El cronista cometió un error en su búsqueda semanal. Fue a partir de la
figura de Francisca Arrighi de Garibotti, quien fuera la directora del diario
Pregón. Encontré en la biblioteca libros firmados por Francisca, por Thames,
que era seudónimo de Francisca, y libros de Violeta Arrighi. En los tres casos
la escritura transmitía una misma sensación: la coincidencia en espíritu de las
tres mujeres. Al no encontrar ningún dato biográfico de Francisca, supuse que
Violeta era un seudónimo más, porque tampoco hallé dato alguno sobre la vida de
Violeta. Se sumó a esto que no había mayores datos en los libros. O solo uno:
que Violeta había sido docente en Montevideo.
Sucedió que le hice el comentario a Zélika Alarcón, y se quedó en la
duda. La memoriosa preguntó a Mario Alarcón Muñiz, su hermano, el memorioso
mayor. Entonces se hizo algo de luz. Zélika me dice que Francisca era mayor que
su papá, uno de los fundadores del Pregón, y que Violeta, era hija de
Francisca. Mario Alarcón Muñiz recordó a Francisca: “Doña Paca iba al diario de
mañana, temprano, se peleaba con los canillitas y después seguía hasta la noche
en la redacción. Se encargaba de la cuestión administrativa y de las páginas de
sociales. Tenía gran admiración por Francia y su cultura”. Agrega Zélika que Violeta
estaba casada con el dibujante Clulow, que vivía en Montevideo y que fue el
diseñador del logo de Pregón, el mismo dibujo que se ve hoy.
Le pregunto a Zélika por el apellido, por qué la hija elegiría para
figurar el apellido materno, otro de los detalles que me llevó a pensar en que
eran la misma persona, y me dice que su hermano piensa que tal vez Violeta
eligió el apellido Arrighi nada más que porque no suena tan ‘chacarero’ como
Garibotti.
Hecha la aclaración, va mi agradecimiento a Zélika y a Mario por la
ayuda dispensada para que acomodara los tantos en la historia contada hace unas
semanas. Pero la aparición de Francisca o Thames y Violeta, sigue conectada a
la generosa aparición de Zélika. Entre el material que ella me cedió en
relación a la vida y a la obra del plástico Asef Bichilani, figura la fotocopia
de una nota en la revista “Columna”. La autora es Violeta Arrighi, el título: “Asef
Bichilani, El pintor verdulero”, la fecha: agosto 1939.
Es muy interesante entrar en ciertos lugares de la nota: “¿Quién es Asef
Bichilani? Esto parece el comienzo de un cuento, de uno de esos cuentos
intrascendentes, con que se llenan huecos en revistas y diarios, pero Asef
Bichilani, no es un producto de la imaginación; vive, trabaja, sueña y pinta;
pinta en las poquísimas horas que su trabajo le deja libres, porque Asef es un
muchacho pobre, pobre y bueno, que vende verduras diez horas diarias, que tiene
la casi responsabilidad de un hogar, sobre sus juveniles espaldas, y un alma
grávida de sueños, que se marchitan en la vana esperanza de un milagro, de ese
milagro que le permita cristalizar esos sueños, un puñado de dinero, nada más…
Es realmente notable la voluntad de este artista de alma; arde una llama
sagrada en su espíritu; hace tiempo que sus telas están llamando la atención,
lo que es mucho decir en un ambiente cerrado a las manifestaciones del arte
como es el nuestro, es decir, para el arte que se manifiesta como fruto del
pueblo; aquí se rinde culto al extranjerismo; cualquier mequetrefe que llegue
de afuera con un nombre con muchas ‘efes’, es recibido con entusiasmo; en
cambio, es aplastante la indiferencia y la apatía, la casi hostilidad del
entorno, cuando ese mismo arte tiene sus manifestaciones en un hijo del
terruño; Asef Bichilani es una prueba más del acertado aforismo de que ‘nadie
es profeta en su tierra’.
La pobreza es el mayor enemigo de este muchacho nuestro, ‘su atellier’,
si puede llamarse así a un rincón, con una altísima ventana, luz escasa y mala,
ni siquiera un caballete (es demasiado optimismo llamar caballete a lo que hace
de tal).
Abundan allí las bolsas de papas, cajones vacíos, y una colección de
tarros de pintura de los de cuarenta centavos el medio kilo. Él mismo prepara
sus lienzos; para ello, coloca sobre un género de hilo, varias capas de pintura
blanca, y también pinta sus marcos, todo esto en las horas en que no debe
cumplir con la apremiante labor de vender repollos y zanahorias a sus
convecinos.
(…) Bichilani, para pintar una de sus telas, debe trasladarse muchas
veces a leguas de distancia de la ciudad, como ocurrió cuando estuvo trabajando
en su ‘Estudio de colores’. Estuvo en un lugar de la costa, donde lo sorprendió
la noche, que hubo de pasar a la intemperie con una temperatura invernal, en
que el aire tenía filo como las navajas; por si esto fuera poco, alguien que lo
acompañaba, y que no participaba por lo visto de su amor a la belleza, molesto
por tantos inconvenientes, lo dejó solo, no sin antes arrojarle al río sus
queridos estudios.
(…) Sin nada más que un pedazo de tela, pintura de pintar puertas y
ventanas, pinta; ni siquiera necesita los pinceles, ni las espátulas. ¿Son
acaso pinceles los que él posee? Pero así y todo, sin más estímulo que las
sonrisas burlonas de personas de mucho ‘volumen’ social, pero vacías
espiritualmente, este valiente muchacho, animado por un grupo de estudiantes,
juventud generosa que suele poseer un corazón bien puesto, allí donde en
general triunfa sólo el egoísmo, organizó una exposición de sus obras en el
subsuelo del teatro Mayo. Esta valentía lo pinta de cuerpo entero; es un
muchacho que no sabe ni supo nunca de academias, ni de estilos, ni de los mil y
un detalles técnicos del difícil arte que interpreta; sin embargo él, que pinta
por natural necesidad de su espíritu, así como los pájaros cantan porque
nacieron para eso, que pinta, a falta de pinceles, con el cuchillo y hasta con
los dedos, él, repito, ofreció al público un conjunto de obritas que sorprenden
por su naturalidad y su colorido; es sobre todo Bichilani un paisajista
intuitivo, y algunos de sus cuadritos, tales como ‘Quietud’, ‘Tardes doradas’ y
otros más cuyo título escapa a mi memoria, nos hacen permanecer silenciosos y
pensamos: hay algo en ellos.
(…) Hay en nuestro pueblo muchas personas a las cuales Dios no concedió
hijos, y que gozan de bienes de fortuna que no podrán gastar en toda su vida,
aunque ésta sea más larga que la de Matusalén. ¿Creen ustedes que alguno de
ellos compró uno de los cuadritos que expuso Bichilani? No; ni siquiera para
fomentar ese secreto fuego, esa llamita interior, que arde luminosa cuando
sopla sobre ella la brisa vivificante y fresca de un sentimiento de comprensión
para lo nuestro, para lo que llevamos dentro, y que debemos ahogar, o llevarlo
lejos, para que no nos mate la indiferencia, la mala voluntad, el desdén de los
demás.
(…) Mientras tanto, Bichilani seguirá llevando al lienzo cuanto trozo de
paisaje impresione su rutina: árboles, agua, cielo, rincones encantados de
nuestras costas del Gualeguay, así, sin nada más que sus manos, su voluntad y
un gran corazón de niño, en el que anida un alto y sublime ideal de belleza,
que él pugna dolorosamente por expresar”.
Es sumamente interesante la mirada de Violeta sobre Gualeguay y su
gente, puesta esta mirada en relación directa con la defensa del intento
artístico de Bichilani. Señala Violeta las bondades del artista, revela
detalles de su vida, de su sacrificio, y da una información, como testigo
directa, sobre el atelier de Bichilani. En esa descripción hay una referencia
que me hizo recordar el testimonio de Zélika sobre el lugar donde Asef pintaba
en su casa: “Y él no sé cómo hacía, pintaba en un lugar muy oscuro, en la
habitación de la esquina”, testimonio que data de muchos años después de lo
visto por Violeta: “con una altísima ventana, luz escasa y mala”. Es entonces
que pienso, imagino a Bichilani eligiendo, por acostumbramiento devenido en
receta para la creación, un lugar oscuro para trabajar, para encontrarse con
las nieblas y con el reinado de la luz en la tela, como si todos estos
elementos solo pudieran ser si recreaba con éxito el ambiente, el aroma, el
sabor de su lugar primero en la verdulería. Desde la cuna a la tumba, una misma
sintonía de oscuridad que lo llevaba a soñar con el triunfo de la luz.
La revista “Columna” fue fundada y dirigida por el escritor y poeta
César Tiempo entre 1937 y 1942. César Tiempo prologó el primer libro de Violeta
Arrighi: “Mediatarde” (1938). Violeta escribió una buena cantidad de cartas a
César entre enero de 1936 y noviembre de 1947. Todas escritas desde Gualeguay,
salvo una, en 1941, enviada desde Montevideo. La amistad con César Tiempo,
creo, se pudo dar a través de Francisca, su madre, o de la mano del librero
Ernesto Hartkopf.
La nota en la revista “Columna” se ilustra con una foto de Asef junto a
cuatro de sus cuadros. Zélika me dio una fotocopia de fotocopia, y entonces el
conjunto de hombre y obras apenas se adivina. Es como si el propio Bichilani
hubiera trocado a través del tiempo, la foto en uno de sus cuadros. Una neblina
grisácea entrecomilla los rasgos de su cara, la caída de la ropa, cada paisaje
pintado. Asef volviendo desde la neblina, de entre sus cuadros, detenido en el
tiempo y a la vez llegando hasta este presente. En este cuadro Bichilani
trabaja el tiempo y la neblina, pero no puede darle su caricia casi naif de luz
de otro mundo. Creo que Asef pide en esta obra que la luz que falta la aporte
el lector, aquel que todavía recuerda, aquel que lleva luz en la memoria.
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