domingo, 23 de agosto de 2015

Esperar la lluvia

La lluvia es mi amiga. Hablo de la lluvia pausada, la que nace garúa, la que crece como lluvia que acaricia, que lava, y que también salva. Queda de lado la otra lluvia, la violenta, la que apura la tierra maltrecha: ahorcada de tanto sacarle el jugo; lluvia que también apura el arroyo y el río hacia las casas de los que no saben del circo.
La lluvia me acompaña desde mi infancia: en el patio de la casa quedaban estratégicos charcos con algunos centímetros de agua. Deslizarme sobre las baldosas era la fiesta. Y era otra la fiesta cuando la lluvia venía acompañada de incertidumbre: se inundaba la esquina. La casa paterna está en Martín Coronado. En aquellos tiempos, la calle de asfalto chocaba contra otra que era de tierra. Luego, una franja de tierra en altura, el terraplén, unía nuestra historia a las vías del ferrocarril Urquiza. Cuando se desataban los diablos del barro, la casa respiraba a unos metros de una encrucijada blusera. Si llovía más de la cuenta, el agua se acumulaba en la bahía de provincia y llegaba hasta la mitad de la cuadra asfaltada. Todas las casas tenían defensas: cordones de 30 o 40 cm. Mi patio tenía una defensa en la mitad. Creo que nunca se desbordó, sí recuerdo que estuvo ahí, a un “casi, casi” del salto. Esta crecida tenía una consecuencia. Luego del escurrimiento del agua, quedaba la suciedad, la que arrastraba la corriente desde otras calles, y la que nos proveía la presencia de la calle de tierra, la madre del barro. El barro avanzaba cobijado por el agua. Los vecinos se ayudaban en la lucha contra esta mancha voraz. Con palas y carretillas redescubrían el asfalto por un rato, hasta la próxima lluvia fuerte, porque el barro simplemente se colocaba sobre el barro de la calle, o sea, se reponía la góndola. Quedaba en reserva para el próximo enchastre.
Óleo de Rolando Lois.
En aquellos días pisé mucho barro. Sé del barro primigenio gracias a mi infancia en Martín Coronado. Quizá fue por eso que ayer lunes miré por la ventana de casa y quedé atrapado en la presencia del barrial de la calle. Vivo en zona de chacras, y barro hay -me dije- como hubo en mi infancia. Pensé entonces en salir a buscar la lluvia en la calle, tuve el impulso de arrancar con la caminata por el medio de la huella del barro. Lo hice, salí a caminar por Gualeguay bajo un cielo gris, pleno de oscuridades y amenazas. Parecía un cielo salido de un cuadro de mi viejo Rolando, artista plástico con voz propia que gusta transitar las gamas bajas y, en esta sintonía, llegar hasta los cielos del hombre.
El barro bien nacido invitaba por momentos a la huella recta. El muchacho pareció, al principio, hacer causa común con el caminante, pero hubo momentos en que proponía el desliz, el corrimiento desde el centro de la conciencia hacia el territorio donde muchas almas desbarrancan: sueños, miedos, supuestos, y hasta “sucedidos”, diría el amigo Deolindo Romero, que tientan a la criatura humana. Fui y vine varias veces sobre el barro y la memoria. Elegí caminar nombrando a gente querida. El barro puro le fue dejando el lugar al barro que nace sobre el alisado reciente de brosa, y sobre la mezcla de arenas, sobrantes varios y canto rodado: el ripio de aire rojizo. En casi todos lados se forma barro: con más o menos intenciones de perturbar la suerte de la persona que avanza en la tormenta de los días. Por suerte llevaba, para poder afirmarme, el paraguas, ya bastante largo, de la experiencia. Aunque es sabido, la susodicha experiencia sirve, sólo a veces.
Había algo distinto en el paisaje: la agresividad de los perros: el simulacro. La persona canina gualeya se comporta de manera distinta entre lluvias. Mientras hay sol, el perro está atraído por cien estímulos diferentes: los colores, los sonidos, la constante presencia humana, pero con el cielo y el paisaje apagados, se aburre y entonces tiene que atender ese impulso, muchas veces tonto, de ladrar para nada. Entre lluvias los perros de Gualeguay simulan la cacería del hombre, pero es una impostura, ni ellos se creen la carrera amenazante.

Caminaba en soledad. Pasé a un lado de las canchas de fútbol de El Vasco, me acerqué al hospital. En todo ese trayecto vi perros, algún caballo, y una mujer joven que acababa de darle de comer al perro de un vecino: volvía a su casa con una fuente en la mano.
Llegué a la rotonda. Pensé en ir al Parque Quintana, por San Antonio.
Pocos gualeyos en la calle. Once de la mañana pasadas cuando, como otras veces, me llamó poderosamente la atención el tanque del agua. Será por ser nuevo en la ciudad; estoy seguro de que los que habitan Gualeguay desde siempre, ya ni ven su presencia. Sin embargo ahí está, llegado como de otro planeta, enviado por la misma naturaleza para que el agua del río llegue hasta el centro de la ciudad y de ahí al centro de cada casa. El Gualeguay de Juanele surca la ciudad toda. Tanque/nave sobre patas gigantescas, con apariencia de araña de las chacras, con toques de maquillaje de pintura vieja, con desprendimientos de algún revoque. Así el vigía en la altura, como si fuera un faro silencioso que sólo alumbra la senda de los fantasmas.
En la esquina siguiente al tanque, veo que una persona joven se hace a un lado en la vereda angosta para cederme el paso. El muchacho está sonriente, feliz. Nos miramos. Mientras paso a su lado escucho alguna frase con un buen deseo para mí. En el obsequio se nombraba al Señor. Seguí caminando. Pensaba en la felicidad de esta persona: una felicidad que supuse exenta de explicaciones y justificativos. El hombre parecía naturalmente feliz nombrando al Señor. Pensar que a veces se está tan lejos del arte efímero de la felicidad: es que a veces tanto complican las preguntas.
Comenzó a caer una lluvia de las que me gustan. Veía los impactos en los charcos de las esquinas, y dos gotas bajaron en mis anteojos. La caminata apuntaba bien. La lluvia se acercaba, y yo a ella.
Faltaba poco para llegar al Parque cuando vi sobre una vereda un tambor de 200 litros acostado. Era la cucha improvisada de un perrito negro. Le vi la cara: miedo, quizá enfermedad. Tuve la certeza de que la muerte andaba de ronda.
La lluvia seguía en la altura del cielo. En la tierra, nada.
Entré al Quintana y enfilé hacia el puente. Seguía caminando en soledad, esa era la apariencia. Vi que la madera de los asientos del puente estaba seca. Me senté. Atrás, a mi izquierda, podía ver parte de la fachada de la casa que habitara Juanele. Vi en la orilla derecha, a unos cien metros, una garza blanca que un momento después levantó vuelo. Voló hasta una reunión de plantas acuáticas y basuras varias, convocada a los pies del puente. Fue una gratísima sorpresa: la paz que me provocó mirar con detenimiento su vuelo. Dentro de la sorpresa podía percibir la paz que me llegaba como testigo de una revelación: el asombro frente a lo sentí como un milagro. Asombrado y feliz, como si estuviera presenciando, otra vez, el nacimiento de Julia, mi hija. La garza inició nuevo vuelo; la seguí con la mirada hasta que volvió a tocar tierra.
Desde la Costanera se observaba, luego de una semana de intensas lluvias, el tranquilo reinado del agua. Caminé en dirección al Club Náutico. Saqué fotos al paisaje: botes, unos pocos pescadores, construcciones abandonadas por el hombre: islas de tiempo ido, silencio, y pájaros viendo el mapa del día gris que espera la lluvia.
Caminando por la Costanera comprendí que cada vez que veo un bote en la costa, a un lado de un arbolito, con o sin pescador, pienso en mi viejo. Es automático. Mi viejo a mi lado mirando botes en el Gualeguay. Esa presencia en la tranquilidad del paisaje siempre es festejo en su pintura.
Por la cinta de asfalto circuló algún auto, me crucé con unos pocos corredores queriéndole ganar al tiempo. Pocos en Gualeguay esperan la lluvia en la calle, al costado del río.
Hay una despensa/kiosco en lo que fuera la casa de Juanele. Compré algo para comer. El muchacho sabía de la historia de la casa. Me habló de la puerta de metal que está a un lado de la ochava: está desde el principio de los tiempos. Una puerta de casa de poeta como testigo de tantas lluvias: otro de los milagros que certifican la maravilla de la vida.
La lluvia lava. La lluvia: tan necesaria para que amanezca un nuevo día. La lluvia: una manera de sentir que volvemos al mar primordial: el punto de partida de la vida en el planeta, y el primer abrazo de la madre.
Creo que mucha gente no sabe de esta lluvia, mi amiga. Me digo que muchos se quedan en la parte seca de los días. No saben que la lluvia, o incluso, su cercanía, salva, acomoda sensaciones y recuerdos, precogniciones de todo calibre, miedos. Por eso no salen a saludarla.

Emprendí el regreso hasta mi casa en la zona de chacras. Una garúa feliz me acarició el alma para seguir haciendo camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario