La lluvia es mi amiga.
Hablo de la lluvia pausada, la que nace garúa, la que crece como lluvia que
acaricia, que lava, y que también salva. Queda de lado la otra lluvia, la
violenta, la que apura la tierra maltrecha: ahorcada de tanto sacarle el jugo; lluvia
que también apura el arroyo y el río hacia las casas de los que no saben del
circo.
La lluvia me acompaña
desde mi infancia: en el patio de la casa quedaban estratégicos charcos con algunos
centímetros de agua. Deslizarme sobre las baldosas era la fiesta. Y era otra la
fiesta cuando la lluvia venía acompañada de incertidumbre: se inundaba la
esquina. La casa paterna está en Martín Coronado. En aquellos tiempos, la calle
de asfalto chocaba contra otra que era de tierra. Luego, una franja de tierra
en altura, el terraplén, unía nuestra historia a las vías del ferrocarril
Urquiza. Cuando se desataban los diablos del barro, la casa respiraba a unos
metros de una encrucijada blusera. Si llovía más de la cuenta, el agua se acumulaba
en la bahía de provincia y llegaba hasta la mitad de la cuadra asfaltada. Todas
las casas tenían defensas: cordones de 30 o 40 cm. Mi patio tenía una defensa
en la mitad. Creo que nunca se desbordó, sí recuerdo que estuvo ahí, a un
“casi, casi” del salto. Esta crecida tenía una consecuencia. Luego del
escurrimiento del agua, quedaba la suciedad, la que arrastraba la corriente desde
otras calles, y la que nos proveía la presencia de la calle de tierra, la madre
del barro. El barro avanzaba cobijado por el agua. Los vecinos se ayudaban en
la lucha contra esta mancha voraz. Con palas y carretillas redescubrían el
asfalto por un rato, hasta la próxima lluvia fuerte, porque el barro
simplemente se colocaba sobre el barro de la calle, o sea, se reponía la
góndola. Quedaba en reserva para el próximo enchastre.
Óleo de Rolando Lois. |
En aquellos días pisé
mucho barro. Sé del barro primigenio gracias a mi infancia en Martín Coronado.
Quizá fue por eso que ayer lunes miré por la ventana de casa y quedé atrapado
en la presencia del barrial de la calle. Vivo en zona de chacras, y barro hay -me
dije- como hubo en mi infancia. Pensé entonces en salir a buscar la lluvia en
la calle, tuve el impulso de arrancar con la caminata por el medio de la huella
del barro. Lo hice, salí a caminar por Gualeguay bajo un cielo gris, pleno de
oscuridades y amenazas. Parecía un cielo salido de un cuadro de mi viejo
Rolando, artista plástico con voz propia que gusta transitar las gamas bajas y,
en esta sintonía, llegar hasta los cielos del hombre.
El barro bien nacido
invitaba por momentos a la huella recta. El muchacho pareció, al principio,
hacer causa común con el caminante, pero hubo momentos en que proponía el
desliz, el corrimiento desde el centro de la conciencia hacia el territorio
donde muchas almas desbarrancan: sueños, miedos, supuestos, y hasta
“sucedidos”, diría el amigo Deolindo Romero, que tientan a la criatura humana.
Fui y vine varias veces sobre el barro y la memoria. Elegí caminar nombrando a gente
querida. El barro puro le fue dejando el lugar al barro que nace sobre el
alisado reciente de brosa, y sobre la mezcla de arenas, sobrantes varios y
canto rodado: el ripio de aire rojizo. En casi todos lados se forma barro: con
más o menos intenciones de perturbar la suerte de la persona que avanza en la tormenta
de los días. Por suerte llevaba, para poder afirmarme, el paraguas, ya bastante
largo, de la experiencia. Aunque es sabido, la susodicha experiencia sirve, sólo
a veces.
Había algo distinto en
el paisaje: la agresividad de los perros: el simulacro. La persona canina
gualeya se comporta de manera distinta entre lluvias. Mientras hay sol, el
perro está atraído por cien estímulos diferentes: los colores, los sonidos, la
constante presencia humana, pero con el cielo y el paisaje apagados, se aburre
y entonces tiene que atender ese impulso, muchas veces tonto, de ladrar para
nada. Entre lluvias los perros de Gualeguay simulan la cacería del hombre, pero
es una impostura, ni ellos se creen la carrera amenazante.
Caminaba en soledad.
Pasé a un lado de las canchas de fútbol de El Vasco, me acerqué al hospital. En
todo ese trayecto vi perros, algún caballo, y una mujer joven que acababa de
darle de comer al perro de un vecino: volvía a su casa con una fuente en la
mano.
Llegué a la rotonda.
Pensé en ir al Parque Quintana, por San Antonio.
Pocos gualeyos en la
calle. Once de la mañana pasadas cuando, como otras veces, me llamó
poderosamente la atención el tanque del agua. Será por ser nuevo en la ciudad;
estoy seguro de que los que habitan Gualeguay desde siempre, ya ni ven su
presencia. Sin embargo ahí está, llegado como de otro planeta, enviado por la
misma naturaleza para que el agua del río llegue hasta el centro de la ciudad y
de ahí al centro de cada casa. El Gualeguay de Juanele surca la ciudad toda.
Tanque/nave sobre patas gigantescas, con apariencia de araña de las chacras,
con toques de maquillaje de pintura vieja, con desprendimientos de algún
revoque. Así el vigía en la altura, como si fuera un faro silencioso que sólo
alumbra la senda de los fantasmas.
En la esquina siguiente al tanque, veo que una persona joven se hace a
un lado en la vereda angosta para cederme el paso. El muchacho está sonriente,
feliz. Nos miramos. Mientras paso a su lado escucho alguna frase con un buen
deseo para mí. En el obsequio se nombraba al Señor. Seguí caminando. Pensaba en
la felicidad de esta persona: una felicidad que supuse exenta de explicaciones
y justificativos. El hombre parecía naturalmente feliz nombrando al Señor.
Pensar que a veces se está tan lejos del arte efímero de la felicidad: es que a
veces tanto complican las preguntas.
Comenzó a caer una
lluvia de las que me gustan. Veía los impactos en los charcos de las esquinas, y
dos gotas bajaron en mis anteojos. La caminata apuntaba bien. La lluvia se
acercaba, y yo a ella.
Faltaba poco para
llegar al Parque cuando vi sobre una vereda un tambor de 200 litros acostado.
Era la cucha improvisada de un perrito negro. Le vi la cara: miedo, quizá
enfermedad. Tuve la certeza de que la muerte andaba de ronda.
La lluvia seguía en la
altura del cielo. En la tierra, nada.
Entré al Quintana y
enfilé hacia el puente. Seguía caminando en soledad, esa era la apariencia. Vi
que la madera de los asientos del puente estaba seca. Me senté. Atrás, a mi
izquierda, podía ver parte de la fachada de la casa que habitara Juanele. Vi en
la orilla derecha, a unos cien metros, una garza blanca que un momento después
levantó vuelo. Voló hasta una reunión de plantas acuáticas y basuras varias, convocada
a los pies del puente. Fue una gratísima sorpresa: la paz que me provocó mirar con
detenimiento su vuelo. Dentro de la sorpresa podía percibir la paz que me
llegaba como testigo de una revelación: el asombro frente a lo sentí como un
milagro. Asombrado y feliz, como si estuviera presenciando, otra vez, el
nacimiento de Julia, mi hija. La garza inició nuevo vuelo; la seguí con la
mirada hasta que volvió a tocar tierra.
Desde la Costanera se
observaba, luego de una semana de intensas lluvias, el tranquilo reinado del
agua. Caminé en dirección al Club Náutico. Saqué fotos al paisaje: botes, unos
pocos pescadores, construcciones abandonadas por el hombre: islas de tiempo
ido, silencio, y pájaros viendo el mapa del día gris que espera la lluvia.
Caminando por la Costanera
comprendí que cada vez que veo un bote en la costa, a un lado de un arbolito,
con o sin pescador, pienso en mi viejo. Es automático. Mi viejo a mi lado
mirando botes en el Gualeguay. Esa presencia en la tranquilidad del paisaje
siempre es festejo en su pintura.
Por la cinta de
asfalto circuló algún auto, me crucé con unos pocos corredores queriéndole
ganar al tiempo. Pocos en Gualeguay esperan la lluvia en la calle, al costado
del río.
Hay una
despensa/kiosco en lo que fuera la casa de Juanele. Compré algo para comer. El
muchacho sabía de la historia de la casa. Me habló de la puerta de metal que
está a un lado de la ochava: está desde el principio de los tiempos. Una puerta
de casa de poeta como testigo de tantas lluvias: otro de los milagros que
certifican la maravilla de la vida.
La lluvia lava. La
lluvia: tan necesaria para que amanezca un nuevo día. La lluvia: una manera de
sentir que volvemos al mar primordial: el punto de partida de la vida en el
planeta, y el primer abrazo de la madre.
Creo que mucha gente
no sabe de esta lluvia, mi amiga. Me digo que muchos se quedan en la parte seca
de los días. No saben que la lluvia, o incluso, su cercanía, salva, acomoda
sensaciones y recuerdos, precogniciones de todo calibre, miedos. Por eso no salen
a saludarla.
Emprendí el regreso
hasta mi casa en la zona de chacras. Una garúa feliz me acarició el alma para
seguir haciendo camino.
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