Continúo en el río de la escritura de Carlos Mastronardi (1901-1976). La
mirada de su pibe iba atenta a los días. Su memoria fue desde el principio
sustanciosa presencia, un diario personal se escribía entre sus almas. Idas y
vueltas en la vida, alegrías y tristezas que forjarán la historia del hombre,
de cada criatura en el paisaje. Cuando la construcción de esa memoria estuvo
atenta, despierta: a muchos estímulos, a diversas invitaciones, cuando desde
los primeros momentos el pibe sabe que el mundo tiene cuantas caras se puedan
imaginar, se produce un llamado: se dispara una cápsula de tiempo que va directo
al hombre que el pibe será mañana. Luego, desde ese futuro, el hombre sediento
de regresos, se las arreglará para que entre sus almas nazca la famosa máquina
del tiempo. Una vez nacida, construida o hallada la máquina que permite el viaje,
el regreso estará pronto para la caricia (conocí a un hombre que viajaba al
pasado al amparo de sus almas y de la lluvia de semillas de la ampelopsis,
enredadera que durante diciembre produce una música fantástica: solo hace falta
dormirse cerca de ella, al atardecer: las semillas caen desde la altura
rebotando entre sus hojas carnosas). Así, responder al llamado, se hace
inevitable, tarea feliz. Algunos dirán que los regresos son imperfectos, y sí,
es verdad, tan imperfectos como los viajeros.
La memoria es un barrio que tiene la capacidad de recibir y dar cobijo
eterno a muchas personas y situaciones. Hay memorias, por suerte, con buena
densidad demográfica; la de Mastronardi era una de ellas. Uno puede intuir la
presencia de Borges y otros notables, pero además hay en ella otras personas:
todos invitados al barrio del escritor: “(…) Los chicos de mi edad, a veces sin
proponérselo, gozaban de audiciones tan divertidas como las que ofrecía el
fonógrafo, pero sin duda más humildes y estrafalarias. Con ánimo risueño hacían
escolta a los personajes pintorescos o absurdos que, por entonces abundaban.
Eran pobres vidas afectadas de incoherencia, pero también eran, diré así,
corpóreas instituciones populares. La constancia y regularidad con que
aparecían en las calles y las puertas, acababa por hacerlas necesarias. La
costumbre nos ayuda a sentirnos en el mundo. Esos curiosos personajes nada
buscaban, como no fuera seguir sus impulsos, poner en juego su imaginación y
propagar sus mansas manías. No obstante ser fantasmales en su esencia, eran
parte de la realidad inmediata. Larga sería la mención de los afables
excéntricos que recorrían el pueblo. (…)”.
Cada barrio genera esta gente extraordinaria, angélica, diría el poeta
Raúl González Tuñón. Los “afables excéntricos” de Mastronardi, debido a
mecanismos del misterio y el destino, se dan en todos los lugares. Cada uno con
características propias, cada uno llegando desde su planeta natal, desde distintas
órbitas: la fantasía, la desgracia, el olvido, el silencio, la locura, la más
desgarradora soledad.
Recuerda Mastronardi: “Diré algunos. El ‘loco de las flores’ venía
diariamente de una localidad próxima. Empuñaba con orgullo una larga caña
coronada por un cartucho lleno de flores. Las había recolectado en el camino
para obsequiarlas a la gente capaz de apreciar tan vistosos regalos. El suyo
era un poético delirio. Solía decir: ‘Yo soy el lujo del pueblo. No comercio
sino que cumplo una misión’. Para alegrar a los vecinos cubría grandes
distancias sin que desapareciera de su rostro el aire de beatitud que lo
agraciaba. Vaciado el cartucho, volvía sobre sus pasos para internarse otra vez
en prados y jardines. (…)”. Un loco fuera del tiempo y la historia, de los
intereses de esta tierra: obsequiar en lugar de lucrar. No cualquiera, solo un
loco, un poeta, un hombre de otro planeta.
Segundo invitado: “En doña Zenobia, otra pintoresca humanidad callejera,
se mezclaban el disparate y la coquetería. Magra, barroca, y refinada hasta lo
patético, hablaba con dulzura de sus encantos privados, que le habrían valido
numerosos agasajos. No olvido sus hábitos indumentarios: Blusas de laborioso
encaje y complejos sombreros emplumados o cubiertos de nácares llamativos,
prendas todas ellas que habían sido piadoso o irónico regalo de las señoras que
la protegían. A pesar de sus sesenta años y de su alimentación esporádica, se
decía cortejada por los hombres más importantes de la provincia.
Con festiva impiedad, la gente le transmitía supuestos recados galantes.
Esos noviazgos ficticios la llenaban de satisfacción: en su nebuloso mundo
íntimo se unían la dicha y la mansedumbre. (…)”. En doña Zenobia, nuestra mayor
necesidad: sentir que alguien nos quiere, que alguien nos desea regalar una
caricia.
Tercer excéntrico: “En cambio, el pregonero Oyuela era la energía
dialéctica puesta al servicio de todos los acontecimientos locales. Vocero de
funciones circenses o de asambleas políticas, anunciaba con poderosa voz la
hora y el lugar de esos actos. Asimismo, voceó las novedades introducidas por
algunas casas de comercio. Oyuela parecía hablar para el azul y el viento, pues
no juntaba oyentes, pero sus palabras, repetidas de esquina en esquina, siempre
fueron útiles y eficaces: no era dable ignorarlas. Entre pecho y espalda su
litro de vino Priorato, hizo público encomio de actores, músicos, políticos y
productos comestibles venidos del extranjero. Siempre se mostró responsable y
previsor. En efecto, como era casi analfabeto, cuando las noticias que le
interesaban habían aparecido en las hojas periódicas, procuraba que alguien se
las leyese para poder repetirlas. Después, fingiendo leer el diario, divulgaba
la bien aprendida información con todo su aliento. Simulacro perfecto el suyo,
pero no por eso menos triste. (…)”. El pregonero Oyuela me llevó hasta el
recuerdo de otro afable excéntrico gualeyo. La poeta Tuky Carboni me contó de: “Josengo,
el torito. Era un disminuido. Pobre, andaba siempre muy sucio. Hubo dos cines
en Gualeguay: el Variedades y el Mayo. Josengo se recorría las calles
repitiendo la información que le habían dado sobre las películas que estaban en
cartelera. Medio tartamudeando, pero cumplía con su tarea. Y esperaba la
monedita. Se daba una vuelta con las películas de un cine, y después una más
con las del otro. Era bajito y gordito. No sabía leer, le contaban aquello que
después repetía. Era de apellido Muñoz”. Dos gualeyos unidos por oficios
parecidos, y sí, como pensó el poeta, un simulacro en medio de la tristeza.
Desde “Memorias de un provinciano” (1967), desde el ayer, la palabra del
poeta; desde el ayer de otra ciudad, distinta y parecida: alegrías y tristezas.
Prosigue Mastronardi: “Traigo a mi censo un cuarto personaje muy conocido en el
pueblo. Quizá nadie supo su nombre, ya que todos lo llamaban ‘el loco
Bochinche’. Joven, obeso, fantasioso, sus delirios fueron muy populares. Tenía
la piel cetrina, el pelo tupido y la mirada dulce. Durante años, puso sus
energías en la tarea de ascender a los postes esquineros para arrojarse con
fruición al suelo, mientras exclamaba: ‘Así vuelan los pájaros’. Propendía al
escándalo, pero no hizo daño a nadie. Tal vez fuera un hidrópico, pues cierta
dilatación abdominal lo tendió en su catre durante muchos meses. Gustaba referirse
a su mala salud de esta manera: ‘¡Tras de pobre, preñao!’. Intentó vencer la
enfermedad con ilusorios remedios que él mismo preparaba. Sospecho que al ‘loco
Bochinche’ lo mató su cuantiosa fantasía”. Así vuelan los pájaros, dijo el
loco, y se largó, para que vean aquellos que no saben del vuelo. Era la manera
de Bochinche de salir a regalar flores, de ser otro lujo de una ciudad siempre
tan atenta a los acentos y frases tradicionales. Cuando llegué a vivir a
Gualeguay, Marisa González, hija del egregio Cachete, me dijo: Buscá aire en
las orillas de la ciudad, porque en el centro te podés ahogar. Y a la hora de
pensar en el aire, en la existencia de orillas, pienso en tanto habitante de la
orilla que dio Gualeguay: Juan L. Ortiz, Amaro Villanueva, Alfredo Veiravé,
Emma Barrandéguy, Juan José Manauta, Cachete González, Derlis Maddonni, Antonio
Castro, todos con una manera de ser, también ellos, afables excéntricos:
orillas de su ciudad.
El afable excéntrico se va formando como pulso, como aire y aroma de un
lugar. Lo anota Mastronardi: “La costumbre nos ayuda a sentirnos en el mundo”.
En ellos una ayuda para anclar cada tiempo, cada ciudad, una calle, una casa.
Pienso siempre en Catón, el afable excéntrico con quien más hablo, y pienso en
su lugar en la entrada de la iglesia, mientras esperaba la llegada del cortejo
fúnebre. Y en esto de anclar lugares, de hacerlo a través de ciertas figuras,
me detengo en otra gran observación de Mastronardi: “No obstante ser
fantasmales en su esencia, eran parte de la realidad inmediata”. Porque
Gualeguay (y descontando a aquellos imposibilitados de ver y disfrutar de los
fantasmas), siempre lo pienso, es una ciudad donde bien se conjuga la vida y la
memoria (y esto a pesar de los mismos aquellos del paréntesis anterior: no
tienen pista de qué es la memoria: sé que son los más, pero su silencio no pesa
tanto como la sustancia que manejan los menos); vida y memoria, es decir vivos
y muertos. Gualeguay tiene algo de puerto fantasma. Están en las calles, en la
palabra de la gente; los hay notables o conocidos de un puñado de amigos. Ahí
anda Cachete entre su gente, ahí andan Mingo Zabaya y el Negro Carnevale en
cada brindis de viernes por la noche en la Catedral del Asado.
Afables excéntricos montados en el tiempo de cada época y lugar.
Quehacer mágico que se queda en la palabra de la gente que los ve, que los
cuenta, que los agradece.
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