domingo, 6 de marzo de 2016

Una foto: historias aparecidas

Mirdjan Kayayán, más conocido como Juancito, el fotógrafo de Gualeguay, se ubicó con intención de click que detiene el tiempo, frente al boliche de Faustino Covitti. Juancito no podía saberlo: un señor del futuro: Roland Barthes, llamaría al momento del click, el disparo de la cámara: “el sonido de la muerte”. Aquello atrapado en una foto jamás volverá a repetirse, a “ser” aquello que era: Esto ha sido, rezaría la sentencia.
Imagino que Kayayán esperaba realizar su trabajo en soledad. Me digo que estaría “solo” en apariencia, porque siempre iba acompañado por sus almas, por sus recuerdos, todo ello en órbita alrededor de su oficio de vida, su pasión. Debido a ello, más los datos que me brinda una testigo de excepción, y luego, por este impulso de escritura que me lleva al juego de imaginar la escena, es que aparece la idea de ubicar un personaje de Gualeguay junto al fotógrafo. Porque ellos, los hoy imaginados en esa esquina, se conocían de la calles del pueblo, y se conocían de cerca: Kayayán había retratado al muchacho para que su imagen se guardara en la memoria de la gente de su ciudad.
Imaginé entonces que Catón miraba, a corta distancia, los preparativos del profesional. Había llegado en silencio, con aire de curioso. Se miraron. Catón sonrió. Hola, dijo Mirdjan.
Frente a ellos el paisaje. La fecha: abril de 1959, cuando la creciente del Gualeguay llegó a tres cuadras de plaza Constitución.
En el instante de la foto Catón sabría, sin lugar a dudas, que no podía volver a su casa. De momento le pertenecía al río. Imagino a Catón levantando su brazo derecho con la intención de señalar un lugar detrás de unos ranchitos: los que luego se verán hacia el fondo de la fotografía que tomará Juancito. Cerca de los ranchitos, sobre 25 de Mayo, la casa inundada de quien saludó con una sonrisa.
El click nació en el paisaje gualeyo. En el sonido proveniente del mecanismo de la cámara venía la muerte que señalaría Barthes y la intención de vida obsequiada por el arte de Kayayán. Un regalo para la memoria. La foto llevaría al dorso el sello de la casa de fotografía de Juancito. Una mujer, clienta del fotógrafo, le comprará la foto a poco de saber de su existencia.
La foto: en primer plano se ve una congregación de ramas, camalotes, y demás manifestaciones del universo verde, flotando sobre el manto del río desbordado. Desde uno de los montículos, el de la izquierda, nace una sombra que llega hasta el marco de la toma. Un arbolito se mantiene con sus brazos fuera del agua, hacia la derecha, en un recreo de la parte verde de la avanzada del río. A la izquierda de quien observa, la arboleda del Parque Quintana. Sobre el agua que barre de manera leve el viento, aparece la sombra de los árboles que más se asoman sobre el abismo. A la derecha: una parecita acompaña la vereda de la escuela Celestino Marcó, la escuela del Parque. Se alcanza a ver parte de la edificación.
El espejo de agua llega parejo a todo el paisaje, el agua invita a adentrarse en la fotografía. Cerca del fondo de la toma, se ve, recia, segura, una presencia distinta. Por construcción: paredes altas, una gran ventana con reja, escaleras para bajar hasta la calle, en esta oportunidad, hasta el río. Supo rodear esta casa una cerca que acomodaba una enredadera que daba flores azules. Más alto que la casa es el eucalipto que se ve detrás de la construcción donde -lo dicho, una casa distinta- vivieran tres poetas: Juan L. Ortiz, Amaro Villanueva y Gamboa Igarzábal.
La casa permanece, hasta el momento de la foto, a salvo del río. A salvo en la altura. Sobre la vereda que se ve de frente, se descubren algunas figuras humanas. Tres hombres, uno cercano a una puerta lateral, los otros dos, un poco más alejados. Una de las hojas de la puerta está abierta, y la luz que sale a escena, supongo, proveniente del jardín, recorta una figura. La información recibida me dice que es una mujer. Los hombres son empleados del municipio. Intentan convencer a la mujer para que deje la casa por si el agua se anima un poco más. La mujer dirá que no. El río en esta parte del paisaje no pasará de la medida que se ve en la fotografía de Kayayán.
Entre la casa donde viviera Juanele y el primero de los ranchitos, lugar hacia el que Catón señaló cuando “fue aparecido” junto a Kayayán, se ve, medio muerto -esa creciente marcará su final-, el aguaribay que Juan L. Ortiz hiciera poema: “El aguaribay florecido” (“En el aura del sauce”, 1971). Repite Ortiz en el poema: “Arde de abejas el aguaribay, arde”.
Los ranchitos se acunan en el fondo de la foto. La familia Montero habitaba uno de ellos.
La mujer recortada por la luz en la puerta lateral, la mujer nacida sombra en la foto de Kayayán, es quien, una vez que el fotógrafo le dé noticia de la toma, comprará la copia. Juancito fue quien retrató a los doce hijos de la mujer, su nombre: Rosa Cayetana Díaz.
Imaginé, imagino a Catón a un lado del fotógrafo, porque me cuenta Silvia Aída, una de las hijas de Rosa, que Catón siempre llegaba caminando desde el este, desde su casa. Llegaba a la esquina de la casa de Rosa y después caminaba al costado del tapial de la escuela. Cruzaba la calle: en la esquina estaba el boliche de Faustino Covitti, donde compraba los cigarros. Cuenta además la testigo que cuando el aguaribay estaba florecido, Catón elegía el camino que pasaba frente a los ranchitos, y sonriente corría raudo por debajo de las ramas del árbol ardido de abejas. Así de simple: Catón a la carrera entrando al poema que Juanele escribió de tanto ver el árbol que vivía frente a su puerta.
Silvia Aída Ceballos es quien cuenta, quien me acerca la imagen. Su hermana, María, fue la que encontró, hace años, la copia de la foto entre los recuerdos atesorados por su madre. María se la cedió a Silvia Aída, una memoriosa de Gualeguay que premia a este cronista con sus recuerdos y sensaciones. Es quien me avisa: “Está mi madre parada en la puerta. Sí, en la puerta del costado, mi madre”.
La foto apareció en escena cuando le pregunté qué recordaba de Catón. Ella quiso enseñarme el recorrido que el acompañante de los muertos hacía a diario. Luego que se retiraron las aguas, Silvia vio a Catón saltando entre el barro.
La familia Ceballos vivió 30 años, entre 1946 y 1976, en la casa donde vivieron los tres poetas. Silvia Aída dejó Gualeguay a mediados de los 60. Luego volvió. Hace unos días me regaló esta mirada sobre Catón, siempre en relación con el paisaje y los alrededores que guarda para la memoria la foto de Kayayán: “Cuando jugábamos al carnaval en la esquina de casa, éramos como veinte chiquilinas y chiquilines. Buscábamos el agua en un surtidor que estaba a mitad de camino de lo Catón. Él espiaba de lejos, intentaba arrimarse. Pero se volvía. Desde lejos disfrutaba de nuestro juego. Reía feliz.
Cuando llegaba el barco El Chingolo cargado de manzanas, Catón siempre miraba escondido detrás de un árbol. No pedía, le dábamos una manzana, otros hacían lo mismo. El barco se detenía en un lugar al que se llegaba directo por la entrada del parque.
Digo que a mí Catón me dejó un mensaje que no me dejaron otros personajes de la época.
Puedo asegurar que él no era triste. Siempre lo vi feliz. Él estaba mentalmente en la niñez.
Lamento no haberlo invitado a jugar. Quizás era una alegría para él pasar todos los días por donde había muchos niños. No coincido con el poema ‘El triste Catón’ de Rosendo Taborda, está en el libro ‘Búsqueda, en poemas’.
Catón me dejó como enseñanza la práctica de la solidaridad. No pedía, pero con la ingenuidad de su mirada, daba a entender que quería compartir lo que uno estaba comiendo. Por suerte casi todos respondían a esa mirada. Todo el barrio lo quería.
Me hizo sonreír con sus actitudes. Nos demostró que es necesario acompañar en el dolor por la pérdida de un ser querido, y que se puede ser feliz con lo necesario.
No es casualidad lo que me sucedió. Catón fue un ángel que pasó por mi vida de infancia y juventud”.
Fotos de Kayayán (Catón: arriba a la derecha). Diario El Supremo (1983). Foto: Jorge Surraco.
Cada fotografía, sea esta nacida desde una cámara, la escritura o la palabra en el aire, habla ciertamente de un momento irrepetible, de algo perdido. Una escena que ya no podrá volver a fotografiarse, ni siquiera unos minutos después, porque el paisaje y sus criaturas, nosotros, estamos en constante movimiento y cambio. El mismo lugar, la misma persona: tan solo apariencias presentes que invitan al rescate de los recuerdos. Esta es la manera de acercarnos para tomar fotografías internas. Con ellas en mano de nuestras almas podemos recomponer trazos, señales y pistas. Disparar así un click de vida hacia el pasado para volver a disparar, luego, otro de muerte, pero cada vez con mayores libertades, porque con cada reconstrucción, cada regreso, con cada click, se alimenta el relato: la escritura de la novela de nuestras vidas.

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