Mirdjan Kayayán, más conocido como Juancito, el fotógrafo de Gualeguay,
se ubicó con intención de click que detiene el tiempo, frente al boliche de
Faustino Covitti. Juancito no podía saberlo: un señor del futuro: Roland
Barthes, llamaría al momento del click, el disparo de la cámara: “el sonido de
la muerte”. Aquello atrapado en una foto jamás volverá a repetirse, a “ser”
aquello que era: Esto ha sido, rezaría la sentencia.
Imagino que Kayayán esperaba realizar su trabajo en soledad. Me digo que
estaría “solo” en apariencia, porque siempre iba acompañado por sus almas, por
sus recuerdos, todo ello en órbita alrededor de su oficio de vida, su pasión. Debido
a ello, más los datos que me brinda una testigo de excepción, y luego, por este
impulso de escritura que me lleva al juego de imaginar la escena, es que aparece
la idea de ubicar un personaje de Gualeguay junto al fotógrafo. Porque ellos,
los hoy imaginados en esa esquina, se conocían de la calles del pueblo, y se
conocían de cerca: Kayayán había retratado al muchacho para que su imagen se
guardara en la memoria de la gente de su ciudad.
Imaginé entonces que Catón miraba, a corta distancia, los preparativos
del profesional. Había llegado en silencio, con aire de curioso. Se miraron.
Catón sonrió. Hola, dijo Mirdjan.
Frente a ellos el paisaje. La fecha: abril de 1959, cuando la creciente
del Gualeguay llegó a tres cuadras de plaza Constitución.
En el instante de la foto Catón sabría, sin lugar a dudas, que no podía
volver a su casa. De momento le pertenecía al río. Imagino a Catón levantando
su brazo derecho con la intención de señalar un lugar detrás de unos ranchitos:
los que luego se verán hacia el fondo de la fotografía que tomará Juancito.
Cerca de los ranchitos, sobre 25 de Mayo, la casa inundada de quien saludó con
una sonrisa.
El click nació en el paisaje gualeyo. En el sonido proveniente del
mecanismo de la cámara venía la muerte que señalaría Barthes y la intención de vida
obsequiada por el arte de Kayayán. Un regalo para la memoria. La foto llevaría
al dorso el sello de la casa de fotografía de Juancito. Una mujer, clienta del
fotógrafo, le comprará la foto a poco de saber de su existencia.
La foto: en primer plano se ve una congregación de ramas, camalotes, y
demás manifestaciones del universo verde, flotando sobre el manto del río
desbordado. Desde uno de los montículos, el de la izquierda, nace una sombra
que llega hasta el marco de la toma. Un arbolito se mantiene con sus brazos fuera
del agua, hacia la derecha, en un recreo de la parte verde de la avanzada del
río. A la izquierda de quien observa, la arboleda del Parque Quintana. Sobre el
agua que barre de manera leve el viento, aparece la sombra de los árboles que
más se asoman sobre el abismo. A la derecha: una parecita acompaña la vereda de
la escuela Celestino Marcó, la escuela del Parque. Se alcanza a ver parte de la
edificación.
El espejo de agua llega parejo a todo el paisaje, el agua invita a
adentrarse en la fotografía. Cerca del fondo de la toma, se ve, recia, segura,
una presencia distinta. Por construcción: paredes altas, una gran ventana con
reja, escaleras para bajar hasta la calle, en esta oportunidad, hasta el río.
Supo rodear esta casa una cerca que acomodaba una enredadera que daba flores
azules. Más alto que la casa es el eucalipto que se ve detrás de la
construcción donde -lo dicho, una casa distinta- vivieran tres poetas: Juan L.
Ortiz, Amaro Villanueva y Gamboa Igarzábal.
La casa permanece, hasta el momento de la foto, a salvo del río. A salvo
en la altura. Sobre la vereda que se ve de frente, se descubren algunas figuras
humanas. Tres hombres, uno cercano a una puerta lateral, los otros dos, un poco
más alejados. Una de las hojas de la puerta está abierta, y la luz que sale a
escena, supongo, proveniente del jardín, recorta una figura. La información
recibida me dice que es una mujer. Los hombres son empleados del municipio.
Intentan convencer a la mujer para que deje la casa por si el agua se anima un
poco más. La mujer dirá que no. El río en esta parte del paisaje no pasará de
la medida que se ve en la fotografía de Kayayán.
Entre la casa donde viviera Juanele y el primero de los ranchitos, lugar
hacia el que Catón señaló cuando “fue aparecido” junto a Kayayán, se ve, medio
muerto -esa creciente marcará su final-, el aguaribay que Juan L. Ortiz hiciera
poema: “El aguaribay florecido” (“En el aura del sauce”, 1971). Repite Ortiz en
el poema: “Arde de abejas el aguaribay, arde”.
Los ranchitos se acunan en el fondo de la foto. La familia Montero
habitaba uno de ellos.
La mujer recortada por la luz en la puerta lateral, la mujer nacida
sombra en la foto de Kayayán, es quien, una vez que el fotógrafo le dé noticia
de la toma, comprará la copia. Juancito fue quien retrató a los doce hijos de
la mujer, su nombre: Rosa Cayetana Díaz.
Imaginé, imagino a Catón a un lado del fotógrafo, porque me cuenta Silvia
Aída, una de las hijas de Rosa, que Catón siempre llegaba caminando desde el
este, desde su casa. Llegaba a la esquina de la casa de Rosa y después caminaba
al costado del tapial de la escuela. Cruzaba la calle: en la esquina estaba el
boliche de Faustino Covitti, donde compraba los cigarros. Cuenta además la
testigo que cuando el aguaribay estaba florecido, Catón elegía el camino que
pasaba frente a los ranchitos, y sonriente corría raudo por debajo de las ramas
del árbol ardido de abejas. Así de simple: Catón a la carrera entrando al poema
que Juanele escribió de tanto ver el árbol que vivía frente a su puerta.
Silvia Aída Ceballos es quien cuenta, quien me acerca la imagen. Su
hermana, María, fue la que encontró, hace años, la copia de la foto entre los
recuerdos atesorados por su madre. María se la cedió a Silvia Aída, una memoriosa
de Gualeguay que premia a este cronista con sus recuerdos y sensaciones. Es
quien me avisa: “Está mi madre parada en la puerta. Sí, en la puerta del
costado, mi madre”.
La foto apareció en escena cuando le pregunté qué recordaba de Catón.
Ella quiso enseñarme el recorrido que el acompañante de los muertos hacía a
diario. Luego que se retiraron las aguas, Silvia vio a Catón saltando entre el
barro.
La familia Ceballos vivió 30 años, entre 1946 y 1976, en la casa donde
vivieron los tres poetas. Silvia Aída dejó Gualeguay a mediados de los 60.
Luego volvió. Hace unos días me regaló esta mirada sobre Catón, siempre en relación
con el paisaje y los alrededores que guarda para la memoria la foto de Kayayán:
“Cuando jugábamos al carnaval en la esquina de casa, éramos como veinte
chiquilinas y chiquilines. Buscábamos el agua en un surtidor que estaba a mitad
de camino de lo Catón. Él espiaba de lejos, intentaba arrimarse. Pero se
volvía. Desde lejos disfrutaba de nuestro juego. Reía feliz.
Cuando llegaba el barco El Chingolo cargado de manzanas, Catón siempre
miraba escondido detrás de un árbol. No pedía, le dábamos una manzana, otros
hacían lo mismo. El barco se detenía en un lugar al que se llegaba directo por
la entrada del parque.
Digo que a mí Catón me dejó un mensaje que no me dejaron otros
personajes de la época.
Puedo asegurar que él no era triste. Siempre lo vi feliz. Él estaba
mentalmente en la niñez.
Lamento no haberlo invitado a jugar. Quizás era una alegría para él
pasar todos los días por donde había muchos niños. No coincido con el poema ‘El
triste Catón’ de Rosendo Taborda, está en el libro ‘Búsqueda, en poemas’.
Catón me dejó como enseñanza la práctica de la solidaridad. No pedía,
pero con la ingenuidad de su mirada, daba a entender que quería compartir lo
que uno estaba comiendo. Por suerte casi todos respondían a esa mirada. Todo el
barrio lo quería.
Me hizo sonreír con sus actitudes. Nos demostró que es necesario
acompañar en el dolor por la pérdida de un ser querido, y que se puede ser feliz
con lo necesario.
No es casualidad lo que me sucedió. Catón fue un ángel que pasó por mi
vida de infancia y juventud”.
Fotos de Kayayán (Catón: arriba a la derecha). Diario El Supremo (1983). Foto: Jorge Surraco. |
Cada fotografía, sea esta nacida desde una cámara, la escritura o la
palabra en el aire, habla ciertamente de un momento irrepetible, de algo
perdido. Una escena que ya no podrá volver a fotografiarse, ni siquiera unos
minutos después, porque el paisaje y sus criaturas, nosotros, estamos en
constante movimiento y cambio. El mismo lugar, la misma persona: tan solo
apariencias presentes que invitan al rescate de los recuerdos. Esta es la
manera de acercarnos para tomar fotografías internas. Con ellas en mano de
nuestras almas podemos recomponer trazos, señales y pistas. Disparar así un
click de vida hacia el pasado para volver a disparar, luego, otro de muerte,
pero cada vez con mayores libertades, porque con cada reconstrucción, cada
regreso, con cada click, se alimenta el relato: la escritura de la novela de
nuestras vidas.
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