La práctica de la lectura es acción indispensable en la construcción de
una persona. Lo leído acompaña, invita al pensamiento, y es a través de su
ejercicio, más la vida de cada día que se suma como sintonía necesaria (la
experiencia de relacionarse con el mundo y sus criaturas), cuando existe la
posibilidad cierta del nacimiento de una personalidad: prueba fundamental de
que efectivamente, dentro del animalito, hay vida consciente.
La suma de lecturas torna entonces en sistema clásico de riego. De la
misma manera en que camino por el jardín en esta zona de chacras gualeya,
entregando al otro: hermano universo verde, hermano universo alado, el líquido
elemento tan necesario para la vida; camino cada día en medio de una o varias
lecturas: para seguir pensando, para seguir conociendo, en definitiva, para
seguir aprendiendo y así tener noticia cierta de aquello que es crecer.
Continúo con la lectura de “Memorias de un provinciano” (1967) de Carlos
Mastronardi. En sus páginas se suceden los descubrimientos. Como decía en una
nota anterior, en cada lectura, cada lector, quedará prendado de ciertas
palabras. Una lectura es un riesgo personal, personalísimo, ya que el lector
lee desde sus propias fuentes, su sustancia fundadora, y la sustancia de
construcción, su pasado, su memoria. No hay dos lecturas iguales, quien lee es
el encargado de terminar la escritura del libro que lee. El que escribe alumbra
la mitad de la noche, su parte; el que lee, da las últimas pinceladas sobre el cielo
de este otro ciclo de vida encerrado en la forma y maravilla que posee el
hermano libro.
Se me ocurre pensar en Mastronardi como uno de esos hombres al que se
podía escuchar por horas. Un placer su palabra, y su valentía a la hora de
mirarse. Leyéndolo, imaginando una sobremesa de charla, no puedo dejar de
pensar en el otro extremo, su contrario. Esas secuencias con riesgo mortal en
las que uno, por accidente o treta social, queda atrapado en el barro imposible
de quien solo nombra, de manera constante, una pesada cadena de trivialidades.
Una vez que he sido atrapado por la lectura, nace el impulso de contar
la buena nueva, porque no todos los libros son libros, y no todos los que
escriben son escritores; entonces, decía, cuando la luz se hace, lo festejo, lo
cuento. Uno de mis descubrimientos, una de mis marcas en el libro de
Mastronardi es la que sigue: “(…) Estos cuidados, y algunos otros, me llevan a
sospechar que recibí una educación errónea en todo lo atinente al justo
entendimiento de la vida y de la conducta. Aprendí una moral unitaria en cuyo
ámbito un acto censurable anula todos los actos positivos y meritorios. Quizá
mi estulticia tomaba muy a la letra las cosas que se me dijeron en los años de
aprendizaje. Quizá un candor orillado a la bobería me impidió percibir cuanto
hubo de aparatoso y formal en aquellos restrictivos consejos. Se me quería
decir, por ejemplo, que no frecuentara
mucho a X, pues me llevaría mejor con Z, y yo interpretaba que la amistad de X
me había perdido para siempre porque sufría serias reprimendas cuando hurtaba
tizas en la escuela. Así, los valores inherentes a la conducta, me hacían
olvidar los demás valores. Bien o mal interpretadas, las sanas intenciones
didácticas acabaron por desplazar a la realidad. Ignoraba la fuerza del tiempo,
el alivio de los días que se llevan los errores. Como el niño en verdad prohija
al reprimido y al desvergonzado, en la edad primera es preciso equilibrar el
balancín. Por lo demás, esta escala de bienes, en cuyo grado más alto se sitúan
los valores morales, merece la aprobación de la mayoría de los hombres, sean o
no platónicos. El pueblo, desde edades inmemoriales, se preocupa antes de la
ética que no de la lógica o de la estética. Sin mengua de sus méritos puramente
literarios, a ello se debe en gran parte, la fama universal de Shaw y la más
limitada, pero también sólida, de nuestro Almafuerte. No obstante, también
sobreviven los escritores que se abstienen de manejar cuestiones éticas, pues
si bien son menos populares o ingresan con más lentitud en la memoria
colectiva, muchos de ellos están en la historia de la literatura y en la
veneración de los cultos. Pero me despido de estas digresiones para confesar
mis creencias de medio siglo atrás. Hasta la edad adulta imaginé que las
bajezas y demás faltas morales aniquilan de modo irremisible a quienes, por
otros motivos, alcanzan nombradía o fama. No concebía sino la perfección o la
ruina. Por eso hice mención de una moral unitaria y dije que ignoraba el alivio
gradual que traen los años. No sabía que en todo hombre hay muchos hombres.
Respecto de los artistas y los sabios, tardaba en comprender que los rasgos
negativos de su conducta, cuando algún mérito los realza, no los priva de
posteridad. El curso de los días borra, diré así, sus faltas privadas, pero no
invalida necesariamente sus obras. Sin embargo, me costaba admitir que el
violento doctor Johnson mereciera la gloria después de haber tenido una fea
rencilla con su mujer en la puerta del templo donde acababan de casarse. Creía
que el porvenir de Poe estaba maculado por su espíritu hisco y por las duras
palabras con que juzgó a los escritores de su país. No entendía que Paganini
–ese egoísta, como decía Santiago Dabove- tuviera auditorio después de haberse
llevado a la tumba los codiciados secretos de su técnica. Me sentía confundido
ante la circunstancia de que Hugo, a pesar de haberle negado socorro monetario
a sus parientes, continuara siendo Hugo. Todos ellos, en efecto, perduran. Pasó
el tiempo, pero dominado por la mentalidad escolar seguía pensando que las
sucesivas generaciones los rechazaban por ‘mala conducta’. (…)”.
Carlos Mastronardi |
Además de la prosa clara, tranquila (soy de la idea de que la escritura
tiene que ver con la respiración de la persona: del alma que encuentra su
ritmo, su cauce, su caudal, el río), Mastronardi anota maravillas, fruto estas
de la contemplación atenta del paisaje de la criatura. Por ejemplo: “Ignoraba
la fuerza del tiempo, el alivio de los días que se llevan los errores”.
Descubrimiento fundamental saberse inmerso en el tiempo; saber, entender, que
este otro río también nos lleva y nos modifica. Entender al hombre dentro del
tiempo. Y es más, entender que ese hombre viene con sorpresa, ya que es,
felizmente, o mejor, debería serlo, una persona que contiene otras, un modelo
avanzado de chocolatín Jack con sorpresa. Escribe Mastronardi: “No sabía que en
todo hombre hay muchos hombres”. Es el hombre una comunidad de almas, un puñado
de hombres, una sociedad en constante movimiento en torno al collage central:
la madre de cada revuelto gramajo (léase: cada hombre).
Leí: “El suave color del espacio se fue borrando en la hora fría, pero
de alguna manera persiste en mí”, y luego: “como quien advierte por primera vez
que la caducidad y la hermosura van juntas”; leí: “mi afición a lo prodigioso”,
y luego: “el fuego era vívido y alegre”, y entonces otra maravilla: “(…) En
aquellos lejanos días, mis paseos no respondían a ninguna voluntad de ofrenda.
Por imperio de la edad, todo era juego desaprensivo y contemplación gratuita.
El 7 de octubre de 1910, hacia el anochecer, miré el cielo apagado. Mis ojos se
detuvieron en su luz purísima. Había llovido por la mañana, pero las nubes, al
apartarse, dejaban ver el azul delicado de la altura. Aquel cielo me atrajo
como si fuera la intimidad de una persona extraordinaria y remota. El suave
color del espacio se fue borrando en la hora fría, pero de alguna manera
persiste en mí. Como era el día de mi cumpleaños, y acababa de recibir un
telegrama congratulatorio de mis padres, que estaban en Buenos Aires, y como el
agasajo acentuaba mi nostalgia, ese antiguo crepúsculo se fijo en la memoria de
su testigo. Desde un patio, sí, como quien advierte por primera vez que la
caducidad y la hermosura van juntas, miré el cielo mortecino de aquel 7 de
octubre. Unos meses antes había mirado el cometa Halley, visitante celeste que
me despertó durante dos o tres madrugadas. En efecto, se me llamaba en la alta
noche para que lo viera, pues no otra cosa quería mi curiosidad, mi afición a
lo prodigioso. Esa presencia astral me lleva a pensar en los inviernos de
antes, de los cuales nos defendía un gran brasero de bronce –lo rodeaba una
vasta circunferencia de madera donde descansaron mis pies- en cuya hondura el
fuego era vívido y alegre. (…)”.
Casa del poeta. |
Sigo de lectura en el calor de Gualeguay. Transito la casa, espío el
cielo. Me pregunto por la lluvia, y por los días en el interior de mi criatura,
donde, a pesar de las tristezas acumuladas, el pibe que fui, persiste y me da
letra para “ser” en la memoria. Acabo de leer un libro: “Desembarcos” de mi
amigo, el poeta Marcos Silber. Venía a gusto entre libros escritos por
escritores: un lujo ambos. Pero siempre la vida y sus vueltas, y entonces me
llegó un poema nuevo, inédito, de Silber que contaba la muerte de un hijo, y
resultó ser que ese hijo muerto dicho en poema, era hijo de otro amigo, el
poeta Leopoldo Castilla, el Teuco. Y entonces a uno le tiembla el alma por el
amigo. Uno piensa en la “cesadora”, en “la recaudadora de vida”, que es como
nombra Silber a la muerte en su último libro, y es ahí cuando vuelvo a lo
contado por Mastronardi en su libro de memorias: la imagen de la madre
abanicando al hijo que partía, o que ya había partido.
Vida y lectura para tener noticia cierta de aquello que es crecer a
consciencia despierta.
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