domingo, 3 de enero de 2016

Conocer al Maestro Epele

La presencia de Roberto Nicolás Epele (1904-1960) llegó a mi memoria de la mano del buen fantasma del notable artista plástico gualeyo: Roberto “Cachete” González, a esta altura de mis días en Gualeguay, un amigo. La vida de Cachete sirve de ejemplo para ilustrar la identidad, el quehacer cotidiano, la pasión que llevaba en el alma el famoso Maestro Epele. Así como parece que todos los habitantes de esta ciudad sabe algo de la vida de Cachete o de Antonio Castro, otro plástico, otro pibe pobre salvado de la calle, guardan señal o pista sobre Epele: anécdotas recibidas desde el boca a boca de la gente, o una imagen, en aquellos que la edad les permitió la mirada a través de las ventanas del hogar San Juan Bosco.
Luego tuve noticia de Jorge Surraco Babino (lamentablemente fallecido hace unos días), documentalista nacido en Gualeguay. Él es el hacedor de un documental: “Conociendo al maestro Epele”. Pude ver el trabajo, realizado entre 2007 y 2009: está a disposición en la web. Hecho a base de testimonios, Jorge encuentra de forma acertada la esencia del personaje. En la película hay una presencia notoria: Celia Epele, la hermana menor del Maestro, devenida en memoria y albacea de variados documentos. En algún momento de su testimonio, Celia tiene entre sus manos un libro. Supe después que ella era la autora, y que su título era: “Roberto Epele ¿Interrogante o Respuesta?” (2003).
Celia Epele
Llegué hasta el libro de Celia, un ejemplar aguarda lectores en la biblioteca Carlos Mastronardi.
Para la familia Epele Dios terminaría siendo la guía primera. A partir de Juliana, la hermana mayor, las almas encontrarían el camino. Al que más le costó hallarlo fue a Roberto. Quien sería el recordado Maestro Epele atravesó una especia de viaje iniciático, quizás algo parecido al tránsito hecho por San Agustín. Para saber del día, hay que conocer la noche, comentó en alguna charla el memorioso Deolindo Romero. De la etapa oscura de Roberto Epele, anota Celia: “(…) Se puede agregar que en esos tiempos tenía vinculación con la ‘Jeunesse Dorée” de la Literatura. / Habla el último dato de su relación con la ‘Jeunesse Dorée’, de esto se puede intuir vida mundana nocturna intensa en un medio artístico e intelectual. Lo mismo podría pensarse al leer cartas familiares o rememorar referencias de su hermana mayor con respecto a visitas a él, en Buenos Aires. Asimismo más que sugiere, lo expresa, su compañero de estudios (aunque no del mismo curso) y amigo, el poeta Carlos Mastronardi, que cuando se refiere a Epele en su libro ‘Memorias de un provinciano’ dice: (…)”.
Sucedió que busqué las palabras de Mastronardi en su libro. Se me ocurrió pensar en que tal vez Celia hubiera omitido algo. Adivinaba en su relato una intención de no dar mayores detalles sobre el período de oveja descarriada de su hermano. Si bien Mastronardi es sumamente correcto en su memoria sobre Epele, leer la estampa completa del relato sustancia de maravillas el viaje a la memoria. Palabras precisas, una mirada filosa, una mirada de poeta, de hombre a consciencia abierta. Empecé a conocer a Epele por el documental de Jorge Surraco Babino, y por este testimonio del escritor. En efecto vi que Celia Epele no había transcripto el recuerdo en su totalidad. Escribió Mastronardi: “(…) Mantuve continuo trato, durante aquella larga permanencia en mi pueblo, con Roberto Epele (apellido vascuence que, si no recuerdo mal, significa templado), a quien había conocido en el colegio del Uruguay. Volvió al hogar paterno después de intentar con desgano el estudio de la medicina. Quizá perjudicado por su apostura, por su buena estampa, cedió a las seducciones de la vida fácil, de la cual pronto se apartaría para asumir la vida del asceta y del místico. La suya se hubiera dicho la mudanza del africano Agustín. Antes de abandonar la ciudad porteña, para mi sorpresa, me dijo que deseaba estudiar matemáticas. Ese interés abstracto lo acompañó durante muchos años, sin excluir la época en que sus afanes eran también de orden religioso. Para ponerse a prueba, tomaba sobre sí los más duros trabajos y las más graves responsabilidades. Quería encontrarse a través del esfuerzo y la inmolación. La palabra fluida y el discernimiento rápido que lo singularizaban, sin duda le hubiesen allegado beneficio y honores, especialmente en el campo de la política, pero aspiraba a mantenerse libre y defendía con celo extraordinario sus normas de conducta. La sola sospecha de que pudieran llevarlo a un juego para él desconocido, por mucho que de ese juego saliese ganancioso, le encrespaba el ánimo. Su vida fue un ‘test’. Con resolución difícil y arrogante se entregó a la empresa de abatir su propio orgullo, pues de este modo, que era un modo de renunciamiento, probaba su voluntad a lo largo de un camino purificatorio. Sus amigos celebrábamos en él la firmeza del carácter y la fuerza de la inteligencia. Hay hombres curiosos de ideas y hay hombres curiosos de objetos. En Roberto Epele se unían ambas curiosidades y, en consecuencia, quiso saber de sistemas filosóficos y de estructuras mecánicas, de doctrinas y de aviones, de lógica simbólica y de yacimientos carboníferos. Joven aún, logró dar satisfacción a estas apetencias. Como quien pone una sonda, me comunicó que se proponía seguir todos los pasos de la teoría de Einstein. Sin otro auxilio que dos o tres volúmenes y un pizarrón, casi solo en un pueblo donde aquellos estudios eran una singularidad, entró en el bosque de signos que le darían la clave del cosmos. Vivía con los suyos, pero acaso movido por su inclinación ascética, buscaba refugio y apartamiento en un altillo de la casa. En ese lugar, donde muchas veces conversamos, sólo vi un brasero y los enseres del mate. Allí conoció todos los mundos, es decir, la teoría de la relatividad. Allí, también, sintió que despertaba su fe religiosa. Sus ojos parecían dedicados a una realidad extraterrena y llegó un momento en que no quiso alternar con nadie. Rehusó la ayuda que le ofrecían propios y extraños. Una vez más, probaba sus fuerzas. Cuando abandonó la voluntaria clausura, como si la soledad lo hubiese transfigurado, era un católico observante. La extrema tensión de su espíritu se resolvió en una especie de paz activa. Entonces, su carácter y su inteligencia le permitieron cumplir una misión social tan dura como humilde. Se había castigado hasta donde un hombre puede castigarse, pero al asumir la dirección de un hogar de huérfanos, esa actitud severa para consigo mismo apuntaba hacia un fin positivo, humanitario. En dicho instituto, donde trabajó hasta quince horas diarias, enseñaba las primeras letras, atendía a las necesidades de los niños y los iniciaba en el conocimiento de las más diversas artesanías. Bajo su gobierno generoso, unos aprendieron a construir muebles y otros a laborar en la fibra y el cuero. Esas tareas no le impedían dar lecciones a los muchachos que iban en su busca cuando iniciaban los cursos universitarios, ni traducir del inglés o del alemán, en sesiones orales, los tratados que ponían en sus manos algunos médicos no evadidos de la lengua española. Su integridad y su corazón esforzado lo dañaron: murió mientras daba una clase. Sin duda todos los amigos que acostumbraban citarse –lo digo con palabras de entonces- en el altillo del matemático, lo recuerdan con el afecto que merecía. (…)”.
Carlos Mastronardi
Celia hace referencia a la mirada de Mastronardi, queda claro que mucho le dolía el pasado de su hermano: “(…) No es ésta la única forma de interpretar la entrega de Roberto Epele a los demás, especialmente a los niños. Desde el seno de su familia se pueden dar otras respuestas que no se oponen a las dadas por Mastronardi, sino más bien las completan. Se dan desde la fe. En su alma, nacida de Dios y acuñada en un hogar generoso, palpitaba el ansia de lo mejor. La vida lo había llevado por atajos que lo separaban de la luz de Dios. Pero al fondo de un camino buscado quizá inconscientemente estaba esa ‘Luz’. (…)”. Celia se asombra de que Mastronardi haya podido ser tan profundo con la mirada, ya que no veía a Epele a diario, y muchos años el escritor vivió fuera de Gualeguay, destaca el profundo amor, la amistad que existió entre ellos. Señala además el cementerio: la cercanía de sus tumbas.
El Maestro Epele por Lydia Tchira (La botica del diablo de Jorge Surraco).
El Maestro Epele, me digo, fue un hombre especial: transitó esta vida de la mano de los hombres imperfectos, de la mano de Dios, y de la mano de los pibes a quienes ayudaba. Hay una imagen que se quedó en mi memoria. Es una anécdota que cuenta Antonio Castro en una entrevista que le hiciera Pablo Guercovich, y que conocí a través del libro “Antonio Castro, Hombre de la costa” (2009) de Nidya Rampoldi: “Y al ver Epele que yo tenía afición por el dibujo, empezó a mandarme a lo Bisso para comprar papel y carbonilla. También me daba libros… no, no me los daba, disimulaba. Una vez yo estaba leyendo en el piso y él dejó caer desde el escritorio un libro de historia del arte. Me acuerdo del primer nombre que leí: Rafael Sanzio. Y así Epele me iba educando sin esfuerzo, y sin que yo me diera cuenta, ¿viste?”.

Pienso en Epele, en el hombre, luego de haber arribado a su verdad, consustanciado con su mágico quehacer. Este mismo sistema de enseñanza mezcla de sabiduría y disimulo, quizá lo haya practicado con Cachete González. Libros cayendo desde el cielo del hogar San Juan Bosco, sí, como si efectivamente Dios existiera, y en ese momento cuidara de la creación desde su escritorio.

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