domingo, 20 de marzo de 2016

Un hombre frente al espejo

Puede suceder en la mañana, o en la última pista de luz antes de adentrarme en el sueño, en la noche. Entre esos extremos en donde nace el reflejo de mi viejo conocido, que a la vez porta aire de recién llegado, se hizo el hombre este que soy. Un hombre frente al espejo.
Hizo falta tiempo para que al fin pudiera -cuando todavía era pibito, gurí en un pueblo de la provincia de Buenos Aires- asomar el hocico dentro del espejo aferrado al botiquín del primer baño. Crecí de a poco: la mejor manera. Me fui haciendo personita desde la mirada. Fui creciendo, ahora lo sé, como el jacarandá joven que crece en el fondo de mi casa. Él crece, me digo, para mirarse en el espejo del cielo.
No es que uno haya esperado o espere tanto como un cielo, pero siempre tienta el sueño de acercarse a las alturas de lo profundamente humano. Ser una persona sobre esta tierra es una aventura. Estamos avisados, el tránsito estará plagado de monedas al aire: de cara y ceca, de una de cal y otra de arena, de vueltas en la calesita con sortija y sin ella. El mundo, nuestra vida, se dibuja entre la suerte y sus ausencias: aquello que llamamos destino, esa figura a la que apenas podemos darle ciertos colores o aromas: intervenciones mínimas en su insondable caripela -a pesar de lo que afirmen muchos gurúes de mercado.
A través de los espejos sucesivos, por lo general hallados en el baño, en la intimidad y el silencio de la mirada, en el aparte de los lugares que habitamos, pude ver, y pude preguntarme por el hombre que quería ser. En el baño, en el momento en que este funciona como refugio y encuentro, confirmé que ante todo debía tratar de ser un hombre bueno, un hombre capaz de hacer buenas acciones para con el otro, mi hermano, mis hermanos en cada luz de día amanecido. Quería ser bueno como bueno me pensaron mis padres. Porque tanto vale la buena intención, el esfuerzo. Bueno como me enseñaron mis maestras en la escuela. Esa intención la encontraba siempre en los espejos. En mis refugios en tantos departamentos alquilados en Buenos Aires. Pasaban los años y ahí estaba la mirada, mis ojos, y por qué no, en ellos pude ver, más de una vez, mis almas.
Ser bueno es una manera de darle un color a la cara del destino. Sin saberlo de manera explícita, yo mismo pintaba, daba vida, al que luego aparecería en el espejo que tocara en suerte mañana. Porque en tantos espejos anduve, tantos mis departamentos alquilados, tantos los demás espejos en que uno, con mayor o menor intención, dejó sus ganas de vivir, de encontrar, de encontrarse.
Mirar en el espejo del botiquín del baño en las mañanas: el momento del encuentro entre el hombre de la noche anterior, y el hombre con aire de amanecido, otro y el mismo. A veces ocurrió que en una de esas mañanas, el hombre que fui, se podría decir, dejó una vida pensando en iniciar otra, que sería distinta, y a la vez, la misma.
Mirar en el espejo del botiquín del baño en las noches: puede afirmarse que dicho momento tiene aires de mar, digo de mar, por vastedad, lejanías, que llegan hasta el puerto de uno, el puerto que es uno, ese lugar/persona que piensa, en una noche de tormenta, en partir, si hiciera falta, inclusive, hasta el más allá. Pero sucedió que el hombre que fui en la noche partía solo hasta el hombre que terminaba siendo en la mañana; y en ese pasado, sí, algunas veces tuve viajes más largos, y en esa distancia elegí levar anclas y partir hacia otra vida en la vida, una vida distinta que fue también la misma.
Siempre pensé que mirarse en el espejo del baño, mirarse desde la mismísima soledad, era un juego necesario para el circuito, a veces salvaje, que traen los días. En las tormentas los límites se desdibujan, las palabras no dicen las cosas de siempre, la música de la naturaleza humana deja de ser compañera y puede tener una apariencia de puñal; en las tormentas las lágrimas horadan la cara, en las tormentas la lluvia llega hasta las almas.
También es necesario mirarse en el espejo del baño mientras dura la fiesta, mientras se da la felicidad: un arte efímero, uno más en el puñado de las bellas artes de la vida. Mirarse después del último trago de whisky en la noche de la reflexión feliz; mirarse después del último beso, cuando la despedida del amor se evapora desde la piel y las almas; mirarse cuando se ve al hijo tomar impulso como el jacarandá que crece en esta casa, en esta zona de chacras gualeya, y que espera, mañana, encontrarse con su cielo.
Porque cada uno tendrá un cielo al que acompañar si, como digo, tanto en las tormentas como en la felicidad, nos asomamos al abismo amigo de un espejo, en el baño, en el refugio, y allí encontrarnos, reconocernos para saber quiénes somos, para recordar a aquellos que fuimos, hasta quizá para sospechar quiénes seremos; saber de nuestra identidad a través de los buenos fantasmas vislumbrados en nuestros ojos: se los puede nombrar con la palabra, se los puede nombrar con la mirada.
La historia toda, me digo, puede entrar en un espejo de botiquín: la historia de un hombre simple, los orígenes, para desde esa construcción de cimientos estar en condiciones de “ser” durante los días que toquen en suerte. Nada más triste que “no ser”, que no tener pista de quiénes somos, que no tener pista de qué queremos ser, pista de cómo queremos ser.
La fuerza está en mirarnos en el espejo para sabernos. Escribo sobre este tema por dos razones: la primera, es un tema incorporado a mi pensamiento; y la segunda se debe a la contemplación de una obra de arte. Recibí como obsequio un cuadro de Roberto “Cachete” González. Marisa, su hija, fue la del gesto amigo. Cuando tuve el cuadro en mis manos, sentado a mi escritorio, en soledad y en silencio, lo miré, y tuve la certeza de estar mirándome en un espejo, en otro más, en uno alumbrado en un ámbito de sintonía mágica donde nunca antes había estado.
Cachete utilizaba la acuarela o la témpera, incluía lápiz negro y tinta. Describo el cuadro: el naranja marca su zona desde casi la mitad de la frente hacia la derecha. El hombre que veo en el espejo tiene una frente amplia. El naranja baja, obedece la orden el pincel de Cachete, hasta el pómulo, y rodea el ojo derecho. En esa parte el color se esfuma, se transparenta, se ayuda con un amarillo de extrema palidez. Cachete juega una vez más a las transparencias. Hay una mancha blanca recostada bajo la nariz, marcando el lugar de la boca; el costado derecho de la misma se une a una presencia indefinida, un fantasma amarillo donde se apoya la cara: puede ser el comienzo del cuello, después el hombro; puede ser un mapa donde está señalado el camino hacia la felicidad y la desgracia; este centro de color guarda un secreto: un ojo bocetado en lápiz, vertical, de pie sobre el lagrimal. Desde la parte izquierda de la frente, desde el pelo sugerido, desde el cielo del ojo, comienza el reinado de una sintonía violácea que abarca el ojo, la nariz, el resto de la boca. Al violáceo sucio, leve, lo frena el amarillo a la altura del mentón. Hay un toque de azul transparente a la altura del pómulo izquierdo. Una sombra indefinida bajo el mentón y el costado izquierdo de la cabeza, conecta a esta con un paño blanco que aumenta la imagen del fantasma amigo que vive en el espejo. Hay un detalle decisivo en el hombre que vive en el cuadro de Cachete: la caricia violácea descripta, la que baja desde la frente hasta parte del mentón, recorta a la perfección el ojo que aparece pegado al ojo derecho, y que no es el izquierdo, sino uno que se encuentra casi en el centro de la cara. Es importante, me digo, el abrazo del color sobre este ojo.
El hombre que se mira en el espejo tiene más ojos, uno más, uno especial, nacido, engendrado, imagino, por haber sido este un hombre que gustaba de andar encontrándose en los espejos. Más ojos, el tercero, creado por el propio hombre, de tanto mirar, de tanto pensar en el origen, en el “mientras tanto”, y también en el después. Un hombre acostumbrado a desentrañarse, a liberarse de la maraña de la bulla.
Sobre la cabeza del hombre, mezclándose con el fondo oscuro donde flota el retrato, descubrí las primeras líneas: un trazo imperfecto de lápiz, un trazo que sugiere más que aquello que informa. Hay sobre la cabeza toda un cuerpo humano bocetado en lápiz: marca otras fronteras en la cara: encierra ojos, pómulos, la frente: precisamente, sobre ella, se ve el lugar libre donde debería encajar el mentón. Pero la cabeza es ausencia en la figura: dos trazos disparados al cielo del cuadro dicen dónde debería estar. No está, ya no ocupa el lugar común, está escindida, es el centro de la obra, porque el hombre ha dejado de ser uno más. El hombre que pinta Cachete en el espejo/cuadro ve mucho más. Ha logrado correrse del barullo del mundo: tiene más ojos, hay en él el aroma del pensamiento, y con este aroma inventa un color más en la caripela del destino. La cabeza misma es un mapa del tesoro, pero no de uno a hallar, sino de uno hallado en el encuentro del hombre con los hombres que lleva adentro.
Sigo mirando el cuadro de Cachete, y una vez más vuelvo a su vida como hombre dedicado a entrar con ganas por la puerta del arte. Siempre lo pienso, podría asegurar que también lo veo en las calles por las que camino haciendo memoria. En Gualeguay sigo con la mirada en el espejo del baño, me miro, pienso; como se miraba Cachete, digo, mientras crecía, él sí, como un jacarandá, uno de esos árboles que se miran en el espejo del cielo.

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