Puede suceder en la mañana, o en la última pista de luz antes de
adentrarme en el sueño, en la noche. Entre esos extremos en donde nace el
reflejo de mi viejo conocido, que a la vez porta aire de recién llegado, se
hizo el hombre este que soy. Un hombre frente al espejo.
Hizo falta tiempo para que al fin pudiera -cuando todavía era pibito,
gurí en un pueblo de la provincia de Buenos Aires- asomar el hocico dentro del
espejo aferrado al botiquín del primer baño. Crecí de a poco: la mejor manera.
Me fui haciendo personita desde la mirada. Fui creciendo, ahora lo sé, como el
jacarandá joven que crece en el fondo de mi casa. Él crece, me digo, para
mirarse en el espejo del cielo.
No es que uno haya esperado o espere tanto como un cielo, pero siempre
tienta el sueño de acercarse a las alturas de lo profundamente humano. Ser una
persona sobre esta tierra es una aventura. Estamos avisados, el tránsito estará
plagado de monedas al aire: de cara y ceca, de una de cal y otra de arena, de
vueltas en la calesita con sortija y sin ella. El mundo, nuestra vida, se
dibuja entre la suerte y sus ausencias: aquello que llamamos destino, esa
figura a la que apenas podemos darle ciertos colores o aromas: intervenciones
mínimas en su insondable caripela -a pesar de lo que afirmen muchos gurúes de
mercado.
A través de los espejos sucesivos, por lo general hallados en el baño,
en la intimidad y el silencio de la mirada, en el aparte de los lugares que
habitamos, pude ver, y pude preguntarme por el hombre que quería ser. En el
baño, en el momento en que este funciona como refugio y encuentro, confirmé que
ante todo debía tratar de ser un hombre bueno, un hombre capaz de hacer buenas
acciones para con el otro, mi hermano, mis hermanos en cada luz de día amanecido.
Quería ser bueno como bueno me pensaron mis padres. Porque tanto vale la buena
intención, el esfuerzo. Bueno como me enseñaron mis maestras en la escuela. Esa
intención la encontraba siempre en los espejos. En mis refugios en tantos
departamentos alquilados en Buenos Aires. Pasaban los años y ahí estaba la
mirada, mis ojos, y por qué no, en ellos pude ver, más de una vez, mis almas.
Ser bueno es una manera de darle un color a la cara del destino. Sin
saberlo de manera explícita, yo mismo pintaba, daba vida, al que luego
aparecería en el espejo que tocara en suerte mañana. Porque en tantos espejos
anduve, tantos mis departamentos alquilados, tantos los demás espejos en que
uno, con mayor o menor intención, dejó sus ganas de vivir, de encontrar, de encontrarse.
Mirar en el espejo del botiquín del baño en las mañanas: el momento del
encuentro entre el hombre de la noche anterior, y el hombre con aire de
amanecido, otro y el mismo. A veces ocurrió que en una de esas mañanas, el
hombre que fui, se podría decir, dejó una vida pensando en iniciar otra, que
sería distinta, y a la vez, la misma.
Mirar en el espejo del botiquín del baño en las noches: puede afirmarse
que dicho momento tiene aires de mar, digo de mar, por vastedad, lejanías, que
llegan hasta el puerto de uno, el puerto que es uno, ese lugar/persona que
piensa, en una noche de tormenta, en partir, si hiciera falta, inclusive, hasta
el más allá. Pero sucedió que el hombre que fui en la noche partía solo hasta
el hombre que terminaba siendo en la mañana; y en ese pasado, sí, algunas veces
tuve viajes más largos, y en esa distancia elegí levar anclas y partir hacia
otra vida en la vida, una vida distinta que fue también la misma.
Siempre pensé que mirarse en el espejo del baño, mirarse desde la mismísima
soledad, era un juego necesario para el circuito, a veces salvaje, que traen
los días. En las tormentas los límites se desdibujan, las palabras no dicen las
cosas de siempre, la música de la naturaleza humana deja de ser compañera y
puede tener una apariencia de puñal; en las tormentas las lágrimas horadan la
cara, en las tormentas la lluvia llega hasta las almas.
También es necesario mirarse en el espejo del baño mientras dura la
fiesta, mientras se da la felicidad: un arte efímero, uno más en el puñado de
las bellas artes de la vida. Mirarse después del último trago de whisky en la
noche de la reflexión feliz; mirarse después del último beso, cuando la
despedida del amor se evapora desde la piel y las almas; mirarse cuando se ve
al hijo tomar impulso como el jacarandá que crece en esta casa, en esta zona de
chacras gualeya, y que espera, mañana, encontrarse con su cielo.
Porque cada uno tendrá un cielo al que acompañar si, como digo, tanto en
las tormentas como en la felicidad, nos asomamos al abismo amigo de un espejo,
en el baño, en el refugio, y allí encontrarnos, reconocernos para saber quiénes
somos, para recordar a aquellos que fuimos, hasta quizá para sospechar quiénes
seremos; saber de nuestra identidad a través de los buenos fantasmas vislumbrados
en nuestros ojos: se los puede nombrar con la palabra, se los puede nombrar con
la mirada.
La historia toda, me digo, puede entrar en un espejo de botiquín: la
historia de un hombre simple, los orígenes, para desde esa construcción de
cimientos estar en condiciones de “ser” durante los días que toquen en suerte.
Nada más triste que “no ser”, que no tener pista de quiénes somos, que no tener
pista de qué queremos ser, pista de cómo queremos ser.
La fuerza está en mirarnos en el espejo para sabernos. Escribo sobre
este tema por dos razones: la primera, es un tema incorporado a mi pensamiento;
y la segunda se debe a la contemplación de una obra de arte. Recibí como
obsequio un cuadro de Roberto “Cachete” González. Marisa, su hija, fue la del
gesto amigo. Cuando tuve el cuadro en mis manos, sentado a mi escritorio, en
soledad y en silencio, lo miré, y tuve la certeza de estar mirándome en un
espejo, en otro más, en uno alumbrado en un ámbito de sintonía mágica donde
nunca antes había estado.
Cachete utilizaba la acuarela o la témpera, incluía lápiz negro y tinta.
Describo el cuadro: el naranja marca su zona desde casi la mitad de la frente
hacia la derecha. El hombre que veo en el espejo tiene una frente amplia. El
naranja baja, obedece la orden el pincel de Cachete, hasta el pómulo, y rodea
el ojo derecho. En esa parte el color se esfuma, se transparenta, se ayuda con
un amarillo de extrema palidez. Cachete juega una vez más a las transparencias.
Hay una mancha blanca recostada bajo la nariz, marcando el lugar de la boca; el
costado derecho de la misma se une a una presencia indefinida, un fantasma amarillo
donde se apoya la cara: puede ser el comienzo del cuello, después el hombro;
puede ser un mapa donde está señalado el camino hacia la felicidad y la desgracia;
este centro de color guarda un secreto: un ojo bocetado en lápiz, vertical, de
pie sobre el lagrimal. Desde la parte izquierda de la frente, desde el pelo
sugerido, desde el cielo del ojo, comienza el reinado de una sintonía violácea
que abarca el ojo, la nariz, el resto de la boca. Al violáceo sucio, leve, lo
frena el amarillo a la altura del mentón. Hay un toque de azul transparente a
la altura del pómulo izquierdo. Una sombra indefinida bajo el mentón y el
costado izquierdo de la cabeza, conecta a esta con un paño blanco que aumenta
la imagen del fantasma amigo que vive en el espejo. Hay un detalle decisivo en
el hombre que vive en el cuadro de Cachete: la caricia violácea descripta, la
que baja desde la frente hasta parte del mentón, recorta a la perfección el ojo
que aparece pegado al ojo derecho, y que no es el izquierdo, sino uno que se
encuentra casi en el centro de la cara. Es importante, me digo, el abrazo del color
sobre este ojo.
El hombre que se mira en el espejo tiene más ojos, uno más, uno
especial, nacido, engendrado, imagino, por haber sido este un hombre que
gustaba de andar encontrándose en los espejos. Más ojos, el tercero, creado por
el propio hombre, de tanto mirar, de tanto pensar en el origen, en el “mientras
tanto”, y también en el después. Un hombre acostumbrado a desentrañarse, a
liberarse de la maraña de la bulla.
Sobre la cabeza del hombre, mezclándose con el fondo oscuro donde flota
el retrato, descubrí las primeras líneas: un trazo imperfecto de lápiz, un
trazo que sugiere más que aquello que informa. Hay sobre la cabeza toda un
cuerpo humano bocetado en lápiz: marca otras fronteras en la cara: encierra
ojos, pómulos, la frente: precisamente, sobre ella, se ve el lugar libre donde debería
encajar el mentón. Pero la cabeza es ausencia en la figura: dos trazos
disparados al cielo del cuadro dicen dónde debería estar. No está, ya no ocupa
el lugar común, está escindida, es el centro de la obra, porque el hombre ha
dejado de ser uno más. El hombre que pinta Cachete en el espejo/cuadro ve mucho
más. Ha logrado correrse del barullo del mundo: tiene más ojos, hay en él el
aroma del pensamiento, y con este aroma inventa un color más en la caripela del
destino. La cabeza misma es un mapa del tesoro, pero no de uno a hallar, sino
de uno hallado en el encuentro del hombre con los hombres que lleva adentro.
Sigo mirando el cuadro de Cachete, y una vez más vuelvo a su vida como
hombre dedicado a entrar con ganas por la puerta del arte. Siempre lo pienso,
podría asegurar que también lo veo en las calles por las que camino haciendo
memoria. En Gualeguay sigo con la mirada en el espejo del baño, me miro, pienso;
como se miraba Cachete, digo, mientras crecía, él sí, como un jacarandá, uno de
esos árboles que se miran en el espejo del cielo.
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