Soy hombre de Buenos Aires. No soy amigo de su
prepotencia de gran ciudad, me une a ella el costado mágico: estar en sintonía
con la esencia poética de sus barrios, su historia, su gente. En ella está mi
memoria, la de mi abuelo Julio Martín, el que fue poeta, la de mi viejo
Rolando, el que pinta cuadros, el que se hizo hombre en el barrio de Boedo. Desde
aquella galaxia vine hasta esta ciudad/río. A Gualeguay llegué con cantidad de
nombres atesorados en el recuerdo. Barrios: Boedo, San Cristóbal, Almagro,
Palermo, mi Martín Coronado de infancia en el oeste de la provincia. Amigos:
Mario Bellocchio, periodista; Rubén Derlis, poeta; Mónica López Ocón, escritora
y periodista; Tata Cedrón, músico; David Birenbaum, poeta; y perdón por los que
ahora dejo en la sombra. Lugares: mis cafés preferidos: siguiendo el orden de la
historia: el México, el Margot y el Cao. Mundos: una mesa de café, de charla o
en soledad trabajando el oficio, disfrutando de una lectura. Fantasmas amigos:
Gabriel Montergous, amigo y escritor, mi maestro; Hugo Ditaranto, amigo y poeta,
también mi maestro; Liliana Bustos, mi amiga, y su mundo de imágenes; Guillermo
Pérez Bravo, el Gallego, amigo cuya presencia sigue dibujando en la barra del
Cao. Y sumo a todas estas almas mis ganas eternas de hacer la vida que todos
nosotros vamos eligiendo. Ser hombre de muchas almas favorece la conversación,
la reflexión mientras se tiene la vista en los días y en nosotros, sus
criaturas.
Café Margot de Boedo. Acrílico de Rolando Lois. |
“Haciendo la vida”, así contesto a quien
pregunta por esta, mi otra vida en Gualeguay. Los asombrados no pueden creer
que haya dejado Buenos Aires. En el apuro y el abismo causado por una
desaforada manera de abrir los ojos, olvidan que es imposible que yo deje a tan
distinguida damisela. Ella se vino conmigo, y va de paseo entre mis memorias,
entre mis libros. Prueba de ello es esta escritura con destino de diario
gualeyo: aquella, mi ciudad, es personaje de otra memoria.
Buenos Aires ha sido escrita por cantidad de
poetas, ahora pienso en Roberto Santoro, Rafael Vásquez, Julián Centeya, Rubén
Derlis, Humberto Costantini, Homero Manzi. Y solo por nombrar unos pocos.
Hacía unos días que vivía en Gualeguay cuando
tuve la suerte de conocer a un vecino: Deolindo Romero (1942), descendiente de
pueblos originarios. La charla con él me fue llevando a cantidad de historias.
Deolindo practica la memoria a diario, aparecen nombres, fechas, esto
ejercitado por su inclinación a la historia, especialmente le interesa la
vereda revisionista de la materia. Deolindo es un memorioso de su lugar en el
mundo: Gualeguay. Con esfuerzo terminó la escuela primaria; no pudo completar
su sueño de ser maestro de escuela porque trabajó desde que cursaba cuarto
grado. Su primer empleo fue en el taller de la carpintería Sperandío. A poco de
andar en el mercado laboral se dio cuenta de que su sueldo era importante en la
casa, o mejor, en el rancho, como aún lo llama. El rancho formaba parte de un
asentamiento ubicado en las tierras blancas, paisaje pobre que inmortalizara el
gualeyo notable: Juan José Manauta, en una novela. Deolindo es un gran cronista
de su infancia en esa barriada. En su relato hay una buena cantidad de personas
que vuelven a la vida para recrear “sucedidos”, porque el relator siempre
aclara que aquello que cuenta es verdad. No hay en Deolindo una intención
literaria, no le interesa andar cerca de esa pretensión. Con recursos que
aprendió a través de la lectura, escribió artículos y poemas para afirmar su
única intención guía: la memoria.
Desde nuestras primeras charlas y luego de
realizarle dos entrevistas, me sumé al aliento de amigos y conocidos: siempre dijo
que quería escribir esos recuerdos. El empuje decidió al memorioso y se puso a
trabajar. Hoy tengo la posibilidad de recorrer el borrador de ese escrito que
anda con ganas de vestirse de libro. Su título: “Nacer en las tierras blancas”.
Durante la lectura me encontré con otro tiempo
haciéndose presente a través de historias y pensamientos del autor. Y hubo una
aparición de la que no tenía noticia. Sabía que en el rancherío se escuchaba
tango. Los preferidos de Deolindo: Gardel, Magaldi, Corsini. Pero en un momento
leí lo siguiente: “(…) Con el tiempo, uno de mis poetas predilectos fue, y es
Homero Manzi, por tantos hermosos tangos que parecían hechos a la medida de mi
barrio reo. Tantas vivencias parecidas hay en sus letras que a un loco como yo
le llegan hasta el alma. (…)”.
Homero Manzi |
Volví a leer. Deolindo Romero en su
asentamiento a orillas del Gualeguay, dentro de las mismísimas tierras blancas,
se identificaba con Homero Manzi, uno de los poetas mayores de mi Buenos Aires:
sí, Homero, el de Pompeya, el de mi Boedo. Enseguida recordé un momento de
maravilla que guardo en mi pasado. Una mañana, allá por el 2004, en el café
Margot, me encontré para charlar con el Tata Cedrón. El Tata, un grande de la
música, había regresado luego de vivir en Francia 30 años en el exilio, y hecho
refugio en el barrio. Nos hicimos amigos. En los días anteriores al café, él
había andado de caminata por Boedo en compañía de Acho Manzi, hijo de Homero,
quien le había dado una letra de su padre que nunca había sido musicalizada: “Palabras
sin importancia”. Durante nuestro café en el Margot, el Tata me cantó, hoja en
mano, el poema hecho canción, tango. El Tata estaba feliz, era un pibe que
había embocado la figura más difícil del balero. Esa felicidad se transformó con
el tiempo en la primera imagen que aparece cuando alguien me nombra a Homero
Manzi; el mismo Homero que había llegado, allá lejos y hace tiempo, hasta la
barriada gualeya. Me ganó el asombro. Luego comprendí la ruta del encuentro.
Deolindo Romero |
Le pregunté a Deolindo por esa vivencia: “Homero
Manzi encajaba muy bien es esa barriada. Aquello sobre lo que hablaba Manzi,
era lo que yo vivía. Llegó a mis manos la revista ‘Alma que Canta’, era muy
común tenerla en todo ranchito de la zona. La gente del asentamiento se la
prestaba, y yo empecé a leer. Y es más, se guardaba la revista como un tesoro.
Yo tenía unos 12 años. Tengo recuerdos muy felices de mi infancia debido a
todas mis lecturas. En el barrio había victrolas, el que era más rico tenía una
radio a batería. Escuchábamos tango. ¿De quién es?, preguntaba; de Manzi, me
decían. Y Manzi me interesó. Él hablaba de un paisaje como el mío, y de la vida
del pobre. Manzi la explicaba muy bien, yo sabía de qué hablaba. Era como si él
estuviera escribiendo en Gualeguay. Hablaba de las barriadas y de los pobres
porque vivía con ellos”.
Deolindo hace repetidas referencias a detalles
del paisaje y de las costumbres en las letras de Homero. Cita algunos títulos
como sus preferidos, letras donde aparecen los anclajes de vivencias semejantes.
En “Sur” hay líneas como: “San Juan y Boedo antigua, y todo el cielo, / Pompeya
y más allá la inundación. / Tu melena de novia en el recuerdo / y tu nombre florando
en el adiós. / La esquina del herrero, barro y pampa, / tu casa, tu vereda y el
zanjón, / y un perfume de yuyos y de alfalfa / que me llena de nuevo el
corazón”. O: “Las calles y las lunas suburbanas (…)”. En “Milonga triste”:
“Volví por caminos blancos, / volví sin poder llegar”. O: “Tristeza de haber
querido / tu rubor en un sendero. / Tristeza de los caminos / que después ya no
te vieron”. En “Barrio de tango”: “Un farol balanceando en la barrera / y el
misterio de adiós que siembra el tren. / Un ladrido de perros a la luna. / El
amor escondido en un portón. / Y los sapos redoblando en la laguna / y a lo
lejos la voz del bandoneón”. En “Milonga sentimental”: “Es fácil pegar un tajo
/ pa' cobrar una traición, / o jugar en una daga / la suerte de una pasión. /
Pero no es fácil cortarse / los tientos de un metejón, / cuando están bien
amarrados / al palo del corazón”. En “Milonga del novecientos”: “Me la nombran
las guitarras / cuando dicen su canción. / Las callecitas del barrio / y el
filo de mi facón. / Me la nombran las estrellas / y el viento del arrabal. / No
sé pa' qué me la nombran / si no la puedo olvidar”. En “Malena”: “Malena canta
el tango como ninguna / y en cada verso pone su corazón. / A yuyo del suburbio
su voz perfuma, / Malena tiene pena de bandoneón”.
Manzi utilizó palabras que eran clave para
Deolindo, por ejemplo: inundación, un puntal en el recuerdo del inundado por el
Gualeguay. El paisaje de una vieja Buenos Aires de arrabal, lejana al centro de
la ciudad, con costumbres e historias de amor truncas se hacía muy cercano a
aquella realidad gualeya, que tenía noticia de cuchillo y descampado. En las
calles de ayer la gente sabía del barro, y de aromas: yuyos y alfalfa, y sabía
de ver la luna sobre el agua. Me comentaba Mario Bellocchio (1939), director
del periódico “Desde Boedo”, que las letras de Homero Manzi lo transportan, no
a la Buenos Aires que conoció, nació y
vivió en parque Chacabuco, sino al paisaje que veía en un barrio de Moreno, en
la provincia, donde vivían los abuelos paternos.
La memoria juega y se construye con las
imágenes provenientes de distintos tiempos. En ese juego las postales se
cruzan, se juntan y se alejan. Manzi habla de una Buenos Aires que no conocí,
Deolindo Romero de unas tierras blancas que tampoco conocí. Sin embargo aquí
estoy, anotando encuentros, entendiendo la dimensión de la memoria. Tengo
memoria de mi Buenos Aires, de la de mi viejo y de la de mi abuelo; también sé
de las tierras blancas por Manauta, y todo, me digo, todo gira, va de ronda dentro
del espíritu de un tango: el sueño humano entre el paisaje y sus criaturas.
Bellísimo encuentro
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