domingo, 7 de febrero de 2016

Jorge Surraco: memoria II

Poco después de mi llegada a Gualeguay, hace ya más de dos años y medio, me enteré de la existencia de Catón y de su actividad cotidiana hasta aproximadamente 1970, fecha hipotética de su muerte. Desde que supe que acompañaba a los muertos hasta el cementerio, de manera inevitable empecé a preguntar sobre él, sobre cómo era su vida, qué recordaban los gualeyos sobre este personaje que habitara los márgenes de la sociedad.
Jorge Surraco
Fue una tentación hacer la consulta a Jorge Surraco, como escribí la semana pasada, un hombre generoso, un buen tipo, una figura atípica en los muchas veces confusos  territorios de la cultura.
Jorge me contaba lo siguiente en el correo del 11/03/ 2015: “A Catón lo conocí en mi infancia. Tengo de él una imagen imborrable. Mi padre tenía un negocio en una de las esquinas de Pancho Ramírez y Rosario Tala. En esos años, las calles de ese barrio eran de tierra y la única empedrada era San Lorenzo, única que permitía llegar al cementerio desde el centro. Obvio es decir que por allí pasaban todos los cortejos fúnebres. Yo tenía la costumbre de sentarme en el umbral del local de mi padre, para ver pasar a la distancia de una cuadra, lo que llamaban entonces ‘acompañamientos’. Era algo muy impactante: coches negros, con ornamentos barrocos, tirados por caballos negros con penachos enormes en sus cabezas, también negros. Eran dos coches abiertos, uno para el féretro y otro para las flores; dos o tres berlinas cerradas para los deudos íntimos y a continuación varios coches de plaza que llevaban a otras personas. No recuerdo haber visto automóviles pero sí, cuando el cortejo era modesto, sulkys, jardineras, hasta algún carro chico y gente de a caballo. Y siempre, indefectiblemente, en todos, Catón caminando detrás del primer coche que trasladaba al difunto. Algunas veces, de la mano de mi madre, llegábamos hasta la esquina de San Lorenzo para ver pasar un cortejo en especial. Mi atención quedaba fija en Catón: lo veía, desde mi estatura de gurí, enormemente alto, muy flaco y encorvado, alpargatas y pantalones que no le llegaban a los tobillos, y alguna prenda liviana sobre el torso.
Estos son algunos tramos de los bocetos de la libreta de apuntes sobre mi infancia en Gualeguay, con recuerdos de mi vida personal, y otros personajes como Catón que conocí, sobre lo que estoy escribiendo varios cuentos para nutrir el repertorio de mi ocupación de Narrador Oral (prefiero cuentacuentos), en bares, centros culturales y escuelas de barrios de Buenos Aires”.
Hice algunas preguntas, por ejemplo, qué tipo de negocio tenía su padre cuando él, desde el umbral, veía pasar a Catón, pero enseguida amplió la mirada sobre otro negocio. Jorge escribió el 13/03/2015: “Edgardo: sos muy amable, pero no ando por las alturas de los 70, sino por las bajuras de los 80. Te llevo casi el 50% de los tuyos. Bueno, esto es para jugar un poco con las matemáticas.
En cuanto al negocio de mi padre, te cuento: en Pancho Ramírez y Rosario Tala tenía, según recuerdo, un almacén típico de pueblos del interior.
En cambio en La Calle Ancha y Hereñú, la cosa se había ampliado. Era una esquina con varios locales. En la esquina estaba el almacén. Por Hereñú había un local como despacho de pan que se producía en una panadería (no recuerdo cual, posiblemente Picaso). En el mismo local, por la mañana se vendía leche que traían del campo. Por la Calle Ancha, pegado a la esquina, había otro local donde había un ‘despacho de bebidas’, y al lado de este, otro local con carnicería, pero que no era de mi padre, sino que éste alquilaba el local a un carnicero que trabajaba por su cuenta.
Además, como te dije en el anterior mensaje, la casa, corrales, quinta y otras dependencias, como galpones y otras edificaciones, ocupaban casi toda esa manzana. Allí se desarrollaban otras actividades como comprar huesos secos y pelados que la gente encontraba en los baldíos y campos, objetos de hierro, vidrios y no recuerdo que más (una especie de acopio de recicladores de pequeña escala), elementos que luego mi padre vendía no sé a dónde; lo que recuerdo es que se lo embarcaba en el ferrocarril. A veces, cuando estos elementos eran una cantidad importante, un empleado iba con un carro a recogerlo y llevaba una ‘romana’ para establecer el pesaje (desde luego el precio que se estipulaba era por kilo). Recuerdo esto muy bien porque más de una vez yo participaba de estos viajes que para mí eran una gran aventura.
Recuerdo a mi viejo y a mi vieja laburando todo el día, desde muy temprano hasta bien entrada la noche. Veo que antes de acostarse, mi viejo, hacía un matambre relleno para vender a los parroquianos en rodajas en el despacho de bebidas. Terminado el matambre, encendía el ‘Primus’; colocaba una olla con agua sobre la llama, adentro el matambre y se acostaba a dormir. Tenía calculada la carga de querosén del ‘Primus’ para que al terminarse, se apagara, pero ya con el matambre a punto. Cuando se levantaba, sacaba el matambre y lo ponía a enfriar sin prensar, es decir que era un matambre no apto para disminuir el colesterol”.
Trabajé sobre estos testimonios de Jorge Surraco, como anoté la semana pasada, nacidos de manera casual y que hoy dan forma a esta segunda parte de una entrevista, que debía suceder quizás en estos días de 2016. Pero no hubo oportunidad de futuro, y entonces bienvenido el pasado, bienvenida siempre la memoria, una de las mejores amigas a cosechar en esta vida.
Consigno un fragmento de la novela que escribo: “(…) Siempre, en todos los acompañamientos, Catón caminaba detrás del coche que llevaba al difunto.
Desde el umbral Jorge veía pasar el cortejo, y enseguida ubicaba el objeto de su interés: Catón.
Desde el umbral veía que en el cruce de calles la suerte le había desplegado la pantalla de un cine callejero. Entre las ochavas transitaba una película donde Catón era actor principal. (…) Jorge Surraco, ya no tan gurí, con setenta años largos, sigue viendo la misma película. La filmó ayer en su memoria, y hoy decidió hacerla cuento”.
De esta manera entraba el recuerdo del documentalista en mi libro.
Todo relato es una mezcla de ficción y realidad. Ser escritor es trabajar con la verdad y la mentira, es saber administrarlas, puede que la ficción nazca de la realidad, y puede suceder de manera inversa, a veces qué mejor que una mentira bien contada para entender el paisaje y su personaje principal. Anoté en la novela la figura de Jorge: “(…) Jorge, el muchachito que veía pasar los cortejos fúnebres desde el umbral del almacén de su padre, con la mudanza, perdió su cercanía con el cine callejero donde descubría una y otra vez a Catón. Pero este nuevo domicilio le permitió ser testigo esporádico de algunos planos secuencia por demás interesantes.
(…) Un día Jorge descubrió a Catón parado en la esquina. Olvidó al instante el encargo hecho por su padre. Catón avanzó hacia el despacho de bebidas. Asomó la cabeza, el local estaba casi vacío. Cuando Jorge vio aparecer a su papá, abandonó su posición de testigo. Esperó a un lado de la puerta. Catón salió comiendo un pedazo de matambre sobre media galleta. Era un hombre feliz. Caminó por el lugar mientras comía. Era cerca del mediodía en un día de primavera del año 50. Jorge lo seguía a unos metros. Catón se asomó al portón por donde entraba la gente que vendía lo hallado en los caminos. Todos lo miraban. Lo reconocían. Alguna sonrisa, un saludo a la distancia. Y después, como si no estuviera.
Él comía y miraba. No habló con nadie.
Jorge Surraco filmó la misma película unas tres veces en su memoria.
Su personaje en movimiento, visto de cerca y a la distancia, avanzaba, atravesaba diferentes escenarios.
Catón seguía contando su historia”.
De esta manera, estoy convencido, Jorge Surraco, el documentalista, sigue haciendo cine en su lugar en el mundo: Gualeguay.
El 14/03/2015 recibí estas líneas: “Edgardo: Confieso que nunca, ni en mis delirantes fantasías, imaginé que alguno de mis fantasmas podría participar en la trama de una novela o un cuento que no fuera escrito por mí. Se agradece sinceramente”.
Todo lo relatado en estas dos notas: el testimonio, la memoria de Jorge, y el tono utilizado en cada respuesta, en ello está la razón de mi tristeza frente a su muerte.
Me gusta Gualeguay, mi nueva ciudad, porque en ella o desde ella, conocí buena gente, personas con una manera de mirar que va más lejos de la relativa chatura de lo cotidiano, y también hice amigos entre los buenos fantasmas que en ella o desde ella me habitan, nos habitan. Esta situación de contacto entre distintos mundos, esta confluencia, este río que junta orillas, es lo que hace de Gualeguay un lugar de vida y misterio.

Catón acompañó a Jorge Surraco, o mejor, se acompañaron hasta la memoria, siempre.

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