La presencia de Roberto Nicolás Epele (1904-1960) llegó a mi memoria de
la mano del buen fantasma del notable artista plástico gualeyo: Roberto
“Cachete” González, a esta altura de mis días en Gualeguay, un amigo. La vida
de Cachete sirve de ejemplo para ilustrar la identidad, el quehacer cotidiano,
la pasión que llevaba en el alma el famoso Maestro Epele. Así como parece que
todos los habitantes de esta ciudad sabe algo de la vida de Cachete o de
Antonio Castro, otro plástico, otro pibe pobre salvado de la calle, guardan
señal o pista sobre Epele: anécdotas recibidas desde el boca a boca de la gente,
o una imagen, en aquellos que la edad les permitió la mirada a través de las
ventanas del hogar San Juan Bosco.
Luego tuve noticia de Jorge Surraco Babino (lamentablemente fallecido
hace unos días), documentalista nacido en Gualeguay. Él es el hacedor de un
documental: “Conociendo al maestro Epele”. Pude ver el trabajo, realizado entre
2007 y 2009: está a disposición en la web. Hecho a base de testimonios, Jorge
encuentra de forma acertada la esencia del personaje. En la película hay una
presencia notoria: Celia Epele, la hermana menor del Maestro, devenida en
memoria y albacea de variados documentos. En algún momento de su testimonio,
Celia tiene entre sus manos un libro. Supe después que ella era la autora, y
que su título era: “Roberto Epele ¿Interrogante o Respuesta?” (2003).
Celia Epele |
Llegué hasta el libro de Celia, un ejemplar aguarda lectores en la
biblioteca Carlos Mastronardi.
Para la familia Epele Dios terminaría siendo la guía primera. A partir
de Juliana, la hermana mayor, las almas encontrarían el camino. Al que más le
costó hallarlo fue a Roberto. Quien sería el recordado Maestro Epele atravesó
una especia de viaje iniciático, quizás algo parecido al tránsito hecho por San
Agustín. Para saber del día, hay que conocer la noche, comentó en alguna charla
el memorioso Deolindo Romero. De la etapa oscura de Roberto Epele, anota Celia:
“(…) Se puede agregar que en esos tiempos tenía vinculación con la ‘Jeunesse
Dorée” de la Literatura. / Habla el último dato de su relación con la ‘Jeunesse
Dorée’, de esto se puede intuir vida mundana nocturna intensa en un medio
artístico e intelectual. Lo mismo podría pensarse al leer cartas familiares o
rememorar referencias de su hermana mayor con respecto a visitas a él, en
Buenos Aires. Asimismo más que sugiere, lo expresa, su compañero de estudios (aunque
no del mismo curso) y amigo, el poeta Carlos Mastronardi, que cuando se refiere
a Epele en su libro ‘Memorias de un provinciano’ dice: (…)”.
Sucedió que busqué las palabras de Mastronardi en su libro. Se me
ocurrió pensar en que tal vez Celia hubiera omitido algo. Adivinaba en su
relato una intención de no dar mayores detalles sobre el período de oveja
descarriada de su hermano. Si bien Mastronardi es sumamente correcto en su
memoria sobre Epele, leer la estampa completa del relato sustancia de
maravillas el viaje a la memoria. Palabras precisas, una mirada filosa, una
mirada de poeta, de hombre a consciencia abierta. Empecé a conocer a Epele por
el documental de Jorge Surraco Babino, y por este testimonio del escritor. En
efecto vi que Celia Epele no había transcripto el recuerdo en su totalidad. Escribió
Mastronardi: “(…) Mantuve continuo trato, durante aquella larga permanencia en
mi pueblo, con Roberto Epele (apellido vascuence que, si no recuerdo mal,
significa templado), a quien había conocido en el colegio del Uruguay. Volvió
al hogar paterno después de intentar con desgano el estudio de la medicina.
Quizá perjudicado por su apostura, por su buena estampa, cedió a las
seducciones de la vida fácil, de la cual pronto se apartaría para asumir la
vida del asceta y del místico. La suya se hubiera dicho la mudanza del africano
Agustín. Antes de abandonar la ciudad porteña, para mi sorpresa, me dijo que
deseaba estudiar matemáticas. Ese interés abstracto lo acompañó durante muchos
años, sin excluir la época en que sus afanes eran también de orden religioso.
Para ponerse a prueba, tomaba sobre sí los más duros trabajos y las más graves
responsabilidades. Quería encontrarse a través del esfuerzo y la inmolación. La
palabra fluida y el discernimiento rápido que lo singularizaban, sin duda le
hubiesen allegado beneficio y honores, especialmente en el campo de la
política, pero aspiraba a mantenerse libre y defendía con celo extraordinario
sus normas de conducta. La sola sospecha de que pudieran llevarlo a un juego
para él desconocido, por mucho que de ese juego saliese ganancioso, le
encrespaba el ánimo. Su vida fue un ‘test’. Con resolución difícil y arrogante
se entregó a la empresa de abatir su propio orgullo, pues de este modo, que era
un modo de renunciamiento, probaba su voluntad a lo largo de un camino
purificatorio. Sus amigos celebrábamos en él la firmeza del carácter y la
fuerza de la inteligencia. Hay hombres curiosos de ideas y hay hombres curiosos
de objetos. En Roberto Epele se unían ambas curiosidades y, en consecuencia,
quiso saber de sistemas filosóficos y de estructuras mecánicas, de doctrinas y
de aviones, de lógica simbólica y de yacimientos carboníferos. Joven aún, logró
dar satisfacción a estas apetencias. Como quien pone una sonda, me comunicó que
se proponía seguir todos los pasos de la teoría de Einstein. Sin otro auxilio
que dos o tres volúmenes y un pizarrón, casi solo en un pueblo donde aquellos
estudios eran una singularidad, entró en el bosque de signos que le darían la
clave del cosmos. Vivía con los suyos, pero acaso movido por su inclinación
ascética, buscaba refugio y apartamiento en un altillo de la casa. En ese
lugar, donde muchas veces conversamos, sólo vi un brasero y los enseres del
mate. Allí conoció todos los mundos, es decir, la teoría de la relatividad.
Allí, también, sintió que despertaba su fe religiosa. Sus ojos parecían
dedicados a una realidad extraterrena y llegó un momento en que no quiso
alternar con nadie. Rehusó la ayuda que le ofrecían propios y extraños. Una vez
más, probaba sus fuerzas. Cuando abandonó la voluntaria clausura, como si la
soledad lo hubiese transfigurado, era un católico observante. La extrema
tensión de su espíritu se resolvió en una especie de paz activa. Entonces, su
carácter y su inteligencia le permitieron cumplir una misión social tan dura
como humilde. Se había castigado hasta donde un hombre puede castigarse, pero
al asumir la dirección de un hogar de huérfanos, esa actitud severa para
consigo mismo apuntaba hacia un fin positivo, humanitario. En dicho instituto,
donde trabajó hasta quince horas diarias, enseñaba las primeras letras, atendía
a las necesidades de los niños y los iniciaba en el conocimiento de las más
diversas artesanías. Bajo su gobierno generoso, unos aprendieron a construir
muebles y otros a laborar en la fibra y el cuero. Esas tareas no le impedían
dar lecciones a los muchachos que iban en su busca cuando iniciaban los cursos
universitarios, ni traducir del inglés o del alemán, en sesiones orales, los
tratados que ponían en sus manos algunos médicos no evadidos de la lengua
española. Su integridad y su corazón esforzado lo dañaron: murió mientras daba
una clase. Sin duda todos los amigos que acostumbraban citarse –lo digo con
palabras de entonces- en el altillo del matemático, lo recuerdan con el afecto
que merecía. (…)”.
Carlos Mastronardi |
Celia hace referencia a la mirada de Mastronardi, queda claro que mucho
le dolía el pasado de su hermano: “(…) No es ésta la única forma de interpretar
la entrega de Roberto Epele a los demás, especialmente a los niños. Desde el
seno de su familia se pueden dar otras respuestas que no se oponen a las dadas
por Mastronardi, sino más bien las completan. Se dan desde la fe. En su alma,
nacida de Dios y acuñada en un hogar generoso, palpitaba el ansia de lo mejor. La
vida lo había llevado por atajos que lo separaban de la luz de Dios. Pero al
fondo de un camino buscado quizá inconscientemente estaba esa ‘Luz’. (…)”.
Celia se asombra de que Mastronardi haya podido ser tan profundo con la mirada,
ya que no veía a Epele a diario, y muchos años el escritor vivió fuera de
Gualeguay, destaca el profundo amor, la amistad que existió entre ellos. Señala
además el cementerio: la cercanía de sus tumbas.
El Maestro Epele por Lydia Tchira (La botica del diablo de Jorge Surraco). |
El Maestro Epele, me digo, fue un hombre especial: transitó esta vida de
la mano de los hombres imperfectos, de la mano de Dios, y de la mano de los
pibes a quienes ayudaba. Hay una imagen que se quedó en mi memoria. Es una
anécdota que cuenta Antonio Castro en una entrevista que le hiciera Pablo
Guercovich, y que conocí a través del libro “Antonio Castro, Hombre de la
costa” (2009) de Nidya Rampoldi: “Y al ver Epele que yo tenía afición por el
dibujo, empezó a mandarme a lo Bisso para comprar papel y carbonilla. También
me daba libros… no, no me los daba, disimulaba. Una vez yo estaba leyendo en el
piso y él dejó caer desde el escritorio un libro de historia del arte. Me
acuerdo del primer nombre que leí: Rafael Sanzio. Y así Epele me iba educando
sin esfuerzo, y sin que yo me diera cuenta, ¿viste?”.
Pienso en Epele, en el hombre, luego de haber arribado a su verdad,
consustanciado con su mágico quehacer. Este mismo sistema de enseñanza mezcla
de sabiduría y disimulo, quizá lo haya practicado con Cachete González. Libros
cayendo desde el cielo del hogar San Juan Bosco, sí, como si efectivamente Dios
existiera, y en ese momento cuidara de la creación desde su escritorio.
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