueba de la existencia
de lo que llamo el costado mágico de los días. Las distintas sintonías están presentes
a cada paso: están las reconocibles, las palpables, esas de las que tenemos
pruebas de su existencia a cada momento, no voy a entrar a detallar la realidad
que golpea cada una de nuestras puertas, pero después de lo reconocible,
después de aquello de lo que el hombre en mayor o menor medida es consciente,
aparece lo mágico, aquello de lo que el hombre prácticamente no se entera: lo
mágico circula en un costadito y solo se deja ver cuando la jugada, eso que
muchas veces llamamos casualidad, ha hecho irrupción en el cotidiano. Porque no
todo es causalidad, si no dónde ubicar el trabajo de los poetas.
Sé que el buen fantasma
de mi
tío Juan está en camino hacia mi casa de Gualeguay, lo mágico de los días
también ayuda a estos viajes, a enterarse de las otras presencias, porque hay
otro mundo dentro del nuestro, y ese otro mundo sabe de anclarse en este a
través de objetos, y a través, algo fundamental, del sueño, que es la gran
puerta.
Mi tío fabricó varias lámparas, que por causas que
sería largo de explicar, quedaron en mis manos, y hoy muchas iluminan esta casa
en Gualeguay. Creo que de alguna manera él encontró en (con) ellas la luz que tienen
los espíritus: luces cálidas, tenues, lejanas a lo material, luces inmersas en
un impromptu de Schubert. Son esas lámparas, luz y silencios, la guía para la
llegada del fantasma de mi tío a Gualeguay. Son esas lámparas, en este caso, el
nexo, el puente entre los mundos.
Distintas se ven las tormentas en esta zona de
Gualeguay. Algunas casas aguardan la descarga, mucho cielo abierto, pocas luces
avisan de la presencia de gualeyos. A mi tío le va a gustar el espectáculo.
Hace unos días, cerca de las once de la noche, empezó una función dantesca:
lluvia apasionada, fuegos y centellas en el cielo componían un funambulesco
rompecabezas, cielo quebrado por una tijereta loca; el viento era el aullido de
la bestia más grande que jamás haya transitado mi imaginación: el espinillo, y
qué decir del jacarandá, estaban envueltos en una danza que sólo podrían
describir lectores fervorosos de Lovecraft, la alimaña descarnada de Providence;
la luz eléctrica dio las hurras, durmieron las lámparas de Juan, y la casa toda
pareció entonces un barco en una tormenta pintada por Turner, el pasto era el
mar y los árboles la olas gigantes, crujió la arboladura, pero nunca nos
hundimos, por eso puedo contar esta visión fantástica que fue realidad en nuestra
Gualeguay.
Esta ciudad es un lugar amigo que respeta el
tránsito de sus buenos fantasmas: que nacidos, fundados sobre esta tierra
gualeya, siguen entre su gente. Pienso en algunos de los notables como Juan
José Manauta, Roberto “Cachete” González, Derlis Maddonni, Pepe Quintana, Emma
Barrandéguy, Antonio Castro, y también en los que en esta susodicha condición etérea
honran el hecho de haber sido simplemente artífices de una vida, un mundo, un
quehacer cotidiano: ahí su obra.
Podría destacar muchas almas compañeras de mi
tránsito gualeyo, pero elijo nombrar un puñado en representación del espíritu
guía que ofrendan tantas personas: generosidad y amistad con la historia del paisaje
y sus criaturas: Tuky Carboni, Daniel González Rebolledo, Nidya Rampoldi, Aron
Jajan, Pipo Etulain, Omar Morel, Federico Ántola, Ubaldo Arnaudín.
Todos inmersos en la frontera entre la realidad y la
magia: inmersos en un mismo nombre para la ciudad y el río: Gualeguay.
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